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Acerca del autor


Un día llegué al jardín y había en el aula un enorme aparato. Era una incubadora, donde había huevos que estaban a punto de germinar. No sé de dónde salieron, ni a quién se le ocurrió llevar una incubadora a ese lugar. Capaz que todos los cursos tenían una igual. Sospecho que no.

Lo que sé es que ese día pasamos un buen rato mirando nacer a los pollitos. Lo hacían lentamente, con mucha dificultad, porque romper un huevo desde adentro no es tan fácil como hacerlo desde afuera. Fue una alegría verlos salir a la luz, aunque al día siguiente sólo uno sobrevivía.

Era necesario cuidarlo. Lo hacíamos entre todos. Pero cuando nos íbamos no quedaba nadie para atenderlo. Entonces se estableció un régimen. Nos turnaríamos para llevar el pollo a nuestras casas, y volverlo a traer al día (hábil) siguiente.

Comenzó la rotación, y había algo que me inquietaba: nunca me tocaba a mí. No sabía cuál era el orden establecido, pero confiaba en que alguna vez me iba a llegar el turno. Lo que no imaginé es que me iban a dar el pollo el último día de clases, y por lo tanto correspondía que me lo quedara.

Fue así que tuve un pollo como mascota. En casa no tuvieron más remedio que aceptarlo. No les gustaba mucho, porque las aves tienen una propensión a las deposiciones que no es muy agradable. El pollo andaba conmigo, correteábamos por el jardín. Crecíamos juntos. Pero yo le llevaba varios años, entonces era más grande y podía agarrarlo en las manos y acariciarlo.

No recuerdo haber sido picoteado, aunque estoy seguro de que lo fui. La mayor dificultad era controlar los movimientos. Dejarlo en algún lugar seguro a la noche, o cuando no había nadie. O cuando había invitados. Se le estableció residencia en una vieja caja de pañales, cubierta con papel de diario. Las altas paredes de la caja eran, pensamos, infranqueables para un pollo de ese tamaño.

Pero no hay que subestimar a las aves. Un día que había invitados se quedó solo, previo a la cita, y practicó su instinto volador hasta que logró franquear la barrera. Entonces fue libre. Y no había quien lo parara, así que entabló un frenesí digestivo por toda la casa, que dejó huellas inconfundibles que fueron descubiertas al regreso.

Es probable que ése haya sido su pecado final. Mis padres, que de por sí no veían al pollo con mucho agrado, decidieron que la casa no era un hogar razonable. Necesitaba, dijeron, estar con otros pollos, del mismo modo que yo iba al jardín y estaba con otros chicos. Era necesario mudarlo a la casa de alguien que tuviera gallinero. Y justo unos amigos de ellos que vivían en Quilmes tenían uno.

Lo que no me dijeron hasta muchos años después era el destino de los pollos de ese gallinero. Era un destino también digestivo. Así que no sé cuánto tiempo habrá pasado desde que me despedí de mi pollo hasta que se convirtió en suculencia.

En casa, claramente, no existía la regla que tenían en ALF sobre no comer miembros de la familia.

Mis visitas al dentista históricamente vinieron con miedo. No a los procedimientos que puedan hacer en mi boca, porque vivo en la era de la anestesia. Más bien, miedo a que me toquen el nervio sensible del orgullo. Porque siempre encontraban alguna deficiencia en mis tareas de higiene. De muy chico no era afín al cepillado. Más crecido implementé esa sana costumbre, pero hacerlo no significa hacerlo bien.

“¿Ves? A esta muela que está acá atrás no llegás bien, y por eso tenés caries”. Después de eso me esmeraba, hacía los movimeintos indicados, o mi interpretación de ellos, sólo para encontrar después que me olvidé de algún otro sector, o de alguna muela nueva que apareció sin que me diera cuenta.

Ahora, la cosa parece haber cambiado. Mis últimas visitas a dentistas terminaron con resultados óptimos. Nada que corregir. Una vez, incluso, me felicitaron.

Y sin embargo, no puedo disfrutarlo. Ya tengo asociado que el dentista tiene que reprocharme. Si no lo hace, desconfío. ¿Sabrá lo que hace? ¿Entenderá algo? ¿Habrá hecho trampa en los exámenes? Prefiero quedarme con la idea de que visité un dentista incompetente antes de pensar que mi boca está bien cuidada.

En una de ésas es un mecanismo que desarrollé para cuidarme de mí mismo. Tal vez, si pensara que me lavo bien, me dejaría estar y volvería a empezar el ciclo. Y ahí ya no desconfiaría más del dentista. Estaría mucho más cómodo, por alguna razón, desconfiando de mí.

Debe ser por mi ansiedad que cuando estoy leyendo un libro, no veo la hora de terminarlo. Porque por alguna razón parece que me gusta más haber leído que leer. Me pasa lo mismo cuando miro una película. Quiero saber cuánto dura, para poder calcular cuándo llegará el momento en el que se termine.

No es que no lo disfrute. Al contrario, está lleno de libros y películas que me encanta percibir. De hecho, algunos libros me gustan tanto que, al mismo tiempo que los quiero terminar, quiero que no se terminen. Es una contradicción que aparentemente me preocupa mucho más que disfrutar los libros. Pienso en esas cuestiones fuera de mi control, como la longitud de un libro, en lugar de estar ocupándome 100% de disfrutar esa lectura.

Me pasa lo mismo en las presentaciones en vivo. Me gusta hacerlas, las disfruto, pero estoy esperando el momento de bajarme del escenario, que la cosa termine, a pesar de que no necesariamente disfruto más lo que viene después. Sólo quiero llegar a ese momento.

Me parece que el asunto está en la responsabilidad. Terminar un libro o una película, o una lectura, es una tarea a realizar, algo que, por más que esté perfectamente a mi alcance, tengo que hacer. Y no lo puedo hacer de cualquier manera. Tengo que mantenerme concentrado en lo que sea que estoy haciendo. Puedo terminar una película habiéndome dormido durante la mitad de su duración, pero eso es un fracaso de mi parte.

Es como que ansío un estado de no tensión, de seguridad, que me permita (en mi ilusión) disfrutar sin estar pendiente de vaya uno a saber qué cosa que estoy pendiente en esos casos. Entonces, cuando termino la experiencia en cuestión, puedo volver a agarrar el libro, o la película, y atravesarlos con más tranquilidad.

Soy mucho mejor relector que lector.

Listaré a continuación algunas maneras rápidas para perder mi respeto.

  • Repetir como propio un pensamiento claramente ajeno.
  • Afirmar que la llegada a la luna fue falseada, o que McCartney está muerto como muestran las tapas de los discos.
  • Decir “los Les Luthiers”.
  • Hacer esfuerzos para ser neutral en situaciones en las que no es aceptable (“bueno, nunca vamos a saber si el Holocausto fue real o no, pero lo importante es que”).
  • Ser incondicional de algo o alguien. Y, sobre todo, jactarse de serlo, como si fuera algo bueno.
  • Elogiarme mis defectos.
  • Retuitear a Nik.
  • Ostentar poder, por miserable que sea ese poder.
  • Escuchar música en el colectivo sin usar auriculares.
  • Expresar virilidad a través del escape del auto.
  • Resistirse a la risa (que no es lo mismo que ser exigente para la risa).
  • Hablar en código innecesariamente.
  • Respetar a la autoridad por ser autoridad.
  • Mostrar una pobre capacidad de análisis y presentarla como enorme.

Esta lista no es exhaustiva ni excluyente. El autor se reserva el derecho a cambiarla a su antojo, sin previo aviso. El presente texto no constituye una garantía de ningún tipo.

No soy actor, y a pesar de que me gusta estar en escenarios, nunca quise serlo. No me interesa ponerme a memorizar diálogos para construir personajes. Me gusta que le interese a otra gente, porque disfruto cuando alguien lo hace. Enhorabuena.

Sin embargo, ha habido ocasiones en las que tuve que ponerme en el rol de actor. Y me di cuenta de que, aunque no soy una luz, tampoco soy un completo inútil para esas cosas. El ejemplo más claro ocurrió hace más de diez años, en la facultad, cuando me pidieron que hiciera un corto en video que fuera un “autorretrato”.

Inmediatamente decidí ficcionalizar, por aquel principio de que mi vida no tiene por qué interesarle a alguien. Hice un personaje que era yo, sin serlo. Junto a un amigo nos armamos toda una trama, parodiando esos programas en los que se ve el ascenso de una figura del espectáculo, y su posterior descenso en el mundo de las drogas, para luego recuperarse y encontrar la calma, la paz, la luz.

Armamos todo, y quedó claro que para que funcionara era necesario que lo actuara yo. Como mi amigo estudiaba teatro, fue el coprotagonista, y también el director. Y ahí estuvo la clave. Agarró y me dirigió.

Pero, a pesar de que había escrito todo el guión, no tenía ninguna intención de memorizarlo. Decidí que no era necesario. Que podía saber qué era lo que quería decir en cada momento, y decirlo con mis palabras, naturalmente. Tenía el guión a mano por las dudas, y como era grabado podíamos hacer varias tomas hasta encontrar algo que saliera bien.

Durante todo un día grabamos el corto, que duró como tres minutos en total y detallaba mi ficticio ascenso a la cumbre de la música, los momentos clave de mi caída hacia el mundo de la decadencia y los estupefacientes, y el presente actual, lejos de las luces de la fama, como pastor de una iglesia carismática.

El asunto era bastante volado y tenía un montón de detalles que ahora no pondría. Fue bien recibido, sin embargo, y una de las cosas que recibieron elogios fue mi actuación. Me quedó, entonces, la idea de que podía actuar, particularmente si hacía de una versión ficcionada de mí mismo, con alguien que me dirigiera y sin tener que aprenderme un guión.

Sin saberlo, apliqué el método Larry David de actuación, el que usa en Curb Your Enthusiasm por elección estética y también, según las entrevistas que ha hecho, porque no haría la serie si tuviera que aprenderse los diálogos.

Me gusta encontrarme en compañía de esa clase de gente.

A los siete u ocho años, descubrí que era posible tener sellos de goma con la inscripción que uno quisiera. Los vi en casa, un día, conteniendo el apellido familiar. Me maravilló el concepto. Un negocio lleno de sellos, uno al lado del otro, interminables, con todos los apellidos posibles. Tal vez los sacaban de la guía telefónica. Cuando uno iba a comprar, decía su apellido y el comerciante buscaba entre los sellos el correspondiente. Igual que en las mercerías cuando uno quería comprar un botón en particular.

Me pareció que eso era necesariamente un negocio tedioso, porque era seguro que iban a ir a ese negocio en particular muchas menos personas que los apellidos existentes. Entonces había dos opciones: operar a pérdida, o venderlos muy caros, para compensar la fabricación inútil de sellos que nunca nadie iba a comprar. Pensé entonces que era por eso que no había visto sellos en ningún lado hasta ese momento: como eran caros, pocos se daban ese lujo. Y era una lástima, porque mientras más gente los comprara, la lógica hubiera indicado que tendrían que abaratarse.

Todo se aclaró cuando me llegó el concepto de encargo. Resulta que alguien va a un negocio y pide un sello que diga lo que quiera. Después, en una segunda visita, obtenía el sello realizado especialmente. Es muy lógico y desde el punto de vista de la eficiencia funciona muy bien. Claro que a expensas de la velocidad de la transacción. Esto significaba que no podía querer un sello que dijera cualquier cosa y obtenerlo a los cinco minutos. Pero abarataba mucho el costo de cada uno.

De chico tenía esa clase de razonamientos. Sabía que los tenía, el asunto era que no sabía diferenciarlos de los verdaderos, porque me faltaba información, porque era chico. Me limitaba a razonar con los datos que tenía.

Unos años antes mi familia se mudó. Dejamos un departamento para ir a una casa. Me llevaron a verla antes de decidir la compra, no para que participara en la decisión, porque tenía cuatro años, pero la vi. Y noté algo alarmante: en esa casa vivía gente.

Presumiblemente, esa gente se iba a ir antes de que viviéramos nosotros. Era lógico. Pero, ¿adónde irían? Y, lo lógico era que fueran al departamento que dejábamos, que iba a estar vacío. Sin embargo, cuando ocupamos la casa, durante un tiempito el departamento se mantuvo sin gente. Resulta que todavía no se había vendido. ¿Qué había pasado, entonces, con la familia que vivía en la que ahora era nuestra casa? Respuesta: se habían ido a vivir a una tercera casa.

Esto me hizo ruido. La respuesta que había obtenido implicaba que la gente que ocupaba esa tercera casa antes tenía que mudarse a una cuarta casa, para permitir a los que venían de la nuestra ir a la suya. Y los de la cuarta necesitaban una quinta, que requería desalojar a la gente que hubiera para ir a una sexta, y así. Me pareció algo de nunca acabar. Había descubierto, sin saberlo, el concepto de recursividad.

Era impresionante todo el movimiento que ocurría sólo porque nosotros nos habíamos mudado. Sólo era posible terminarlo cuando alguien de la cadena encontrara lo que había sido nuestro viejo departamento y se mudara ahí. Esto, sin embargo, parecía no estar dentro de las posibilidades. Iba a ser otra gente, que venía de un proceso separado, la que ocupara ese lugar.

Todo este procedimiento interminable me pareció demasiado complicado como para ser real. Concluí entonces que se trataba de una fantasía que me había hecho con mi mente infantil, y que los adultos seguro entendían cómo era. Me bastaba esperar a la adultez para que me fuera revelada la verdad.

No se me ocurrió sospechar que todo ese proceso recursivo no es otra cosa que el mercado inmobiliario, y que no existe una forma mejor de mudar a la gente. Darme cuenta de esto me generó dos sensaciones. Una fue satisfacción por haber dado con la solución correcta a temprana edad. La otra fue cierta frustración, porque si la mejor solución es una que un chico de cuatro años puede pensar, probablemente algo falle en este mundo.

Al comprar mi auto, me ocupé de tener varios elementos que me parecían indispensables. El principal fue una buena guía que incluyera todo el Gran Buenos Aires. De esta manera, podía aventurarme a lugares que no conocía sin temor a perderme.

Fue necesario también un acostumbramiento. Hacía varios años que no manejaba, y estaba un poco oxidado. Sabía que con algunos días o semanas de manejar me iba a volver a familiarizar con todo lo que implica. Los primeros días, sin embargo, estaba algo descolocado, no sólo con mi reinserción al tránsito sino con los avatares de un auto desconocido. Tuve que aprender a abrir el tanque de nafta, a encender las luces, a calibrar el embrague. Todo eso. Nada especialmente desafiante.

Pocos días después, como el auto era usado, lo llevé a un taller para que le revisaran y arreglaran todo lo necesario. Este taller quedaba en Flores, y fui ahí porque me lo habían recomendado, a pesar de que vivo en Parque Patricios. Pero para qué tengo auto, puedo ir a Flores. Lo que hice antes de dejarlo fue sacar todas las pertenencias, porque iba a pasar por varias manos y tampoco era cuestión de arriesgarme a que algún desconocido se hiciera con las cosas que acababa de comprar. Total, sabía volver desde Flores. No necesitaba mapas.

Pero hete aquí que cuando lo fui a buscar, poco después de emprender el regreso, me invitaron a una casa en Belgrano. Entonces el destino, cuando ya había partido, cambió. Ahora tenía que ir exactamente para el otro lado. Pero hay un detalle: la comunicación entre Belgrano y Flores no es buena. Ambos ex pueblos incorporados a la ciudad están bien preparados para que la gente vaya de ellos al centro, no tanto para intercambiarla entre sí.

No obstante, existen formas de llegar. El asunto es que no las conocía. Pero como estaba más o menos orientado, sabía la dirección general que tenía que llevar. O eso pensé.

Empecé a manejar, tratando de encontrar alguna buena avenida que me llevara más o menos directamente. Mientras, trataba de continuar acostumbrándome al auto, que encima había cambiado un poco el feeling con los arreglos del taller. Pronto empecé a perderme. Como no tenía guías, ni mapas, ni nada, debía valerme de mi instinto (los hombres no preguntamos a los transeúntes). Lo bueno es que tenía tiempo.

Pero empezaron los problemas. Avenidas atascadas, vías que tenía que atravesar y no sabía por dónde, calles que terminaban, calles que se bifurcaban y de repente me iba para otro lado. Se hizo de noche. Tuve que prender las luces, no es problema. Pero también se largó a llover. Y ahí tuve que prender el limpiaparabrisas, que no sabía cómo hacer. Me di cuenta bastante rápido. Sin embargo, tampoco estaba muy acostumbrado a frenar en ese auto, con o sin lluvia. Entonces tuve que tener extra cuidado, mientras trataba de mirar los carteles de las calles para no sólo saber por cuál iba, sino ver si conocía a alguna de las que cruzaba. Tal vez alguna me podía llevar a mi destino.

En el medio, tenía que lidiar con el tránsito de hora pico, y con peatones que se cruzaban por todos lados. En un momento, noté que los carteles indicadores de nombre de calle (eso que aparentemente se llama “mobiliario urbano”) cambiaba. “Qué raro, un barrio con carteles azules”. Resultó que había agarrado la avenida San Martín para el lado opuesto al que creía, y lo que pensé que era el puente era la General Paz, y me encontraba en lo que más tarde supe que era el partido de San Martín. Así que di media vuelta y volví. Se me ocurrió agarrar, ya que estaba, la General Paz, pero en la dirección que me llevaba a Belgrano vi las luces rojas que indicaban innumerable cantidad de autos, y desistí.

Al final logré ubicarme y llegar, con bastante atraso. Pero fue luego de una aventura, donde tuve todos los obstáculos juntos y era necesario enfrentarlos por mí mismo, sin ayuda.

Me gustaría decir que aprendí de esa experiencia. Aprendí que el camino es propio, y que es necesario hacerlo sin depender de los mapas. Que vale más cuando uno encuentra la salida que cuando mira las soluciones. Que nada reemplaza a la experiencia propia. Me gustaría poder decir todo eso. Pero no es así. No aprendí eso. Aprendí, más que nada, a usar ese auto. A tener confianza en mi manejo, y a reconocer la General Paz.

Seguramente hay lecciones para la literatura. Paralelos que cualquiera puede hacer sobre los caminos de escribir, y todo eso. Sin embargo, como cualquiera los puede hacer, usted está invitado a hacerlo, querido lector, si tiene ganas.

El otro día, en la charla en la Universidad de Moreno, me preguntaron qué leía de chico. Vale reiterar y ampliar lo que contesté.

Nunca fui un gran lector. Leía mucho, sí, pero no leía muchas cosas. Todas las semanas leía Billiken, y en general me la devoraba. Pero no leía muchos libros. En general, prefería las obras con ilustraciones.

Al día de hoy, abrir un libro y encontrar grandes bodoques de texto me intimida un poco. La primera vez que abrí un Léame impreso me pasó. Dije, “uy, qué letreroso”. Hubiera estado bueno ponerle ilustraciones, pero no ocurrió por diversos motivos que no se detallarán aquí.

Fui un gran lector de epígrafes. Iba a las fotos y me leía el textito que las acompañaba. Así leí mi primer libro sobre dinosaurios, que felizmente tenía muchas fotos epigrafadas, y también muchos recuadros. Pocas veces me animaba al texto en sí.

También leía cosas como Asterix. Que están buenísimos, pero una voz en mi cabeza todavía me dice “eso no es leer”. Incluso los libros que me daban en la secundaria me costaban. No tenía ganas de leerlos. Algunos me gustaron, de la mayoría me olvidé rápidamente (Crónica de una muerte anunciada es como si no lo hubiera leído). En ciertos casos, aprobar el examen que era sólo una prueba de lectura sin haber leído era la principal diversión de la materia Literatura.

Pasé mucho tiempo leyendo revistas, hasta que me harté. Fue hace relativamente poco cuando decidí que las revistas en general no valen la pena, y ahora si hay mucha gente en la peluquería voy más tarde. Sólo me queda la National Geographic, que no le tiene miedo a la extensión de las notas y suele tener muy buen nivel, además de fotos sensacionales que hacen que los párrafos asusten menos.

Con el tiempo tuve apetito de leer más libros, me empecé a animar con el texto principal. Siempre me sirvió que hubiera divisiones. Tengo que escalar las novelas. Los cuentos, en cambio, son más fáciles. Pero no me gusta que sean muy largos. Todavía miro cuánto falta para terminar la sección que estoy leyendo en este momento. Lo mismo me pasa con las películas, quiero saber cuánto tiempo me queda. Me parece que eso no es un hábito de lectura o consumo, sino una manifestación de ansiedad.

Un poco más grande, empecé a leer libros de no ficción. Arranqué con biografías de músicos, después seguí con libros de Sagan, más tarde me acerqué a los ensayos de Gould.

Y humor. Eso nunca me costó leer. Si un libro tenía perspectivas de hacerme reír, me lo devoraba. “Leí” todos los de Quino, muchas recopilaciones de chistes, algunas cosas de Fontanarrosa (aunque sus cuentos nunca me atrajeron tanto), los tres de Dolina, muchos de Leo Maslíah. Los de The Onion son excelentes, y no me importa que puedan no ser considerados literatura en serio. Our Dumb Century, que recopila tapas apócrifas de diarios del siglo XX, puede ser el libro más divertido que existe.

Hace poco, gracias a la influencia de cierta gente, me acerqué a otras cosas. Descubrí a Cortázar, y encontré con sorpresa que se le habían ocurrido varias ideas que yo ya había escrito. Disfruté mucho a Puig y a Felisberto Hernández. Desde hace poco me estoy animando a leer poesía, algo que nunca se me hubiera ocurrido.

Así que ahora sí se puede decir que soy lector. Todavía siento que leo poco, aunque me la paso leyendo. Complemento con series de televisión, que las hay excelentes, con películas, documentales y lecturas misceláneas en la web. Y de pronto tengo un pedigree de ideas que me envuelve, y alimenta las mías.

En los círculos literarios abundan las historias sobre la vida privada de los escritores. Las costumbres que tenían, lo que comían, las obsesiones, la rutina, los métodos que usaron para suicidarse. Esta información sirve de complemento para la literatura que produjeron.

Hay como un hambre de conocer al autor, con la idea de tener un contexto en el que situar la obra. Debo decir que no sé si estoy de acuerdo con esa idea. La obra debería brillar con luz propia, independientemente de quién fue el autor y cuántas veces por día se lavaba los dientes. Un poco de contexto, del orden de “este libro fue escrito en tal año en tal país” está bien.

Pero no sé si es razonable ver las obras a través de los datos biográficos, o ni siquiera, del autor. Lo entiendo en un ámbito académico, en el que se analiza una obra y conviene contar con la mayor cantidad posible de elementos, pero para la lectura “normal” no debería ser necesario ni especialmente útil.

Me parece que está relacionado con lo del post anterior, sobre buscar lo “real”. A ver qué cosas ocurrieron, qué cosas están sacadas de la vida real, cómo se mete la realidad en la literatura. Los pósters de películas basadas en un hecho real destacan ese aspecto, significa que los que hacen marketing suponen que la gente va a tener más ganas de verlas si está ese letrero. No ponen “completamente inventada” en las otras.

Este efecto pasa mucho con los poetas que se suicidan. Su obra pasa a ser una especie de juego de misterio, donde hay que encontrar pistas sobre lo que le pasaba, y guiños hacia el gesto final. En muchos casos es fácil hacerlo. Se me ocurre que debe ser interesante leer a gente como Sylvia Plath sin saber que se suicidó (aunque sospecho que en ese caso el desenlace no será una sorpresa).

No me opongo a conocer al autor. Hay que tener cuidado, sin embargo, de no confundir al autor con la obra.

Hice el ciclo inicial del secundario en una escuela técnica. No parece el lugar apropiado para alguien a quien le gusta escribir, pero en ese momento no sabía que me gustaba escribir. Sí sabía que quería hacer humor, aunque no me había dado cuenta de que podía hacerse en serio. El proyecto de hacer humor que ya llevaba varios años se refería sólo a la personalidad, y no pensaba que estuviera en una etapa avanzada.

La materia Lengua y Literatura se dividía en dos partes: teórica y taller. Para esta última la mitad del curso se iba con otro profesor. Nunca entendí por qué en la parte de taller hacía falta que fuéramos menos, pero lo disfrutaba. Creo, igualmente, que nadie lo aprovechaba. No parecía haber nadie interesado en esas cosas, y yo tampoco.

No significa que la materia no me gustara. El profesor sabía, y tenía ganas de transmitirnos cosas. Nos pasaba trucos de sentido común que aparentemente algunos los necesitaban, como “si tenés dudas sobre cómo se escribe una palabra que está en la consigna, escribila igual que en la consigna”. Trataba de entusiasmarnos con lecturas, y operaba bajo la equivocada idea de que nos importaba algo lo que nos estaba enseñando. Puedo decir que a mí me importaba un poco. Sospecho que no éramos muchos los que compartíamos un mínimo entusiasmo.

El comentario en la clase era de otro calibre. Como la materia estaba dividida en dos, y ambos profesores eran hombres, para gran parte del curso esto quería decir que “son putos”. El entusiasmo que generaba esta idea en esos adolescentes de trece años era enorme, y es probable que la edad no la haya reducido. Puedo decir que nunca me enganché en esa estupidez (lo que no me impidió engancharme en otras).

La cuestión es que un día estábamos en taller. Creo que era después de comer, y como éramos media división el ambiente estaba relajado. Teníamos un libro con ejercicios y cosas así. A esa altura, la materia Lengua venía de varios años de primario en el que no consistía en mucho más que hacer análisis sintáctico. Todos sabemos que no hay nada más aburrido que eso. Al día de hoy, a pesar de haberlo practicado durante años y dedicar mucho tiempo a escribir, no lo sé hacer. Si tengo alguna duda, recurro a profesionales.

En medio de todos los ejercicios que veníamos haciendo, el profesor nos manda a escribir algo. No lo dijo así. Nunca en la escuela me mandaron a hacer una composición, ni una monografía, ni nada de eso. Tuve que hacerlas, sí, pero no con esos nombres. Sospecho que asustan.

Entonces nos mandaron a escribir algo, con alguna excusa. Lamentablemente no me acuerdo ni cuál era la consigna ni en qué consistía, ni nada. Los detalles acá son bastante vagos. Sepa excusar, querido lector. El asunto es que se me ocurrió una respuesta graciosa a la consigna que llegó. Pero eso no es lo extraordinario, sino lo que ocurrió después: me animé a escribirla. El instinto me llevaba siempre a hacer cosas más conservadoras, más aceptables. Pero esta vez, tal vez por el ambiente distendido, me animé y escribí lo que se me ocurrió. Me acuerdo que lo tomaba como una acción medio de rebeldía, y tenía miedo. Me parecía que al profesor le iba a parecer que lo estaba cargando (no creo, pero capaz que sí lo estaba cargando).

Ahora que estoy ahondando en eso, creo que tenía que tener formato de noticia. Había que hacer una crónica de algo, probablemente. O capaz que estoy inventando todo. O capaz que no existo, y usted tampoco, y todos somos parte de la imaginación de una oruga que está a punto de convertirse en mariposa. No sé bien.

Lo único que me acuerdo fehacientemente es que situé la historia en Calamuchita, sólo porque me pareció gracioso el nombre de ese lugar. Me arrepentí en el mismo instante, pero no lo cambié, creo que porque terminé de escribir justo sobre la hora. Hubo que entregar la hoja, y lo hice con temor.

Pero al rato ocurrió algo que no esperaba. El profesor se maravilló. Harto de encontrar textos escritos sólo para cumplir con la obligación, de repente recibió uno al que alguien le había puesto algo de onda. No lo dijo así, pero se entendió que se refería a eso cuando comparó mi texto muy favorablemente con los demás: los demás no tenían ninguna intención de escribir nada, y se notaba.

De cualquier modo, el entusiasmo con el que recibió mi texto le hizo tener una luz de esperanza para sus alumnos. Decidió entonces leerlo en voz alta, para que sirviera como ejemplo de qué era posible hacer. Me acuerdo que me generó un cierto orgullo que no sólo no se enojara, sino que le gustara lo suficiente como para leerlo para toda la (media) clase.

Sin embargo, no se me ocurrió que escribir fuera lo mío, ni que fuera algo que valiera la pena explorar. Pasaron muchos años hasta que me lo tomé en serio, años en los que no dudaba que podía escribir, pero no escribía.

Hace poco busqué entre las carpetas viejas a ver si estaba ese texto, que considero mi primer cuento. Pero no. Con seguridad, ha sido sepultado y se encuentra hoy en el Cinturón Ecológico. Es una lástima. Ahora que soy autor publicado capaz que eso tiene algún valor. Espero alguna vez acordarme, por lo menos, de qué se trataba.

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