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Laboratorio


El diccionario de Les Luthiers define a plagio como “fuente de inspiración”. Es un chiste, pero al mismo tiempo no es un chiste. Hay algo cierto en eso, que pasaré a explicar.

Presentar como propia una obra que hizo otro se llama plagio, y es una práctica deshonesta. Pero las obras y las ideas son cosas distintas. Las ideas están en el aire, aptas para que las agarre cualquiera. No se pueden registrar, y se pueden disparar en cualquier momento.

Es legítimo usar ideas que lleguen a uno, sin importar de dónde vengan. Se puede, por ejemplo, agarrar la idea de una obra existente, tomarla como punto de partida y hacer una obra propia con ese mismo punto de partida. Si sale algo muy parecido a la primera obra, puede ser plagio, pero el desarrollo de dos personas que parten de una idea igual no tiene por qué ser igual. Es más: puede ni notarse.

Se puede hacer también la versión propia de un estilo ajeno. Si es una obra original y el estilo sale bien, es una obra al estilo de. Pero a veces no se imita bien. No obstante, lo que sale puede ser suficientemente distinto del estilo propio como para que sea original, por más que el punto de referencia inicial fuera algo existente.

Otra cosa que se puede hacer es combinar ideas distintas, de manera que la suma de ambas genere algo nuevo. Incluso, algo que puede iluminar a las primeras de otra forma. La percepción de una obra puede ser alterada por otra obra que existe a partir de ella.

Es permisible citar, responder, parodiar, insertar pequeños elementos ajenos como parte de una obra propia. Porque las obras no salen de un agujero negro (nada sale de un agujero negro). Están en la sociedad, donde funciona la sopa de ideas de las que todos toman. Y mientras uno no trate de pasarse de vivo, tenga un desarrollo propio y (si la derivación es muy importante) se otorgue el crédito correspondiente, una obra que deriva de otra no tiene por qué ser menos original. Lo más probable es que, a su vez, esa primera obra derive de una anterior.

¿Qué es más práctico? ¿Creer que uno tiene talento o creer que no?

Algunas personas tienen confianza en sus habilidades, y en su capacidad de escribir algo bueno. Esa confianza, sin embargo, puede ser problemática. Puede estorbar el buen juicio, hacer que uno confíe en sus instintos, y permitir que esos instintos hagan cualquier cosa. Podría tratarse de una persona que distingue perfectamente los mismos errores en lo que hacen los otros, sin poder verlos en lo propio.

Otras personas, por el contrario, tienen el problema opuesto. Creen que no tienen talento, y ven confirmada esa falta de confianza cuando intentan escribir algo. Puede que les salga más o menos bien, pero van a tener problemas para aceptarlo.

Ambas personalidades se suman a las que la confianza les hace escribir mejor, y aquellas a las que la desconfianza les hace escribir mejor por caminos indirectos. El asunto es conocerse y tratar de manejar la confianza.

Pero hay algo más. No es lo mismo la confianza que uno tiene mientras escribe que al leer lo que escribió. Hay gente que escribe sabiendo lo que hace, y después se olvida de que sabía lo que hacía. Entonces esa segunda persona procede a reescribir y deshacer las virtudes del escrito. Del mismo modo, los que tienen extra confianza pueden ver un escrito que proveniente de otro no les gustaría y, como saben lo que pensaron mientras lo escribían, ven más lo que querrían que fuera que lo que es.

He sido todas estas personas. Sé que no sólo hay que conocerse a sí mismo, hay que saber qué versión de uno está ocurriendo en cada momento. El cambio puede darse instantáneamente. Lo mejor, si se puede, es controlarlo, y aplicar la personalidad adecuada según el texto. Pero, en algunos casos, es necesario escribir el texto adecuado según la personalidad que uno está teniendo.

Una de las trampas que aparecen cuando uno quiere escribir humor son los sentimientos. Más exactamente, el miedo a ellos. Uno quiere reírse y hacer reír, y cuando se enreda en una historia que puede llevar a otras cosas, se puede ver el coeficiente de risas cada vez más bajo. Entonces puede surgir una tendencia a ignorar todo lo que no lleve directamente a la risa.

Y eso no tiene nada de malo, necesariamente. Si uno quiere hacer eso, y sale bien, puede ser muy satisfactorio. Hay un montón de obras donde los sentimientos molestaría, si estuvieran. Otras donde están y molestan. Y otras donde están y no molestan.

El asunto es no atarse. Esa tendencia a rechazar los sentimientos, o a incluirlos para reírme de ellos, después de un tiempo de escribir regularmente me empezó a molestar. Me pareció que a veces estaba cayendo en la trampa de endurecerme inútilmente.

Empecé entonces a dar un poco de lugar. Salieron textos de una serie que llamé “el rincón sensible”, que al principio iban más para el lado de la parodia del sentimentalismo. Eso es algo en lo que nunca quise caer: la manipulación burda de sentimientos. Era necesario, aunque no lo sabía explícitamente, evitar esa manipulación sin cerrar la puerta a los sentimientos.

Lentamente, empecé a aflojarme. No dejé de buscar el humor, pero fui haciendo más consciente la idea de que estaba bueno agregar ese otro nivel a los cuentos. Y si salía algo no humorístico, pero me gustaba, entonces estaba bien. Empecé a no tener vergüenza de mostrarme cuentos con exploración de sentimientos.

Encontré, también, que al hacer esa exploración el humor no dejaba de surgir. Pasó que empecé a explorar situaciones de formas un poco más naturales, sin forzar premisas y personajes hacia donde me parecía que iba a haber algo gracioso. Y el humor surgía igual de esas situaciones.

Ocurre algo más: cuando el humor sale de situaciones más “naturales”, es otro tipo de risa. No es el inesperadismo, el “mirá lo que se le ocurrió”, aunque puede haber ocurrencias. Está más en los personajes, o en las formas de encarar conflictos. De repente tenía que resolver situaciones de forma orgánica, y sin forzar el humor.

Me pasó en un cuento donde tenía una sola idea inicial: a alguien que está acostumbrado a operar la sortija de la calesita, que tiene que dificultar la obtención de esa sortija, le debe ser difícil repartir volantes. Era un germen, y quería construir un cuento con eso. Entonces me inventé un personaje que tenía una calesita. Recordé mis tiempos de frecuentar calesitas, las observaciones que había hecho en esa época sobre distintas técnicas, y un sujeto en particular que hacía imposible obtener la sortija por más esfuerzo que se hiciera.

Apliqué todo eso al personaje, y para llevarlo a que repartiera volantes, lo puse en dificultades. Ahí la historia me llevaba naturalmente a que se fundiera, perdiera la calesita y pasaran muchas cosas feas. Pero para cuando escribí eso ya estaba ablandado, y me dio ternura que al personaje le pasara eso. Entonces tuve que pensar alguna forma de resolver el asunto, sin recurrir a un “It’s a wonderful life” donde todo el pueblo viniera a apiadarse de él o algo.

Y costó. El cuento tuvo muchos intentos, y hubo varios cambios drásticos en los que unos cuantos párrafos perecieron y fueron reemplazados por otros. Al final quedó El método de la sortija, que aparece al principio de Léame.

La ubicación de ese cuento es intencional. Entre los primeros tres del libro, hay uno de la serie que da título y dos del rincón sensible. El mensaje de esa secuencia es que me ocupé de no caer en la trampa de la insensibilidad, y si bien el libro se presenta como uno donde se juega con ideas y formas, también está permitido involucrarse emocionalmente.

Respuesta: escribir, escribir, escribir.

Seguir escribiendo lo que venga a la cabeza, palabras, frases coherentes o incoherentes, no importa. El asunto es que la cabeza empiece a rodar. No es que haya que cortar la cabeza. Se trataba de una metáfora. Y una metáfora que no sabía que iba a usar cuando empecé el párrafo. Es prueba de que este método funciona. Apareció algo que segundos antes no estaba.

Otra opción es no escribir nada. Nadie obliga. Pero no es la idea. No escribir nada es lo que ya estábamos consiguiendo cuando no salía ninguna idea. Este método es para cuando uno quiere escribir algo y no sabe qué hacer. Y seguramente no funciona con todas las personas. Pero bueno, tampoco tengo todas las respuestas. Usted pruebe, y fíjese.

Pero le digo que confíe. El asunto está en empezar. No necesariamente va a salir algo de una. Capaz que pasa varios párrafos sin escribir nada decente. Pero confíe. Tarde o temprano va a salir algo. Tiene que estar atento. Leer al mismo tiempo que escribe, y leer lo que está escribiendo. O sea, pensar. Usar la cabeza. Por esa razón no conviene que se la corte.

Hay gente que tiene lo que se llama “writer’s block”, cuand0 un escritor se queda sin ideas. Este método sirve para que se nos ocurra algo. Ahora, lo que se nos ocurre no tiene por qué servir en caso de que lo que tengamos que escribir sea algo específico. En una de ésas lo que aparece no tiene nada que ver. No hay garantías, y en ese caso el bloqueo, para lo que nos importa, continúa.

Pero igual recomiendo el método. Hay que pensar en lo que uno está escribiendo, y también en lo que tiene que escribir. No siempre de la misma manera, y no todo el tiempo. Ir de una cosa a otra, despejarse un poco. Si usted está hace horas mirando la misma imagen, salga un poco. Renueve su repertorio. Elabore otros entornos. Mastique otro aire. Revuelva su cerebro. Así, las ideas se moverán, como los átomos de una nebulosa que ha roto su equilibrio, y tarde o temprano formará nuevos mundos.

Puede ser extraño que esta advertencia la haga alguien que escribió un libro que se llama Léame y no para de romper la cuarta pared. Pero, por otro lado, yo sé lo que les digo. Que un texto se refiera a sí mismo es un arma peligrosa, y por lo tanto hay que manejarla con cuidado.

Hay distintos tipos de recursos meta. Algunos son efectivos. Suelen ser los que ponen en tela de juici0 a su propio texto, y posiblemente también a sí mismos. Generan una complicidad con el lector, se anticipan a lo que están pensando, a sus quejas, y muestran que el autor está activo, pensando en el que va a leer y tratando de sorprenderlo.

Esto se puede lograr sin necesidad de ser explícito. No hace falta decirle al lector “yo, autor, me doy cuenta de que usted está leyendo y está pensando tal y tal cosa, entonces le respondo esto” (aunque es válido). A veces las acciones mismas del texto tienen el meta incorporado. Y no sólo generan complicidad con el lector, sino que además de ponerse en evidencia, hacen lo mismo con los preconceptos o las estructuras que el lector puede tener. Rompe eso, y al hacerlo el texto se convierte en efectivo.

Lo que hay que buscar, sobre todo, es que el momento meta venga con cierta naturalidad. Que no esté completamente descolgado de su contexto. Eso lo hace más notorio, y puede predisponer mal al lector. El meta tiene que ser compatible con el tono general del texto. No conviene hacerlo porque sí, porque pintó un meta. Tiene que estar acorde con lo que el texto quiere decir, formar parte de ese mensaje, si es que el texto tiene algún mensaje.

Para ejemplos, basta mirar las primeras seis o siete temporadas de los Simpsons. Ahí integraban muy bien lo meta, porque era una serie que se trataba principalmente de la vida vista a través de la televisión. Entonces podían referirse al hecho de que era televisión, y animación.

El meta en los Simpsons tiene convicción de lo que se está diciendo, y de su razón de ser. Está cuestionando una serie de órdenes: lo que se supone que tiene que ser la televisión, la estructura del humor, los ritmos que el espectador tiene incorporados. Cuando se juega con todo eso y encima se le agrega ingenio, el resultado es digno de ser visto.

¿Cómo es, entonces, un mal meta? Puede ser uno demasiado abrupto, o uno que asuma que logró una complicidad que no está. En esos casos, los meta hacen ruido, y sacan al lector no sólo de donde uno lo quería sacar, sino también de donde lo quería poner. Es probable que el límite exacto dependa de las obras y también de los lectores.

Otro mal meta es el que viene de la inseguridad. Los que dicen “sabemos que esto que hacemos es malo, pero te lo decimos, y por eso es bueno” (o “yo soy jodedor porque digo que soy a pesar de no serlo y por eso lo soy”). Es un recurso muy utilizado por las temporadas de doble dígito de los Simpsons, y el contraste entre ambas etapas de la serie es notorio. Ese meta es un recurso algo desesperado, y se nota. Encima, como está muy usado, ni siquiera es novedoso. Es preferible prescindir completamente.

Bien usado, el meta es un recurso muy poderoso. No voy a decir que yo lo uso bien y otros mal. Puede que me equivoque en las dosis, y sé que alguna vez lo he hecho. Y cuando veo esas ocasiones en las que lo hice (que no forman parte del libro), me doy cuenta del riesgo que uno corre cuando pretende manejar el meta sin saber lo que hace.

Isaac Newton estaba sentado a la sombra de un árbol, relajándose, leyendo una revista, cuando sin decir agua va le cayó una manzana en la cabeza. Se preguntó entonces cómo podía ocurrir semejante cosa. Decidió investigar las causas. En pocos días, desarrolló su teoría general de la caída de las manzanas. Posteriormente la extendió a las frutas, luego a los vegetales en general. Más tarde, cuando la trasladó a los minerales, se transformó en la gravitación universal.

Todo porque una manzana le cayó en la cabeza. Si Newton se hubiera sentado al sol, tal vez no habría realizado su más célebre descubrimiento, y el mundo hoy sería más pobre.

Sin embargo, esa no es la única forma de que a alguien se le ocurran ideas. El entorno es importante. Provee sensaciones, pensamientos, otras ideas que elaborar. Pero las ideas nacen dentro de la cabeza de uno. No importa tanto dónde se encuentre esa cabeza (siempre que esté conectada al resto del cuerpo).

No hace falta estar en el medio de la naturaleza para escribir sobre la naturaleza. Si escribo un cuento sobre sardinas, no necesariamente tengo que haber estado en el medio de un cardumen para que se me ocurra. Basta con sólo pensarlo.

Claro que puede ocurrir también de la otra manera. Pero igual es necesario el trabajo interno. Porque un cuento no es una descripción de lo que ocurre alrededor (y aunque lo sea, la descripción pasa primero por el cerebro, que filtra y clasifica). Es un ejercicio de imaginación.

Y habiendo imaginación, no es necesario que lo demás esté presente. Ni que exista. Ni que haya existido. Ni que se parezca a algo que alguna vez el que imagina creyó que veía. Sólo hace falta la representación que se formula en la cabeza, y luego se lleva a formato escrito.

Siempre se escribe sobre uno mismo.

‘Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.

Lewis Carroll se mandó el “Jabberwocky” en Through the Looking Glass. Todo el poema es un sinsentido, pero no suena a sinsentido. Si uno presta atención a los sonidos en lugar de los significados de las palabras, parece tener sentido. Se lo puede entonar como si se lo dijera muy en serio. Y, si uno quiere, es posible insertarle algún significado, una codificación de algo que el autor no se animó a decir concretamente.

Cien años después, Lennon se inspiró en esta clase de cosas para hacer I Am the Walrus, con frases como

Sitting on a cornflake
waiting for the van to come
corporation T-shirt
stupid bloody Tuesday
man, you’ve been a naughty boy
you let your face grow long.

Acá hay todas palabras de verdad, y hasta reemplazos de frases. Pero no forman nada en concreto. La letra está pensada para despistar a quienes quieran analizarla. Es un caso de “todo vale”.

Pero, ¿vale todo en estos casos?

Es necesario dar al nonsense algún tipo de forma. Alguna estructura en la que se sostenga el sinsentido. Porque si nos ponemos a escribir cualquier letra, no tiene ningún tiop de a adasd aiasfsd ksfhsvks gkj fsdkl sdf sksd lfs kfnsdfsbntrbwscwnm wekfj wfk wfjwiofh wof wwm wn fvwh eowiewiowfofwof we we. Así no vale la pena, no hay ningún gusto por leerlo. No existe trabajo de autor.

Entonces es necesario, mínimamente, que de lejos parezca que está presente algún sentido. En Léame está mi versión de esto, Verleder y Lertena, que es un cuento que usa casi todas palabras inventadas, con la idea de que suenen a español. Y está bien redactado, gramaticalmente. Dice en parte:

Un serletando prom Verleder sangaba u Lertena. ¡Cónco tranque gunta sete! Lertena salotó la caserobia. “Bonés el sarlo o salraronte supro laste sarlarón”, crozotó Lertena. Verleder mertó la crosta. Lertena singol alcó un vortón.

Si se lee el cuento completo, se puede atisbar una especie de historia, o mejor dicho el esqueleto de una historia. Hay un principio, un medio y un final. Hay personajes, acciones, conflicto. Lo que no se sabe es en qué consisten todos esos elementos.

No sé si tiene algún valor así como está, pero estoy seguro de que no tendría ninguno si no respetara alguna de las reglas de la literatura. No se puede romper todas juntas, porque queda una masa amorfa, irreconocible por todos lados. Las reglas, aunque se pueden romper, están por algo.

Como me pongo la obligación de escribir, a veces no tengo ninguna idea saltando en el tintero, como para lanzarme sobre ella y desarrollarla. La obligación está para que en esos días igual salga algo. Entonces me pongo a escribir igual, confiando en que el ejercicio va a terminar bien.

Mucho más seguido de lo que podría pensarse, sale algo. De repente una serie de palabras que se me ocurrió poner va adquiriendo sentidos que se concatenan hasta formar un texto. La frase original puede ser al azar, sin demasiado sentido.

Así ocurrió con El camión de los centauros, presente en Léame. Me senté a escribir sin nada, y ante la página vacía puse “Era un verdadero centauro”. Y fue apareciendo una idea de que el centauro estaba junto con muchos otros en un camión de los que transportan ganado, que va por la ruta con un destino incierto.

Hay mucho misterio en ese texto, entre otras cosas porque nunca supe de qué se trataba. Así como el narrador no sabe para dónde va el camión, el escritor tampoco, y se va dejando las opciones abiertas. Pronto el escritor, o sea el mismo que escribe ahora y justo se le dio por la tercera persona, comprendió que lo que estaba bueno era ese misterio. Empezó entonces a tirar para ese lado, hasta que salió más o menos la historia que está ahora publicada.

Estos cuentos muchas veces necesitan bastante trabajo posterior. Algunas de las ideas tiradas al principio para ver qué prende pierden sentido una vez que se armó una narración. Hay que podarlas, o darles un lugar adecuado. Para eso está todo el proceso de reescritura, que de todos modos los cuentos escritos con preproducción también necesitan.

Lo bueno es que esta clase de cuentos sólo aparecen cuando uno practica y deja que sus instintos se desarrollen. Son cuentos de oficio, y son igual de respetables que los otros.

En las clases de guión se usa a la película Volver al Futuro como un ejemplo de guión bien estructurado. La película está construida con un uso eficiente de los recursos. Los elementos que aparecen en las partes decisivas están plantados antes, y todos tienen sentido dentro de la narrativa.

A partir de la idea básica (un adolescente va al pasado, conoce a sus padres y pone en riesgo su existencia) se construye un mundo rico. Uno de los elementos es la comparación entre las distintas cosas como eran treinta años antes y en el “presente”. La ciudad en la que la película se sitúa es una provisión casi inagotable de esta clase de cosas. A tal punto que siguió trayendo cosas nuevas durante dos películas más.

Pero la riqueza de Hill Valley, y de la película, podía haberse visto reducida considerablemente de haberse seguido el plan original. Los guionistas de la película, Gale y Zemeckis, se encontraron durante la escritura con el mismo problema que los personajes: ¿de dónde sacar la enorme cantidad de energía que requiere la máquina del tiempo? E inicialmente lo resolvieron de una manera muy distinta.

Al principio de la película se ve que la máquina funciona con plutonio, porque requiere una reacción nuclear. Los guionistas, entonces, se acordaron de que en la época en la que querían situar el film había pruebas nucleares. Entonces decidieron trasladar a los personajes a New Mexico para la última parte de la cinta, en la que se produce el regreso.

Esta solución implicaba abandonar la ciudad que tanta riqueza proveía, y a resolver la historia principal con anticipación. O a hacer drásticos cambios respecto de lo que es la película final. El guión que se iba a filmar tenía este elemento. Sólo cambió cuando se dieron cuenta de que el presupuesto no alcanzaba para ir a New Mexico.

Ahí tuvieron que ver con qué elementos contaban y se les ocurrió lo del rayo en el reloj de la torre. De repente, tenían una solución mucho mejor. No sólo mantenía a la película en el mismo lugar donde había ocurrido todo el resto de la acción, sino que aparecían elementos que la enriquecían: que la acción principal del viaje en el tiempo sucediera gracias a la destrucción de un reloj, que los personajes pudieran anticipar un rayo específico por tener información del futuro, que hubiera un límite sobre cuánto tiempo tenía el protagonista en deshacer su error y enamorar a sus padres.

Las conclusiones son dos: a veces las trabas permiten mejorar la obra, porque obligan a aumentar la creatividad. Y, por otro lado, cuando los guionistas exploraron la obra y usaron los elementos que tenían en el mundo que habían creado, la película fue mucho mejor.

Lo siguiente es un ejercicio de taller que está recién salido del horno, modelo 2012, tal vez inconcluso. El ejercicio consistía en escuchar algunos fragmentos de Revelación de un mundo, de Clarice Lispector, y después escribir algo a partir de lo que resonaba de lo escuchado.

¿Cómo se escribe? Escribiendo. Ésa es una de las cosas de las que tuve que darme cuenta. Antes pensaba que había una manera correcta. Que “los escritores” lo hacían así. Seguramente de formas distintas, pero unas pocas, iguales en lo esencial. No estaba preparado para ser escritor. Entonces no era serio escribir. No era serio escribir ficción. Lo otro estaba claro que cualquiera podía.

Había también un determinismo. Uno es escritor, o no es. No hay “seré escritor”. Eso se nace. Una cosa es saber escribir y otra ser escritor.

Era mentira. Cuestión de ponerse y escribir, nomás. La inspiración se las tiene que arreglar. La intuición, si uno la deja, ayuda. Hay que liberarla, con ciertos límites, y dejarse llevar. Después revisar qué trajo la intuición. No todo sirve. Al corregir, aparecerá otra intuición, más difícil de ver, que se sube a los hombros de la primera y ve más lejos. Hay que darle bola.

Todo el proceso de darme cuenta de estas cosas me hizo dar cuenta de que hay una aplicación similar para la otra pregunta, la más grande. ¿Cómo se vive? Viviendo.

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