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April 2012


Existen tres tipos básicos de Homo sapiens.

La gente Hotmail se caracteriza por dejarse llevar por lo que hacen los demás. Nunca analizan demasiado los pasos a seguir. Se contentan con ver lo que hicieron los otros, y hacen eso. Es muy difícil hacerles entrar algo en la cabeza. Sin embargo, cuando se logra, permanece durante mucho tiempo, precisamente porque ideas posteriores tendrán la misma dificultad. El lado bueno de esto es que si una idea logra penetrarlos, significa que el resto de la población ya la tiene más que clara.
Son gente que confía en los demás, pero que no presta atención. Si están por cruzar la calle, no siempre miran hacia ambos lados. Prefieren que miren los demás, los que cruzan, entonces obedecen el cruce mayoritario. Se sienten seguros dentro de las multitudes. Nunca van a entrar en un restaurante vacío, porque evidentemente eso es signo de que la comida no es buena.

La gente Yahoo es un poco más pensante. Les gusta pensar. Les gusta sobre todo la idea de pensar. Pero no se aventuran a pensar cosas que no les parezca que deban ser pensadas. Nunca entendieron de qué se trata la letra de All you need is love. No les gusta el escándalo, ni que se grite. Piensan que el mundo debería tener paz, y que todos nos deberíamos entender, respetando las ideas y las creencias de cada uno, aun las que no son respetables. Tienen una idea de que la realidad no existe, sino que hay tantas realidades como puntos de vista, eso les permite pensar cosas que no se sostienen.
No son amigos de la lógica. Prefieren los slogans, los chicles mentales. No les parece que sea necesario pensar dos veces las cosas. Si alguien las pensó, particularmente si es un intelectual prestigioso, seguro que está bien. Dejan el razonamiento para los profesionales. Les gusta el arte popular, y saben que es para las masas, no para ellos. Porque ellos no pertenecen a las masas, por más que están de acuerdo con que existan y tengan su arte. Sin embargo, ellos tienen el propio. Aman el jazz, aunque no lo escuchen nunca. En su lugar, consumen productos intelectuales con gran voracidad, porque no tienen la molestia de analizarlos. Eso lo dejan, una vez más, a los profesionales, como los críticos, cuya opinión hacen propia y se encargan de distribuir.

La gente Gmail, en cambio, quiere pensar. Trata de hacerlo por sí mismo, aunque no siempre les sale. Comparten códigos, frases provenientes de la cultura pop (que no es lo mismo que la cultura popular) que para el gran público no significan nada pero les permite identificarse entre sí. Se consideran gente especial, personas adelantadas, que saben ver hoy lo que los demás verán en el futuro, o no verán nunca. Disfrutan entonces de las ventajas de estos adelantos, aunque se ven perjudicados por la escasa popularidad. En algunos casos, adelantos perfectamente espectaculares no llegan a expandirse más allá de la gente Gmail, y nunca logran hacerse viables económicamente.
Tienen un cierto desprecio no por lo popular, pero sí por lo repentinamente popular. Desconfían de las masas, por más que les gustaría estar en consonancia con ellas (en realidad, que ellas estuvieran en consonancia con ellos). Sus opiniones están respaldadas por excelentes razones, o razones que creen excelentes, y no conviene discutírselas, porque se corre el riesgo de que no poder callarlas más.

Los tres tipos de personas suelen poder identificarse mediante el servicio de mail que usan. Incluso, muchas veces puede predecirse qué mail usan según su personalidad. Pero cuidado: no es así siempre. Existe gente Yahoo que usa Gmail, posiblemente por tener amistades dentro de esa comunidad. O tal vez porque la novedad de Gmail ya se está empezando a extender entre los usuarios de Yahoo. Si es así, la gente Gmail pronto dejará de serlo, y adoptará otro medio de comunicación para identificarse. La gente Yahoo también abandonará su lugar, y pasará a ser la gente Gmail. La gente Hotmail tal vez viva esta movilización en algún momento. Pero no será pronto. Lo que se sabe es que, cuando empiece la mudanza masiva, la que hoy es gente Yahoo y Gmail huirá de su vecindad. Cada uno se forzará a encontrar el nicho adecuado para su persona.

A los siete u ocho años, descubrí que era posible tener sellos de goma con la inscripción que uno quisiera. Los vi en casa, un día, conteniendo el apellido familiar. Me maravilló el concepto. Un negocio lleno de sellos, uno al lado del otro, interminables, con todos los apellidos posibles. Tal vez los sacaban de la guía telefónica. Cuando uno iba a comprar, decía su apellido y el comerciante buscaba entre los sellos el correspondiente. Igual que en las mercerías cuando uno quería comprar un botón en particular.

Me pareció que eso era necesariamente un negocio tedioso, porque era seguro que iban a ir a ese negocio en particular muchas menos personas que los apellidos existentes. Entonces había dos opciones: operar a pérdida, o venderlos muy caros, para compensar la fabricación inútil de sellos que nunca nadie iba a comprar. Pensé entonces que era por eso que no había visto sellos en ningún lado hasta ese momento: como eran caros, pocos se daban ese lujo. Y era una lástima, porque mientras más gente los comprara, la lógica hubiera indicado que tendrían que abaratarse.

Todo se aclaró cuando me llegó el concepto de encargo. Resulta que alguien va a un negocio y pide un sello que diga lo que quiera. Después, en una segunda visita, obtenía el sello realizado especialmente. Es muy lógico y desde el punto de vista de la eficiencia funciona muy bien. Claro que a expensas de la velocidad de la transacción. Esto significaba que no podía querer un sello que dijera cualquier cosa y obtenerlo a los cinco minutos. Pero abarataba mucho el costo de cada uno.

De chico tenía esa clase de razonamientos. Sabía que los tenía, el asunto era que no sabía diferenciarlos de los verdaderos, porque me faltaba información, porque era chico. Me limitaba a razonar con los datos que tenía.

Unos años antes mi familia se mudó. Dejamos un departamento para ir a una casa. Me llevaron a verla antes de decidir la compra, no para que participara en la decisión, porque tenía cuatro años, pero la vi. Y noté algo alarmante: en esa casa vivía gente.

Presumiblemente, esa gente se iba a ir antes de que viviéramos nosotros. Era lógico. Pero, ¿adónde irían? Y, lo lógico era que fueran al departamento que dejábamos, que iba a estar vacío. Sin embargo, cuando ocupamos la casa, durante un tiempito el departamento se mantuvo sin gente. Resulta que todavía no se había vendido. ¿Qué había pasado, entonces, con la familia que vivía en la que ahora era nuestra casa? Respuesta: se habían ido a vivir a una tercera casa.

Esto me hizo ruido. La respuesta que había obtenido implicaba que la gente que ocupaba esa tercera casa antes tenía que mudarse a una cuarta casa, para permitir a los que venían de la nuestra ir a la suya. Y los de la cuarta necesitaban una quinta, que requería desalojar a la gente que hubiera para ir a una sexta, y así. Me pareció algo de nunca acabar. Había descubierto, sin saberlo, el concepto de recursividad.

Era impresionante todo el movimiento que ocurría sólo porque nosotros nos habíamos mudado. Sólo era posible terminarlo cuando alguien de la cadena encontrara lo que había sido nuestro viejo departamento y se mudara ahí. Esto, sin embargo, parecía no estar dentro de las posibilidades. Iba a ser otra gente, que venía de un proceso separado, la que ocupara ese lugar.

Todo este procedimiento interminable me pareció demasiado complicado como para ser real. Concluí entonces que se trataba de una fantasía que me había hecho con mi mente infantil, y que los adultos seguro entendían cómo era. Me bastaba esperar a la adultez para que me fuera revelada la verdad.

No se me ocurrió sospechar que todo ese proceso recursivo no es otra cosa que el mercado inmobiliario, y que no existe una forma mejor de mudar a la gente. Darme cuenta de esto me generó dos sensaciones. Una fue satisfacción por haber dado con la solución correcta a temprana edad. La otra fue cierta frustración, porque si la mejor solución es una que un chico de cuatro años puede pensar, probablemente algo falle en este mundo.

A continuación, transcribiré algunas selecciones de un diario semipúblico que hice para un proyecto de taller en 2009. Van sin corrección, por lo tanto los errores son de origen.

Me da la impresión de que a nadie le interesa leer lo que pasa dentro de mí. Capaz que me equivoco. Me parece que si lo que me pasa también le ocurre a otros, y logro expresarlo, entonces sí existiría algún tipo de interés. Pero eso es porque estaría expresando lo que les pasa a los otros, no porque les interese lo que me pasa a mí.
A veces escribo basándome en esas cosas, y en general no me importa ser fiel a la realidad o a lo que siento, sino hacer el mejor texto posible. Eso a veces coincide con poner lo que me pasa, y a veces no.

A veces, cuando integro grupos, me da la impresión de que si me muestro demasiado voy a caer mal. Pero hubo algunos casos en los que, cuando me mostré sin tratar de dar una impresión en particular, caí bien. Pero igual me cuesta hacer eso, sobre todo en grupos grandes. Pienso que no les interesa conocerme. Y a veces me encuentro con que me conocen más de lo que creía.

Tengo pocas ganas de ser adulto, y muy pocas de no serlo. A veces me parece que no asumo que ya lo soy. A veces sospecho que actitudes como no tomar alcohohl obedecen a eso, aunque sé que no necesito alcohol para ser adulto. Sé muy bien que la idea es conservar la frescura de cuando uno es chico aún cuando no lo es, pero es mucho mhás fácil de decir que de concretar.
Mientras tanto, sigo sin saber ponerme una corbata.

Últimamente no estoy escribiendo cuentos con personajes. Menos todavía con personajes con nombre. Por un lado está bueno porque no tengo que pensar nombres (detesto a los que sólo hablan de Juan y Pedro). Aparte salen cosas piolas sin usar personajes. Pero algún sector de mí considera que sin personajes con nombre no son cuentos de verdad.

A los niños les gusta el chocolate. Los padres, sin embargo, quieren que coman menos chocolate y se nutran más. Pero la comida nutritiva no es rica. Ciertamente, no es tan rica como el chocolate.

En este contexto aparece el huevo Kinder. Perverso instrumento de demagogia y corrupción. Se vende mediante diabólicos argumentos, diseñados para ser atractivos para niños y padres.

Se trata de un huevo de chocolate, y con eso ya consiguen que los niños inocentes quieran probarlo. Pero los padres no comprarían seguido una cosa así. Por eso el Kinder deja tranquilos a los progenitores, que son los que pagan o no, al hacer que la parte de adentro del huevo sea blanca. Así, puede venderse como de contenido lácteo, y de esta manera los padres pueden hacerse la idea de que hace bien a sus hijos. El chico va a pensar que es chocolate y va a comer la leche incluida en este huevo, piensan los padres.

Los niños, sin embargo, no son tan fáciles de engañar. Un mordisco deja ver las paredes interiores claras. Entonces los perversos fabricantes decidieron que la cosa no se termina ahí. Cada huevo incluye una sorpresa. Un pequeño juguete, encerrado en una especie de llema amarilla, que no se puede saber exactamente cuál es hasta abrir el huevo. Así, los niños tienen un estímulo extra para comerse ese chocolate que no los engaña: la idea de que les quedará algo más que el envase cuando el huevo se termine. Podrán jugar con la sorpresa prometida.

Los padres, entonces, logran la ilusión de nutrir bien a sus hijos mediante la promesa de un soborno, para que el niño ignore lo que sabe perfectamente: que ese chocolate no sirve para nada. Después los niños crecen, y saben desde tempranas edades que la corrupción es algo natural, no sólo practicado por ellos mismos sino estimulado por sus propios padres. Entonces van y compran huevos Kinder para sus propios hijos, perpetuando el problema. Después se quejan de que el mundo ande como anda. No sé adónde vamos a parar.

Diría que es necesario que alguien piense en los niños. Sin embargo, ése es el problema. A ver si los padres piensan un poco menos en los niños, lo suficiente como para no ser engañados por productos que sólo están interesados en parecer nutritivos.

No es mi objetivo ofender a nadie. Prefiero que se rían con lo que escribo, o que lo encuentren interesante, o que les guste como sea. Ahora, que no me interese ofender no significa que esté buscando escribir sólo cosas inofensivas. Hay mucha gente que, por miedo a ofender, deja de decir lo que le parece y lo reemplaza por lo que cree que le tiene que parecer.

Mi caso es el contrario. Si algo que escribo puede ofender a alguien, que se ofenda. No es una amenaza, es algo que está escrito. Sería mucho peor atajarme.

Cuando se tratan temas sociales o políticos, el asunto es desafiar lo “establecido”. No necesariamente lo establecido por ciertos poderes, sino lo que uno no se cuestiona. No necesito cuestionar lo que los otros ya cuestionan, prefiero cuestionar lo que no, porque nunca está de más asegurarse que lo que uno piensa está bien pensado.

Muchas veces, las ideas que son ofensivas van a lo no cuestionado. A lo que uno sabe que tiene que pensar. Pero siempre está bien preguntarse si debe pensarlo, si se sostiene, si se aplica, si es compatible con las verdades. Y si una idea cumple estos requisitos, no tendrá problemas en sobrevivir el cuestionamiento, y lo hará fortalecida.

El problema son las ideas que no se sostienen, y no resisten a cuestionamientos. Una de las tácticas que usan para evitar ser sometidas a ellos, es aparentar ser incuestionables. Y una de las recetas para lograrlo es ofenderse cuando se las cuestiona. Eso no tiene que impedir examinarlas, incluso tendría que funcionar como estímulo para hacerlo.

Ocurre mucho con el concepto de lo “políticamente correcto”. Hay ideas que no se pueden mencionar en público. En algunos casos es razonable, en otros no. El asunto es cómo diferenciar los razonables de los que no. Respuesta: cuestionando a todos. No hace falta negar la veracidad de ningún concepto aceptado, sino admitir la posibilidad de que sean falsos. ¿Cómo sabemos que sabemos lo que sabemos?

Hace unos años, aparecieron en muchos lugares referencias a una película a la que se denominaba “la película del Hitler bueno”. Inmediatamente me intrigué. Me dieron ganas de verla. ¿Cómo sería una película así? ¿Cómo podrían sostenerla sin provocar tremendos escándalos? ¿Qué punto de vista permite afirmar que Hitler era bueno? Una película así era una oportunidad para entender algo que está muy claro que fue no bueno sino terrible, pero ocurrió. Capaz que sirve para entender cómo es que las cosas terribles logran ocurrir a pesar de ser terribles y estar todos en condiciones de darse cuenta de lo que son. Nunca pensé que la película me iba a hacer admirador de Hitler, ni que los que la hicieron lo fueran.

La película resultó ser La Caída, la misma que es protagonista de un montón de videos de YouTube con subtitulados parodiando cualquier situación. Y resulta que no contenía un “Hitler bueno”. Contenía un Hitler desde un punto de vista cercano, con ciertos gestos humanos. Y aparentemente eso era el problema. ¿Cómo van a humanizar a Hitler? pensaban algunos.

Sin embargo, eso es lo interesante de la película. Resulta que Hitler no era un extraterrestre, sino un Homo sapiens igual que todos nosotros (este texto fue escrito por un Homo sapiens para ser leído por sus semejantes). La película lo muestra seductor, amable y también propenso a la ira y la locura. No lo muestra como una víctima, ni como un héroe, ni como un villano caricaturesco, sino que intenta, digamos, entenderlo. Dar una idea de cómo eran esos días en el bunker, cuando la derrota bélica estaba al caer y el mundo artificial que había creado se desintegraba ante sus ojos (o los de los que estaban afuera y se lo contaban).

Se trata, entonces, de una película muy interesante, mucho más que si buscara ser “por qué Hitler era malo”. Algo que no tendría ningún atractivo para ver, particularmente porque ya lo sé. Pero mucha gente se ofendió ante la humanización. Y sospecho que lo que los ofendía no era que alguien hiciera un retrato humano de Hitler, sino que un humano pueda hacer las cosas que hizo. La mala noticia es que un humano hizo las cosas que hizo, y si esa idea es muy difícil de digerir, lo siento. Es lo que ocurrió, y conviene saberlo, porque hay muchos humanos, y seguramente no fue uno solo el que era capaz de todo eso.

Así que si alguien se ofende, una lástima. Siempre se puede elegir pensar en otra cosa. Lo que no está bien es no decir lo que uno quiere por miedo a que alguien se ofenda.

Al comprar mi auto, me ocupé de tener varios elementos que me parecían indispensables. El principal fue una buena guía que incluyera todo el Gran Buenos Aires. De esta manera, podía aventurarme a lugares que no conocía sin temor a perderme.

Fue necesario también un acostumbramiento. Hacía varios años que no manejaba, y estaba un poco oxidado. Sabía que con algunos días o semanas de manejar me iba a volver a familiarizar con todo lo que implica. Los primeros días, sin embargo, estaba algo descolocado, no sólo con mi reinserción al tránsito sino con los avatares de un auto desconocido. Tuve que aprender a abrir el tanque de nafta, a encender las luces, a calibrar el embrague. Todo eso. Nada especialmente desafiante.

Pocos días después, como el auto era usado, lo llevé a un taller para que le revisaran y arreglaran todo lo necesario. Este taller quedaba en Flores, y fui ahí porque me lo habían recomendado, a pesar de que vivo en Parque Patricios. Pero para qué tengo auto, puedo ir a Flores. Lo que hice antes de dejarlo fue sacar todas las pertenencias, porque iba a pasar por varias manos y tampoco era cuestión de arriesgarme a que algún desconocido se hiciera con las cosas que acababa de comprar. Total, sabía volver desde Flores. No necesitaba mapas.

Pero hete aquí que cuando lo fui a buscar, poco después de emprender el regreso, me invitaron a una casa en Belgrano. Entonces el destino, cuando ya había partido, cambió. Ahora tenía que ir exactamente para el otro lado. Pero hay un detalle: la comunicación entre Belgrano y Flores no es buena. Ambos ex pueblos incorporados a la ciudad están bien preparados para que la gente vaya de ellos al centro, no tanto para intercambiarla entre sí.

No obstante, existen formas de llegar. El asunto es que no las conocía. Pero como estaba más o menos orientado, sabía la dirección general que tenía que llevar. O eso pensé.

Empecé a manejar, tratando de encontrar alguna buena avenida que me llevara más o menos directamente. Mientras, trataba de continuar acostumbrándome al auto, que encima había cambiado un poco el feeling con los arreglos del taller. Pronto empecé a perderme. Como no tenía guías, ni mapas, ni nada, debía valerme de mi instinto (los hombres no preguntamos a los transeúntes). Lo bueno es que tenía tiempo.

Pero empezaron los problemas. Avenidas atascadas, vías que tenía que atravesar y no sabía por dónde, calles que terminaban, calles que se bifurcaban y de repente me iba para otro lado. Se hizo de noche. Tuve que prender las luces, no es problema. Pero también se largó a llover. Y ahí tuve que prender el limpiaparabrisas, que no sabía cómo hacer. Me di cuenta bastante rápido. Sin embargo, tampoco estaba muy acostumbrado a frenar en ese auto, con o sin lluvia. Entonces tuve que tener extra cuidado, mientras trataba de mirar los carteles de las calles para no sólo saber por cuál iba, sino ver si conocía a alguna de las que cruzaba. Tal vez alguna me podía llevar a mi destino.

En el medio, tenía que lidiar con el tránsito de hora pico, y con peatones que se cruzaban por todos lados. En un momento, noté que los carteles indicadores de nombre de calle (eso que aparentemente se llama “mobiliario urbano”) cambiaba. “Qué raro, un barrio con carteles azules”. Resultó que había agarrado la avenida San Martín para el lado opuesto al que creía, y lo que pensé que era el puente era la General Paz, y me encontraba en lo que más tarde supe que era el partido de San Martín. Así que di media vuelta y volví. Se me ocurrió agarrar, ya que estaba, la General Paz, pero en la dirección que me llevaba a Belgrano vi las luces rojas que indicaban innumerable cantidad de autos, y desistí.

Al final logré ubicarme y llegar, con bastante atraso. Pero fue luego de una aventura, donde tuve todos los obstáculos juntos y era necesario enfrentarlos por mí mismo, sin ayuda.

Me gustaría decir que aprendí de esa experiencia. Aprendí que el camino es propio, y que es necesario hacerlo sin depender de los mapas. Que vale más cuando uno encuentra la salida que cuando mira las soluciones. Que nada reemplaza a la experiencia propia. Me gustaría poder decir todo eso. Pero no es así. No aprendí eso. Aprendí, más que nada, a usar ese auto. A tener confianza en mi manejo, y a reconocer la General Paz.

Seguramente hay lecciones para la literatura. Paralelos que cualquiera puede hacer sobre los caminos de escribir, y todo eso. Sin embargo, como cualquiera los puede hacer, usted está invitado a hacerlo, querido lector, si tiene ganas.

Me da la impresión de que, cuando uno quiere desempeñarse en áreas artísticas, vale la pena formarse en ámbitos diferentes del que uno quiere formar parte.

No estoy seguro de que sea cierto. Puede serlo sólo en algunos casos. Pero que haya instancias en las que no es válido no implica que sea algo que no tenga ningún mérito.

Vamos a ponerme de ejemplo. Siendo que escribo, tal vez sería lógico que estudiara Letras. Seguramente me daría cierta formación acorde a lo que quiero hacer. Sin embargo, nunca se me ocurrió estudiar semejante cosa. De hecho, nunca supe que existía una carrera así hasta mucho después de haber terminado la educación formal.

Sin embargo, no siento que no haber estudiado Letras me perjudique. Al contrario, la carrera que estudié, más relacionada con el cine, aporta a lo que escribo. No estoy mandando permanentemente tecnicismos cinematográficos. Pero sí pienso de una manera distinta de la que me parece que pensaría de haberme preparado en “lo mío”.

Debe ser algo parecido a saber idiomas. Son diferentes maneras de pensar, que otorgan vocabularios distintos (y en el caso de los idiomas, eso no es metáfora). Estructuras distintas, que al ser aplicadas a otros medios otorgan resultados de características más salientes.

No estoy diciendo que los que escriben habiendo estudiado letras serán más predecibles, ni nada por el estilo. Es perfectamente válido. Simplemente, quiero hacer notar el aporte de una carrera diferente aplicada a algo que no se suponía que tenía que servir.

En mi época, fue Xuxa. Hubo muchos pánicos morales sobre contenido oculto en discos, ése fue el que me hizo conocer el fenómeno.

Resulta que en 1991 la artista brasileña llegó al país y rápidamente conquistó el mercado infantil con su programa que salía todas las tardes. Esto traía las consecuencias de marketing correspondientes. Había muñecas, cartucheras, pósters, toda clase de productos con su imagen. El principal era el disco, que además de la imagen traía el sonido de sus canciones. Eran varios discos, que se podían obtener en el original portugués o en la versión traducida al portuñol que podía oírse por la tele.

Fue un fenómeno arrasador, que barrió con todos los otros programas infantiles. De repente, los indefensos niños estaban recibiendo cualquier cantidad de influencia de esta artista extranjera que, decían las malas lenguas, tenía antecedentes en el cine porno. Entonces muchos padres preocupados decidieron que era necesario que alguien pensara en los niños, y preferentemente no fuera Xuxa quien lo hiciera.

Empezaron entonces a buscar razones para no confiar. Y pronto encontraron. En esa época uno de los formatos de audio más populares era el casete (pronúnciese “caset”), que consistía en una cinta magnética grabada con música. La cinta estaba grabada de un solo lado, pero según el sentido en el que se la hiciera correr, se podía oír diferente contenido. Para esto era necesario dar vuelta el casete, del mismo modo que se daba vuelta un disco de vinilo.

Pero hete aquí que había una manera más o menos sencilla de hacer correr no la cinta, sino la música al revés. Era necesario desarmar el casete y dar vuelta la cinta, para que después, al reproducirlo, entrara en contacto con el lector magnético el lado opuesto. Así, la música se escuchaba hacia atrás. Esta operación hoy se puede hacer muy simplemente con cualquier software de audio, a nadie se le ocurriría ponerse a hacer semejante enchastre. Pero en esos años era la manera más sencilla de lograr el mismo efecto, aunque con una gran pérdida de contenido.

Entonces, los preocupados padres se pusieron a escuchar a Xuxa al revés. Y descubrieron algo monstruoso. Había mensajes satánicos escondidos en las canciones. Si se prestaba mucha atención, y se sabía lo que se estaba buscando, podía oírse algo que alguien decía en las grabaciones, y si se prestaba más atención, podía descifrarse que era una frase expresando adhesión a Belcebú.

Esto no dejaba dudas de que Xuxa era una agente del Diablo que venía desde el extranjero a atraer a los niños inocentes hacia la perdición. No se sabía cuál podía ser el mecanismo. De qué forma un mensaje que sólo podía escucharse si a alguien se le ocurría dar vuelta la cinta de un casete podía llevar a un niño a ser discípulo de Lucifer. Pero no importaba. Era encesario mantenerlos lejos de sus nefatas influencias. Por eso, seguramente, muchos padres prohibieron a sus hijos todo contacto con Xuxa.

Después de todo este asunto me enteré de que lo mismo ocurría con muchos músicos. Aparentemente, era común que las grabaciones al revés tuvieran mensajes satánicos. Conocí la historia del “Paul is Dead” y me fascinó toda la mitología que podía crearse alrededor de nada. Todavía, cada tanto, sale algún escándalo similar, y algunas mentes impresionables se dejan impresionar por estas cosas.

Como no quiero ser menos que todos los grandes artistas, decidí que un libro mío no debía dejar de tener algo así. De modo que inserté un mensaje satánico en una parte de Léame. Si usted, condenado lector, se ocupa de leer cierto pasaje al revés, podrá descubrirlo. En ese caso, tal vez el Bajísimo suba a reclamar su alma. Si eso ocurre, este autor declinará toda responsabilidad.

La vez pasada leí una historia que me hizo cambiar la opinión en el debate sobre los cambios de nombre de las calles.

En general, estaba en contra de los cambios innecesarios. “Abran calles nuevas y pónganles los nombres que quieran”. Suele haber intención política de homenajear a gente admirada por algunos, tal vez odiada por otros, que generan divisiones innecesarias entre los ciudadanos que transitan las ciudades.

Un ejemplo es la avenida Canning. George Canning fue un ministro inglés de relaciones exteriores, que fue el primer líder extranjero en reconocer la independencia argentina. En varios momentos, mentes nacionalistas decidieron que no estaba bien poner el nombre de un extranjero a una calle autóctona (aunque fuera un extranjero que ayudó a la existencia del país cuyo nacionalismo les tocaba ejercer). Entonces lo cambiaron por Scalabrini Ortiz, nombre que quedó luego de algunos vaivenes que no vienen al caso.

Ahora, ignoro los méritos del señor S. Ortiz. Tengo entendido que fue un intelectual peronista o algo así. Fenómeno. Puede que sea alguien excelente y muy digno de homenaje con su nombre en una calle. Mi objeción es otra: qué nombre largo. La avenida que antes se nombraba con dos sílabas, ahora necesita siete: s-ca-la-bri-ni-or-tiz. Algunos la abrevian, y logran usar sólo cinco: dicen simplemente “Scalabrini”.

Yo sigo diciendo Canning. Es mucho más fácil, y todo el mundo lo reconoce. A pesar de que el debate es anterior a mi época, y no conocí la calle con el nombre que uso, el nuevo no se termina de imponer, y la prueba es que todos entienden a qué me refiero cuando digo Canning. Una cosa es el nombre oficial de algo, otra el nombre real. Hay casos en los que la transición está completada: nadie llama Victoria a Hipólito Yrigoyen.

Pero ésa no es la historia que leí. Es sólo mi actitud respecto del nombre de calles. La historia es así. Parece que hace pocos años hubo en Inglaterra una iniciativa para cambiar las denominaciones de las calles que todavía llevaban nombres de gente relacionada con la esclavitud. Es una idea loable, dado que ese sí es un debate terminado; nadie está a favor de la esclavitud, o dice estarlo. El repudio unánime hace que sea coherente no homenajear a quienes sometieron a sus semejantes, etc, etc.

La cosa marchaba bien hasta que salió a la luz un mercader de esclavos del siglo XVIII, que además era líder antiabolicionista. Una persona execrable para los estándares actuales. Está muy bien sacarle la calle. Su nombre era James Penny, y la calle Penny Lane.

Esto generó alboroto. La industria del turismo de Liverpool puso el grito en el cielo. ¿Cómo van a cambiarle el nombre a algo tan emblemático, una de las razones por las que la gente visita la ciudad? Tanto alboroto se armó, que la iniciativa se fue al tacho, y los nombres de esclavistas se mantienen. Ahora se está intentando reflotarla, con la salvedad de que Penny Lane quedará sin modificaciones.

¿Que pasó? Hubo una modificación. El señor Penny había quedado en el olvido, y la calle ya no remitía a él. Ahora, gracias al paso del tiempo, Penny Lane sólo remitía al lugar. A tal punto que McCartney no tuvo ningún reparo en escribir una canción sobre la calle, a la que le puso el mismo nombre. Es probable que no estuviera enterado de que alguna vez hubo un señor Penny que vendía esclavos.

Esto viene a reforzar la idea de que los nombres es mejor que sean cortos. No hace falta poner nombres completos de personas o, como se hace en muchos casos, los títulos o cargos del homenajeado. Hubiera sido más difícil la transición si el nombre era James Penny Lane.

La cuestión es que la cultura y la poesía le dieron otro significado a una calle que en principio homenajeaba a alguien que hoy sería altamente condenado y repudiado. El lenguaje está vivo, y los nombres no son más que eso. Los esclavos fueron sometidos por más que Penny Lane se llame Scalabrini Ortiz. La esclavitud fue abolida por más que Penny Lane conserve ese nombre. Y la poesía lo convirtió en algo positivo, cantable, con alegría y trompeta piccolo.

Entonces, decidí que no me importan tanto los nombres de las calles en sí. Aunque hay gente que prefiero que no tenga calle, tarde o temprano la cultura lavará los significados, y pasarán a ser, como Marcelo T. de Alvear, una sucesión de sonidos con connotaciones sólo geográficas (Marcelo Torcuato de Alvear, en cambio, fue un presidente radical). Y, quién sabe, con suerte aparece la poesía y nombres antes execrables pasan a evocar imágenes como las de Penny Lane.

Me gusta tratar de entender la manera de pensar de la gente. Ver si la puedo reproducir. Tomar un resultado, una obra que me gusta (musical, literaria, cinematográfica, lo que sea) y fijarme si puedo reconstruir los razonamientos generales que llevaron a ella.

(Sí, no siempre son razonamientos, y no necesariamente los que reconstruya son los mismos que ocurrieron. Objeciones válidas, mas no vienen al caso.)

El asunto es así. Cuando trato de emular a alguien que admiro, no me interesa hacer algo igual. Me interesa el set de herramientas con el que cuenta. Los recursos que usa. Si los entiendo, los puedo obtener, y los puedo aplicar a mis circunstancias. Entonces me puede salir algo distinto de lo que yo hacía antes, no necesariamente parecido a lo que hace la persona que estoy emulando.

Porque no se trata de copiar. No quiero ser The Beats. Se trata de aprender. Explorar para crear. Poder, a partir de los que hacen los otros, encontrar maneras nuevas de manejarme, que por ahí no se me hubieran ocurrido de otra manera. Entonces puedo aplicar recetas ajenas con los ingredientes míos, y si tengo suerte sale un plato nuevo.

Hay mucha gente que me parece que puedo reconstruir su proceso. Muchas veces escucho temas de McCartney y creo saber de dónde salió y qué quiso hacer. “Cuál es la propuesta”. Puedo, si quiero, juzgar el éxito que tuvo esa propuesta, si logró plamarse. Claro que sólo respecto de lo que pensé, que puede no ser cierto. Puedo verme formulando propuestas similares, y llevándolas a cabo, por más que no me salgan iguales.

Veo un capítulo de Curb Your Enthusiasm,  y puedo hacer la ingeniería inversa. Me doy cuenta adónde quería llegar, y qué tuvo que hacer para lograrlo. No me hace disfrutar menos de la experiencia. Pero me pasa que voy escribiendo el capítulo a medida que se va desarrollando. Puedo no escribir lo mismo que termina ocurriendo, y en ese caso tal vez gané una idea que resultó mía. Otras veces sí adivino qué era lo que iba a pasar, y cuando se corrobora tengo el placer de haber reconstruido bien un proceso de pensamiento creativo.

(No, no soy de esa gente que te cuenta el final de las películas cuando las ve con vos. Es feo eso.)

Cuando voy a ver un espectáculo nuevo de Les Luthiers (algo que aparentemente no volverá a ocurrir), también voy escribiendo, y generalmente adivino los chistes que se vienen. Esto es resultado de la exposición que he tenido, de la atención que he prestado y del desgaste natural de una fórmula que lleva muchos años. Hay muchos momentos predecibles, que también sirven para enfatizar más los no predecibles.

Pero todo esto no es adonde quiero llegar. Los párrafos anteriores son una mera introducción para hablar de lo que me ocupa en este texto: el programa Trigger Happy TV.

Se trata de un programa inglés donde hacen cámaras ocultas. Pero no es de ésos donde se deja en ridículo a un tercero, para reírse de él. Acá lo importante son las situaciones, los conceptos que aparecen. Son como las intervenciones. Hay gente que agarra y anuncia “ahora vamos a hacer una intervención”. Eso las anula. Una intervención se hace, así nomás, sin que los demás estén al tanto de que va a ocurrir. Se insertan elementos extraños en la realidad, que sacan a quien los ve de la realidad (digamos).

No aparecen durante el programa los momentos en los que las personas se enteran de que están en cámara (cuando se enteran). No se trata de eso. Se trata de mostrar las situaciones, de generar esa ruptura.

Tiro ejemplos. Uno es el Diablo esperando el colectivo. ¿Qué colectivo puede estar esperando? O el agente secreto que se acerca a una persona pensando que es con quien tiene que intercambiar maletines. O el valet parking lastimado que tiene un auto para estacionar adelante.

Puedo reconstruir, una vez que está la idea, cómo se fue armando. OK, insertamos este estereotipo de las películas de espías, que se supone que se mezclan con la gente en forma inconspicua, y lo metemos en el subte, a ver qué sale.

Lo que no puedo es ver de dónde sale esa idea. Sí, hay algunos conceptos generales, pero no me veo pensando las ideas básicas, a partir de las que se puede empezar a trabajar. Es para mí, a pesar de que lo conozco desde hace varios años, una manera nueva de pensar, un enigma más a descifrar, otra puerta a la creatividad. Tal vez en algún momento dé con la clave, si existe, y pueda pensar cosas así. Quién sabe, tal vez ya las pienso y no me doy cuenta.

Por otro lado, hay que destacar la ejecución de las ideas. Porque aunque en papel algo pueda parecer divertido, es necesario planificarlo con mucho cuidado. Veamos un ejemplo. En el minuto 9:26 de este video (mejor mirarlo antes de seguir leyendo), un señor llega a la recepción de una oficina para una entrevista.

El secretario le dice que tome asiento, ya lo van a llamar. Entonces se sienta. Tiempo muerto. Algunos segundos más tarde, dos empleados pasan por el pasillo, llevando unos papeles. Están vestidos de osos. Van conversando casualmente, sin llamar la atención sobre sus disfraces. El entrevistado los mira. Uno sabe que se está preguntando qué corno pasa, pero no dice nada. El momento se repite un par de veces más. Dos o tres personas pasan vestidas de osos. Después de un ratito, el secretario, que está en su escritorio sin hacer ningún gesto, recibe una llamada y le indica al entrevistado que pase, que lo están esperando. Entonces pasa a la oficina adyacente, donde interrumpe una presentación que una persona vestida de oso está haciendo ante una gran mesa llena de otras personas vestidas de osos.

Eso es todo. No se trata de la reacción, se trata de la situación. Hacer una cosa así requiere:

  • Actuación: todos deben poder andar como osos sin reírse, como si esas cosas pasaran todo el tiempo.
  • Coraje: no sólo para tener la cara para hacerlo, sino para poner todos esos tiempos muertos en la televisión.
  • Dedicación: hay que pensar muy bien la estructura de la situación que se arma.

No basta con la escena final del joven entrando a la oficina. Si se hiciera eso directamente, la gracia se perdería. Sería una sorpresa demasiado grande, demasiado azarosa. La clave está en las escenas casuales de antes, que siembran el concepto de que la gente anda vestida de oso, por alguna razón. Pero tampoco se pueden dejar solas esas escenas, porque hay que llegar a algo. Entonces se arma toda la escena, que dura largos minutos y, sin parecerlo, está coreografiada con gran precisión.

Todo para presentar una situación a una persona, que ni siquiera importa cómo reacciona. Es el goce de pensar una idea y ejecutarla, sin que tenga que llegar a algo en particular. El gusto por el concepto casi puro.

Nada, todo esto es para recomendarles que vean las dos series de Dom Joly, Trigger Happy TV y su secuela, World Shut Your Mouth. Hay mucho material en YouTube, pueden pasar horas navegando los links del costado.

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