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El extrañamiento es un recurso que consiste en tratar de mirar algo como si fuera por primera vez, y describirlo con esa actitud, con la idea de que salga algo más o menos interesante. El ejemplo más conocido es seguramente el texto de Cortázar “Instrucciones para subir una escalera“.

Es un recurso que me gusta. Lo practiqué desde mucho antes de descubrir a Cortázar, y es una de las razones por las que me da bronca que el señor Cortázar haya pertenecido a una generación anterior. ¿Qué mérito tiene escribir algo antes cuando uno vive con décadas de anticipación? Pero es así, Cortázar hizo esas cosas, y tengo que buscarme algo más original para escribir.

Pero eso no me impide usar el recurso. La vez pasada unos amigos mandaron un mail para coordinar una reunión, y sugerían amenizar la velada con sushi. Como esa propuesta no me gustaba, y estaba con ganas de alargar al pedo las cosas, les respondí lo siguiente.

De todos modos, déjenme sugerirles una comida que se está volviendo muy popular en los últimos tiempos. Consiste en una especie de pan chato, como simulando una asadera redonda. Se le pone una salsa hecha a base de unos curiosos vegetales originarios de América que no se termina de saber si son fruta o verdura. Se condimenta, y arriba de todo va una especie de leche coagulada, que es una masa más o menos dura pero al calentar se derrite. La combinación de esos ingredientes da un resultado final muy atractivo, porque es relativamente barato y de una sola de esas bandejas comen varias personas. Por eso es una comida medio proletaria, pero no tienen que dejarse atrapar por los prejuicios sociales. A veces los proletarios dan en el molde.

Están brotando establecimientos que venden este plato por todos lados. Tal vez los vieron. Algunos de estos lugares ofrecen también el servicio de acercarlas a la casa correspondiente, con sólo llamarlos por teléfono, de manera que ni siquiera hay que ir hasta ahí y mezclarse con ellos. Se paga en efectivo al arribar el producto.

Después háganme acordar que les cuente de un descubrimiento asombroso. Es una máquina que proyecta una serie de fotos sobre la pantalla, como las del señor Muybridge, pero lo hace a una velocidad tan rápida que produce una sensación de movimiento. Es fantástico.

Mañana, 11 de julio, se cumplen cinco años del día en el que arranqué mi maratónica escritura continua.

Es decir, en algunos momentos paro, no estoy las 24 horas escribiendo. Pero sí escribo algo todos los días, y eso se ha cumplido desde entonces. La regla es que tiene que haber algo terminado (aunque después se modifique, el asunto es cerrar las historias y esas cosas). Esto tiene una serie de ventajas. Por ejemplo, me obliga a escribir cuando tal vez no lo haría. Y además, aunque no esté las 24 horas escribiendo, saber de la obligación de escribir en algún momento hace que esté las 24 horas a la pesca de ideas.

Desde entonces, mi libreta me acompaña a todos lados. Nunca sé cuándo va a aparecer una idea, ni cuáles de las ideas que aparecen van a ser buenas. Hay momentos de fertilidad, donde en pocos minutos sé que tengo gérmenes para una semana de escritura, y momentos en los que no sé qué hacer, entonces tengo que sacar algo de la galera.

Las ideas que acumulo y anoto son útiles para cuando no sé por dónde empezar. Sin embargo, no siempre sirven. Las ideas necesitan ser escritas en momentos adecuados. Se puede forzar la cosa, pero trato de no empujar cuando hay una idea que no tengo ganas. Lo suelo tomar como signo de que la idea no vale la pena, o de que no estoy preparado. Algunas de las mejores cosas que escribí vinieron de ideas que estuvieron ahí durante mucho tiempo, hasta que un día decidí tomarlas. También algunas de las peores. No es un método infalible.

Los días que incluso la bolsa de ideas no aporta nada, es necesario improvisar. Hay un vértigo que mucho no se disfruta, pero vale la pena cuando aparece algo de la nada. Esto ocurre con más frecuencia de lo que podría pensarse, y es uno de los placeres de escribir.

Además de la literatura, salieron también cuentos, posts de blogs, notas periodísticas, que no cuentan para la regla de uno por día. El uno por día tiene que ser algo para mí solo. Y si bien hubo algunos, muy pocos, textos externos que me gustaron lo suficiente como para incorporarlos a “mi canon” (uno es éste), en general van como extras. Este post, por ejemplo, no se incorporará a la lista que, al momento de escribir, tiene 1832 ítems.

Si usted, caro lector, compara la cantidad de días desde el 11 de julio de 2007 hasta el momento, seguramente no le dará la cantidad correcta. Es porque hubo días que escribí más de una cosa. A veces ha ocurrido. Pero no es práctico, porque me conozco, y si me dejo llevar, escribir dos cosas un día tarde o temprano me va a hacer permitirme no escribir nada, “porque total el promedio da”. Y, aparte, así me gasto las ideas. Como la intención es generar disciplina, me puse una regla informal de no hacer más de un escrito por día.

La regla del escrito diario sólo cambia cuando estoy de viaje. Ahí, como son circunstancias extraordinarias y la rutina se altera, me permito un cambio. Puedo no escribir algún día, pero al final del viaje tengo que tener igual cantidad de escritos que los días que viajé. Aprovecho así los momentos ociosos, como micros, aviones, barcos y habitaciones de hotel entre actividades. Y, debo decir, suelen salir cosas cortas.

¿Por qué me hago esas reglas? Porque me conozco. No tienen por qué necesitarlas todos, pero cada uno tiene sus debilidades. Una de las mías es que, si me dejo estar, no hago nada. Así, el ente regulador que tengo en la cabeza me empuja hacia la productividad haciendo lo necesario para que yo escriba. No me impone métodos, formas, duraciones, ni nada. Si el texto que quiero escribir un día es de una línea, vale (casi nunca pasó). Y si es de muchas páginas, vale igual.

Lo que sé es que, si no tuviera esa regla, no habría escrito Léame. Tal vez había otros caminos que llevaban a algo similar, elegí ése. Y como logro hacerlo funcionar, lo sigo sosteniendo con mucha más convicción que al principio.

Hay mucha gente que usa la frase “no me gusta escribir, me gusta haber escrito”. Se refieren, por si no está claro, a que el proceso de la escritura en sí les resulta arduo, frustrante, pero una vez que consiguen algo satisfactorio, el trabajo vale la pena.

Puedo decir que en mi caso eso no es cierto. Me gusta haber escrito, y también me gusta escribir. Disfruto el proceso de descubrimiento de un texto. Ir hilvanando una historia, dejarme llevar por ella, ver las distintas posibilidades y elegir la que más me satisface.

El proceso a veces tiene partes frustantes, porque no siempre las cosas salen como uno había pensado. Ocurre que ideas de éxito seguro fracasan, y viceversa. Pero ahí está la sorpresa, el vértigo. Nunca sé si algo que empiezo va a llegar a ser bueno, y eso otorga un vértigo que me gusta atravesar.

Muchas veces, cuando un cuento viene bien, el camino se disfruta. Los elementos van cerrando, aparecen vertientes nuevas antes no pensadas. Se ve venir una conclusión satisfactoria. Mientras más formado esté el texto, más seguridad hay de que no se va a caer al final. En general tomo una decisión consciente de dejarme llevar por la intuición, aunque no siempre lo que la intuición dicta es lo mejor. Hay que estar atento.

Otra cosa que pasa son los accidentes. Si ocurre algo inesperado, si un error de tipeo otorga una idea nueva, es un momento mágico que se disfruta mucho. Incluso puede pasar que la idea con la que uno empezó se convierta en otra totalmente distinta espontáneamente. Eso es doblemente bueno, porque sale algo nuevo que generalmente me deja conforme, y porque la idea origina queda libre para ser escrita otro día.

El proceso de escritura permite meterse entre las ideas y sacar algo concreto de ellas. Después, cuando se reescribe, hay que revisar si está bien. Eso sí puede ser algo tedioso, aunque puede aparecer la inspiración en la segunda (o tercera, o cuarta) pasada, y de repente la escritura vuelve a tener el placer de la escritura.

Y eso está buenísimo.

La abundancia en muchos casos es contraproducente. Cuando uno puede elegir con la misma facilidad cualquier camino, se requiere un talento especial para elegir los más interesantes. Siempre está la tentación de ir por los fáciles.

En cambio, cuando hay caminos que están bloqueados, ahí es cuando se pone en marcha la creatividad. Funciona de dos maneras. Una es que uno logre llegar por otros caminos a lo que quería decir. Habrá que encontrar desvíos, atajos, paralelos, sinónimos. Descubrir maneras nuevas de decir lo mismo, maneras de hacerlo sin que parezca, recovecos desconocidos del lenguaje.

La otra manera, más interesante, es la que hace que a uno, cuando busca nuevos caminos, se le aparezcan otros destinos. Se le ocurran ideas que si no, no se le habrían ocurrido. A partir de la resolución de problemas el cerebro empieza a funcionar, y de repente llega a donde nunca pensó que podía llegar, y por lo tanto nunca pensó en proponerse llegar.

Cuando pasa eso, son momentos mágicos. En el caso de escribir, uno siente que es un mero conductor de algo que se escribe solo. Pero está muy claro que no es así, que el que lo está escribiendo es uno, y esa sensación ajena es exactamente lo lógico cuando está escribiendo algo que no es lo que se había puesto a escribir, o lo que uno escribiría habitualmente.

Las restricciones pueden ser externas (y jodidas, como la censura), y también internas. Uno se pone ejercicios, se prohíbe ciertos recursos, se propone reglas nuevas. No siempre sale. A veces los experimentos fallan. Pero cuando se logra algo bueno, es uno de los más grandes placeres de escribir.

Uno de mis vicios es usar palabras genéricas para referirme a alguna cosa. Por ejemplo, cuando hablo de insectos, aunque sea de alguno específico, tengo que cuidarme mucho para no usar demasiado la palabra “artrópodo”. Me encanta ese vocablo, no sé por qué. Debe ser esa ere que está ahí, evitando que esos animales sean antrópodos, porque sería desagradable tener mosquitos, cucarachas, arañas y ciempiés con forma humana.

A veces no puedo resistir y la uso, pero tengo que tener extra cuidado, porque la tendencia es abusar de ese recurso. Del mismo modo, si no me reprimiera llamaría dinosaurios a todas las aves. Alguna vez hice un cuento que se trataba exactamente de eso, de llamar dinosaurios a todas las aves cotidianas, como palomas o gallinas. Ahí me lo permití. En general, sin embargo, no lo uso por más ganas que tenga, porque sólo produciría en el lector un confuso “¿eh?”

Otro ejemplo es referirme a las personas como Homo sapiens. Decir cosas como “bueno, tenemos que tener en cuenta que, ante todo, somos Homo sapiens“. Me divierte este uso particular, y creo que es el que más me permito (me parece que en este blog lo usé más de una vez). Sé, no obstante, que puede resultar cansador, entonces antes de escribirlo trato de preguntarme si realmente vale la pena. A veces es mejor moderarse para no diluir el impacto de ciertas herramientas.

Me parece que este gusto viene de Les Luthiers. Más exactamente, de una escena de la zarzuela Las Majas del Bergantín. Esta escena es en mi opinión una gran lección de cómo se escribe comedia. Amerita ser transcripta (la transcripción proviene del sitio Los Luthiers de la Web, aunque ha sido levemente corregida). Cuando arranca el fragmento, Carlos Núñez está mirando por un catalejo.

Carlos López Puccio: ¿Qué ocurre?
Carlos Núñez Cortés: ¡Veo un barco pirata a la derecha!
Carlos López Puccio: Se dice estribor.
Carlos Núñez Cortés: ¡Veo un estribor a la derecha! ¡Capitán, y veo muchos piratas! Hay uno de ellos muy corpulento que parece el jefe. Tiene pata de palo y lleva un loro en el hombro.
Carlos López Puccio: Un barco pirata… ¿Y cuál es su tamaño?
Carlos Núñez Cortés: Más bien pequeñín… es como un cotorrita pequeña…
Carlos López Puccio: No, digo que cuál es el tamaño del barco, hombre.
Carlos Núñez Cortés: Ah, el tamaño del barco… yo pensé que usted se refería… al tamaño de… del… psitácido. Unos sesenta metros de largo.
Carlos López Puccio: Largo no, eslora.

(Carlos Núñez mira asombrado al capitán, luego entorna los ojos para mirar al barco a lo lejos y luego a su catalejo preguntándose para que sirve, si el capitán es capaz de ver sin él algo que él mismo con el catalejo no ha alcanzado a ver. Incluso sopla por él para ver si está atascado)

Carlos Núñez Cortés: Bueno, hombre, yo dije “loro” generalizando.

(En esta versión, López Puccio es el capitán.)

El asunto del psitácido viene por dos lados. Uno, su inesperada aparición en lugar de “loro” o “pájaro”. En el video linkeado se puede apreciar la pausa dramática que hace Núñez antes de esa palabra, perfecta para que el espectador piense lo que viene, y se vea sorprendido por su llegada. El segundo lado es la idea de que un tripulante de bergantín sepa el nombre científico de la familia de los loros, y lo use en la conversación así porque sí. Sobre todo, cuando ni siquiera conoce los términos propios del barco.

El segmento no se agota ahí. Está perfectamente armado. Está muy claro que la idea fue relacionar la palabra “eslora” con el animal. ¿Cómo eligieron hacerlo? Recurriendo a distintos elementos, plantados uno atrás de otro, cada uno como un chiste autónomo:

  • El personaje no conoce que la derecha es “estribor”.
  • Cuando se lo menciona, piensa que “estribor” es el barco pirata.
  • Luego de describir la escena del barco que incluye el loro que es estereotipo de los piratas, cuando el capitán le pregunta por el tamaño, se refiere al tamaño del loro, como si fuera relevante.
  • Al rectificarse la pregunta, estima el tamaño del barco, pero no sabe que los 40 metros no son de largo, sino de “eslora”.
  • Cuando el capitán lo vuelve a corregir y le dice sólo la palabra “eslora”, el personaje, confundido, mira alternativamente al capitán y a su catalejo, en un momento de confusión que dura varios segundos y es interpretao espléndidamente por Carlos Núñez.
  • Por último, decide defender sus dichos, y afirma “yo dije loro generalizando”.

Acá todo apunta a la máxima eficacia del último chiste, que se lleva su correspondiente carcajada, del mismo modo que hay una gran carcajada cuando se introduce la palabra “eslora”. Lo interesante es que todo el diálogo apuntala la resolución, y si se cayera cualquiera de los elementos que aparecen, el asunto de la eslora sería mucho menos efectivo, y probablemente mucho menos ingenioso. A cualquiera se le puede ocurrir relacionar la eslora con una lora. Les Luthiers lo hace con la mayor efectividad, y le exprime hasta la última carcajada.

El siguiente es un ejercicio de escritura automática cuya consigna es que el título sea “qué me inspira”. La escritura automática consiste en escribir continuamente, sin parar, a veces con algún límite de tiempo. Acá lo hice sin un tiempo definido, sólo guiado por dónde me parecía que tenía algo más o menos cerrado.

Muchas veces encuentro inspiración en el baño. No sé por qué, pero muchas veces en el baño se me ocurren las ideas que en otro lado tardan en aparecer. Me pasa que no sé que escribir, voy al baño y entonces, sin más que entrar en el cuarto, sé qué escribir. Incluso lo he probado de manera pseudocientífica. He ido sólo para ver si se me ocurría una idea, y se me ocurrió algo totalmente distinto de lo que estaba pensando antes de entrar.

No sé por qué ocurre eso. Tal vez es la soledad, la intimidad, la inmediatez de todo lo relacionado con el baño. No sé. No sólo se me ocurren cosas para escribir, también pienso en lo que tengo que hacer, libros para leer, llamadas telefónicas para hacer, planes a seguir. Ninguno puede ser hecho en el momento, porque estoy en el baño (a veces tengo el celular, pero es medio feo llamar a alguien desde el baño; atender es otra cosa). Ocurre también que me olvido lo que había pensado en el momento que salgo del baño.

Es como un cuartito mágico, una antena parabólica de ideas. Los azulejos tienen una receptividad, o una reflectividad inusual. Por ahí las ideas están rondando siempre, y el baño las amplifica. Sí, eso puede ser, no sé bien por qué, de todos modos. Porque hay muchos cuartos chicos, o momentos de intimidad. Y no siempre se me ocurren ideas.

Otra pregunta es: ¿es el baño, o es ese baño? Porque, si fuera la segunda opción, estoy en problemas. Tarde o temprano, ese baño será ajeno, y no lo voy a tener a mi alcance tan fácilmente. Sin embargo, no creo que sea así. Las ideas no vienen del baño, vienen de mí. Porque, para responder a la pregunta inicial, o mejor dicho para asumir que no la estoy respondiendo, “en el baño” es donde me inspiro más, no lo que me inspira. La causa es otra, y pueden ser muchas, no sé de dónde viene. Si supiera, estaría ahí muy seguido, como si fuera una cantera, del mismo modo que hago con el truco de entrar al baño cuando estoy buscando que surja un géiser de ideas.

Entonces, vamos a suponer que lo que me inspira soy yo. Son las ganas de inspirarme. Me da la impresión de que todo el mundo tiene ideas de las que uso para escribir, por ahí no exactamente las mismas, pero muchas de las mismas puntas. El asunto es que estoy al acecho. Tengo las antenas encendidas (otra vez la metáfora de la antena, ¿qué querrá decir?). Cuando tengo algunos de esos principios de idea, son como piolines de los que tiro, a ver si sale algo. A veces no sale nada, pero a veces el piolín conduce a algún lado, como le ocurrió a Teseo. Es sólo cuestión de seguir el camino, que por suerte se va haciendo más promisorio a medida que se avanza, al contrario de lo que le ocurrió a Teseo.

Para ver los piolines, lo que necesito es tener entrenada la vista. “La vista” es una manera de decir, porque estoy hablando en metáfora. “Hablando” es una manera de decir, porque estoy escribiendo. Lo que quiero decir es que para mí que siempre tuve esa clase de ideas, que siempre tenía los piolines ahí, y no me molestaba en levantarlos. Los piolines, para metaforar la metáfora, son como almejas después de una ola: hay que sacarlas cuando están burbujeando (me dicen, nunca logré sacar una). Y durante muchos años dejé que se enterraran, del mismo modo que pienso que mucha gente deja que se entierren las suyas. Pero estar, están, y la inspiración, en una de ésas, es más darse cuenta de cuáles son las que están, y capturarlas para darles libertad.

No voy a decir que los momentos de bloqueo son bienvenidos. Pero son útiles. Si se los aprovecha, pueden alimentar la creatividad en formas insospechadas.

Esa sensación de “no se me ocurre nada” es más o menos frecuente, y genera un impuso hacia no escribir. Si ese impulso es tenido en cuenta, el intento de escribir puede ser abandonado. Entonces, efectivamente, no se escribe nada.

El remedio para eso es la obligación. En mi caso, la de escribir sí o sí. En otros, puede ser tener que entregar algo en cierto momento. O cualquier otra cosa. El asunto es sentir que no es una salida válida no escribir nada.

Cuando uno se decide a escribir igual, empieza a buscar alternativas. La primera que surge es “uy, ya sé, voy a escribir sobre cómo no se me ocurre nada”. Puede funcionar. El asunto es que ya se le ocurrió a mucha gente (a Serrat le salió bien), entonces hay que ser extra original cuand0 se intenta hacer eso. Y el problema es que uno no se está sintiendo extra original.

Entonces, descartado ese primer impulso, entra la desesperación. De algún lado hay que sacar alguna idea. A veces con una punta es suficiente para despertar el interés, y después sale algo. El asunto es encontrar esa punta.

Lo que hace el bloqueo es forzar al escritor a buscar en lugares donde antes no había buscado. Lugares de la mente o del entorno, o de lo que sea. De repente, lo que no parecía una idea puede llegar a convertirse en una. Uno explora cosas que no parecen promisorias, porque tampoco tiene algo mejor que explorar.

Y muchas veces pasa que esas exploraciones no promisorias llegan a algo. No ocurre siempre. Pero algunas de las mejores cosas que escribí se las debo a haber estado bloqueado, y haber tenido que buscar qué otra cosa podía hacer.

Así que aprendí a no tener miedo al bloqueo. Es un momento de angustia, de adrenalina. Y los momentos en los que se lo vence, cuando sale algo que está bueno donde poco antes parecía que no iba a salir nada, son los que más se disfrutan.

Los años que pasé haciendo análisis sintáctico en la escuela sospecho que no me sirvieron para nada. Es algo que sospecho ahora y sospechaba entonces. Me preguntaba por qué se perdía el tiempo en eso y no enseñaban a escribir sin faltas de ortografía o algo así.

Y, sin embargo, no sé si está tan mal. Está bien saber qué se dice, cómo son las estructuras gramáticas, cómo se construye el lenguaje. Ahora, eso no es lo que hacíamos. Sólo aprendíamos que había oraciones con modificador directo, o indirecto, y otros términos que ni me acuerdo. Jamás lo apliqué a la escritura.

Nunca me puse a pensar “me parece que acá necesito un sujeto tácito”. Directamente puse un sujeto tácito. Supongo que nadie hace semejante cosa. Si uno va a estar viendo las reglas gramáticas antes de escribir cada palabra, se vuelve loco.

Claro que las reglas gramáticas están por algo, y a menos que uno quiera romperlas por una buena razón, conviene cumplirlas. El texto se va a entender mejor.

¿Cómo hago? Simplemente tengo intuición gramática. Me doy cuenta qué cosas suenan bien y cuáles suenan mal. Rara vez cometo errores que serían identificables con un buen análisis sintáctico.

Pero capaz que es porque soy escritor, y tal vez siempre lo haya sido. En una de ésas, nací para esto. No creo. Supongo que todos operan de forma similar, y algunos dedicados profesionales tienen en cuenta no sólo qué es lo que escriben y cómo, sino cuáles son los nombres de los elementos que usan.

Este post tiene el propósito de pulverizar ciertas ideas erróneas sobre lo que se escribe en el blog todo. Es una especie de descargo, un no hagan esto en sus casas, o un las opiniones de este autor pueden no ser verdaderas.

Cuando hablo de escritura, nada de lo que digo está respaldado por teorías literarias. No pertenezco a ninguna corriente teórica, o no me interesa pertenecer. Capaz que pertenezco sin saberlo. Porque no conozco las corrientes teóricas.

Estoy seguro de que muchas de esas corrientes están muy bien, y son muy interesantes. Quién sabe, capaz en algún momento me haré conocedor o haré aportes. No tengo nada contra ellas. Pero no son lo que me propongo hacer acá.

Lo que se describe en este blog son sensaciones, pensamientos, reflexiones sobre la experiencia de escribir (y algunas variaciones sobre otros temas semirrelacionados). Todo esto se hace en carácter personal, y trata de reflejar lo que considero verdadero, lo que aprendí y lo que ocurrió en mi caso, que puede que sirva a los demás.

Pero también puede que no les sirva a todos. Por ahí las cosas que digo se aplican sólo a mí. Eso tampoco tendría nada de malo.

Por otro lado, también es perfectamente posible que lo que digo no sólo sea parte de distintas teorías literarias, o de una sola, sino que no pare de esbozar conceptos que se me ocurrieron sin saber que están estudiados desde hace cientos de años. En ese caso, es probable que hasta tengan nombres. Puede ser que sea muy poco original, y que alguien que estudió y/o sabe de letras se ría de cómo intento adivinar lo que pasó años estudiando.

Son cosas que pasan. Yo mismo me caí muchas veces antes de que alguien me hablara de Newton.

Hay días de abundancia de ideas, y días de escasez. Las ideas existentes no tienen garantía de ser buenas, pero son más fáciles de escribir que las que no están presentes. Lo siguiente se trata de qué hago cuando no tengo nada a mano.

Lo primero es calmarme. Algo voy a poder conseguir. Siempre ha ocurrido, es bueno tener experiencia al respecto. No sólo sé que siempre logré salir del paso y escribir algo, sino que sé que muchas cosas que escribí en esa situación resultaron buenas, incluso mejores que otras que tenía muchas ganas de escribir en días de ideas abundantes.

Eso no calma necesariamente la ansiedad. Tengo que escribir algo, y aparte tiene que estar más o menos bueno. No vale cualquier estupidez. Empieza un período de dudas. ¿Tendré alguna vez otra idea? Porque que en el pasado haya podido no significa que en el futuro vaya a poder. Pienso que tal vez debería abandonar la regla de escribir todos los días, que está muy bien pero hasta acá llegó. Inmediatamente me contesto que la regla está justamente para esos días en los que no tengo nada. Cuando tengo una idea es mucho más fácil ponerme a escribir.

Entonces busco. Exprimo mis notas, a ver si encuentro alguna idea que me entusiasme y todavía no haya hecho. A veces saco alguna y zafo. Pero muchas veces no. Las únicas ideas sin hacer son las que no sé para qué lado llevar o directamente resultan muy pelotudas. Tengo que generar algo de la nada. Sacar del aire una idea nueva.

No hay un Modatón de ideas. Me sirve cambiar de ambiente. Ir al baño, salir. Ponerme a leer algo. O prender la televisión. O ponerme a pensar, pensar, pensar. Tarde o temprano algo va a llegar, algo voy a escribir en la hoja que ahora está en blanco, y aunque no sea nada, aunque no sea ni el germen de una idea, a través de eso puede ser que llegue a algo interesante.

Cuando no logro enganchar ninguna idea concreta recurro a ese método. Agarro y escribo algo, lo que tengo en la cabeza (siempre y cuando no sea “no sé qué escribir”, porque eso es cualquiera). Veo dónde me lleva eso que escribí, y me dejo llevar. Exploro los conceptos que me pueda sugerir lo poco que llevo escrito, a qué se puede aplicar, a qué me hace acordar.

Y en poco tiempo, cuando me doy cuenta, siguiendo eso tengo un texto escrito. A veces es medio forzado, pero a veces florece y sale algo muy rico, que tiene muchas puntas para explorar. Y ésas son las veces que termino con más satisfacción: cuando logré generar algo a partir de nada.

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