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Hace unos meses se murió Caloi. Se produjo un duelo importante, porque era una figura querida, creador de uno de los personajes emblemáticos de la historieta Argentina: Clemente.

Desde entonces, en la contratapa de Clarín salieron las tiras que quedaron preparadas antes de la muerte del artista. Que eran unas cuantas. Durante varios meses aparecieron, con una leyenda que explicaba su origen.

Clemente era una tira muy original, con un vuelo poético que combinaba imaginación con cultura popular. Puedo decirlo porque he leído algunos de los primeros libros recopilatorios, de la época en la que la tira se llamaba Clemente y Bartolo. Son de antes de que naciera.

En mi caso, Clemente fue algo que siempre estuvo en la contratapa del diario. Me encantaba. Escuchaba los tres discos que se editaron con canciones de hinchadas, miraba los cortos que pasaban por televisión cada tanto. Y a veces leía la tira.

Sin embargo, no me acuerdo una época en la que la tira Clemente fuera divertida. La imaginación que tenía en los ’70, para cuando tuve uso de razón, ya no estaba. Clemente era un personaje que comentaba sucesos de actualidad, sin tener nada demasiado interesante o gracioso para decir. Había otros personajes, que iban rotando.

También las situaciones rotaban. Cada tanto, una vez por año o cada dos, a Clemente le crecían manos y hacía comentarios al respecto. A veces reaparecía Bartolo (ocurrió en las últimas tiras). A veces estaba Jacinto, el hijo de Clemente. O la Mulatona, o el Clementosaurio. Todos intercambiaban diálogos con el protagonista, sin demasiado interés.

Gradualmente, sin tomar una decisión, dejé de leer la tira. Cada tanto pescaba alguna, y comprobaba que la situación no había cambiado. Pasó eso durante unos veinte años, hasta que se murió Caloi. Ahí miré la que podía ser la última tira, y después empecé a leer las póstumas.

La gracia de Clemente, no obstante, seguía sin estar. Era la misma tira que conocí siempre, ahora en color, sin risas de mi parte. No me interesa criticar especialmente esas últimas tiras, que deben haber sido hechas chuando el autor estaba enfermo. Son lo mismo que las anteriores.

Clemente se había transformado en un personaje irrelevante. Nunca me crucé con alguien que me comentara alguna tira. Era querido por la sociedad, sí, pero vivía en el recuerdo. La muerte de Caloi avivó ese recuerdo, y permitió el duelo. Pero después se volvió a la indiferencia habitual hacia una tira que ya no tenía nada que hacer, cuyo esplendor terminó hace décadas.

A tal punto que, cuando las tiras póstumas se terminaron y se dio por terminados los casi cuarenta años de publicación de Clemente, nadie reaccionó. Se anunció la aparición de una tira nueva, a nadie le importó lo que implicaba. No hubo segundo duelo, hubo escasísimos comentarios periodísticos que marcaran el acontecimiento, no hubo republicaciones de la verdadera última tira.

Es raro, tratándose de un personaje de la estatura de Clemente. La única explicación que se me ocurre es relacionar esto con la actitud que hay hacia la encarnación actual de los Simpsons. A la gente le importan las primeras ocho o nueve temporadas, al resto no se le da pelota. La serie tiene cada vez menos rating, y no es capaz de generar el masivo interés que antes convocaba. A casi nadie le importa cuándo hay un estreno, ni por qué temporada van a esta altura. Es todo lo mismo, y todo irrelevante.

Es otra muestra de la importancia de retirarse a tiempo. Así como en el caso de los Simpsons está el ejemplo de Seinfeld, con Clemente se puede citar a Mafalda. Quino finalizó su tira después de diez años, sin merma de calidad (siguió haciendo dibujos sueltos durante décadas, hasta que vio que ya no le daba, y se retiró). En una de ésas, si Clemente terminaba en 1982 o 1983, o en 1990, se lo recordaría con mucho más énfasis, porque no estaría para recordarnos la realidad de una tira obsoleta.

En su lugar, terminó con la muerte del autor. Y su ausencia empieza ahora. Veremos si los cuarenta años de tira hacen mermar el recuerdo. Por lo pronto, son muy pocos los libros que recopilan Clemente. No salía un volumen por año con 300 tiras. Es probable que sea porque no hay demanda. Y eso ya dice algo.

Hay un fenómeno que podríamos llamar el “desplagio”, o el “antiplagio”. Consiste en escribir algo y atribuirlo a una persona conocida, para que eso le dé repercusión.

Existen muchos ejemplos. En general las personas a las que se atribuye el material suele ser gente con cierta trayectoria, fama y reconocimiento. Gente con credibilidad en los círculos donde se pretende difundir lo propio. Así, aparecen frases apócrifas de Quino, de Lennon, de María E. Walsh, de Les Luthiers.

Quien sea que se toma el trabajo de escribirlo es alguien desprendido, que le importa más que sus escritos lleguen al público que la posibilidad de que lleguen con su nombre (suponiendo que quien escribe y quien atribuye sean la misma persona). Es una técnica que da resultado, porque mucha gente reenvía, o comparte por Facebook, lo que recibe. Y es posible que tenga más ganas de reenviar algo si lo dijo alguien que admira. Hay un cierto aroma a apelación a al autoridad.

Debe ser extraño ser una de esas personas y ver que la gente piensa que uno dijo lo que no dijo. Particularmente cuando lo que se dice no es algo con lo que uno esté de acuerdo, pero también si sí. Terceros pintan la imagen que otros terceros tienen de uno, y no hay mucho que se pueda hacer al respecto. Desmentirlo no sirve para nada, porque quienes escuchan la desmentida suelen ser personas distintas, que probablemente ya sepan que las citas son apócrifas. Mientras tanto, los otros continuarán reenviando las frases originales, sin ningún problema, sin presumir que están mandando falsedades.

Lo que observo es que la gente que manda estas cosas, en general, no es gente que se acuerde mucho de lo que lee, y menos de quién escribió lo que lee. Reenviar es un impulso casi automático. Entonces, las citas atribuidas a uno serán prontamente olvidadas por la mayor parte de los que las leen.

En mi caso, cuando cito gente me gusta hacer lo contrario: no atribuirlas. En general pongo comillas o alguna otra indicación de que no es algo que esté diciendo yo, sino algo que cito. A veces indico las iniciales del autor (o del que creo que lo dijo). Lo que quiero que se destaque es lo que está dicho, porque no importa quién lo dijo, sino qué dijo.

Si se considera que el autor es relevante, es porque se quiere relacionar a esa persona con lo que dijo, o se supone que dijo. Tiene que provocar una reacción distinta la frase con el nombre del autor, que la frase sola. Y en ese caso, el mensaje ya no es lo que dijo el autor. Es algo que está diciendo uno.

—¿Cuál es el último libro que leíste?

Gente en su sitio, de Quino.

—No, en serio.

Mucha gente no piensa que leer algo así sea leer. Y, estrictamente, ese libro de Quino tiene muy poco para leer, está compuesto mayormente por dibujos mudos. Sin embargo, eso no lo hace menos respetable que una novela de novecientas páginas.

El valor de un libro no radica en tener o no texto, ni en cuánto texto tiene. Está en otro lado. Mucha gente sabe eso, y sin embargo desprecia a los libros con mucho contenido de dibujo, o que no tienen un formato estándar. Pueden disfrutarlos, y al mismo tiempo piensan que no están leyendo libros.

Pasa lo mismo con los libros de The Onion, que recopilan notas periodísticas satíricas. Para mucha gente, no cuentan como libros de verdad. Pero en lo que a mí respecta tienen un valor literario muy alto, sin nada que envidiarle a nadie.

Incluso, son superiores a muchos libros “de verdad”. Hay gente que prefiere que la vean leer una novela mala antes que Asterix en Bretaña. Allá ellos. Se lo pierden, es su problema. Yo, por mi parte, los incluyo en mi lista imaginaria de lo que leí, y no me da vergüenza.

El otro día, en la charla en la Universidad de Moreno, me preguntaron qué leía de chico. Vale reiterar y ampliar lo que contesté.

Nunca fui un gran lector. Leía mucho, sí, pero no leía muchas cosas. Todas las semanas leía Billiken, y en general me la devoraba. Pero no leía muchos libros. En general, prefería las obras con ilustraciones.

Al día de hoy, abrir un libro y encontrar grandes bodoques de texto me intimida un poco. La primera vez que abrí un Léame impreso me pasó. Dije, “uy, qué letreroso”. Hubiera estado bueno ponerle ilustraciones, pero no ocurrió por diversos motivos que no se detallarán aquí.

Fui un gran lector de epígrafes. Iba a las fotos y me leía el textito que las acompañaba. Así leí mi primer libro sobre dinosaurios, que felizmente tenía muchas fotos epigrafadas, y también muchos recuadros. Pocas veces me animaba al texto en sí.

También leía cosas como Asterix. Que están buenísimos, pero una voz en mi cabeza todavía me dice “eso no es leer”. Incluso los libros que me daban en la secundaria me costaban. No tenía ganas de leerlos. Algunos me gustaron, de la mayoría me olvidé rápidamente (Crónica de una muerte anunciada es como si no lo hubiera leído). En ciertos casos, aprobar el examen que era sólo una prueba de lectura sin haber leído era la principal diversión de la materia Literatura.

Pasé mucho tiempo leyendo revistas, hasta que me harté. Fue hace relativamente poco cuando decidí que las revistas en general no valen la pena, y ahora si hay mucha gente en la peluquería voy más tarde. Sólo me queda la National Geographic, que no le tiene miedo a la extensión de las notas y suele tener muy buen nivel, además de fotos sensacionales que hacen que los párrafos asusten menos.

Con el tiempo tuve apetito de leer más libros, me empecé a animar con el texto principal. Siempre me sirvió que hubiera divisiones. Tengo que escalar las novelas. Los cuentos, en cambio, son más fáciles. Pero no me gusta que sean muy largos. Todavía miro cuánto falta para terminar la sección que estoy leyendo en este momento. Lo mismo me pasa con las películas, quiero saber cuánto tiempo me queda. Me parece que eso no es un hábito de lectura o consumo, sino una manifestación de ansiedad.

Un poco más grande, empecé a leer libros de no ficción. Arranqué con biografías de músicos, después seguí con libros de Sagan, más tarde me acerqué a los ensayos de Gould.

Y humor. Eso nunca me costó leer. Si un libro tenía perspectivas de hacerme reír, me lo devoraba. “Leí” todos los de Quino, muchas recopilaciones de chistes, algunas cosas de Fontanarrosa (aunque sus cuentos nunca me atrajeron tanto), los tres de Dolina, muchos de Leo Maslíah. Los de The Onion son excelentes, y no me importa que puedan no ser considerados literatura en serio. Our Dumb Century, que recopila tapas apócrifas de diarios del siglo XX, puede ser el libro más divertido que existe.

Hace poco, gracias a la influencia de cierta gente, me acerqué a otras cosas. Descubrí a Cortázar, y encontré con sorpresa que se le habían ocurrido varias ideas que yo ya había escrito. Disfruté mucho a Puig y a Felisberto Hernández. Desde hace poco me estoy animando a leer poesía, algo que nunca se me hubiera ocurrido.

Así que ahora sí se puede decir que soy lector. Todavía siento que leo poco, aunque me la paso leyendo. Complemento con series de televisión, que las hay excelentes, con películas, documentales y lecturas misceláneas en la web. Y de pronto tengo un pedigree de ideas que me envuelve, y alimenta las mías.

Como muchos, crecí leyendo a Mafalda. Es una tira muy divertida, con mucho ingenio, y que se sostiene en el tiempo. Sin embargo, tiene también un lado algo oscuro que no quise ver hasta hace poco.

Mafalda es una tira amada por los bienpensantes, porque muestra preocupaciones sociales. Para los bienpensantes, no es suficiente que una tira sea divertida. Es necesario que haga reflexionar sobre los problemas de la sociedad. Y la única manera de hacer eso es hablar directamente de esos problemas, mostrarlos, reflejarlos en la superficie.

Como la época en la que salía la tira era de mucha agitación, la tira tenía actualidad. Algunas cosas como la guerra de Vietnam ya no están vigentes, sin embargo el mensaje se mantiene. Esto no es tan difícil de lograr. Simplemente hay que evitar las referencias específicas a la actualidad, a lo que dijo ayer tal funcionario y esas cosas, e ir a lo más grande.

Mafalda, entonces, habla de los problemas que tiene la gente para entenderse. La protagonista sueña con ser traductora en la ONU (a la que llama UN) para traducir mal los conflictos y así anularlos. Es un mensaje que está bien, del que no me voy a quejar.

Pero hay otro aspecto: el pesimismo. La última vez que releí el Toda Mafalda me quedó un mal sabor de boca, porque lo vi claramente. Pero siempre había estado, y me parece que la diferencia era mi punto de vista.

Me quedó una tira en la que Mafalda ve a dos personas que se encuentran por la calle. Se reconocen, y exclaman qué casualidad encontrarse justo ahí, esas cosas. Uno de ellos comenta “es que el mundo es un pañuelo”. Mafalda, al escuchar eso, piensa “habrá que quejarse al lavadero, entonces”.

Y yo digo: ¿qué necesidad? Aparentemente el personaje Mafalda opina que el mundo es una mierda, y no hay vuelta que darle. Esa tira no tiene otro mensaje que ése. Lo podría dejar pasar como el precio de algo ingenioso, de un buen chiste, pero acá ni siquiera hay eso. Sólo la operación Mundo -> Pañuelo -> Lavadero.

Hay otras tiras que pueden contener mensajes similares, pero están hechas con otro ingenio. Por ejemplo, una en la que Mafalda se roba un cartel de “Peligro: hombres trabajando” y lo coloca al lado del globo terráqueo. Eso es otra cosa. Y por más que se pueda objetar que hay muchos hombres trabajando para mejorar el mundo, no deja de ser ingenioso y relevante.

Poco después de esa última relectura, se inauguró en el subte de Buenos Aires (bajo la Plaza de Mayo) un mural de Mafalda. Aparentemente con la aprobación de Quino, se incluyeron dos tiras. Una en la que Mafalda le muestra al oso de peluche el globo terráqueo, y le dice que es lindo ese mundo “porque es una maqueta. El original es un desastre”. Yo pregunto, ¿de todas las tiras de Mafalda, justo ésa vienen a elegir?

Me da la impresión de que Quino tiene cierto orgullo por el lado pesimista. Me permite pensarlo su trabajo posterior a Mafalda, que ha ahondado en esa clase de cosas (no exclusivamente). Tal vez el hecho de que Mafalda fuera una tira protagonizada por chicos neutralizaba un poco el pesimismo general de Quino, y lo obligaba a hacer otro tipo de cosas, aunque fuera sólo para alimentar a los otros personajes.

De cualquier manera, Mafalda es una gran tira, no quiero que se interprete mal. Sólo quiero hacer notar ese aspecto, particularmente porque muchas veces es elogiado, supongo que sin querer, por los bienpensantes. Sólo digo que hay que tener cuidado, no vaya a ser que de mucho leer Mafalda uno termine creyéndose ese mensaje. Muchas veces, el contenido de Mafalda es para masticarlo, pero no hay que tragarlo.

Nota de agenda: a partir de hoy en este blog saldrán posts los días en los que no salgan cuentos en el otro blog. Como ahí sale uno cada tres días, acá habrá dos en el mismo período.