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Origen


Me da la impresión de que, cuando uno quiere desempeñarse en áreas artísticas, vale la pena formarse en ámbitos diferentes del que uno quiere formar parte.

No estoy seguro de que sea cierto. Puede serlo sólo en algunos casos. Pero que haya instancias en las que no es válido no implica que sea algo que no tenga ningún mérito.

Vamos a ponerme de ejemplo. Siendo que escribo, tal vez sería lógico que estudiara Letras. Seguramente me daría cierta formación acorde a lo que quiero hacer. Sin embargo, nunca se me ocurrió estudiar semejante cosa. De hecho, nunca supe que existía una carrera así hasta mucho después de haber terminado la educación formal.

Sin embargo, no siento que no haber estudiado Letras me perjudique. Al contrario, la carrera que estudié, más relacionada con el cine, aporta a lo que escribo. No estoy mandando permanentemente tecnicismos cinematográficos. Pero sí pienso de una manera distinta de la que me parece que pensaría de haberme preparado en “lo mío”.

Debe ser algo parecido a saber idiomas. Son diferentes maneras de pensar, que otorgan vocabularios distintos (y en el caso de los idiomas, eso no es metáfora). Estructuras distintas, que al ser aplicadas a otros medios otorgan resultados de características más salientes.

No estoy diciendo que los que escriben habiendo estudiado letras serán más predecibles, ni nada por el estilo. Es perfectamente válido. Simplemente, quiero hacer notar el aporte de una carrera diferente aplicada a algo que no se suponía que tenía que servir.

Monumento a Sarmiento en Boston, Massachusetts.

Domingo Faustino Sarmiento es un personaje extraordinario, y no hace falta considerar su presidencia para llegar a esa conclusión. Un tipo antidiplomático, ilustrado, iracundo y bien de su época. Muy colorido. Cada tanto lo uso como personaje.

El cuento más nuevo de Léame lo tiene como protagonista. Siempre se tituló Domingo de regreso. La idea del título es no dar pistas sobre el contenido del cuento, que es mejor cuando Sarmiento aparece de sorpresa. Entonces está pensado para que en una de ésas el lector piense que va a ser algo sobre volver a casa después de un fin de semana, tal vez algo parecido a La Autopista del Sur.

Pero no es eso. Es la historia de cuando el doctor Frankenstein revive a Sarmiento, y las peripecias que pasa el autor de Recuerdos de Provincia cuando se escapa del laboratorio. Es un cuento que se fue armando mientras lo escribía, de ésos en los que me permito confiar en los instintos. No sabía cuando empecé que iba a terminar como termina, por más lógico que pueda ser ese final.

Uno de los atractivos que tiene ese texto es las formas de referirse a Sarmiento. Nacen de la necesidad de no estar repitiendo el nombre Sarmiento todo el tiempo. Entonces lo menciono como “el ex presidente”, “el gran educador”, “el calvo masón resucitado” o “el putrefacto pedagogo”.

Pero tenía más lugares donde referirme a Sarmiento que formas de hacerlo. Algunas fueron descartadas. “El autor de Recuerdos de Provincia“, por ejemplo, distraía y fue eliminado. Había un punto en el que repetía una referencia porque no encontraba una forma mejor.

Hasta que, sin saber que yo estaba resucitando a Sarmiento, mi amigo Federico me fotocopió una nota de la revista Todo es Historia de la década del ’60. Es una nota muy interesante sobre la historia del tranvía de Buenos Aires, que se había retirado poco tiempo antes.

Hay un solo pasaje sobre Sarmiento en esa nota. Es cuando se inaugura el primer tranvía a Flores. Flores era en ese momento un pueblo separado de Buenos Aires, no un barrio (Flores y Belgrano fueron federalizados en 1880). La existencia de un tranvía implicaba un enorme avance en la comunicación. Implicaba que cualquiera estaba al alcance de llegar desde el pueblo a la capital, sin necesidad de contar con un carruaje ni nada así. Ese tranvía a caballo era el primer transporte público que comunicaba ambas urbes. Fue iniciativa del señor Mariano Billinghurst.

Dada la importancia del tranvía, cuando se inauguró invitaron al Presidente, que era Sarmiento, a andar en tranvía hasta la plaza de Flores y dar un discurso ahí junto al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Emilio Castro. Dice la nota de Todo es Historia:

La procesión entró triunfal en San José de Flores, donde esperaba otro numeroso gentío congregado en la plaza. Al aparecer el coche presidencial, nuevos clamores ovacionaron a Sarmiento. Mientras verdaderas avalanchas humanas se cerraban sobre los tranvías, a duras penas el coche principal pudo acercarse al punto de destino. Sarmiento, Castro y Billinghurst descendieron dificultosamente para trasladarse al edificio de la Municipalidad. Rojo de sofocación, apretujado hasta el colmo de su no abundante paciencia, el presidente de la República volvió a ser Sarmiento a secas y se abrió paso a codazo limpio, hendiendo el gentío con sus robustos hombros.

La anécdota me encantó, pero no fue lo que más me llamó la atención. La nota continuaba con algo así como “momentos después, el ajetreado mandatario logró dar el discurso”. De repente, tenía la referencia que me faltaba. Y si usted, caro lector, abre su copia de Léame, puede encontrar que en Domingo de Regreso aparece la frase “el ajetreado mandatario”. Proviene de esa nota sobre tranvías de Todo es Historia.

Muchos escritores tienen rituales. Algunos toman una taza de vino espumante mientras escriben siempre en el mismo escritorio, que heredaron de sus bisabuelos bizantinos. Otros escriben a mano, con una pluma fuente y tinta azul. Otros dictan a su asistente, que no puede equivocarse porque sufrirá la ira del escritor.

Yo, como escribo, tengo algunos rituales. El único que cumplo a rajatabla es escribir todos los días. Pero de eso ya he hablado. ¿Qué otra cosa puedo mencionar?

Por ejemplo, que escribo en una notebook. Esto me permite movilidad. Algunos de mis cuentos han sido escritos en el baño (y no son los que usted, querido lector, tiene en la cabeza en este momento). En general no me muevo de mi base, no porque no quiera sino porque no se me ocurre. También prefiero estar donde nadie me moleste. No para concentrarme mejor, sino porque me gusta que nadie me moleste.

Terminado el texto, es momento de guardarlo. Para esto es buena la notebook. Si se llega a cortar la luz, puedo seguir escribiendo sin problemas. Antes de incorporarla, alguna vez me ha pasado que perdí lo que estaba haciendo por un corte de energía. Entonces ahí sí tuve que sacar la notebook y rehacer todo ahí, porque no sabía cuándo iba a volver la electricidad. Así que de ese cuento hay dos versiones, una anterior al corte y una durante.

Lo guardo en la notebook y también en un pen drive que es el depósito oficial de los cuentos. Pero no se termina ahí. Después agarro y lo mando por mail a mi amiga Erica, que gentilmente me recibe en su casilla los cuentos. De esta manera, si llego a perder las dos copias que tengo en mi poder, tengo dos más, una en mi mail y otra en el de ella. Felizmente, no ha sido necesario recurrir a ellas por emergencias grandes. Aunque me pasó que fui a una lectura y descubrí ahí que leía yo. Entonces corrí a un ciber y bajé algo del mail para salir del paso. Ahora ya no es necesario, porque no sólo está el blog personal, sino que siempre llevo una hoja bien doblada con varios cuentos en letra muy chica, por si me vuelvo a encontrar en una situación así.

Y aparte tengo un libro.

Durante la adolescencia, me ocupé por alguna razón de restringir mis gustos artísticos. Elaboraba grandes excusas para determinar por qué algo (un cantante, una película, un escritor) no me gustaba. Al mismo tiempo, elaboraba ideas sobre cómo tenían que ser las cosas. A esta altura no me acuerdo cuáles eran. Pero eran “esto no se puede, esto otro tampoco se puede, si hacés esto tu obra es mala, esto es una porquería”.

Tenía, entonces, una lista negra de no-nos, y bastaba que alguien cometiera uno solo de ésos para que se convirtiera en un artista inferior, indigno de admiración por mí y cualquier persona respetable.

Todo eso cambió con el tiempo, paulatinamente. Me acuerdo el momento en el que empezó ese cambio.

Fue en 1997, o tal vez 1998. Fui a ver a Leo Maslíah al subsuelo del hotel Bauen, donde hacía una larga temporada. Conocía algo de sus canciones, no mucho. Me gustaba el tema “Todo con respaldo”, que es una canción que después de cada verso tiene un auspicio correspondiente. También había escuchado “Quiero verte morir de muerte natural”, una parodia de Pimpinella. En ese momento, era un éxito el tema “Zanguango”, que tenía videoclip y todo, y lo pasaban por algunos canales de cable. El tema me pareció muy ingenioso, y me sigue pareciendo.

Entonces tuve ganas de ir a verlo. No sabía lo que me esperaba. Arrancó más o menos como esperaba, con un cuento sobre un señor que es tímido después de iniciar una relación y no antes. No estoy seguro de que supiera que escribía, y ciertamente no se me había ocurrido que existían ámbitos en los que la gente iba a escuchar a otro leyendo cuentos. Durante algún tiempo creo que supuse que eso era una particularidad de Maslíah, y que se podía sostener porque hacía también música.

Continuó con una versión pre-disco de “La papafrita”. Me sorprendió que nombrara marcas y gente como Elsa Serrano. Era una de las cosas que me parecía que estaban “prohibidas”, a menos que se tratara de eso. Sin embargo, la canción me gustaba igual. Por lo tanto, mi concepto estaba mal. De cualquier modo, tampoco era una gran transgresión.

Pasaron dos o tres temas más, y de repente arrancó con unos acordes raros. Unos segundos después, sin dejar de hacer esos acordes extraños, empezó a decir la letra: “mi unicornio azul, por fin te encontré, mi unicornio azul, por fin te encontré”. De repente me encontré con una canción que no era una parodia de otra, sino una especie de respuesta. Una de las infinitas posibles.

Ése fue el momento en el que me di cuenta de que estaba pasando algo extraordinario. Se estaban dando vuelta mis preconceptos. De repente, todo lo que creía que no era posible, era posible.

El recital continuó con varias obras que me producían rupturas. “El precio de la fama”, la historia de Alex Estragón dando un recital impromptu en el que no terminaba nunca de tocar, interpretado con versiones en teclado de las obras clásicas a medida que iban ocurriendo en el cuento. “Werner”, cuyo contenido es básicamente una sucesión de insultos. Es muy distinto leerlo que escucharlo por primera vez. De repente el tipo empieza “Werner era ignorante, inmoral, morboso” y entra a acumular adjetivos. Todo con un ritmo monótono, que no se sabe cuándo va a terminar. “insensato, trasnochador, malviviente, vanidoso”. Ninguno era un chiste en sí mismo, aunque algunos parecían. “entrometido, jactancioso, fullero, senil, descortés”. Parecía que no iba a terminar nunca. “simplón, incapaz, desvergonzado, pérfido”. A medida que continuaba, el pensamiento que surgía en mi cabeza era ‘esto tiene que explotar al final’. “lerdo, rústico, descocado, receloso”. De repente, apareció un ‘y’ que dio por terminada la lista. “infame, adulador y malhablado”. Pausa de la duración justa para dar el máximo impacto al remate. “Es una suerte, hija, que no te hayas casado con él”.

Era un cuento que no sólo era graciosísimo, sino que tenía una simplicidad estructural asombrosa. Estaba compuesto por dos oraciones. Y ese remate le daba un sentido a la lista anterior, sino que permitía imaginar toda una historia y un personaje atrás.

Leyó también “Por la fuerza no”, un cuento corto que cuestionaba conceptos políticos de una manera que nunca había pensado. “Rogelio”, una canción sobre un señor que tiene cara de culo, va a un cirujano para corregirlo y por un error el doctor le hace un culo en la cara. El diálogo musical “Perdón si te molesto con esta sonatina”, sobre una persona que insiste, sin ánimo de molestar, en tocar una sonatina.

Todo esto era en un espectáculo bastante regular, que alternaba canciones y cuentos, pero no tenía variaciones escénicas ni nada. Las canciones las leía Leo solo, y las canciones también, sólo acompañado por el teclado. Con una actitud medio anti-showman, “yo voy a hacer lo que hago, y que los divierta eso”. A los dos tercios de espectáculo así, de repente larga un tema titulado “Esa morena”, donde al final de la primera estrofa, y sin anestesia, Leo exclama “todos juntos” para que el público lo acompañe en la repetición del último verso.

El público, desprevenido, apenas si responde. Ni en pedo un recital así da para que el público de pronto se ponga a cantar como si fuera Hey Jude. Sin embargo, en las dos estrofas siguientes seguía esa estructura. El público, tímidamente, algo cantó, pero muy poco. Me quedó claro que el chiste era eso, y más después, cuando Leo hizo un monólogo preguntando por qué el público tenía tan poca onda como para cantar, siendo que era un tema con ritmo, fácil y simple. En la estrofa siguiente, luego de ser apercibido, el público está listo para cantar, pero en el intervalo en vez de “todos juntos” la exclamación es “yo solo”. Sólo en la última estrofa el público, entusiasmado, canta el último verso, que dice “con un swing de la gran puta”. Y ahí Leo exclama “ah, eso era lo que les estaba faltando”.

Esto también era extraordinario. El tipo estaba poniendo la lupa sobre su propia estructura de espectáculo, y sobre el público mismo (además de la idea de que el público participe de los recitales).

Salí flasheado del recital. Había descubierto un mundo. Había aprendido que un artista debe darse libertad. Y no sólo eso: me había entrado la idea de que esa libertad era posible, alcanzable. Tal vez porque podía percibir en general de dónde me parecía que venían muchas de las ideas, podía reproducir el proceso de creación (no importa si el verdadero, un camino hacia conseguir esos resultados).

Desde ese día, lentamente fui evaluando las cosas que creía que podía y no podía hacer, siempre teniendo en cuenta que lo más probable era que fuera posible. Sigue habiendo artistas que me parecen malos, obras que me parecen pésimas, pero trato de, por lo menos, ver qué se quiso hacer antes de no respetarlos. Y en algún momento decidí que era hora de ejercer esa libertad y ponerme a hacer cosas yo.

Pero todo empezó el día de ese recital, en el que descubrí la creatividad. Por eso me encanta que la contratapa de Léame, que no escribí ni aprobé, arranque con la frase “Nicolás Di Candia pregunta provocativamente ¿por qué no?”.

En el otro blog, uno de los pocos datos que incluyo sobre cada cuento que aparece es el año en el que fue escrito. Esto es para dar algo de contexto. La escritura va evolucionando, y no es lo mismo algo de 2007 que algo de 2011. En algún nivel, al incluir el año estoy diciendo “pero los de ahora son mejores”.

Así que no está mal poner en contexto también a los cuentos de Léame. Aparecerán aquí en orden cronológico. Hay que tener en cuenta que pueden ser de hace varios años, pero lo más probable es que hayan sido fuertemente reescritos.

Tiro libre (escrito en agosto de 2007)
Hay sardinas (escrito en octubre de 2007 con el simple título “Sardinas”)
Alquiler de opiniones (escrito en noviembre de 2007)
Verdades acerca de usted (dos semanas después)
Alicia en el país antropomórfico (escrito en mayo de 2008)
Verleder y Lertena (junio de 2008, el texto menos modificado de todo el libro)
El escape (escrito como “El escape de los verdes enzolves” en noviembre de 2008, a partir de consigna de taller)
La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton (en diciembre de 2008, cuando fue escrito, omitía el nombre de pila del doctor)
Plan Pepsi (enero de 2009, como “El plan Pepsi”)
Walt Disney descongelado (febrero de 2009)
Seamos buenos (se llamaba “No es necesario opinar” en febrero de 2009, luego fue “No pienso aceptar sus términos”; sobre la fecha de publicación obtuvo su título y forma definitivos)
Lanzamiento (escrito como “En el balcón” en junio de 2009; era una reescritura de un viejo texto de 2008 titulado “En las alturas”)
Un paso hacia adelante (en agosto de 2009 el título era mucho más pretencioso: “Un paso hacia arriba en la escalera de la vida”)
Después de usted (escrito en agosto de 2009 como “Duros de pasar”; ese título me sigue gustando)
El baño y el otro lado (octubre de 2009)
El carro que me quería (en octubre de 2009 se llamaba “El carro del Destino”)
Ejercicio de relajación (noviembre de 2009)
Huellas del camino (se llamaba “Medias finas” en noviembre de 2009)
Mi nube (noviembre de 2009, que fue un mes productivo)
Lo que nos costó la fiesta (diciembre de 2009, cuando se lo conocía como “La casa por la ventana”, título por el que muchos lo siguen llamando)
El abedul que quería caminar (uno de los más elaborados exponentes de la serie Caídas con la que me entusiasmé a fines de 2009, el cuento corresponde a diciembre)
Visitante (de mismo mes, se llamó “La mano oculta” hasta poco antes de ser publicado)
Cuando digo quiero decir (dos días después del anterior)
Mar de gente (un día después del anterior)
Ayudemos a los sapos (enero de 2010)
El álamo prominente (también enero de 2010)
El placer del Apocalipsis (marzo de 2010)
Coquerío (marzo también)
Lleno de naturaleza (abril de 2010)
Hisóposis (se llamaba sin tilde en abril de 2010)
Gaseoducto (en ese mismo mes se llamaba “Cocaducto)
Los tiempos románticos del coquero (mayo de 2010, en esa época me había emocionado con los coqueríos)
El contenido de la piñata (también mayo)
El método de la sortija (fue muy difícil encontrar un título adecuado en mayo de 2010, hasta que apareció fue simplemente “Sortija”)
La vaca atada (junio de 2010)
Usted es de los buenos (julio de 2010)
Autodescripción (agosto de 2010)
Planta vegetariana (agosto de 2010)
Una mano lava a la otra (enero de 2011)
Gracias por rebajarse (junio de 2011; mientras lo escribía me di cuenta de que ese texto tenía que cerrar el libro, que hacía poco que se llamaba Léame)
Domingo de regreso (julio de 2011)

Cabe mencionar que cuando empezamos a recopilar el libro, en agosto de 2010, hicimos un corte en julio de ese año, para que no se empezaran a acumular cosas nuevas. Sólo cuando se cayeron algunos textos previstos hubo lugar para algunos posteriores.

La estadística arroja tres textos de 2011, cuatro de 2007 y 2008, quince de 2010 y dieciséis de 2009. El ganador (?), entonces es el 2009. Los hinchas de 2010, sin embargo, no tardan en apuntar que el corte en julio hace que el promedio de cuentos de ese año sea mayor que el de 2009. Sépase.

En la canción titulada Juntapuchos, que se puede escuchar haciendo clic en el link, Leo Maslíah explica una forma de crear a partir de las ideas que no paran de dar vueltas alrededor de todos.

Junto lo que sobra, después que alguien pensó sobre algo que luego tal vez olvidó.
Soy un juntapuchos, me fumo las neuronas que murieron y no pueden pensar.
Junto las ideas que se quedaron calladas por falta de voz, de palabras o por la censura de quien las pensó.

El truco está en saber reconocer las ideas, y recoger las que pueden dar algún fruto. Pueden provenir de cualquier lado. De alguna obra de otro, pero también de lo que alguien dice o sugiere. Incluso de lo que uno mismo hace.

Los gérmenes de ideas están, y el autor tiene que ser un terreno fértil para ellas. Tiene que atraerlas y permitirles desarrollarse. Ahí el autor tiene que poner de sí mismo. No es un mero recopilador. No se trata de parodiar, aunque se puede hacer. Es más que a partir de algo que existe, incluso de un detalle, surge otra cosa.

Esa segunda cosa puede no tener relación, para el lector, con la que lo originó. Puede ser porque se modificó o porque la idea no estaba, y surgió en la cabeza del autor.

También se puede crear con lo que otros no dicen, “se quedaron calladas por falta de voz, de palabras o por la censura de quien las pensó”. Ideas que alguien llevó para un lado pero pueden ir hacia otro. Respuestas a obras existentes que igual forman una obra independiente. Acá encontramos otro texto de Maslíah, titulado “Recetas para componer canciones”. Una de ellas dice (la cita es de memoria, pero creo que es así):

1) Concurra a un recital.
2) Tome nota de todo lo que allí no se dijo.
3) Dígalo.

Es muy válido, porque no tiene mucho sentido estar diciendo lo mismo que dicen los otros. Hay que dar vuelta las ideas, como si fueran manteles que uno agita para sacarles las migas. Hay que cuestionar lo que los otros dicen (y lo que uno dice). Puede haber una verdad escondida en algún lado que no se haya dicho. O una mentira, igual puede valer la pena.

Estas ideas que se desarrollan con el método del juntapuchos no son necesariamente menores, ni inferiores a las que las originaron. Pueden ser mucho mejores, más complejas, más pensadas. Pueden también ser una porquería. Nunca hay certeza. Por eso hay que explorar. Nunca se sabe de dónde puede salir una idea buena. Hay que prestar atención para que las que andan dando vueltas no pasen de largo, y después cuidarlas para que surja algo nuevo. Quién sabe, tal vez valdrá la pena hacerlo surgir.

¿Cómo se diferencian las ideas buenas de las malas? No hay muchas referencias. Muchas ideas parecen buenas y al ejecutarlas resultan problemáticas. El problema puede ser la ejecución, pero eso no ayuda. Del mismo modo, hay en mi experiencia muchas ideas que parecían muy pavotas hasta que me senté a escribirlas, y de ellas salió algo.

Es raro que se me ocurra una historia. En general pienso puntos de partida, que anoto prontamente de una manera que me recuerde el razonamiento que me llevó hasta ahí (si fue un razonamiento lo que me llevó). Puede ser un juego de palabras, un momento, una relación de dos conceptos hasta ese momento separados, una frase que me resulte llamativa sin que sepa por qué, o cualquier otra cosa. A veces anoto frases que me vienen a la cabeza y no entiendo bien, o entiendo pero se me ocurre que encierran algo digno de ser explorado.

Después, cuando llega la hora de escribir, reviso lo que tengo anotado. A veces estoy con ganas de hacer una idea en particular, y en esos casos no necesito revisar nada. La hago directamente. Otras veces no sé y me tengo que forzar a escribir, y tardo un rato en decidirme entre alguna de las ideas disponibles. En general tiendo a hacer primero las que parecen tener más puertas abiertas. Cuando pasan los días, si no aparecen ideas nuevas, van quedando las más crípticas, y me veo obligado a hacer una de ésas.

Pero eso no implica que resulten en un escrito críptico, o inferior. Pasa seguido que las ideas que parecen redondas terminan siendo simplotas. O más obvias. No hay garantías. Cualquier idea puede llevar a algo bueno, y cualquier idea puede llevar a algo pésimo. Hay un componente de suerte, inspiración o lo que sea que permite llegar a algo.

Hay cuentos que se escriben solos. Fluyen naturalmente, y no tengo más que dejarlos. Puede ocurrir que fluyan hacia lugares comunes, y tenga que guiarlos un poco. En ese caso el autor opera como “la mano invisible” y tiene que saber apartarse. Otras veces se requiere una intervención más dura. Explorar, buscar, dar vuelta conceptos, insertar situaciones, forzar. Hay cuentos que piden eso. Es necesario saber reconocerlos.

Aprendí con el tiempo a confiar en mi instinto. Me acuerdo cuando estaba escribiendo un cuento en el que los personaejs se comunicaban con las caras. El chiste estaba en que se decían cosas complejas sin hablar, con sólo poner una cara. Me parecía que lo natural era que terminaran en una situación sexual, pero no tenía ganas de meterme en eso. En su lugar, los hice jugar a las cartas, mientras pensaba que no era muy ingenioso. Pero al rato caí en la cuenta de que en el truco la gente expresa qué cartas tiene con la cara, y eso me trajo una resolución para el cuento. Se llama Comunicación facial, pero no está en Léame. Es bastante viejo, y los cuentos de Léame son mejores. De todos modos, ésa fue la primera vez que uno de mis cuentos se escribió solo, y recuerdo lo contento que quedé.

No me levanto hasta terminar una primera versión. Pero nunca un cuento va a quedar en esa primera versión. O es rarísimo. Siempre hay cosas para corregir. Desde grandes aspectos de la trama, que permitan con un poco más de perspectiva mejorar la historia, hasta detalles que uno puede haber descuidado en el primer intento. Eso también aprendí. Nunca se termina de corregir. Estoy seguro de que cuando Léame esté publicado, voy a ver cosas que escribiría distinto, puntas que no vi, palabras que me arrepiento de haber puesto.

Pero tampoco es cuestión de volverse loco. El libro que está por salir es lo mejor que sé hacer en este momento. Pasó por un montón de revisiones. Después, cuando empiece a tener desacuerdos, no voy a ser la misma persona que hoy. Y voy a estar tranquilo al saber que dí lo mejor de mí.