Los elogios me gustan espontáneos. Algunos de los que más disfruté vinieron de gente que no tenía ningún compromiso, y se tomó el trabajo de venir a decirme que algo que hice le gustó. Es una sensación muy agradable, una especie de confirmación de que lo que uno hace vale la pena, de que hay alguien que lo disfruta de verdad.
He estado de los dos lados del elogio, he dado y recibido. Es un compromiso especial cuando voy a ver la presentación de alguien que quiero, que hace algo que tengo ganas de disfrutar. Siempre existe la posibilidad de que lo que voy a ver sea malísimo, y no da andar diciendo a la salida que lo que a alguien cercano le costó mucho trabajo y sacrificio es “una bosta”.
Por eso a veces me guardo el elogio. O lo hago recatado. Primero porque no quiero parecer exagerado cuando algo me gusta. Es muy feo que el elogio se pase de mambo y parezca ensayado, por más que sea sincero. Y también como resguardo. Si bien no he visto muchas de estas presentaciones que no me hayan gustado, siempre puede pasar. Y tal vez lo puedo disimular haciéndola pasar por una de esas veces que no me dio por decir qué bueno que estaba todo.
Del mismo modo, no me gusta pedir elogios. Acercarme a alguien después de una presentación mía y preguntar si le gustó. No lo pregunto aunque me muera de la curiosidad. Si le gusta, es libre de decirme. Si no le gusta, prefiero no enterarme. Lo bueno es que, cuando el elogio viene sin prompt, es más placentero.