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Debe ser por mi ansiedad que cuando estoy leyendo un libro, no veo la hora de terminarlo. Porque por alguna razón parece que me gusta más haber leído que leer. Me pasa lo mismo cuando miro una película. Quiero saber cuánto dura, para poder calcular cuándo llegará el momento en el que se termine.

No es que no lo disfrute. Al contrario, está lleno de libros y películas que me encanta percibir. De hecho, algunos libros me gustan tanto que, al mismo tiempo que los quiero terminar, quiero que no se terminen. Es una contradicción que aparentemente me preocupa mucho más que disfrutar los libros. Pienso en esas cuestiones fuera de mi control, como la longitud de un libro, en lugar de estar ocupándome 100% de disfrutar esa lectura.

Me pasa lo mismo en las presentaciones en vivo. Me gusta hacerlas, las disfruto, pero estoy esperando el momento de bajarme del escenario, que la cosa termine, a pesar de que no necesariamente disfruto más lo que viene después. Sólo quiero llegar a ese momento.

Me parece que el asunto está en la responsabilidad. Terminar un libro o una película, o una lectura, es una tarea a realizar, algo que, por más que esté perfectamente a mi alcance, tengo que hacer. Y no lo puedo hacer de cualquier manera. Tengo que mantenerme concentrado en lo que sea que estoy haciendo. Puedo terminar una película habiéndome dormido durante la mitad de su duración, pero eso es un fracaso de mi parte.

Es como que ansío un estado de no tensión, de seguridad, que me permita (en mi ilusión) disfrutar sin estar pendiente de vaya uno a saber qué cosa que estoy pendiente en esos casos. Entonces, cuando termino la experiencia en cuestión, puedo volver a agarrar el libro, o la película, y atravesarlos con más tranquilidad.

Soy mucho mejor relector que lector.

Los elogios me gustan espontáneos. Algunos de los que más disfruté vinieron de gente que no tenía ningún compromiso, y se tomó el trabajo de venir a decirme que algo que hice le gustó. Es una sensación muy agradable, una especie de confirmación de que lo que uno hace vale la pena, de que hay alguien que lo disfruta de verdad.

He estado de los dos lados del elogio, he dado y recibido. Es un compromiso especial cuando voy a ver la presentación de alguien que quiero, que hace algo que tengo ganas de disfrutar. Siempre existe la posibilidad de que lo que voy a ver sea malísimo, y no da andar diciendo a la salida que lo que a alguien cercano le costó mucho trabajo y sacrificio es “una bosta”.

Por eso a veces me guardo el elogio. O lo hago recatado. Primero porque no quiero parecer exagerado cuando algo me gusta. Es muy feo que el elogio se pase de mambo y parezca ensayado, por más que sea sincero. Y también como resguardo. Si bien no he visto muchas de estas presentaciones que no me hayan gustado, siempre puede pasar. Y tal vez lo puedo disimular haciéndola pasar por una de esas veces que no me dio por decir qué bueno que estaba todo.

Del mismo modo, no me gusta pedir elogios. Acercarme a alguien después de una presentación mía y preguntar si le gustó. No lo pregunto aunque me muera de la curiosidad. Si le gusta, es libre de decirme. Si no le gusta, prefiero no enterarme. Lo bueno es que, cuando el elogio viene sin prompt, es más placentero.