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No sé por qué, pero las pizzerías buenas tienen línea Pepsi.

No sé cuál es la relación, qué fenómeno de marketing hace que las pizzerías tradicionales, casi todas, tengan Pepsi. No es que la Pepsi va mejor con la pizza. Es lo mismo. Es que la costumbre de ver pizza y Pepsi juntos hace que cuando encuentro una pizzería con línea Coca me haga ruido, y desconfíe.

Tal vez la pizza viene de un ambiente más, digamos, berreta. En una de ésas la Pepsi se posicionó como más barata que la Coca en algún momento, y la costumbre quedó. No sé si es una estrategia comercial, una manera de insertarse en un mercado hace qué sé yo cuántas décadas.

Lo concreto es que las pizzerías tradicionales prácticamente todas tienen Pepsi. Por eso me sorprendió hace poco, cuando fui a El Mazzacote, en Constitución, y vi que tenían línea Coca. Estaba seguro de que la pizza iba a ser buena. La Coca era un elemento extraño, fuera de lugar. Un signo de sofisticación (?) que no va en una pizzería de ese nivel, de ese barrio y, sobre todo, con ese nombre.

Pero después fui al baño, y todo se compensó cuando me encontré con que tenían letrina.

Antes estaba el DOS. Cuando uno prendía una computadora IBM-compatible, poco después aparecía una pantalla negra con la siguiente leyenda:

C:\>

Indicaba que se estaba en el directorio raíz del disco C, habitualmente el disco rígido. Ahí uno tenía que tipear los comandos. El nombre de un archivo ejecutable que contenía un programa. Indicaciones para cambiar de directorio (directorio es carpeta), para borrar un archivo, para copiar algo a un diskette, para mostrar qué archivos hay en el directorio actual.

Los comandos consistían en una instrucción, y podían tener parámetros que modificaran el funcionamiento de esa instrucción. Así, si uno tipeaba “dir” veía los archivos del directorio actual. Pero si tipeaba “dir /p”, conseguía que la lista se detuviera al llenar la pantalla, así resultaba legible.

Con el tiempo, la línea de comandos fue reemplazada por las interfases gráficas. Mediante el uso de un mouse, uno podía hacer clic en íconos que abrían los programas y mostraban la información necesaria. Fue un avance, y también la incorporación de otra lógica.

Pero ahora se está revirtiendo. Los buscadores como Google vienen imponiendo la búsqueda como forma de acceder a la información. Para usarla, hay que tipear en el espacio correspondiente lo que uno desea obtener. El sistema muchas veces ayuda a no tener que tipear todo. Las búsquedas pueden incluir modificadores, como signos + para incluir sí o sí uno de los términos o – para excluirlo.

El paradigma de la búsqueda se viene incorporando a distintos aspectos. Al mail, a las carpetas de Windows, a los navegadores. En general cuando uno quiere buscar algo en un navegador no tiene que entrar a su buscador preferido, sino tipear los términos en la barra de direcciones. El navegador se encarga de buscarlo por uno.

El Firefox tiene además una barrita muy útil donde hay sólo buscadores. Uno puede elegir qué buscador quiere usar y tipear ahí los términos. El Chrome, por su parte, no tiene eso. Su interfase minimalista hace inadecuado tener más de un lugar donde ingresar algo. Si no lo reconoce como una dirección, lo busca. Pero no se puede elegir dónde lo busca. Va al buscador predeterminado.

Ah, pero sí se puede elegir el buscador. No contaban con la astucia del Chrome. Lo único que hay que hacer es escribir un prefijo antes de los términos. Así, si uno quiere buscar manzana en la Wikipedia, tipea “wi manzana”. Si lo quiere buscar en YouTube, tipea “yt manzana”. Y el Chrome redirige al buscador correspondiente.

Es menos práctico que el Firefox, porque de repente uno volvió a la línea de comandos, después de que fuera abandonada en 1995. Y no se vuelve sólo ahí. Uno abre cualquier sección de un Windows moderno, y tiene el buscador propio invitándolo. En el panel de control, en las vistas de carpeta. Y en el menú de inicio.

Ahí están los links a todos los programas. Pero encontrarlos es cada vez más difícil. Si el programa que queremos no aparece en los links visibles, ir a “todos los programas” es bastante caótico. La solución es buscarlo en el buscador que está a milímetros de la ubicación del botón de inicio. Entonces, si uno quiere abrir el FileZilla, lo único que tiene que hacer es tipear ahí “filezilla”.

Y, de pronto, sin darnos cuenta, volvimos a abrir los programas como en el DOS.

Nunca quise ser de ésos. He conocido a muchas personas que se jactaban de que no miraban televisión, porque claramente eso los ponía en un nivel superior al resto. Algunos directamente afirmaban no tener televisor. Aunque ésos solían saber todo lo que pasaba en la tele.

No tomé la decisión de no mirar televisión. Me pasó. Un día descubrí que hacía tiempo que no miraba. Sí, la prendo, miro qué hay, a veces me engancho con algo. Pero no sé los horarios, no sé bien los números de cada canal, y en general está de fondo.

Esto no significa que no mire las cosas que salen por televisión. Sigo viendo series, me siguen gustando y atrapando. Pero hay otras formas de ver series. Ya no hace falta esperar a que se estrenen. Se pueden ver online, se pueden ver en DVD. Ya ni sé qué canal pasa las series que miro.

Pasa más fuerte con los canales de aire. No sé qué programación tienen, no sé cómo son sus nombres actuales, no sé sus logos. No me interesa, y encuentro que me puedo mover en la sociedad sin saber esas cosas. No es que todos están hablando de lo que pasó ayer en determinada tira, en el Gasoleros de ahora. Me parece que esto que me pasa no es tan infrecuente.

Pero no estoy en contra de la televisión. Estoy a favor. Sospecho que es un medio que está quedando obsoleto. Los YouTubes son maneras mucho más eficientes para ver contenidos, por lo menos desde el punto de vista del espectador. Me da la impresión de que la diversificación de los canales hacen que los de aire, que siempre son de interés general, se vuelquen cada vez más hacia los gustos generales. Y por eso tienen cada vez menos audiencia. Supongo. No sé cuánta audiencia tienen.

Los pies se cubren con zapatos o zapatillas. Hay muchos modelos con muchos nombres. Pero yo diferencio sólo esos dos: zapatos y zapatillas. Me viene de chico, como la clasificación de las aves. Hay dos clases de aves: las palomas y los pajaritos.

Pero hay una división que encuentro más útil para el calzado: con cordones o sin cordones.

Por alguna razón, está estandarizado que cuando uno se envuelve los pies con un par de zapatos o zapatillas, debe completar la operación ajustando los cordones provistos. Previamente, esos cordones deberán haber sido colocados en los agujeros correctos, de manera que quedaran dos extremos del mismo tamaño emergiendo de los orificios superiores. Es una técnica calibrar cordones.

Después es necesario vigilar que la atadura de los cordones se mantenga. Vuelta a vuelta, descubriremos que estamos pisando extremos sueltos, porque al desatarse, los cordones llegan al suelo. Ataremos entonces otra vez los cordones, pero ahora sucios. Deberemos agacharnos hacia una posición muy incómoda, o levantar cada pie hacia una superficie lo suficientemente alta como para que las manos puedan efectuar la delicada operación. Para no tener que repetirla, la haremos enfáticamente, y sentiremos ese énfasis con forma de pie apretado.

Esta es una de las realidades de la vida, y me pregunto por qué hay tanta gente que la acepta. Porque la solución está inventada: el calzado sin cordones. Hay distintos nombres, como mocasines o alpargatas. Pero lo que son es zapatos o zapatillas sin cordones. No estoy hablando de esos modelos que reemplazan los cordones por una rueda para que uno se sienta moderno. Es algo mucho más básico: un calzado igual que cualquiera, pero sin cordones, ni agujeros para ellos.

Resulta que, después de todo, los cordones no eran necesarios. Los zapatos no salen volando si uno no los ajusta. Puede ser que para algunas actividades, como ciertos deportes, sí haga falta un calzado bien ajustado. Pero para el uso diario es sólo una molestia a la que la gente elige someterse, probablemente sin darse cuenta de que hay otra opción.

Hay gente que opina que esa clase de calzado es inelegante. Es falso. Pero si fuera verdadero, no sería por la ausencia de cordones. Es porque los fabricantes de zapatos ponen toda su creatividad en los modelos con cordones (debido a la demanda existente). Entonces hay más variedad, y es tomado como normal, aunque yo no entienda por qué.

Comer empanadas es un placer práctico. No se necesita usar cubiertos. La empanada individual tiene el tamaño apropiado para la mano, y su construcción hace que el relleno se quede adentro. Además, como una empanada es razonablemente chica, permite tener de varios gustos en una misma comida.

Presentes en las cocinas del continente desde tiempos inmemoriales, las empanadas son una especie de festejo. Una comida informal, modular, que se puede comer estando parado. El relleno puede tener un aire de misterio. ¿Esta empanada de carne tiene aceitunas? ¿La de atún tiene huevo? ¿Qué especias le darán ese sabor? ¿Habrán dosificado bien la cebolla?

El misterio se extiende también al contenido de la empanada, cuando aún no ha sido mordida. ¿De qué será cada una? ¿Cómo saberlo? A veces las que tienen queso chorrean un poco, y eso permite identificarlas. Pero fuera de esa clase de accidentes, pueden ser muy similares.

Por suerte, la misma característica que hace que una empanada sea tal es lo que permite identificarlas. El repulgue (repulgo para los académicos) es el cierre, donde la masa se encuentra con sí misma y forma el semicírculo característico. Este cierre se puede hacer de diferentes formas, siempre que quede razonablemente hermético. Hay diferentes movimientos con los dedos que dan resultados distintos. Se puede aplastar con la punta de un tenedor, para que el borde quede rayado. Se puede hacer distintas muescas.

Hace falta tener igual cantidad de diseños de repulgue que de gustos de empanadas. Así será fácil diferenciarlas. No hay nada más inelegante que tener que partir en dos una empanada para saber qué tiene adentro.

Esta identificación es parte de la experiencia de comer empanadas. Y se extiende a las cadenas comerciales de entrega de empanadas. Estos negocios cuentan con una flota de motos que acercan, luego de un pedido telefónico, las empanadas solicitadas al domicilio del consumidor. De esta manera no es necesario cocinar ni usar utensilios. Algunas cadenas proveen servilletas, y también bebidas, para que la experiencia sea completa.

Pero ocurre que hay cadenas que no entienden las sutilezas. Cada pedido de empanadas debe venir con la clave de los repulgues, la piedra de Rosetta para saber el gusto de cada empanada. Si esto no ocurre, las diferentes personas, que pidieron distintas combinaciones de sabores, se las verán en figurillas para saber qué comer. No tardarán en aparecer los ansiosos que querrán desmenuzar las empanadas, o que pretendan hacer una distribución azarosa antes de que se enfríen.

La hoja con la clave (puede estar también en la caja) permite evitar esas situaciones desagradables. Hay gente que no está dispuesta a hacer el esfuerzo de entenderla. Es gente sin lugar para la sutileza, que no es de fiar. Pero siempre aparece alguien dispuesto a ocuparse de la distribución correcta. Un maestro de ceremonias que sabrá interpretar los dibujos y los aprenderá rápido. Luego repartirá cada empanada a su legítimo dueño, y evacuará las dudas de quienes quieran servirse.

Hay algunas casas, sin embargo, que prescinden de este ritual. ¿Cómo diferencian las empanadas? Mediante un método objetable: escriben sobre ellas. Algunas tienen iniciales, otras directamente estampan el nombre completo del sabor sobre la empanada. Uno termina comiendo un letrero. Pero más allá de eso, uno se priva de parte de la experiencia de comer empanadas: la superación de la incertidumbre, el triunfo de la sagacidad y la inteligencia sobre la oscuridad que envuelve al relleno.

Quiero compartir con ustedes algo que descubrí. Se trata de una comida que se está volviendo muy popular en los últimos tiempos. Consiste en una especie de pan chato, como simulando una asadera redonda. Pero se come, es una de esas comidas en las que el plato es parte del bolo, como los cucuruchos o las ensaladas de McDonald’s. Se le coloca encima una salsa hecha a base de unos curiosos vegetales colorados, originarios de América, que no se termina de saber si son fruta o verdura. Luego se condimenta. Arriba de eso va una especie de leche coagulada, que es una masa más o menos dura pero al calentar se derrite. Existen, de todos modos, algunas variantes. Algunos agregan otros ingredientes, en ciertos casos numerosos: granos amarillos que se resisten a ser digeridos, piernas de cerdo cocidas y cortadas en finas láminas, rodajas de frutas tropicales puntiagudas.

La combinación de todos los ingredientes ingredientes se inserta en una cavidad muy caliente, con pedazos de árboles cortados y encendidos, que permiten que el conjunto se cocien con rapidez. Se llega a un resultado final muy atractivo. Y relativamente barato, porque de uno solo de esos círculos se cortan cerca de ocho triángulos, y comen varias personas. Por eso es una comida medio proletaria, pero no tienen que dejarse atrapar por los prejuicios sociales. A veces los proletarios dan en el molde.

Están brotando establecimientos que venden este plato por todos lados. Tal vez los vieron. Por alguna razón, suelen tener línea Pepsi. Algunos de estos lugares ofrecen también el servicio de acercarlas a la casa correspondiente, con sólo llamarlos por teléfono, de manera que ni siquiera hay que ir hasta ahí y mezclarse con ellos. Se paga en efectivo al arribar el producto. No se preocupen, el alimento llega caliente. Es transportado a gran velocidad en unos rodados con motor, que como tienen dos ruedas implican un gran equilibrio por parte del transportista. Es por eso que se estila dejar un par de pesos de más, para reconocer el mérito de esa persona. Luego, sólo queda saborear.

En otra oportunidad les contaré acerca de un descubrimiento asombroso. Se trata de una máquina que proyecta una serie de fotos sobre la pantalla, como las del señor Muybridge, pero lo hace a una velocidad tan rápida que produce una sensación de movimiento. Es fantástico.

No le dijo nada” fue un hit del grupo Los Ladrones Sueltos en 1994. No es particularmente memorable, sin embargo se ha ganado un lugar en mi memoria, por alguna razón.

Puede que sea la letra, que es muy intrigante. Es una pieza poética muy locuaz. No es mi intención analizarla en este espacio. Otras personas lo han hecho con éxito. Pero voy a hablar un poco de la letra.

La canción habla de una pareja, muy enamorados ambos. Les gusta encontrarse, y se comunican sin palabras. Él le hace propuestas, ella no le dice nada. Y con su silencio, asiente. Entablan entonces una serie de aventuras románticas, toman colectivos juntos, van a la playa. Está claro que la relación avanza, y que no necesitan la comunicación verbal porque tienen la física.

Sin embargo, no todo es idilio. Un némesis acecha. Un tal Tito siempre aparece en los momentos menos oportunos, un verdadero cortamambos. No sabemos mucho de Tito. De hecho, eso es todo lo que sabemos. Está claro que ni la pareja ni el narrador aprecian sus intervenciones. El grito “qué cagada” ofrece una descarga emocional muy clara, que en la segunda oportunidad es omitida para exhortar a la expresión del público presente.

La historia no termina ahí. Falta la resolución. (Viene un spoiler.) Y acá está lo extraordinario, lo que no recuerdo que nadie haya dicho, y que después de veinte años acabo de ver. Esta canción es pionera. Contiene un plot twist que está a la altura de cualquiera de los del afamado director M. Night Shyamalan. Y es de cinco años antes de su primer éxito.

Está muy bien construido. La revelación del final es que ella no le decía nada, no porque tuviera facilidad para la comunicación no verbal, sino porque era muda. El protagonista lo exclama acompañado por un coro que repite “era muda”, como para que el shock de la revelación muera rápido. Pero este desarrollo inesperado no viene de cualquier parte. Es perfectamente deducible del principio. Se trata de una narración bien estructurada.

Del mismo modo, en The Sixth Sense, Bruce Willis es asesinado en los primeros minutos (que, por cierto, es el mejor momento para asesinarlo, después se hace muy difícil). Él no se entera, el público tampoco, probablemente por estar ambos acostumbrados a que es indestructible. Pronto conoce a un niño que ve gente muerta, y debe resolver no sé qué cosa. La revelación del final (spoiler) es que Bruce Willis efectivamente estaba muerto, y era una de las apariciones que veía el niño.

En ambos casos la revelación es posible porque está plantada desde el principio. Esto permite a mucha gente afirmar orgullosa que la dedujeron antes de que la narración progresara, y mostrar así su inteligencia superior junto a su capacidad de percepción.

Es un caso distinto al de “¿Qué tendrá el petiso?” de Ricky Maravilla, que es más un misterio. Esta persona chaparra, sin virtudes que se vislumbren, recibe la admiración de todas las mujeres. Es un juego de descarte, que es resuelto cuando se menciona la situación financiera del susodicho. De esta manera, la pregunta del título queda contestada y no se produce un misterio que perdura a través de los años, en reportaje tras reportaje al autor.

Por suerte, Los Ladrones Sueltos no cometieron el error de Shyamalan de insertar esta estructura en todas sus canciones. Su otro éxito, “La rubia del avión”, tiene una forma narrativa más clásica, con una resolución lógica pero que no cambia el sentido de todo el tema.

En fin, me fui por dos o tres tangentes. Lo importante es que ella no dijo nada, y consiguió perseverar en esta actitud hasta que su novio se dio cuenta de su discapacidad. Por lo que podemos atisbar, la relación continuó, tal vez algo repetitiva, y en silencio.

Hace unos meses se murió Caloi. Se produjo un duelo importante, porque era una figura querida, creador de uno de los personajes emblemáticos de la historieta Argentina: Clemente.

Desde entonces, en la contratapa de Clarín salieron las tiras que quedaron preparadas antes de la muerte del artista. Que eran unas cuantas. Durante varios meses aparecieron, con una leyenda que explicaba su origen.

Clemente era una tira muy original, con un vuelo poético que combinaba imaginación con cultura popular. Puedo decirlo porque he leído algunos de los primeros libros recopilatorios, de la época en la que la tira se llamaba Clemente y Bartolo. Son de antes de que naciera.

En mi caso, Clemente fue algo que siempre estuvo en la contratapa del diario. Me encantaba. Escuchaba los tres discos que se editaron con canciones de hinchadas, miraba los cortos que pasaban por televisión cada tanto. Y a veces leía la tira.

Sin embargo, no me acuerdo una época en la que la tira Clemente fuera divertida. La imaginación que tenía en los ’70, para cuando tuve uso de razón, ya no estaba. Clemente era un personaje que comentaba sucesos de actualidad, sin tener nada demasiado interesante o gracioso para decir. Había otros personajes, que iban rotando.

También las situaciones rotaban. Cada tanto, una vez por año o cada dos, a Clemente le crecían manos y hacía comentarios al respecto. A veces reaparecía Bartolo (ocurrió en las últimas tiras). A veces estaba Jacinto, el hijo de Clemente. O la Mulatona, o el Clementosaurio. Todos intercambiaban diálogos con el protagonista, sin demasiado interés.

Gradualmente, sin tomar una decisión, dejé de leer la tira. Cada tanto pescaba alguna, y comprobaba que la situación no había cambiado. Pasó eso durante unos veinte años, hasta que se murió Caloi. Ahí miré la que podía ser la última tira, y después empecé a leer las póstumas.

La gracia de Clemente, no obstante, seguía sin estar. Era la misma tira que conocí siempre, ahora en color, sin risas de mi parte. No me interesa criticar especialmente esas últimas tiras, que deben haber sido hechas chuando el autor estaba enfermo. Son lo mismo que las anteriores.

Clemente se había transformado en un personaje irrelevante. Nunca me crucé con alguien que me comentara alguna tira. Era querido por la sociedad, sí, pero vivía en el recuerdo. La muerte de Caloi avivó ese recuerdo, y permitió el duelo. Pero después se volvió a la indiferencia habitual hacia una tira que ya no tenía nada que hacer, cuyo esplendor terminó hace décadas.

A tal punto que, cuando las tiras póstumas se terminaron y se dio por terminados los casi cuarenta años de publicación de Clemente, nadie reaccionó. Se anunció la aparición de una tira nueva, a nadie le importó lo que implicaba. No hubo segundo duelo, hubo escasísimos comentarios periodísticos que marcaran el acontecimiento, no hubo republicaciones de la verdadera última tira.

Es raro, tratándose de un personaje de la estatura de Clemente. La única explicación que se me ocurre es relacionar esto con la actitud que hay hacia la encarnación actual de los Simpsons. A la gente le importan las primeras ocho o nueve temporadas, al resto no se le da pelota. La serie tiene cada vez menos rating, y no es capaz de generar el masivo interés que antes convocaba. A casi nadie le importa cuándo hay un estreno, ni por qué temporada van a esta altura. Es todo lo mismo, y todo irrelevante.

Es otra muestra de la importancia de retirarse a tiempo. Así como en el caso de los Simpsons está el ejemplo de Seinfeld, con Clemente se puede citar a Mafalda. Quino finalizó su tira después de diez años, sin merma de calidad (siguió haciendo dibujos sueltos durante décadas, hasta que vio que ya no le daba, y se retiró). En una de ésas, si Clemente terminaba en 1982 o 1983, o en 1990, se lo recordaría con mucho más énfasis, porque no estaría para recordarnos la realidad de una tira obsoleta.

En su lugar, terminó con la muerte del autor. Y su ausencia empieza ahora. Veremos si los cuarenta años de tira hacen mermar el recuerdo. Por lo pronto, son muy pocos los libros que recopilan Clemente. No salía un volumen por año con 300 tiras. Es probable que sea porque no hay demanda. Y eso ya dice algo.

No me voy a poner a hablar de Douglas Adams como si fuera su descubridor. Había leído algunas cosas suyas, como The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, y me habían gustado mucho. Pero nunca terminé de leer el segundo libro de esa serie. El volumen que recopila las cinco está esperando que lo vuelva a abrir, cosa que ocurrirá tarde o temprano.

Ahora me compré otro, que creo que es su único libro de no ficción: Last Chance to See. Es una crónica de varios viajes que hizo Adams, acompañado por el zoólogo Mark Carwadine, a distintas partes del mundo en busca de especies al borde de la extinción. Todavía no lo terminé, aunque me lo estoy devorando, y me da muchas ganas de compartirlo.

Podría citar algún fragmento, pero no sabría decidirme. Tendría que citar todo el libro. La prosa de Adams es excepcionalmente clara, y sus conceptos también. El tipo tiene un sentido del humor muy natural, que fluye sin tener que forzarlo, y hace que la lectura sea placentera, incluso cuando los temas que trata no son agradables.

Lo mejor que puedo hacer es, además de recomendar el libro, mostrarles una charla que dio sobre el mismo tema, pocos días antes de su temprana muerte. Ahí lee fragmentos, contesta preguntas y maravilla con su claridad alucinante.

Por el subte de Buenos Aires circulan (circulan cuando no hay paro) los trenes en servicio más antiguos del mundo. Se trata de unos hermosos coches fabricados en Brujas, Bélgica por la empresa La Brugeoise et Nivelles. Están en servicio desde que se inauguró la línea A (en ese momento era el Tranvía Subterráneo Anglo Argentino), en 1913. Algunos vinieron más tarde, en 1919.

Son necesariamente maravillas técnicas. Ningún material rodante aguanta cien años de uso continuo (continuo cuando no hay paro) sin serlo. La fábrica de donde salieron cerró hace más de veinte años. La empresa que los fabricó fue absorbida por otra más grande. La que los compró dejó de operarlos en la década del ’30.

Durante los años, han sufrido muchas modificaciones. Esa carrocería de madera no es original. Se colocó en la década del ’20, cuando se les sacó la plataforma tranviaria. En los primeros años, el tranvía subterráneo salía a la superficie por la rampa de Primera Junta y continuaba el servicio por la avenida Rivadavia hasta Lacarra. La línea actual, extendida, todavía no llega hasta ahí, ni está en los planes que llegue. No salía todo el tren, sino que se desprendía uno de los coches.

Es un placer andar en esos coches. Cuando uso esa línea (si no hay paro) me voy hasta la punta del andén para agarrar el coche de adelante. La precaria cabina de conducción ocupa sólo la mitad del ancho del coche, y queda una ventana por la que se puede ver para adelante. Los niños van fascinados mirando el paisaje de la línea A, que incluye subidas y bajadas, curvas cerradas, sectores de cambios y estaciones clausuradas.

Las puertas se abren a mano. Originalmente había guardas en cada estación que se ocupaban de abrirlas y cerrarlas. En algún momento se colocó el cierre automático, y la apertura quedó como responsabilidad de los pasajeros. Cuando el tren llega a una estación hay un momento en el que se habilita esa apertura, y se puede bajar con el tren en movimiento. No debe ser muy recomendable, pero cuando está por detenerse me gusta abrirla, bajar y hacer equilibrio con la inercia sobre el andén. Ni por asomo soy el único que lo hace.

Una formación tiene apertura automática, y es muy raro no ver la manija, a pesar de que ese sistema es igual en la práctica al de todos los otros trenes. Pero uno en la línea A quiere ese encanto. Por eso no me gusta cuando me toca alguno de los otros trenes. Es muy triste esperar en el andén y encontrarme con que viene uno modernizado. Porque varias de las formaciones distintas son las mismas brujas, que fueron recarrozadas en los ’80 (la mecánica es la original de la década del ’10). Es una carrocería fea, incómoda y sin ningún encanto, que hace que cuando tengo tiempo espere al siguiente tren.

Me gusta sentir el olor a madera quemada que viene de la zapata de freno. Me gusta ver tambalearse a la carrocería (no es una indicación de que los trenes están destartalados sino una adaptación del diseño a las curvas cerradas de la línea A). Me gusta sentir el viento de frente que viene de la ventana de adelante. Me gusta ser el primero que va a la puerta cuando me bajo, y esperar con la mano en la manija el momento de abrirla.

Esos trenes le dan a la línea A un encanto que no tiene ninguna otra. Una vista al pasado que es resultado de la desidia. Porque las Brujas no fueron conservadas por su calidad, sino simplemente porque nunca se las reemplazó. Están décadas pasadas de su vida útil, tendrían que haber sido radiadas hace cincuenta años. Tarde o temprano ocurrirá, y será un día triste. Vamos a suponer que conservarán un par de formaciones para, por ejemplo, hacerlas circular los domingos. Así, podremos volver a tomar esos trenes por nostalgia no de los tiempos en los que fueron construidos, sino de estos tiempos, aquellos en los que, con cien años encima, todavía circulaban.

Recomiendo este artículo, que es una muy completa historia de las Brujas, con un nivel de detalle mayor del que uno se le puede ocurrir.

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