Payday loans uk

Nunca me pareció razonable estudiar para un examen. Me da la impresión de que es hacer trampa. Si uno presta atención y sigue la materia, debería aprender el contenido. El examen se supone que es para comprobar eso. Sin embargo, está establecido que cuando uno tiene un examen, es necesario estudiar, “prepararlo”.

El mejor final que di en la facultad fue uno en el que había leído durante todo el cuatrimestre los apuntes, sólo por placer. Cuando llegué al final, los sabía. Ayudó que la docente era piola, porque sabía el contenido pero no me había molestado en aprender quién era el autor de cada libro, entonces cuando me preguntaba por ese lado le tenía que preguntar yo a cuál se refería.

Pero son excepciones. Habitualmente, no alcanza. Las materias parecen estar diseñadas para que uno tenga que ponerse a estudiar los contenidos antes de los exámenes. O peor, memorizarlos.

Así, también he dado muchos exámenes de los que cuyo contenido no tengo el menor recuerdo. Eran materias que no me interesaban, o no habían logrado interesarme, entonces la estrategia era saber lo necesario el día del examen, aprobarlo y después olvidar sin peligro esos no conocimientos.

Esto era particularmente frecuente en el secundario. Había materias que eran memorización pura, como biología. Había que saber enzimas y sus funciones. Era aburridísimo. Para cuando hice el último año ya me había dado cuenta de que era más fácil llevarme la materia a diciembre que estar estudiándola todo el año. No lo hice a propósito, pero estaba muy claro: estudiar toda la materia en un día en diciembre era suficiente, y era más agradable que dedicarle muchas más horas de mi vida durante el año, que podía aprovechar mejor usándolas para cosas que me importaran.

(Irónicamente, hoy la biología me encanta y leo un montón al respecto. Resultó que no era lo que me enseñaban en la escuela, sino algo muy interesante. Seguramente con otras materias pasaba lo mismo.)

La situación de estudiar para un examen es algo que está internalizado, que todos parecen hacer. Yo también lo he hecho, ojo, porque tampoco es cuestión de ponerme a decir que soy superdotado o algo. Hay materias que no se pueden aprender sólo con el trabajo durante el período regular, entonces hay que sentarse y estudiar. Pero los alumnos en general estudian para cualquier examen. Por eso tienen pánico a las “pruebas sorpresa”, que se supone que miden su nivel de conocimiento en un momento al azar. Tienen miedo de que ese nivel de conocimiento, al no haber estudiado, sea cero.

De todos modos, la idea de estudiar para un examen tiene sentido. Es un estímulo, sin el que es posible que muchos nunca se molesten en dedicarle nada de tiempo a la materia. En cierto modo, es un medio disfrazado de fin. Así como algunos escritores tenemos que hacernos mecanismos para ponernos a escribir, el examen es el mecanismo institucionalizado para que los alumnos estudien. Por eso se programan con cierta anticipación. Se informa que, para cierta fecha, se espera que determinados conocimientos estén incorporados.

A mí, sin embargo, siempre me pareció que los exámenes deberían ser en principio sorpresa. Porque siempre pensé qeu la idea de una materia era ir aprendiéndola durante su curso, y no está mal fijarse cómo venía la mano. Claro que esto, en la visión general, lo que hace es forzar a estudiar más seguido, y agregar estrés. Pero, en general, si uno presta atención en las clases y tiene una memoria más o menos decente, no tendría que tener problemas para aprobar exámenes sorpresa. Durante los períodos de estudiante este pensamiento no se podía expresar en voz alta. Pero estaba, y aunque no me gustara ser objeto de uno de esos exámenes, me lo bancaba.

Era preferible eso a la interminable ceremonia de las pruebas. El examen sorpresa es como sacarse una curita de una sola vez: duele un poco, pero se sufre menos. Los programados, en cambio, generan situaciones muy molestas, que paso a describir.

Supongamos que hay un recreo antes del examen. Todo el curso pasará ese tiempo repasando, y algunos aprendiendo a último momento lo básico. No tiene nada de malo. Que me parezca mala la idea de estudiar para un examen no implica que esté mal repasar un rato antes para tener frescas las cosas. El tema es que el repaso no se queda en eso. Hay una especie de examen antes del examen, donde los distintos alumnos preguntan las dudas que tienen (preferentemente a alguien que tiene reputación de saber, pero el tiempo disponible hace que sea a cualquiera). Esto ocurre en un clima de nerviosismo general, que es desagradable y contagia aunque uno no haya llegado nervioso. Porque ver, de repente, a todo el curso repasando lo que uno piensa que ya sabe, es un golpe a la seguridad que uno lleva. ¿Qué saben que yo no sé acerca de lo que creo saber? ¿Puede ser que haya cosas que no tuve en cuenta? Entonces, uno pispea las preguntas que se hacen, y encuentra todo tipo de postulados. Algunos se contradicen flagrantemente con lo que uno sabe, y si uno tiene la suficiente seguridad puede estar tranquilo de que es cualquiera.

Ante esta última situación, hay dos caminos posibles. Uno es advertir al equivocado su equivocación. El riesgo acá es pasarse largos minutos tratando de convencerlo de que lo que sabe en realidad es erróneo. Puede venir una discusión, o más dudas de otras personas, porque uno queda en evidencia como “alguien que sabe”. Y si el objetivo es estar tranquilo antes del examen, todo eso es contraproducente, aunque a veces puede venir bien como repaso. El otro camino es irse lejos, ignorar la situación y volver sobre la hora, cuando no hay tiempo para absorber el clima.

Al empezar la hora, llega el docente y el murmullo calla. El alumnado se pone en modo examen, entonces pocos hacen ruido. Los docentes, en general, se toman muy en serio los momentos de examen. Son un momento de solemnidad, en el que son la autoridad suprema, y saben que los alumnos están en sus manos. En realidad, deberían ser los primeros en no tomarse todo ese asunto en serio. Pero venden (o se compran) esa imagen.

El docente dará unas instrucciones y pasa a repartir (o en pocos casos dictar) los exámenes. La clase se divide en distintos temas, distribuidos verticalmente desde los bancos para evitar que la gente se copie del de al lado. En general con dos temas alcanza, pero algunos docentes precavidos usan hasta seis. Luego de entregar las copias, exigirá silencio absoluto. Pero no podrá impedir el aluvión de preguntas que acaece en los primeros minutos. Alguien, invariablemente, preguntará si se puede hacer en lápiz. Otros tendrán dudas de procedimiento, o del puntaje de cada ejercicio, o de redacción. El docente se mostrará cada vez más irritado con las preguntas y, si no las da por terminadas, los alumnos entienden el mensaje de que no se pregunta más, y el silencio se apodera del aula.

El régimen disciplinario, durante el examen, se hace más estricto. Queda levantado el privilegio de ir al baño. El pizarrón se borra, por las dudas de que alguien haya escrito algo en clave. El docente ocupará su tiempo en pedir silencio ante pequeñas voces que puedan escucharse, y vigilar que nadie se copie. Ocasionalmente alguien se acercará al pupitre principal para hacer una pregunta específica, que en general es rechazada.

Después de un tiempo, los alumnos empiezan a entregar. El primero que lo hace es recibido por los demás con una mezcla de incredulidad y admiración. El premio por terminar es salir del aula por el resto de la hora, en una especie de recreo extendido. Pero ese recreo no es tal. Pronto será acompañado por otros ex examinados, que estarán ansiosos por verificar sus respuestas, aunque ya no puedan hacer nada para cambiarlas. Preguntarán entonces qué contestó cada uno, y repetirán las preguntas a todos los que vayan saliendo (la pregunta es precedida por otra sobre qué tema le había tocado, y en caso de ser el mismo se le preguntará lo que contestó).

En algunos minutos se va creando un consenso sobre cuáles eran las respuestas correctas, y en base a eso cada uno podrá calcular más o menos cómo le fue. Es difícil pelear contra el consenso. Si muchos contestan de una manera, se aplica el criterio de la mayoría (el mismo que algunos confunden con la democracia) para determinar la verdad. A los que hayan contestado otras cosas, se les informa que su examen contiene errores.

Para escapar de esta situación, lo único posible es escapar. No estar en el mismo ámbito. Ir a tomar algo, ir al baño, salir de la escuela si es posible. Después de esa situación, sólo queda la ansiedad que se aplica en las clases siguientes, en las que se preguntará al docente, apenas ingresado en el aula, si ya tiene los resultados.

Hice el ciclo inicial del secundario en una escuela técnica. No parece el lugar apropiado para alguien a quien le gusta escribir, pero en ese momento no sabía que me gustaba escribir. Sí sabía que quería hacer humor, aunque no me había dado cuenta de que podía hacerse en serio. El proyecto de hacer humor que ya llevaba varios años se refería sólo a la personalidad, y no pensaba que estuviera en una etapa avanzada.

La materia Lengua y Literatura se dividía en dos partes: teórica y taller. Para esta última la mitad del curso se iba con otro profesor. Nunca entendí por qué en la parte de taller hacía falta que fuéramos menos, pero lo disfrutaba. Creo, igualmente, que nadie lo aprovechaba. No parecía haber nadie interesado en esas cosas, y yo tampoco.

No significa que la materia no me gustara. El profesor sabía, y tenía ganas de transmitirnos cosas. Nos pasaba trucos de sentido común que aparentemente algunos los necesitaban, como “si tenés dudas sobre cómo se escribe una palabra que está en la consigna, escribila igual que en la consigna”. Trataba de entusiasmarnos con lecturas, y operaba bajo la equivocada idea de que nos importaba algo lo que nos estaba enseñando. Puedo decir que a mí me importaba un poco. Sospecho que no éramos muchos los que compartíamos un mínimo entusiasmo.

El comentario en la clase era de otro calibre. Como la materia estaba dividida en dos, y ambos profesores eran hombres, para gran parte del curso esto quería decir que “son putos”. El entusiasmo que generaba esta idea en esos adolescentes de trece años era enorme, y es probable que la edad no la haya reducido. Puedo decir que nunca me enganché en esa estupidez (lo que no me impidió engancharme en otras).

La cuestión es que un día estábamos en taller. Creo que era después de comer, y como éramos media división el ambiente estaba relajado. Teníamos un libro con ejercicios y cosas así. A esa altura, la materia Lengua venía de varios años de primario en el que no consistía en mucho más que hacer análisis sintáctico. Todos sabemos que no hay nada más aburrido que eso. Al día de hoy, a pesar de haberlo practicado durante años y dedicar mucho tiempo a escribir, no lo sé hacer. Si tengo alguna duda, recurro a profesionales.

En medio de todos los ejercicios que veníamos haciendo, el profesor nos manda a escribir algo. No lo dijo así. Nunca en la escuela me mandaron a hacer una composición, ni una monografía, ni nada de eso. Tuve que hacerlas, sí, pero no con esos nombres. Sospecho que asustan.

Entonces nos mandaron a escribir algo, con alguna excusa. Lamentablemente no me acuerdo ni cuál era la consigna ni en qué consistía, ni nada. Los detalles acá son bastante vagos. Sepa excusar, querido lector. El asunto es que se me ocurrió una respuesta graciosa a la consigna que llegó. Pero eso no es lo extraordinario, sino lo que ocurrió después: me animé a escribirla. El instinto me llevaba siempre a hacer cosas más conservadoras, más aceptables. Pero esta vez, tal vez por el ambiente distendido, me animé y escribí lo que se me ocurrió. Me acuerdo que lo tomaba como una acción medio de rebeldía, y tenía miedo. Me parecía que al profesor le iba a parecer que lo estaba cargando (no creo, pero capaz que sí lo estaba cargando).

Ahora que estoy ahondando en eso, creo que tenía que tener formato de noticia. Había que hacer una crónica de algo, probablemente. O capaz que estoy inventando todo. O capaz que no existo, y usted tampoco, y todos somos parte de la imaginación de una oruga que está a punto de convertirse en mariposa. No sé bien.

Lo único que me acuerdo fehacientemente es que situé la historia en Calamuchita, sólo porque me pareció gracioso el nombre de ese lugar. Me arrepentí en el mismo instante, pero no lo cambié, creo que porque terminé de escribir justo sobre la hora. Hubo que entregar la hoja, y lo hice con temor.

Pero al rato ocurrió algo que no esperaba. El profesor se maravilló. Harto de encontrar textos escritos sólo para cumplir con la obligación, de repente recibió uno al que alguien le había puesto algo de onda. No lo dijo así, pero se entendió que se refería a eso cuando comparó mi texto muy favorablemente con los demás: los demás no tenían ninguna intención de escribir nada, y se notaba.

De cualquier modo, el entusiasmo con el que recibió mi texto le hizo tener una luz de esperanza para sus alumnos. Decidió entonces leerlo en voz alta, para que sirviera como ejemplo de qué era posible hacer. Me acuerdo que me generó un cierto orgullo que no sólo no se enojara, sino que le gustara lo suficiente como para leerlo para toda la (media) clase.

Sin embargo, no se me ocurrió que escribir fuera lo mío, ni que fuera algo que valiera la pena explorar. Pasaron muchos años hasta que me lo tomé en serio, años en los que no dudaba que podía escribir, pero no escribía.

Hace poco busqué entre las carpetas viejas a ver si estaba ese texto, que considero mi primer cuento. Pero no. Con seguridad, ha sido sepultado y se encuentra hoy en el Cinturón Ecológico. Es una lástima. Ahora que soy autor publicado capaz que eso tiene algún valor. Espero alguna vez acordarme, por lo menos, de qué se trataba.