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August 2012


El alfajor es una delicia cultural y culinaria. Debido a su tamaño, el placer de comer uno se termina muy rápido. Es preciso hacer el proceso más lento, para maximizar el disfrute. Años de experiencia han llevado al siguiente método.

1. Lo primero es el borde. El alfajor es redondo, y bañado. El borde se compone de tres partes. El baño de las galletitas y el del relleno. La idea es rascar el baño sin perder la forma redonda del alfajor. Para eso, lo ubicamos en forma vertical respecto de los labios y rascamos con los dientes delanteros ambos bordes, sin tocar el del medio.

2. Queda expuesta la galletita. Es el momento de proceder a comer el borde del medio. Será más blando, pero permitirá saborear la combinación baño-relleno sin galletita, única de esta etapa. Para eso usamos el mismo procedimiento, dosificando la fuerza. Si el alfajor es de dulce de leche, es más blando. Si es de mousse, es más duro. Y si es de fruta, hay que cambiarlo por uno bueno.

3. Ahora hay que tratar de consumir una de las tapas. Esto es especialmente fácil en los de mousse, cuyas tapa son más duras, pero se puede hacer también en los otros. Puede ocurrir que la tapa que uno quiere separar se quede con el relleno. En ese caso, comeremos primero la otra tapa, o la que se quede con menos relleno.

4. Queda una tapa y el relleno, o su mayor parte. Acá hay varias opciones. Se puede comer de a bocados, mordiendo ambos elementos al mismo tiempo. También se puede intentar separar el relleno de la tapa, para tener una experiencia altamente fragmentada. Pero es bastante difícil conseguirlo sin la ayuda de un cuchillo, y eso es trampa. Lo mejor es lamer el relleno hasta que queda sólo la tapa.

5. Cuando queda la tapa sola, es cuestión de comerla. Es un final algo decepcionante, como llegar a la parte de galletita del Havannet después de tanto dulce de leche. Pero dejar el relleno para el final, si se lo puede separar, implica agarrarlo con la mano, y el propósito del alfajor es que el relleno no sea tocado por los dedos.

6. Luego de terminar el alfajor en sí, es necesario volver al envase, donde quedarán suculentos pedazos de relleno, que nos permiten revivir el placer recién finalizado.

Ver muchas veces un chiste es una experiencia cambiante. La repetición hace que la sorpresa se esfume, pero un chiste bien construido puede sobrevivir. Puede disfrutarse igual, y se le puede descubrir más niveles. El cambio de contexto a veces resulta beneficioso, y le otorga otros significados. Un chiste no pierde gracia sólo por consumirlo más de una vez.

La gente que hace comedia de sketches conoce este principio, y muchas veces lo convierte en uno de los ejes de su programa. Un sketch que funcionó se repite, y de repente el público tiene algo familiar, algo donde sabe dónde tiene que reírse.

El problema es que repetir un chiste no es lo mismo que volverlo a ver. Si el autor lo hace de vuelta, es necesario que le dé alguna vuelta. Que le agregue elementos, que le cambie el contexto. Porque si no, no está haciendo un acto creativo, sino fabricación en serie. Que es lo contrario de la creatividad.

Es uno de los casos en los que el público no ayuda. El público festeja la repetición, la aparición de personajes conocidos, de las mismas situaciones. Entonces, muchos sketches que se repiten no sólo repiten esas situaciones, sino que tienen siempre la misma estructura. Algunos la repiten dentro del mismo sketch.

Y hay sketches lo suficientemente buenos o complejos como para resistirlo. Otros van perdiendo lentamente la gracia, aunque sean festejados por el público. Pero el público, tarde o temprano, se empezará a molestar. De repente aparece la noción de “esto es siempre lo mismo”, y el interés cae. Claro que para que eso pueden pasar años.

Si usted, señor productor de programas de sketches, quiere repetir algunos para reciclar ideas, es comprensible. No todas las ideas funcionan siempre, y se presenta una tentación muy palpable, que encima cuenta con la complicidad del público. Si lo va a hacer, trate de variar un poco. No repita el mismo sketch todas las veces. Déjelo descansar. Permita que el público lo extrañe. Tampoco lo repita en el mismo segmento de su programa. Cámbielo de horario, haga que el público no sepa a qué hora viene.

Y sobre todo, no haga siempre lo mismo. Invente variantes, agregue complejidad, construya sobre los cimientos que tiene. El sketch conocido proporciona un buen colchón para experimentar, y esos experimentos encima cuentan con el favor del público. Es una circunstancia especial. Entonces aproveche y cree. Así, su sketch tendrá mayor longevidad, y será recordado con afecto cuando finalmente su nafta se termine.

¿Por qué hago cada tanto algún cuento sobre la Coca-Cola? ¿Tengo algo a favor o en contra que decir? La verdad, no. No sé por qué salen tan seguido. Pero salen, y en general tienen buen nivel, entonces se han convertido en uno de los ejes de Léame sin que lo planeara.

No sé las causas, pero una consecuencia es que hay gente que me empieza a conocer como cocacolero. Algo que nunca fui. Nunca fui de esa gente que indefectiblemente tiene una Coca-Cola en la heladera. Muchas veces, cuando estoy en casas ajenas, me ofrecen algo de tomar y pido agua, y me miran con cara de “pero mirá que hay Coca”. Tengo que convencerlos de que el agua sola me parece aceptable, y no lo estoy haciendo por timidez.

Pero no sé qué pasa últimamente. Tal vez sea porque la tengo más en mente, o porque me estoy tragando mi propio personaje. La cuestión es que me encuentro, efectivamente, tomando más Coca-Cola que antes. No tiene nada de malo, no es permanente ni abusivo. Sólo le estoy tomando el gusto.

También cultivo la imagen de cocacolero. No sé por qué, supongo que porque me divierte, o tal vez es para hacer acordar a los demás de los cuentos. No sé. Lo que sé es que no me cuesta nada, porque me gusta el fenómeno cultural de la Coca-Cola, y entonces estoy más o menos empapado en el asunto. Conozco la historia de la New Coke, o la moda de colas incoloras de principios de los ’90 (Crystal Pepsi fue el modelo), o la historia del furor de la Coca-Cola mexicana en Estados Unidos, o jingles de hace veinte años. Me gusta probar sabores distintos que no se consiguen, distinguir las diferencias entre común, Light y Zero, comprobar que el agua de Córdoba hace que la Coca de ahí tenga un sabor distinto.

Y me gusta contar historias al respecto. Sin necesidad de que sean ciertas, porque puedo inventarlas. Y descubro que a mucha más gente le interesa el fenómeno, aunque no se le haya ocurrido que es algo especialmente literario. Entonces, sobre todo cuando no se trata de ataque ideológico, la Coca-Cola literaria resulta que es refrescante. Y disfruto el sabor de ser portador de esa frescura, de manera que, cuando nadie me ve, me desahogo con un aliviador “ahhhh”.

El otro día, mientras esperaba el colectivo, se me puso a hablar lo más parecido que vi en mi vida a la esencia de un hombre. Se identificó como colectivero de otra línea, y tenía el uniforme con logo como para probarlo. Me hizo un comentario sobre alguien que se quería subir a una unidad que había pasado. Aparentemente el señor lo conocía y es notorio porque siempre, antes de subir, pregunta si el colectivo lo lleva a su destino, que siempre es el mismo.

“Mirá vos”, o algo así, fue mi respuesta, y luego atiné a volver a colocarme los auriculares. Me gusta viajar mientras viajo, convertir en individual el recorrido del transporte que tomo. Pero el chofer tenía más para decir. Me contó cómo él nunca viajaría en la línea en la que conduce, porque todos manejan como el culo. Van como locos, irresponsables, porque, a diferencia de él, recién empiezan y no se dan cuenta de lo que es manejar.

En ese momento vino el colectivo, me subí y conseguí asiento al lado de una chica. Él consiguió justo en la fila anterior, y eso le permitió continuar su conversación conmigo. Que era prácticamente un monólogo, pero no importaba, eso le permitía decir lo que tenía para decir. Yo era una audiencia cautiva.

Los hombres puros tienen tres temas de conversación. El fútbol, las mujeres (o sus partes) y los autos. El chofer continuó hablando sobre cómo confrontó alguna vez a algún otro chofer, y le demostró que su punto de vista acerca de la dinámica del manejo era correcto. Como esperaba una respuesta de aprobación, lancé un “claro” y lo dejé seguir hablando.

Mientras tanto, la dinámica del colectivo se desarrollaba, y eso incluía a la gente que se levantaba de su asiento y se bajaba. Entre esa gente había mujeres. Las mujeres tienen culo. Y los culos están para mirarlos, y luego poner la cara correspondiente sobre su calidad y grado de tentación. El chofer no paraba de cumplir con ese cometido, y esperaba que le devolviera más miradas aprobatorias. Me incomodaba, y más incomodaba a la chica que estaba al lado mío, pero se las devolví por miedo a incomodarlo. Sin mucho énfasis, pero no hacía falta. El entusiasmo era responsabilidad de él.

Yo estaba un poco ansioso por llegar. Sabía que la charla, aunque inofensiva, se iba a extender durante todo el viaje. Por suerte era corto, no faltaba tanto para que me bajara. Pero pocas cuadras antes, el chofer se dio cuenta de que había un tema que no había(mos) tocado: el fútbol. Procedió entonces a informarme que Boca había ganado una copa de leche en los días anteriores, y que él era de Boca pero igual lo sabía. No dudé en manifestarle mi acuerdo, y recibí como recompensa la última ronda de chistes sobre cómo le dicen a River. También me enteré de que Independiente no existe.

Con esto, mi recorrido llegaba a su fin. Pero decidí postergar mi bajada hasta el último momento, por las dudas de que nuestra parada coincidiera y eso obligara a caminar juntos por el barrio y forzar en algún momento una despedida. Por una vez, mi instinto estuvo a mi favor, y el chofer se bajó en mi parada habitual.

Me quedé solo, enfrentando la mirada desaprobatoria de las mujeres presentes en el colectivo, tratando de poner cara de “no sé si parece pero no lo conozco”. Me bajé un par de cuadras después, ya con los auriculares puestos de nuevo, mientras ponderaba el encuentro cercano con ese ser que existe y, aunque uno no sea consciente, está todo el tiempo cerca de nosotros. El hombre puro.

Por el subte de Buenos Aires circulan (circulan cuando no hay paro) los trenes en servicio más antiguos del mundo. Se trata de unos hermosos coches fabricados en Brujas, Bélgica por la empresa La Brugeoise et Nivelles. Están en servicio desde que se inauguró la línea A (en ese momento era el Tranvía Subterráneo Anglo Argentino), en 1913. Algunos vinieron más tarde, en 1919.

Son necesariamente maravillas técnicas. Ningún material rodante aguanta cien años de uso continuo (continuo cuando no hay paro) sin serlo. La fábrica de donde salieron cerró hace más de veinte años. La empresa que los fabricó fue absorbida por otra más grande. La que los compró dejó de operarlos en la década del ’30.

Durante los años, han sufrido muchas modificaciones. Esa carrocería de madera no es original. Se colocó en la década del ’20, cuando se les sacó la plataforma tranviaria. En los primeros años, el tranvía subterráneo salía a la superficie por la rampa de Primera Junta y continuaba el servicio por la avenida Rivadavia hasta Lacarra. La línea actual, extendida, todavía no llega hasta ahí, ni está en los planes que llegue. No salía todo el tren, sino que se desprendía uno de los coches.

Es un placer andar en esos coches. Cuando uso esa línea (si no hay paro) me voy hasta la punta del andén para agarrar el coche de adelante. La precaria cabina de conducción ocupa sólo la mitad del ancho del coche, y queda una ventana por la que se puede ver para adelante. Los niños van fascinados mirando el paisaje de la línea A, que incluye subidas y bajadas, curvas cerradas, sectores de cambios y estaciones clausuradas.

Las puertas se abren a mano. Originalmente había guardas en cada estación que se ocupaban de abrirlas y cerrarlas. En algún momento se colocó el cierre automático, y la apertura quedó como responsabilidad de los pasajeros. Cuando el tren llega a una estación hay un momento en el que se habilita esa apertura, y se puede bajar con el tren en movimiento. No debe ser muy recomendable, pero cuando está por detenerse me gusta abrirla, bajar y hacer equilibrio con la inercia sobre el andén. Ni por asomo soy el único que lo hace.

Una formación tiene apertura automática, y es muy raro no ver la manija, a pesar de que ese sistema es igual en la práctica al de todos los otros trenes. Pero uno en la línea A quiere ese encanto. Por eso no me gusta cuando me toca alguno de los otros trenes. Es muy triste esperar en el andén y encontrarme con que viene uno modernizado. Porque varias de las formaciones distintas son las mismas brujas, que fueron recarrozadas en los ’80 (la mecánica es la original de la década del ’10). Es una carrocería fea, incómoda y sin ningún encanto, que hace que cuando tengo tiempo espere al siguiente tren.

Me gusta sentir el olor a madera quemada que viene de la zapata de freno. Me gusta ver tambalearse a la carrocería (no es una indicación de que los trenes están destartalados sino una adaptación del diseño a las curvas cerradas de la línea A). Me gusta sentir el viento de frente que viene de la ventana de adelante. Me gusta ser el primero que va a la puerta cuando me bajo, y esperar con la mano en la manija el momento de abrirla.

Esos trenes le dan a la línea A un encanto que no tiene ninguna otra. Una vista al pasado que es resultado de la desidia. Porque las Brujas no fueron conservadas por su calidad, sino simplemente porque nunca se las reemplazó. Están décadas pasadas de su vida útil, tendrían que haber sido radiadas hace cincuenta años. Tarde o temprano ocurrirá, y será un día triste. Vamos a suponer que conservarán un par de formaciones para, por ejemplo, hacerlas circular los domingos. Así, podremos volver a tomar esos trenes por nostalgia no de los tiempos en los que fueron construidos, sino de estos tiempos, aquellos en los que, con cien años encima, todavía circulaban.

Recomiendo este artículo, que es una muy completa historia de las Brujas, con un nivel de detalle mayor del que uno se le puede ocurrir.

Cuando la gente habla bien de Les Luthiers, algo que se escucha seguido es un argumento del orden de “son un ejemplo de que no es necesario recurrir a la procacidad para hacer reír”. Acto seguido, los declaran un modelo para la juventud y se lamentan de que la televisión difunda a aquellos que tienen un nivel inferior.

Debo decir (?) que no estoy de acuerdo con esa idea popular. Por dos razones, una puntual y otra conceptual.

La puntual es que Les Luthiers sí recurre a la procacidad. Lo hace con la máxima elegancia posible, en smoking, y habitualmente sin usar “malas palabras”. Pero no usarlas no significa no recurrir. Las sugieren, y también sugieren conceptos procaces. Eso no tiene nada de malo. Lo que se juzga en el humor es si es divertido o no, y en general Les Luthiers no falla en eso.

Este es un ejemplo. Una obra de Les Luthiers en su época de mayor esplendor, en la que el humor pasa por la procacidad y la mala palabra.

Como se ve, el objeto del humor es, en muchos casos, estar a punto de decir malas palabras y no hacerlo. Al final, la cosa explota, y hace su aparición la palabra “culo”, tres veces en el medio de un show de los ejemplos de humor sano y sin lenguaje vulgar para que la juventud aprenda.

Eso no hace que la obra sea menos buena. En el caso de esa obra, “El poeta y el eco”, medio que no existiría sin el humor procaz. O sea, es fundamental, no accesorio ni un gag aislado que quedó.

La razón conceptual es que el humor no es procaz o improcaz (?). Es bueno o malo. Hay humor con elementos cultos que es una porquería, y humor con elementos procaces que es excelente. Ni siquiera es tan válida la división entre humor inteligente y no inteligente. A veces lo más gracioso es lo estúpido, y a veces hace falta inteligencia para darse cuenta de que alguna estupidez es suficientemente graciosa como convivir con piezas de humor inteligente.

Aprender es una de las cosas más lindas de la vida. En la escuela, sin embargo, lo convierten en una tarea tediosa y dolorosa. Y si uno no se da cuenta, puede confundir el aprendizaje con el estudio, y cuando termina la escuela no quiere saber más nada con ninguno de los dos.

Ni siquiera lo hacen por malos. Capaz que el sistema educativo está armado con algún fin nefasto. Me parece que ni siquiera se le presta suficiente atención como para eso. No sé cuál es exactamente el problema. La falta de atención personalizada, la cantidad de alumnos, la desmotivación docente, los programas inadecuados. Debe haber toda clase de combinaciones. Lo que sé es que las personas individuales que están en el sistema, en general, tienen ganas de que uno aprenda algo. Lo que no saben es lograr que uno efectivamente lo aprenda.

Es una lástima. A menos que uno tenga cierta iniciativa propia, los doce años de escolaridad chupan las ganas de aprender. Algo que uno hacía con entusiasmo hasta los seis años, antes de que se convirtiera en obligatorio. Me acuerdo la alegría de descubrir que tenía en aquel momento. Y cómo, casi sin darme cuenta, me olvidé de su existencia y de su posibilidad.

La escuela no tenía descubrimiento, sino respuestas. No había desarrollo propio del conocimiento (con algunas escasas excepciones). No había estímulo del pensamiento independiente, ni del pensamiento. Y no había pistas de que no todo está descubierto, y que vale la pena seguir buscando.

En su lugar, había mendrugos de conocimiento servidos en bandeja, sin el menor indicio de que fueran cosas que alguna vez podrían interesarle a alguien. Algunos docentes estaban más interesados que otros, pero muy pocos lograban transmitir ese interés. No parecían estar enterados de que eso era una buena idea, no sólo didáctica, sino disciplinaria. Una clase interesada no se distrae en pelotudeces.

Es cierto que tampoco es fácil, por ejemplo, hacer que un grupo de adolescentes se interese en algo útil. Pero sólo es imposible si uno no trata.

En mi caso, al terminar la escuela redescubrí el gusto por aprender. De repente estaba bueno. Empecé a interesarme por cosas que había visto en la escuela, a deasrrollar un pensamiento propio, a cuestionar ideas establecidas, a buscar fuentes originales.

¿Por qué antes no? ¿No era capaz? Al principio lo adjudiqué a salir de la adolescencia, pero ahora pienso que es más aprovechar la libertad que da salir de la escuela. Es una liberación enorme, que permite volver a entrenar partes atrofiadas. De tanto ser forzado a estudiar cosas de maneras inadecuadas, uno se traba. No quiere aprender, porque sabe en algún nivel que no funciona así. No te pueden forzar a aprender. Se puede estimular, y generar el ímpetu en cada uno. Si no, no hay forma. Y cuando los estímulos son inadecuados, uno se va desentendiendo.

Pero después, cuando uno tiene la iniciativa y ya no hay nadie forzándolo, puede reiniciar el camino que dejó cuando empezó la escuela, y buscar lo que satisfaga las inquietudes propias a medida que se van presentando. Y ese camino, una vez emprendido, se retroalimenta.

Después de dos años de abstinencia voluntaria de periodismo deportivo, me puse con mucho entusiasmo a ver los Juegos Olímpicos. Es algo que me encanta. Me gusta ver deportes en cuya existencia no pensé durante cuatro años, como el canotaje. Me gusta ver la natación, y disfruto de los espectaculares gráficos en pantalla que marcan ganadores y récords.

La transmisión de este año tiene la particularidad de que va por tres canales. TyC Sports, que viene transmitiendo los Juegos desde 1996, y dos de ESPN. Todos tienen un equipo de enviados. El de TyC es Bonadeo que, como siempre, se calza el pañal y transmite toda la jornada, todas las jornadas. Las transmisiones tienen las mismas virtudes y defectos de siempre.

Pero mi abstinencia me desacostumbró a algunas cosas. Porque descubrí también que vengo teniendo abstinencia no sólo de periodismo, sino de lenguaje televisivo. Y la transmisión de los Juegos Olímpicos no es deporte, sino televisión.

Entonces lo que importa no es transmitir los juegos olímpicos, sino hacer rating. Son las reglas del juego, está claro, pero tienen resultados algo inconvenientes. Uno es que se prioriza en forma absoluta la transmisión de competencias donde hay alguien de la nacionalidad del país para donde se transmite, en este caso argentinos. Por eso, hay escasas imágenes de deportes que están buenos pero no tienen (o tienen pocos) argentinos, como el waterpolo, el badminton o el tenis de mesa.

Están todo el tiempo anticipando y recordando las participaciones de argentinos, en lugar de ocuparse de transmitir los Juegos Olímpicos. No es problema en los casos en los que están en el nivel más alto, como pasa con el basket o el hockey. Pero también transmiten cosas como el handball, donde el equipo argentino está contento con haber clasificado a los Juegos, y no tienen problema en dedicar horas completas a sus partidos.

¿Está mal que pasen a los argentinos? No. Incluso, está bien. Seguramente los que siguen los deportes involucrados quieren ver al representante de su país. Claro que los que siguen a los deportes involucrados seguramente también quieren ver a las competencias de más alto nivel, que en general no involucran a los del país propio.

El asunto es que transmiten a los argentinos por nacionalismo. Porque quieren que el público se enganche a hinchar por sus compatriotas. La televisión no quiere espectadores, sino hinchas. Siempre fue así, no descubro nada. Pero no saben lo claro que queda después de estar afuera un tiempo.

Se dan fenómenos curiosos. Por ejemplo, pasan el hockey femenino, donde la selección de Argentina siempre llega con aspiraciones de medalla. Genial. Por los comentarios de los enviados, parece que mucha gente esperara ver a esa selección, que es de las mejores del mundo. Presumiblemente, eso significa que hay una liga argentina que tiene buen nivel, porque cuenta con muchas de las mejores jugadoras del mundo. Sin embargo, nunca vi un partido de hockey de clubes televisado. Es más: no puedo nombrar un club de hockey. Puedo nombrar de vóley, de rugby, de básket, pero de hockey no. Es en parte ignorancia propia, porque, a decir verdad, mucho no me importa el hockey. Pero tampoco me importa el rugby, y he visto que hay una extensa cobertura de la actividad local.

El acaparamiento de la transmisión con argentinos se hace más notorio cuando hay dos cadenas compitiendo. Entonces, dos de los tres canales muy seguido transmiten lo mismo, mientras el canal secundario de ESPN se dedica a pasar los Juegos, si es que no hay algún otro argentino compitiendo. Es mejor que cuando transmitía un canal solo, no obstante es también un desperdicio.

Otra marca del lenguaje televisivo imponiéndose sobre lo deportivo es la búsqueda frenética de testimonios. Es muy importante hacer reportajes a los deportistas, por alguna razón. Lo entiendo: conseguirlos es una de las pocas cosas que pueden diferenciar a un canal de otro. Entonces televisan en vivo los testimonios conseguidos (en vez de algún deporte que se esté jugando) y no paran de anticipar su repetición. Habitualmente, los deportistas dicen que quieren seguir adelante, que van a poner todo para sacar el mejor resultado posible y que quieren darle una alegría al país.

También están los vicios de los periodistas. Algunos saben de lo que hablan, otros pilotean las transmisiones. Es muy fácil distinguirlos. Muchos, además, tienen miedo al silencio. Necesitan decir algo, aunque sea una estupidez mayúscula, supongo que porque piensan que, si no, la gente cambiará el canal. Entonces hablan de más, se interponen entre los momentos tensos y el espectador. Y rellenan con cosas como recordatorios de qué canal está uno mirando, y qué habrá más adelante. En muchos casos los recordatorios son tan frecuentes que uno empieza a dudar de que crean que valga la pena mirar lo que uno está mirando ahora. “Estamos transmitiendo la final de arquería, pero quédese en nuestra pantalla, porque ya vamos a repetir el testimonio exclusivo de un tenista que pasó la primera ronda, y que usted vio aquí, en la enorme cobertura que nuestro canal está teniendo en los Juegos Olímpicos”.

Los comentaristas de la play no hacen esas cosas.

El problema principal, de todos modos, es que hay alguien eligiendo por uno qué es lo que uno ve. Y en un evento de la envergadura de los Juegos Olímpicos, está claro que no sirve con un canal solo, y que hay multiplicidad de gustos. Claramente, la televisión se ve superada. Hace falta recurrir a nuevas maneras de transmitir. Este es un trabajo para YouTube.

Y efectivamente, YouTube transmite los Juegos en vivo, y transmite todas las señales que se generan (que no son todas las acciones de un momento dado, porque no todo se televisa). Hay una sola contra: no tienen los derechos para Argentina.

Acá el problema no es tecnológico sino de mentalidad. Las transmisiones online crean fronteras donde no existen. Aparentemente, el COI vende los derechos para web por región. Y en este sector del planeta esos derechos han caído en manos de los macanudos de Terra, del grupo Telefónica, que tienen montado todo un sitio con diferentes streams. Pero se nota que, además de la lentitud característica, la web olímpica no está pensada. Sólo hay links a los videos, que con un poco de suerte se ven (y están relatados por cronistas genéricos que hablan en un español neutro muy feo). Y, orgullosamente, proclaman que priorizan la cobertura de los deportistas latinoamericanos. La navegación es muy poco intuitiva. Hay que elegir entre lo que muestran, y ver si se puede ver.

También se permite ver eventos en diferido. Para ellos, en YouTube se aplican las mismas restricciones regionales arbitrarias. Es menester recurrir a Terra para ver, por ejemplo, finales de natación que uno se perdió en directo. Pero, ¿qué hacen? Las resumen. Pasan “los mejores momentos” de una carrera que dura cinco minutos si es larga. ¿Por qué? Para ahorrar ancho de banda, o porque están todavía inmersos en el lenguaje televisivo.

Es una lástima. Ojalá para los próximos Juegos la cosa esté más desarrollada, y tengamos más poder sobre lo que vemos. Quiero tener el control que tiene Bonadeo, operar el switcher y cambiar al toque a lo que quiero ver en cada momento. No creo que sea imposible.