Payday loans uk

September 2012


La hermosa Casa de la Lectura recibirá nuevamente este viernes a la troupe de Viajera. Allí estaré, leyendo junto a Valentina Nicanoff, Nadina Tauhil, Axel Levin, Yair Magrino, Lucas Olivera, Laura López y Carolina Esses.

El viernes es 5 de octubre. La lectura es a las 19. Y la Casa de la Misma queda en Lavalleja 924, en el barrio de Villa Crespo.

A splendid time is guaranteed for all.

El extrañamiento es un recurso que consiste en tratar de mirar algo como si fuera por primera vez, y describirlo con esa actitud, con la idea de que salga algo más o menos interesante. El ejemplo más conocido es seguramente el texto de Cortázar “Instrucciones para subir una escalera“.

Es un recurso que me gusta. Lo practiqué desde mucho antes de descubrir a Cortázar, y es una de las razones por las que me da bronca que el señor Cortázar haya pertenecido a una generación anterior. ¿Qué mérito tiene escribir algo antes cuando uno vive con décadas de anticipación? Pero es así, Cortázar hizo esas cosas, y tengo que buscarme algo más original para escribir.

Pero eso no me impide usar el recurso. La vez pasada unos amigos mandaron un mail para coordinar una reunión, y sugerían amenizar la velada con sushi. Como esa propuesta no me gustaba, y estaba con ganas de alargar al pedo las cosas, les respondí lo siguiente.

De todos modos, déjenme sugerirles una comida que se está volviendo muy popular en los últimos tiempos. Consiste en una especie de pan chato, como simulando una asadera redonda. Se le pone una salsa hecha a base de unos curiosos vegetales originarios de América que no se termina de saber si son fruta o verdura. Se condimenta, y arriba de todo va una especie de leche coagulada, que es una masa más o menos dura pero al calentar se derrite. La combinación de esos ingredientes da un resultado final muy atractivo, porque es relativamente barato y de una sola de esas bandejas comen varias personas. Por eso es una comida medio proletaria, pero no tienen que dejarse atrapar por los prejuicios sociales. A veces los proletarios dan en el molde.

Están brotando establecimientos que venden este plato por todos lados. Tal vez los vieron. Algunos de estos lugares ofrecen también el servicio de acercarlas a la casa correspondiente, con sólo llamarlos por teléfono, de manera que ni siquiera hay que ir hasta ahí y mezclarse con ellos. Se paga en efectivo al arribar el producto.

Después háganme acordar que les cuente de un descubrimiento asombroso. Es una máquina que proyecta una serie de fotos sobre la pantalla, como las del señor Muybridge, pero lo hace a una velocidad tan rápida que produce una sensación de movimiento. Es fantástico.

El mundo angloparlante no tiene por qué perderse Léame. No existe por el momento una edición completa traducida. Pero no importa. El programa Palabras Errantes, perteneciente a Pulsamerica (un sitio inglés de noticias sobre países de América latina) ha publicado cuatro de los cuentos.

Se titulan Truths about you, Coca-Cola Tours, A step forward y My cloud.

Fueron elegidos por el autor para esta ocasión, y traducidos por Sam Gordon. La traducción posteriormente fue modificada y aprobada también por este autor, después de meses de desidia inexplicada. No está el problema de las traducciones que se toman libertades y se ponen a inventar cosas. Si bien un texto traducido siempre es otro texto, en este caso se puede decir que son traducciones fieles al original.

Hay, no obstante, algún que otro agregado, que surgió durante la verificación. Es decir que si hay material extra, es obra del autor. Los cuentos nunca se cierran del todo. Si aparece algún retoque inspirado, por más que el libro ya esté impreso, se incorpora no al libro, pero sí al cuento.

Es decir que ahora habrá que incorporar esos cambios al master (?) del cuento, que se convertiría así en un híbrido entre la versión en español original y la traducción al español de una parte inédita que se coló en su propia traducción al inglés.

Lo invito, amigo lector, a entrar en Palabras Errantes y echar un vistazo al resultado.

Cuando estoy mirando una película (se aplica a consumición de cualquier tipo de trama) en general no trato de encontrar las pistas que se insertan sobre los desarrollos posteriores de la historia. No suelo darme cuenta de quién es el asesino hasta más o menos el momento en el que se supone que lo haga.

Alguna gente no es así. Miran activamente, como detectives, buscando pistas para deducir los desenlaces. Hay casos en los que lo hacen admirablemente. Me ha pasado que gente me indicara cuál iba a ser el final en los primeros minutos de una película, y después comprobar que estaban en lo cierto.

Supongo que podría desarrollar esa habilidad. Es una manera de observar perfectamente válida. Pero me parece que no disfrutaría las películas si las mirara así. Cuando lo quiero hacer, espero a la segunda vez, y ahí voy viendo cómo se construyó la historia, una vez que sé cuáles son sus pilares.

Ahora, hay veces en las que sí me doy cuenta. No lo estoy buscando, pero sé para dónde va a ir la historia, y el desarrollo de la película confirma lo que me parece. Esto me hace pensar que la película no logró construir bien la historia. Si la puede deducir alguien que no está pendiente de eso, significa que algo falló. No supieron esconder las semillas con suficiente sutileza. Y eso es un indicador de que la película no es buena.


Look to the cookie.

El otro día aparecieron muchos comentarios en el post sobre la esperanza que traen las galletitas Toddy. Como este blog no suele tener comentarios (y posiblemente no tiene lectores) me di cuenta de que algo pasaba. Pero no sabía qué. Hasta que, amablemente, algunos de los comentaristas mencionaron que venían de una página de Facebook titulada “Vamos por Toddy“.

Resulta ser gente con sentimientos similares debido a la existencia de ese producto, y frustraciones semejantes ante su reiterada escasez. Pero han tomado cartas en el asunto. Por lo que pude ver, que no es mucho, parece que han hecho una campaña para reclamar por la ausencia de la galletita esperanzadora. Y han conseguido la atención de los muchachos de Pepsico, fabricantes de Toddy, que les están otorgando una importante cantidad de paquetes gratis para repartir entre los miembros o algo así. En concepto de qué no sé muy bien, aparentemente como resarcimiento por la ausencia, y para que se sepa lo copados que son. Ya lo sabíamos, muchachos, si son los que fabrican las galletitas Toddy. Es un gran gesto, de cualquier modo, digno de una galletita que tiene implicaciones mucho más que gustativas.

Quiero retribuir los comentarios elogiosos. Se nota que hay mucha empatía. La galletita es claramente un símbolo. Pero ojo: es un símbolo de que no queremos símbolos. Lo importante es la galletita. Y eso es lo que la galletita simboliza a través de su sabor, textura y sonido. Es lo que debemos tener en cuenta como sociedad. Una masa bien entendida necesita muchos chips.

Esperemos, entonces, que sea sólo el comienzo. Que podamos, poco a poco, dejar de ser el país Pepitos para ser el país Toddy. Un país que sea lo que parece, que cumpla sus promesas, y que dé felicidad a todos, en lugar de pretender tenernos contentos con la alusión a una felicidad inalcanzable.

Encontrarán muchos ejemplos de este pensamiento, que podríamos llamar toddysmo, en esa página. Y a los que vienen de ella, y no me conocen, ya que estoy les cuento que pueden comprar el libro que da nombre al blog, Léame, cuya tapa se ve a la derecha. Precede a la existencia de las galletitas, pero créanme, está hecho con espíritu Toddy.

No me voy a poner a hablar de Douglas Adams como si fuera su descubridor. Había leído algunas cosas suyas, como The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, y me habían gustado mucho. Pero nunca terminé de leer el segundo libro de esa serie. El volumen que recopila las cinco está esperando que lo vuelva a abrir, cosa que ocurrirá tarde o temprano.

Ahora me compré otro, que creo que es su único libro de no ficción: Last Chance to See. Es una crónica de varios viajes que hizo Adams, acompañado por el zoólogo Mark Carwadine, a distintas partes del mundo en busca de especies al borde de la extinción. Todavía no lo terminé, aunque me lo estoy devorando, y me da muchas ganas de compartirlo.

Podría citar algún fragmento, pero no sabría decidirme. Tendría que citar todo el libro. La prosa de Adams es excepcionalmente clara, y sus conceptos también. El tipo tiene un sentido del humor muy natural, que fluye sin tener que forzarlo, y hace que la lectura sea placentera, incluso cuando los temas que trata no son agradables.

Lo mejor que puedo hacer es, además de recomendar el libro, mostrarles una charla que dio sobre el mismo tema, pocos días antes de su temprana muerte. Ahí lee fragmentos, contesta preguntas y maravilla con su claridad alucinante.

No fue hasta que me conecté con la gente de Viajera que descubrí una obviedad: el papel con el que se hacen los libros no es blanco. Es claro, casi blanco, pero tiene un tono amarillento, como el de las partituras de la Belle Époque. Desde ese momento, como es costumbre, cada vez que me topo con un libro hecho con papel blanco, decido que quien lo editó no sabía nada y hago mentalmente un “ja!”.

Con el tiempo, he desarrollado algunas teorías sobre cómo debe estar editado un libro. Desarrollar teorías es uno de mis fuertes, sin que por eso las teorías tengan que ser correctas o tener aplicación. Pero las puedo compartir con ustedes, queridos lectores, para que sepan que hay gente que presta atención a estas cosas.

En primer lugar, las páginas de un libro deben estar numeradas. A menos que sea un libro infantil de ésos con cinco páginas de aglomerado, tiene que haber una forma de identificarlas. Esta forma tiene que ser un número. Está permitido poner números romanos (en minúsculas) en las páginas previas al comienzo oficial del libro, pero en el libro en sí tiene que usar los arábigos. Puede ocurrir que alguna página no los tenga, eso no es grave.

Lo que es necesario es que esos números estén bien puestos. Tienen que estar en la esquina externa de la página, lo suficientemente lejos del borde como para que no se corten al terminar de armar el libro, y lo suficientemente lejos del texto como para diferenciarse. Pueden ir en la esquina inferior o superior. Pero no está bien ponerse a jugar con la ubicación de esa herramienta. Es como correr el norte en la brújula.

Algunos diseñadores eligen jugar. Ponen los números en el medio del pie de página, o en la parte interna. O los escriben en palabras, por ejemplo doscientos cuarenta y ocho, como si fuera un cheque. Puede haber libros en los que algunas de esas innovaciones sean apropiadas. En general, no. Sólo molestan, y hacen notar al diseñador como un promotor de sí mismo antes que del libro que está diseñando.

Después está el encabezado de la página, donde muchas veces va el nombre del autor, o el título. Ahí es bueno que aparezca el nombre del capítulo, o del ítem que figura en esa página, del lado derecho. Del izquierdo puede ir el nombre del autor o el del libro. Hay diferentes criterios que permiten usar cualquiera de ellos. Lo que no está bien es poner en todo el libro el nombre del autor de un lado, y el del libro del otro. No tiene sentido. Se supone que uno sabe qué libro está leyendo. Hacer eso sólo facilita que el libro sea pirateado con fotocopias, y eso no es lo que las editoriales quieren que ocurra.

El texto en sí tiene que estar en un font con serif, a menos que alguna razón muy poderosa lleve a otra cosa. No está bien que esté todo en negrita, ni en versales, ni nada de eso, la idea es facilitarle la lectura al lector. Queremos que lo disfrute, y que no le duelan los ojos. Del mismo modo, hay que dejar respirar al texto, con sangrías, espacios y márgenes adecuados, sin ser excesivos.

Después, el papel. Además de no ser blanco, tiene que tener un grosor razonable. Un libro lleno de fotos puede tener hojas blancas y papel de calidad. Uno que tiene principalmente texto necesita hojas que se puedan enrrollar, aunque no está bien que sean tan finas como para que se pueda leer el texto del otro lado.

A la hora de encuadernar, hay métodos baratos que sólo funcionan si el libro nunca es abierto. Esos pegotes espantosos atentan contra la difusión del libro, que tarde o temprano perderá las páginas pegadas. Es preferible encuadernar con hilos, o con cualquier cosa que permita a) llegar al margen sin forcejear al abrir el libro y b) que las hojas no vuelen con el uso normal.

Listo. Eso es todo. Siga estos consejos, amigo editor, y su libro logrará no irritarme, por lo menos antes de leerlo.

Debe ser por mi ansiedad que cuando estoy leyendo un libro, no veo la hora de terminarlo. Porque por alguna razón parece que me gusta más haber leído que leer. Me pasa lo mismo cuando miro una película. Quiero saber cuánto dura, para poder calcular cuándo llegará el momento en el que se termine.

No es que no lo disfrute. Al contrario, está lleno de libros y películas que me encanta percibir. De hecho, algunos libros me gustan tanto que, al mismo tiempo que los quiero terminar, quiero que no se terminen. Es una contradicción que aparentemente me preocupa mucho más que disfrutar los libros. Pienso en esas cuestiones fuera de mi control, como la longitud de un libro, en lugar de estar ocupándome 100% de disfrutar esa lectura.

Me pasa lo mismo en las presentaciones en vivo. Me gusta hacerlas, las disfruto, pero estoy esperando el momento de bajarme del escenario, que la cosa termine, a pesar de que no necesariamente disfruto más lo que viene después. Sólo quiero llegar a ese momento.

Me parece que el asunto está en la responsabilidad. Terminar un libro o una película, o una lectura, es una tarea a realizar, algo que, por más que esté perfectamente a mi alcance, tengo que hacer. Y no lo puedo hacer de cualquier manera. Tengo que mantenerme concentrado en lo que sea que estoy haciendo. Puedo terminar una película habiéndome dormido durante la mitad de su duración, pero eso es un fracaso de mi parte.

Es como que ansío un estado de no tensión, de seguridad, que me permita (en mi ilusión) disfrutar sin estar pendiente de vaya uno a saber qué cosa que estoy pendiente en esos casos. Entonces, cuando termino la experiencia en cuestión, puedo volver a agarrar el libro, o la película, y atravesarlos con más tranquilidad.

Soy mucho mejor relector que lector.

Vos, que sos artista, podés transformar a la sociedad con tu arte. Porque no vivís en una burbuja, aunque puedas sentirlo. Te movés, quieras o no, dentro de una comunidad, y tu arte es parte de la cultura que integrás. A menos que no lo des a conocer. Pero si se lo mostrás a alguien, tu arte puede tener efectos expansivos que están más allá de tu control.

No sabés qué puede desembocar en un cambio social grande. Tu arte puede ser capaz de aportar a una serie de cambios. ¿Por qué no? Lo que hacés refleja el mundo en el que vivís, de una forma u otra, y puede inspirar acciones que tiendan a transformar ese mundo en el que vivís en otro. Es algo legítimo y razonable, al menos en papel.

Pero tené cuidado. Te podés entusiasmar con esa posibilidad. Podés hacer arte para transformar a la sociedad. Y ahí la cagaste. Lo que antes era tu arte se convirtió en un panfleto. Una obra tendenciosa que en lugar de ser parte de una sociedad quiere liderarla. Y si sos líder, ¿qué hacés haciendo arte? Andá a liderar, usá tu talento para hacer cambios en forma más eficiente.

Pero no, te dedicás a hacer arte. Y está muy bien. Sólo tenés que tratar de que tu arte sea sincero con sí mismo. No con vos. Lo que te importa a vos puede no ser lo que tu arte necesita. Cuidalo. Y sin darte cuenta ni mandarte la parte, estarás haciendo tu aporte para tener una sociedad mejor.

Listaré a continuación algunas maneras rápidas para perder mi respeto.

  • Repetir como propio un pensamiento claramente ajeno.
  • Afirmar que la llegada a la luna fue falseada, o que McCartney está muerto como muestran las tapas de los discos.
  • Decir “los Les Luthiers”.
  • Hacer esfuerzos para ser neutral en situaciones en las que no es aceptable (“bueno, nunca vamos a saber si el Holocausto fue real o no, pero lo importante es que”).
  • Ser incondicional de algo o alguien. Y, sobre todo, jactarse de serlo, como si fuera algo bueno.
  • Elogiarme mis defectos.
  • Retuitear a Nik.
  • Ostentar poder, por miserable que sea ese poder.
  • Escuchar música en el colectivo sin usar auriculares.
  • Expresar virilidad a través del escape del auto.
  • Resistirse a la risa (que no es lo mismo que ser exigente para la risa).
  • Hablar en código innecesariamente.
  • Respetar a la autoridad por ser autoridad.
  • Mostrar una pobre capacidad de análisis y presentarla como enorme.

Esta lista no es exhaustiva ni excluyente. El autor se reserva el derecho a cambiarla a su antojo, sin previo aviso. El presente texto no constituye una garantía de ningún tipo.