Siempre me gustó la recursividad. El envase del pochoclo Josecito, que tenía un niño con un pochoclo Josecito, cuyo envase tenía un niño con pochoclo Josecito, cuyo envase era muy difícil de ver. Los espejos enfrentados, que no permiten ver el infinito, porque uno está parado en el medio, pero sí pensar en su posibilidad teórica.

Conseguir la recursividad es bastante simple. Basta hacer una cosa que se contenga a sí misma. El ejemplo del pochoclo se ha visto en muchas publicaciones, que tienen en su tapa un facsímil de esa misma tapa. Esas cosas siempre me atrayeron, no necesité descubrirlas con los dibujos de Escher.

Algo que no es exactamente lo mismo, pero me produce una sensación parecida, son las letras de algunos temas, particularmente de rock and roll, que no son más que una publicidad de ese mismo tema. Por ejemplo, Roll Over Beethoven, de Chuck Berry, es una historia de un adolescente que le escribe una carta al disc jockey de su zona y le pide que le pase el tema Roll Over Beethoven. Este tema es el mismo que se está cantando, aunque en la letra podría pensarse que se trata de otro Roll Over Beethoven, uno mucho mejor e inalcanzable.

Después están esas canciones cuya letra, ya que tiene que haber letra, consiste en las instrucciones para bailar ese tema. O en una exhortación a hacer cierto movimiento que no se especifica, pero uno tiene que saber y está implícito en el tema, como en el caso de The Twist o Hippy Hippy Shake. Los Traveling Wilburys parodiaron todas esas cosas en el Wilbury Twist, que no sólo enseña a bailar el mismo twist, sino que exhorta a ir ya mismo a comprar el disco, como corresponde.

No tengo una reflexión al respecto. Sólo siempre me gustó ese recurso, y es lógico, entonces, que no sólo me haya puesto a jugar con esa clase de cosas, sino que resulta natural que se me ocurra ponerle Léame a un libro.