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Aprender es una de las cosas más lindas de la vida. En la escuela, sin embargo, lo convierten en una tarea tediosa y dolorosa. Y si uno no se da cuenta, puede confundir el aprendizaje con el estudio, y cuando termina la escuela no quiere saber más nada con ninguno de los dos.

Ni siquiera lo hacen por malos. Capaz que el sistema educativo está armado con algún fin nefasto. Me parece que ni siquiera se le presta suficiente atención como para eso. No sé cuál es exactamente el problema. La falta de atención personalizada, la cantidad de alumnos, la desmotivación docente, los programas inadecuados. Debe haber toda clase de combinaciones. Lo que sé es que las personas individuales que están en el sistema, en general, tienen ganas de que uno aprenda algo. Lo que no saben es lograr que uno efectivamente lo aprenda.

Es una lástima. A menos que uno tenga cierta iniciativa propia, los doce años de escolaridad chupan las ganas de aprender. Algo que uno hacía con entusiasmo hasta los seis años, antes de que se convirtiera en obligatorio. Me acuerdo la alegría de descubrir que tenía en aquel momento. Y cómo, casi sin darme cuenta, me olvidé de su existencia y de su posibilidad.

La escuela no tenía descubrimiento, sino respuestas. No había desarrollo propio del conocimiento (con algunas escasas excepciones). No había estímulo del pensamiento independiente, ni del pensamiento. Y no había pistas de que no todo está descubierto, y que vale la pena seguir buscando.

En su lugar, había mendrugos de conocimiento servidos en bandeja, sin el menor indicio de que fueran cosas que alguna vez podrían interesarle a alguien. Algunos docentes estaban más interesados que otros, pero muy pocos lograban transmitir ese interés. No parecían estar enterados de que eso era una buena idea, no sólo didáctica, sino disciplinaria. Una clase interesada no se distrae en pelotudeces.

Es cierto que tampoco es fácil, por ejemplo, hacer que un grupo de adolescentes se interese en algo útil. Pero sólo es imposible si uno no trata.

En mi caso, al terminar la escuela redescubrí el gusto por aprender. De repente estaba bueno. Empecé a interesarme por cosas que había visto en la escuela, a deasrrollar un pensamiento propio, a cuestionar ideas establecidas, a buscar fuentes originales.

¿Por qué antes no? ¿No era capaz? Al principio lo adjudiqué a salir de la adolescencia, pero ahora pienso que es más aprovechar la libertad que da salir de la escuela. Es una liberación enorme, que permite volver a entrenar partes atrofiadas. De tanto ser forzado a estudiar cosas de maneras inadecuadas, uno se traba. No quiere aprender, porque sabe en algún nivel que no funciona así. No te pueden forzar a aprender. Se puede estimular, y generar el ímpetu en cada uno. Si no, no hay forma. Y cuando los estímulos son inadecuados, uno se va desentendiendo.

Pero después, cuando uno tiene la iniciativa y ya no hay nadie forzándolo, puede reiniciar el camino que dejó cuando empezó la escuela, y buscar lo que satisfaga las inquietudes propias a medida que se van presentando. Y ese camino, una vez emprendido, se retroalimenta.

Nunca me pareció razonable estudiar para un examen. Me da la impresión de que es hacer trampa. Si uno presta atención y sigue la materia, debería aprender el contenido. El examen se supone que es para comprobar eso. Sin embargo, está establecido que cuando uno tiene un examen, es necesario estudiar, “prepararlo”.

El mejor final que di en la facultad fue uno en el que había leído durante todo el cuatrimestre los apuntes, sólo por placer. Cuando llegué al final, los sabía. Ayudó que la docente era piola, porque sabía el contenido pero no me había molestado en aprender quién era el autor de cada libro, entonces cuando me preguntaba por ese lado le tenía que preguntar yo a cuál se refería.

Pero son excepciones. Habitualmente, no alcanza. Las materias parecen estar diseñadas para que uno tenga que ponerse a estudiar los contenidos antes de los exámenes. O peor, memorizarlos.

Así, también he dado muchos exámenes de los que cuyo contenido no tengo el menor recuerdo. Eran materias que no me interesaban, o no habían logrado interesarme, entonces la estrategia era saber lo necesario el día del examen, aprobarlo y después olvidar sin peligro esos no conocimientos.

Esto era particularmente frecuente en el secundario. Había materias que eran memorización pura, como biología. Había que saber enzimas y sus funciones. Era aburridísimo. Para cuando hice el último año ya me había dado cuenta de que era más fácil llevarme la materia a diciembre que estar estudiándola todo el año. No lo hice a propósito, pero estaba muy claro: estudiar toda la materia en un día en diciembre era suficiente, y era más agradable que dedicarle muchas más horas de mi vida durante el año, que podía aprovechar mejor usándolas para cosas que me importaran.

(Irónicamente, hoy la biología me encanta y leo un montón al respecto. Resultó que no era lo que me enseñaban en la escuela, sino algo muy interesante. Seguramente con otras materias pasaba lo mismo.)

La situación de estudiar para un examen es algo que está internalizado, que todos parecen hacer. Yo también lo he hecho, ojo, porque tampoco es cuestión de ponerme a decir que soy superdotado o algo. Hay materias que no se pueden aprender sólo con el trabajo durante el período regular, entonces hay que sentarse y estudiar. Pero los alumnos en general estudian para cualquier examen. Por eso tienen pánico a las “pruebas sorpresa”, que se supone que miden su nivel de conocimiento en un momento al azar. Tienen miedo de que ese nivel de conocimiento, al no haber estudiado, sea cero.

De todos modos, la idea de estudiar para un examen tiene sentido. Es un estímulo, sin el que es posible que muchos nunca se molesten en dedicarle nada de tiempo a la materia. En cierto modo, es un medio disfrazado de fin. Así como algunos escritores tenemos que hacernos mecanismos para ponernos a escribir, el examen es el mecanismo institucionalizado para que los alumnos estudien. Por eso se programan con cierta anticipación. Se informa que, para cierta fecha, se espera que determinados conocimientos estén incorporados.

A mí, sin embargo, siempre me pareció que los exámenes deberían ser en principio sorpresa. Porque siempre pensé qeu la idea de una materia era ir aprendiéndola durante su curso, y no está mal fijarse cómo venía la mano. Claro que esto, en la visión general, lo que hace es forzar a estudiar más seguido, y agregar estrés. Pero, en general, si uno presta atención en las clases y tiene una memoria más o menos decente, no tendría que tener problemas para aprobar exámenes sorpresa. Durante los períodos de estudiante este pensamiento no se podía expresar en voz alta. Pero estaba, y aunque no me gustara ser objeto de uno de esos exámenes, me lo bancaba.

Era preferible eso a la interminable ceremonia de las pruebas. El examen sorpresa es como sacarse una curita de una sola vez: duele un poco, pero se sufre menos. Los programados, en cambio, generan situaciones muy molestas, que paso a describir.

Supongamos que hay un recreo antes del examen. Todo el curso pasará ese tiempo repasando, y algunos aprendiendo a último momento lo básico. No tiene nada de malo. Que me parezca mala la idea de estudiar para un examen no implica que esté mal repasar un rato antes para tener frescas las cosas. El tema es que el repaso no se queda en eso. Hay una especie de examen antes del examen, donde los distintos alumnos preguntan las dudas que tienen (preferentemente a alguien que tiene reputación de saber, pero el tiempo disponible hace que sea a cualquiera). Esto ocurre en un clima de nerviosismo general, que es desagradable y contagia aunque uno no haya llegado nervioso. Porque ver, de repente, a todo el curso repasando lo que uno piensa que ya sabe, es un golpe a la seguridad que uno lleva. ¿Qué saben que yo no sé acerca de lo que creo saber? ¿Puede ser que haya cosas que no tuve en cuenta? Entonces, uno pispea las preguntas que se hacen, y encuentra todo tipo de postulados. Algunos se contradicen flagrantemente con lo que uno sabe, y si uno tiene la suficiente seguridad puede estar tranquilo de que es cualquiera.

Ante esta última situación, hay dos caminos posibles. Uno es advertir al equivocado su equivocación. El riesgo acá es pasarse largos minutos tratando de convencerlo de que lo que sabe en realidad es erróneo. Puede venir una discusión, o más dudas de otras personas, porque uno queda en evidencia como “alguien que sabe”. Y si el objetivo es estar tranquilo antes del examen, todo eso es contraproducente, aunque a veces puede venir bien como repaso. El otro camino es irse lejos, ignorar la situación y volver sobre la hora, cuando no hay tiempo para absorber el clima.

Al empezar la hora, llega el docente y el murmullo calla. El alumnado se pone en modo examen, entonces pocos hacen ruido. Los docentes, en general, se toman muy en serio los momentos de examen. Son un momento de solemnidad, en el que son la autoridad suprema, y saben que los alumnos están en sus manos. En realidad, deberían ser los primeros en no tomarse todo ese asunto en serio. Pero venden (o se compran) esa imagen.

El docente dará unas instrucciones y pasa a repartir (o en pocos casos dictar) los exámenes. La clase se divide en distintos temas, distribuidos verticalmente desde los bancos para evitar que la gente se copie del de al lado. En general con dos temas alcanza, pero algunos docentes precavidos usan hasta seis. Luego de entregar las copias, exigirá silencio absoluto. Pero no podrá impedir el aluvión de preguntas que acaece en los primeros minutos. Alguien, invariablemente, preguntará si se puede hacer en lápiz. Otros tendrán dudas de procedimiento, o del puntaje de cada ejercicio, o de redacción. El docente se mostrará cada vez más irritado con las preguntas y, si no las da por terminadas, los alumnos entienden el mensaje de que no se pregunta más, y el silencio se apodera del aula.

El régimen disciplinario, durante el examen, se hace más estricto. Queda levantado el privilegio de ir al baño. El pizarrón se borra, por las dudas de que alguien haya escrito algo en clave. El docente ocupará su tiempo en pedir silencio ante pequeñas voces que puedan escucharse, y vigilar que nadie se copie. Ocasionalmente alguien se acercará al pupitre principal para hacer una pregunta específica, que en general es rechazada.

Después de un tiempo, los alumnos empiezan a entregar. El primero que lo hace es recibido por los demás con una mezcla de incredulidad y admiración. El premio por terminar es salir del aula por el resto de la hora, en una especie de recreo extendido. Pero ese recreo no es tal. Pronto será acompañado por otros ex examinados, que estarán ansiosos por verificar sus respuestas, aunque ya no puedan hacer nada para cambiarlas. Preguntarán entonces qué contestó cada uno, y repetirán las preguntas a todos los que vayan saliendo (la pregunta es precedida por otra sobre qué tema le había tocado, y en caso de ser el mismo se le preguntará lo que contestó).

En algunos minutos se va creando un consenso sobre cuáles eran las respuestas correctas, y en base a eso cada uno podrá calcular más o menos cómo le fue. Es difícil pelear contra el consenso. Si muchos contestan de una manera, se aplica el criterio de la mayoría (el mismo que algunos confunden con la democracia) para determinar la verdad. A los que hayan contestado otras cosas, se les informa que su examen contiene errores.

Para escapar de esta situación, lo único posible es escapar. No estar en el mismo ámbito. Ir a tomar algo, ir al baño, salir de la escuela si es posible. Después de esa situación, sólo queda la ansiedad que se aplica en las clases siguientes, en las que se preguntará al docente, apenas ingresado en el aula, si ya tiene los resultados.

En el cuento Domingo de regreso, de Léame, el cuerpo revivido de Domingo Faustino Sarmiento provoca miedo a los niños que circulan una mañana por la calle. Se produce entonces el siguiente pasaje.

“¡Aaahhhh! ¡Sarmiento!” exclamaron y salieron corriendo hacia el lugar más seguro que tenían cerca: el edificio de la escuela, donde se sentían a salvo de la influencia del gran educador.

Ése fue el momento eureka del cuento. La diferencia entre una idea que estaba buena (Sarmiento revivido) y una que valía la pena publicar (Sarmiento vs. niños en la escuela). En esa frase, que creo que está idéntica desde el principio, hay mucha ironía, y supongo que se nota que esa ironía es autoconsciente.

O sea, es casi demasiado conveniente, pero al mismo tiempo cierra perfectamente. No hay que forzar nada. Y como valor agregado, tiene contenido político y/o social.

El asunto es que no tenía ni tengo ninguna intención de ponerle contenido político al cuento. Ese pasaje está así porque me gustó la idea, me pareció muy graciosa. Y nada más.

No es un pasaje favorable a Sarmiento, ni contrario. Podría pasar por un comentario sobre el estado de la educación, pero si alguien tuviera ganas de hacerlo hablar a favor del estado actual de la educación, es fácil hacerlo. Siempre fui plenamente consciente de esas posibles interpretaciones, y de la naturaleza tentadora de elegir una de esas interpretaciones.

Pero, insisto, aunque no sea muy creíble, que lo único que quise fue hacer un cuento gracioso. La idea de refugiarse de Sarmiento en la escuela cumplía esa condición, y sumada a la segunda idea de que los niños encontraran a la escuela como un lugar libre de la influencia de Sarmiento le daba otro nivel. Nunca me interesó que fuera más que eso.

Está bien que uno puede poner significados sin darse cuenta, que uno no sabe todo lo que está diciendo, y todo eso. No voy a decir que las interpretaciones posibles no están en el texto. Pero puedo asegurar que ninguna de ellas fue intencional. La única intención era jugar con la idea de Sarmiento, tal como me la enseñaron en la escuela. No denunciarla ni abrazarla. Eso corre por cuenta del lector.

Tal vez porque mi educación formal ya es lejana, he perdido la capacidad de calificar numéricamente lo que veo. O sea, me imagino que si tomara un examen podría razonar una nota basada en mis expectativas y lo que contestaron. Pero me la paso viendo gente que con gran facilidad pone notas a cualquier cosa.

Los críticos, por ejemplo, tienen distintos sistemas de estrellas. Son prácticos, y supongo que si me invitaran a dar una cantidad de estrellas de uno a cinco a una película, podría hacerlo. Lo que no sé es qué quiere decir. Porque no es objetivo. Distintas personas ponen distintas cantidades de estrellas (o símbolos de cualquier índole), basadas en diferentes criterios. Lo razonable, si uno quiere una guía para saber qué consumir, es tener algunos críticos en los que confía y ver lo que opinan. Pero siempre es mejor leer las críticas para ver la fundamentación y tener más idea.

Hay gente que tiene más precisión. Usan un esquema de diez puntos, 1 a 10. O cinco estrellas, con unidades de media estrella. Entonces, una película puede tener tres estrellas y media. O sea, al crítico le pareció demasiado mala para ser muy buena, y demasiado buena para ser buena. ¿Qué demonios significa eso?

Ocurre algo similar en el fútbol. Los cronistas de diarios y revistas califican el partido y también a los jugadores y árbitros, con notas del 1 al 10. Aparentemente tienen la enorme capacidad que se requiere para evaluar todo el desempeño de cada una de las más de veinte personas involucradas, y medirlo contra una vara numérica que le permita distinguir si alguien merece un 7 o un 6.

En la escuela una vez me tomaron un examen oral de pocos minutos, y después me despacharon con un 6,50. Me acuerdo que me asombró la precisión del docente, para poder tener tanta exactitud sobre mis conocimientos en tan poco tiempo.

Los sitios americanos como el AV Club no tienen notas de 1 a 10, sino un sistema de letras muy popular en el mundo anglosajón. La nota más alta es A, después vienen B, C, D y F de “fail”. Pero no termina ahí. Como un sistema de cinco posibilidades resulta insuficiente, se agregan signos. Se tiene, así, A- y B+. No significan lo mismo entre sí, y tampoco significan lo mismo para distintos calificadores con criterios independientes. Hay algunas tablas de equivalencia entre sistemas numéricos y létricos (?), que lo único que consiguen es que me pregunte por qué no usan directamente los números. Pero bueno, tampoco usan el sistema métrico, ellos sabrán.

Me parece que siempre es mejor una explicación más o menos detallada sobre los pareceres de quien sea que califica sobre lo que sea que está calificando. Pero creo que entiendo la idea. Es una síntesis de lo que se dijo. Y una necesidad: mucha gente no está dispuesta a leer un informe de un par de párrafos, o una crítica entera, o el parecer de una maestra. Tienen mejores cosas que hacer, por ejemplo no leer nada. Entonces pueden recurrir a la calificación, que les servirá para hacerse una idea de lo que el otro pensó, pero sobre su propia escala. Crítico y lector, así, creerán entenderse al compartir un idioma, aunque no logren compartir el mensaje.

Los años que pasé haciendo análisis sintáctico en la escuela sospecho que no me sirvieron para nada. Es algo que sospecho ahora y sospechaba entonces. Me preguntaba por qué se perdía el tiempo en eso y no enseñaban a escribir sin faltas de ortografía o algo así.

Y, sin embargo, no sé si está tan mal. Está bien saber qué se dice, cómo son las estructuras gramáticas, cómo se construye el lenguaje. Ahora, eso no es lo que hacíamos. Sólo aprendíamos que había oraciones con modificador directo, o indirecto, y otros términos que ni me acuerdo. Jamás lo apliqué a la escritura.

Nunca me puse a pensar “me parece que acá necesito un sujeto tácito”. Directamente puse un sujeto tácito. Supongo que nadie hace semejante cosa. Si uno va a estar viendo las reglas gramáticas antes de escribir cada palabra, se vuelve loco.

Claro que las reglas gramáticas están por algo, y a menos que uno quiera romperlas por una buena razón, conviene cumplirlas. El texto se va a entender mejor.

¿Cómo hago? Simplemente tengo intuición gramática. Me doy cuenta qué cosas suenan bien y cuáles suenan mal. Rara vez cometo errores que serían identificables con un buen análisis sintáctico.

Pero capaz que es porque soy escritor, y tal vez siempre lo haya sido. En una de ésas, nací para esto. No creo. Supongo que todos operan de forma similar, y algunos dedicados profesionales tienen en cuenta no sólo qué es lo que escriben y cómo, sino cuáles son los nombres de los elementos que usan.