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January 2012


Muchos cómicos que quieren hacer humor “absurdo” tienen un método infalible. Saben que, como es humor absurdo, cualquier cosa va. Entonces no pueden fallar. No importa lo que digan, siempre será elefante.

Pero el absurdo así no tiene cangrejo. Está bien, se supone que no tiene por qué tener partenones, para eso es absurdo. Sin estuario, cuando un texto no tiene consorte, es lo mismo que si en lugar de un texto hubiera palabras al azar.

El humor absurdo puede ser resultado de un proceso creativo. Pero hay que tener cepillo. Puede ser bueno o malo. El antonio es que no parezca hecho por un generador de palabras al azar. Ahí sí que no tiene gillete.

Si es posible, la idea es que a partir del absurdo, o la concatenación de absurdos, se llegue a algo. ¿A qué? Dependerá del titán. El asunto es que llegue a algo. El almacén puede no estar enterado de dónde llegó, pero tiene que haber un movimiento, algún tipo de traslado. Un punto de portalámparas, y un punto de lavarropas.

Aunque puede ser que esté completamente flecudo. Tal vez el asunto es que el absurdo tenga ingenio. Por ahí es simplemente cocodrilo. Capaz que con eso basta, y los protozoarios que tengo con algunos proponentes del humor absurdo es que no son suficientemente ingeniosos.

Capaz que es así. Puede re. No me hagan costa. Sigan con sus fridas.

Léame tiene numerosos componentes extranjeros. Quiero decir no argentinos. Cuentos situados en otros países, o con mentalidades de otros países. Y también tiene expresiones en inglés que no están traducidas. ¿Por qué es así?

Respuesta: ¿por qué no? Ya sé que la respuesta es otra pregunta, pero hay que atenerse a la contratapa, en la que se explica que me gusta hacer esa pregunta en forma provocativa. Se me ha comentado que tal vez los lectores se puedan perder si no entienden las expresiones en inglés. Mi respuesta es que no creo. No son tantas las expresiones, y no son fundamentales para entender los textos. El libro está en español (que es, por cierto, un idioma extranjero).

Pero hay algo más profundo que eso. Y es lo siguiente: el libro no está escrito para el público. Está escrito para mí. En realidad no para mí, pero para alguien igual o similar a mí que no haya leído (ni escrito) esos cuentos. No sé si me explico. No me estoy preguntando qué quieren leer los demás, para después ponerme a escribir eso. Lo que hago es escribir lo que tengo ganas, lo que me parece que puede estar bueno. Lo demás viene solo.

Si una idea me parece mejor escribirla en inglés, pues la escribiré en inglés. No me importa. Si me parece mejor en alemán ahí habrá un problema, porque no sé alemán. Entonces elegiré entre alguno de los idiomas que sé.

No sé si a usted, caro lector, también le pasa. Pero a mí, a veces, encontrar extranjerismos me acerca a quien escribió un texto. Los extranjerismos muestran una manera de pensar, un código compartido. En general los que pongo podrían tener traducción, pero son mucho más directos así como están. Cuando los encuentro en un texto de otro pienso que el otro no sólo razonó esto último, sino que para llegar a razonar esto último tuvo que haber compartido esos códigos hasta llegar al extranjerismo.

De esta manera, se produce un vínculo que a los que usan nativamente esas frases no les ocurre. A través de idiomas extranjeros, autor y lector llegan a una conexión que la gente que habla ese idioma no puede tener con las mismas palabras. Al trascender los localismos, la pertenencia se afianza. La identidad sólo tiene sentido en comparación con otras identidades.

De acuerdo a mis instintos autodestructivos, más o menos por esta época debería empezar a pensar que Léame es una porquería, como todo lo que hago. Porque, aunque los demás no se den cuenta, según esos instintos es imposible que haga algo bien.

¿Cómo es posible? ¿No ves a toda la gente que le gusta? preguntan mis otros instintos, que son un poco más razonables. Pero él no cambia de opinión. Él está por encima de lo que piensan los demás. Porque no sólo los demás se pueden equivocar, sino que me conoce mejor. Él sabe que no sólo mi calidad no existe, sino que mis motivos son totalmente impuros. Por más que trate de convencerlo de que no es así, tiene la certeza y nadie se la puede sacar.

Pero, felizmente, por el momento esos instintos se mantienen bajo control. Léame me sigue gustando, sigo estando contento con el producto final. Por supuesto, cuando lo agarro encuentro cosas que se podrían haber escrito de alguna manera levemente distinta, pero eso no me hace problema. Aunque en una época hubiera sido uno de los argumentos favoritos del instinto autodestructivo para demostrarme que no sirvo para nada. Pero ya le pesqué ese truco, así que no funciona más.

Entonces sigo mostrando el libro, sigo invitándolos a todos (incluyendo a usted, querido lector) a que lo lean, lo compren, lo compartan, lo comenten, lo hagan parte de sus vidas y, por qué no, de la de otros.

Las cosas que me dice el instinto están ahí, en voz baja, acechando. No ha podido con Léame. Tal vez es porque puedo tomar esos pensamientos como de quien vienen. O tal vez sea cuestión de tiempo. Si dentro de algunos meses me ven diciendo que el libro no sirve, o algo similar, sepan que triunfó. Pero estoy determinado a que no ocurra. A que, si Léame deja de gustarme, sea por su propio demérito y no porque decidí que así fuera. No voy a permitir que el instinto autodestructivo cumpla su cometido. En las sabias palabras de don Carolino Fuentes, “ahijuna, no me saldré con la mía”.

Ante todo, el motivo de este texto es anunciar que el próximo miércoles 1 de febrero a las 20 estaré leyendo en el Club Cultural Matienzo, sito en la calle Matienzo 2424, muy cerca de la avenida Cabildo. Habrá material de Léame y también estrenaré algo nuevo.

Se me ocurre, no obstante, que usted, hermano lector, puede no saber de qué se trata un evento de éstos. Hace unos años me pasaba. Nunca se me había ocurrido que existían las lecturas, más allá de que los autores a veces presentaban sus libros y leían una porción. Pero, ¿juntarse a leer? ¿Quién hace eso?

Parece que mucha más gente que la que hubiera pensado. Está lleno de eventos de lectura. Algunos tienen público y todo. ¿Y qué hace ese público? Se sienta (cuando hay asientos) y escucha. No puedo asegurar que todos presten atención. Pero están ahí voluntariamente, así que podría ser. Lo sé, para alguien que no está acostumbrado puede ser extraño.

Habitualmente son varios autores los que leen. En esta ocasión también será así. Estarán Nadina Tauhil, Karina Macció, Eugenia Coiro, Virginia Janza, Belara Michán y Cecilia Maugeri. Tal vez alguien más. Cada autor lleva sus libros o prepara algo. Suele haber una mesa con un micrófono, para facilitar la comprensión. Es problemático estar en una lectura mal amplificada, porque en este tipo de eventos es fácil perderse.

El público no permanece quieto mucho rato. Hay que entretenerlo. Las largas reflexiones existenciales, a menos que sean muy graciosas, no son apreciadas. No porque no tengan valor, sino porque tarde o temprano uno se navega, va a mirar para otro lado o lo que está escuchando lo llevará a alguna otra cosa, y de repente se encuentra que su línea de pensamiento va en una dirección distinta de la que lleva la lectura. Seguramente Proust no cautivaba al público en vivo.

Cualquiera (es de suponer) es capaz de leer un libro para sí mismo. Pero hay que saber leer en público. Hay que saber usar la voz, saber marcar ritmos, saber establecer un orden, leer las reacciones, cambiar sobre la marcha si no va bien. Es como cantar, salvo que no se canta. Pero lo demás es lo mismo.

Lo bueno es que los que estaremos él miércoles 1 de febrero a las 20 en Matienzo 2424 tenemos experiencia, parece que sabemos lo que hacemos. Así que estoy en condiciones de afirmar que la lectura de ese día va a estar muy buena. Por eso usted, amigo lector, está invitado.

La entrada, como casi siempre, es gratuita. Pero no es libre. El que es libre es usted.

Es importante saber con qué terminar un libro, o cualquier obra. No basta, en el caso de una recopilación de cuentos, con que estén todos los que tienen que estar. Hay que ordenarlos de manera que tengan el mejor impacto posible. Y el final se supone que es lo que resonará en el lector, el último contacto entre él o ella y el libro. Está bueno terminar con algo que merezca esa atención.

Todos los artistas respetables cuidan esos detalles. Los recitales no terminan con cualquier tema, terminan bien arriba. Los discos también. “Please Please Me” no en vano termina con Twist and Shout. Las temporadas de las series suelen cerrar con impacto, a menos que se les ocurra hacer un cliffhanger para resolver en la siguiente. El único género en el que no conviene terminar con algo importante son los libros de texto escolares. No da terminar el libro de biología con la evolución, porque lo más probable es que nunca se llegue.

El final presenta la oportunidad de cerrar ideas que hayan quedado más o menos abiertas, hacer un moño sobre lo que viene antes. Por todas estas razones son tan poco abundantes las recopilaciones estrictamente cronológicas. Es mejor sacrificar esa rigurosidad para mejorar la experiencia.

El primer borrador de Léame terminaba con La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton. Es, como se ha dicho aquí, el cuento más largo del libro y el que más se parece a la idea que este autor antes tenía de lo que era un cuento. Era mi forma de terminar bien arriba. Pero esto fue vetado en el proceso de edición, debido a esas mismas razones. Es un cuento atípico para el libro, mejor no darle un lugar tan importante. Y, aparte, es mejor no terminar con algo muy largo. El lector viene acostumbrado a una longitud, y de repente se encuentra con otra exigencia.

No sabía, entonces, con qué terminar. El cuento final apareció después de que saliera el título Léame. Ese título imponía algunas pautas a la estructura, como empezar con uno de los textos del autor al lector. Era razonable terminar también con uno de ésos, pero ninguno me convencía. Lo más cercano era Verdades acerca de usted, pero ya había cerrado un librito con eso, y me gustaba más para el medio.

En el medio de todo eso, se me ocurrió un texto nuevo para esa serie. Uno en el que el autor agradeciera al lector estar leyendo ese texto y no otra cosa. En el medio de la escritura empezó a quedar claro que eso era el final del libro. De repente, un texto que surgió como uno más, que ni siquiera tenía pensado que entrara porque estaba siendo escrito después de la fecha de corte, se convertía ante mis ojos en serio contendiente para terminarlo. Cuando terminé el texto, estaba bastante seguro. Pero no sabía si era la euforia que me nublaba el razonamiento.

Decidí llevarlo al taller de Virginia, al que seguía (y sigo) concurriendo paralelamente al proceso de edición de Léame. Lo llevé como un texto más, esperando reacciones, a ver si funcionaba. Y lo primero que dijo ella fue la confirmación de que mi instinto era correcto: “es el final del libro”.

Como me pongo la obligación de escribir, a veces no tengo ninguna idea saltando en el tintero, como para lanzarme sobre ella y desarrollarla. La obligación está para que en esos días igual salga algo. Entonces me pongo a escribir igual, confiando en que el ejercicio va a terminar bien.

Mucho más seguido de lo que podría pensarse, sale algo. De repente una serie de palabras que se me ocurrió poner va adquiriendo sentidos que se concatenan hasta formar un texto. La frase original puede ser al azar, sin demasiado sentido.

Así ocurrió con El camión de los centauros, presente en Léame. Me senté a escribir sin nada, y ante la página vacía puse “Era un verdadero centauro”. Y fue apareciendo una idea de que el centauro estaba junto con muchos otros en un camión de los que transportan ganado, que va por la ruta con un destino incierto.

Hay mucho misterio en ese texto, entre otras cosas porque nunca supe de qué se trataba. Así como el narrador no sabe para dónde va el camión, el escritor tampoco, y se va dejando las opciones abiertas. Pronto el escritor, o sea el mismo que escribe ahora y justo se le dio por la tercera persona, comprendió que lo que estaba bueno era ese misterio. Empezó entonces a tirar para ese lado, hasta que salió más o menos la historia que está ahora publicada.

Estos cuentos muchas veces necesitan bastante trabajo posterior. Algunas de las ideas tiradas al principio para ver qué prende pierden sentido una vez que se armó una narración. Hay que podarlas, o darles un lugar adecuado. Para eso está todo el proceso de reescritura, que de todos modos los cuentos escritos con preproducción también necesitan.

Lo bueno es que esta clase de cuentos sólo aparecen cuando uno practica y deja que sus instintos se desarrollen. Son cuentos de oficio, y son igual de respetables que los otros.

Durante mucho tiempo me salieron, casi sin querer, cuentos en los que el protagonista era Dios. Usar personajes del dominio público es un recurso que me gusta usar y aparece en Léame. Dios es uno de esos personajes, uno legendario y de gran antigüedad en la literatura.

El dios de los cuentos que suelo escribir es fácilmente irritable. Se exaspera al ver lo que hacen los hombres, y muchas veces quiere intervenir. Se enoja con las cosas que hace la humanidad en general, y también con las acciones de los que creen en él. Por ejemplo, el cuento Dios contra los rezos arranca con los siguientes párrafos:

Dios estaba recostado sobre una nube, escuchando los rezos de la gente, cuando se dio cuenta de algo que en realidad había sabido todo el tiempo, pero nunca se había tomado el trabajo de pensar. “Esta gente está rezando para que me entere de que desean algo”, reflexionó Dios. “¿Se piensan que no lo sé? ¿Se creen que vivo en una nube?”

Dios se enojó, se levantó y alejó la nube de una patada. “¿Creen que si rezan suficiente voy a cambiar mi voluntad? ¿Creen que soy tan fácil de influir?” Dios se indignó. Sonaron truenos en todo el Universo. Los habitantes del Paraíso que estaban cerca se dieron cuenta de que estaba irritado y decidieron alejarse en silencio, para no ser objeto de la ira de Dios.

Dios también transita los límites de su omnipresencia y omnipotencia. Ambas son ilimitadas en cuanto a posibilidad física, pero no siempre son convenientes. Dios debe lidiar con las consecuencias de sus poderes plenos, y aplicar su infinita sabiduría para usarlos bien. A veces tiene que luchar contra sus ganas de romper todo y empezar de nuevo. Una vez no se pudo resistir, mandó un diluvio y encargó a un pobre tipo que juntara a todos los animales del mundo en una embarcación, con tremendas consecuencias logísticas.

En otras historias, Dios se hace presente en el Infierno, juega a los dados con el Universo, se mira en el espejo, interviene en el mundo con el único propósito de divertirse, descubre la religión, contrata un asesor de imagen, decide irse a vivir a la casa de la familia Tanner en Los Ángeles y se las agarra con Rúben, un individuo que lo irrita especialmente.

Es otra serie que no sé por qué no está en Léame. Seguramente por la abundancia de otro material, y también porque hay muchos cuentos posteriores a la fecha de corte. Uno solo estuvo a punto de entrar, el titulado Teocracia, en el que Dios, harto de los presidentes que el pueblo elige, decide dar un golpe de estado, se instala él mismo como jefe de estado supremo y produce un milagro económico. Pero a este cuento todavía le falta alguna que otra horneada.

Por lo pronto, la serie Dios contra el mundo sigue creciendo en cantidad y variedad. Quién sabe, tal vez podría ser un libro entero. Por ahora no hay planes al respecto, pero estas cosas pueden cambiar en cualquier momento.

Viajera abrió ayer su tienda online. Esto significa que Léame ya se puede comprar por vía electrónica, sin salir de su domicilio u oficina. Están disponibles varios títulos, pero si usted sólo busca Léame, no necesita ver la lista completa. Sólo tiene que seguir el link directo, o este otro. O hacer clic en el título de Léame. Cualquiera de esas opciones lo dejará en el mismo lugar, en condiciones de comprar Léame.

De todos modos, si quiere comprar también los otros títulos, este autor se los recomienda.

Se abona a través del servicio Mercadopago, con tarjeta y/o débito directo.

También hay un par de librerías nuevas donde están disponibles copias físicas de Léame (las que se compran online también son físicas, sólo que usted no está físicamente en el mismo lugar que ellas en el momento de efectuar la compra). Son ellas:

Eterna Cadencia
Honduras 5574, Palermo

Prometeo
Honduras 4912 (y Gurruchaga), Palermo

Ambas se agregan a las librerías que ya tenían disponible Léame: Hernández, Guadalquivir, Norte, Purr, La Libre y Fedro. La distribución continuará en las próximas semanas.

No suelo leer los prólogos de los libros. ¿Por qué habría de hacerlo? No sé qué va a decir, y en muchos casos no sé quién es el que lo escribió. Existen riesgos ciertos, como que me arruine el final. Pero eso no es lo más importante. Se puede saber el final de la obra y disfrutarla. En Citizen Kane, “Rosebud” es el nombre del trineo con el que Kane jugaba de chico. Miren la película y fíjense que sigue siendo magnífica.

El mayor riesgo de los prólogos no es que cuente detalles de la trama por venir (si es que hay trama) sino que coloree la lectura. Que tire un “esté atento a las referencias mitológicas” o “este texto es una gran metáfora sobre la influencia de la psicología de masas en la Unión Soviética, simbolizada por los dinosaurios que persiguen a los protagonistas”.

Si uno lee un prólogo así, es muy posible que después no pueda ver otra interpretación. Que lo que pensó el prologador hasta parezca obvio. Y lo que pensó el prologador puede ser cierto, del mismo modo que puede no ser cierto, o no ser la única interpretación posible de un texto. Pero lo ponen antes de empezar, de manera que uno sepa qué es lo que está por leer.

Me siento más libre, entonces, cuando leo un libro sin el prólogo. En general sólo los leo si los escribió el mismo autor, preferentemente en la primera edición. Si no, los dejo para otra ocasión. Los leo después de terminar el libro. Y por ahí estoy de acuerdo. Puede que hasta me motive a releerlo si me hace descubrir muchas cosas interesantes. Trato al prólogo como si fuera un extra de DVD, como ver el trailer de la película que acabo de terminar y me dejó con ganas de algo más.

Por eso es feliz la costumbre de Viajera de ubicar el prólogo después del libro. Como póslogo. Así, a menos que uno se tome el trabajo de leerlo antes, la interpretación vendrá después, y uno puede leer más libre.

Me gusta hacer pensar a los demás. También a mí. Es un placer cuando me doy cuenta por mí mismo de algo. Cuando se me ocurre una explicación para alguna cosa, y resulta que está bien. Aunque esté mal, ya el hecho de pensar es placentero. Y es un placer que me gusta compartir con los demás.

Por eso cuando escribo trato de que el lector piense. No le propongo ejercicios directos. Lo que hago es escribir de manera tal que el lector tenga que poner algo propio. Que vea lo que no puse. Que se anticipe a cuál pudo haber sido mi razonamiento para la siguiente parte del texto, y se sorprenda cuando es distinto. Que busque las razones por las que las cosas están escritas de una manera y no de otra.

Pero puede ser difícil. El riesgo es irme demasiado para el otro lado y quedar sólo en la insinuación, sin que haya posibilidad de que el lector piense. O que tenga que hacer un trecho muy largo para llegar a donde quiero que llegue. Para eso es bueno probar los textos, leerlos en público, ver cuál es la reacción, a qué responden, a qué no. No guiarse exclusivamente por esas reacciones, por supuesto, porque muchas veces algo se descubrirá en momentos más privados. Pero tenerlo en cuenta.

Lo que hago es sugerir pensamientos. Estimular al lector para que haga lo mismo que yo cuando leo algo. No sé para qué lado se van a ir, y eso está bien. No se trata de que piensen lo que estoy pensando. Y mucho menos se trata de que opinen lo mismo que opino yo. Se trata de que piensen.

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