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Eureka


Hace muchos años, durante mi estadía en San Francisco, descubrí la ciencia. No sé por qué en ese momento, ni por qué ahí, sólo ocurrió. Desde entonces no me hice científico, pero sí aficionado a la ciencia y a su forma de pensar.

En ese momento sólo estaba disfrutando de ese gusto, y un día decidí que, ya que estaba en una ciudad de la que un día me iba a ir, valía la pena visitar el museo de ciencias naturales local. Entonces fui, y para mi sorpresa, no me impresionó. Me pareció bastante aburrido en su approach. El material que había era interesante, pero no era nada que no pudiera enterarme mejor con un poco de lectura. No me hacían sentir la ciencia.

Lo recorrí todo, de cualquier manera. Me tomó algunas horas. Cuando salí era de noche. Y en las escalinatas del museo, aprovechando la circunstancia nocturna, había unas personas con telescopios, puestos ahí para que los transeúntes miraran algunos astros que a simple vista no se aprecian.

Me acerqué. Si bien algunas veces había mirado por telescopios grandes, para un no astrónomo es un momento intrigante, incluso puede ser algo intimidante, pero de una intimidación sana, como cuando uno se para frente al Universo.

Hice la cola, y cuando llegó mi turno, pude asomarme la visor del telescopio. Del otro lado estaba Saturno. Lo reconocí de inmediato. El planeta anillado estaba ahí, tal como aparecía en las fotos, aunque más chico. Supe en ese mismo instante que eso era Saturno en vivo y en directo, tal como había aparecido unos minutos atrás, cuando partió la luz de ahí. Y me agarró una sensación placentera. Mantuve la mirada en el planeta durante unos segundos, y después me fui.

Ese museo está en medio del Golden Gate Park, y para volver tenía que atravesar el parque. Agarré mi discman (que era lo que se usaba en esa época) y puse Revolver para acompañar la caminata. Anduve un rato, disfrutando del olor a rocío, y del hecho poco frecuente de haber visto un planeta por telescopio. Estaba contento. Estaba solo, rodeado por árboles, naturaleza. De pronto, llegué a un claro. Y algo me llamó a mirar para arriba, tal vez la ausencia de árboles. Al mirar, vi las estrellas. Eran abundantes, como no suelen verse en la ciudad. Me sentí parte del universo, mientras por los auriculares sonaba el coro

We all live in a yellow submarine
a yellow submarine
yellow submarine.

Léame tenía que tener una sección biográfica. Y, si no tenía que tener, seguramente habría puesto una. Desde hace años vengo escribiendo autobiografías apócrifas, porque me gusta burlarme de esa clase de cosas. No contienen datos sobre mi persona, porque me figuro que a nadie le importan, y también que varios interpretarían los cuentos a través de lo que creen ver en los datos biográficos.

Entonces tenía que poner una autobiografía, y no quería que dijera nada. Decidí agarrar el mejor de los textos de ese género, que inicialmente se titulaba Autobiografía genérica, y consiste en poner la estructura de una biografía, sin poner ninguno de los datos. Así:

Nicolás Di Candia nació. Ya desde su más tierna infancia. De joven acostumbraba, luego consideró. Desde entonces.

Después sigue en ese tono, con la idea de sugerir algún tipo de historia, pero quedarse en la sugerencia. Ese texto no fue escrito con la idea de ser publicado en ese lugar del libro, sino que cuando hacía falta lo elegí. Y me parece que funciona muy bien. Creo que es más divertido que una biografía en serio. Y si un lector quiere conocerme en serio, justo abajo tiene la dirección de este blog, donde expongo mi alma (?) para todos ustedes.

Hablando de ustedes, me imagino que se preguntan por qué hay ahí arriba una foto de John Lennon circa 1965. Porque lo contado hasta acá es sólo una parte de lo que quiero decir. La segunda parte empieza a continuación.

He leído muchas biografías de distinta gente. Una de ellas es Lennon, escrita por Ray Coleman. Se trata de un volumen de más de 700 páginas, en inglés, que leí hace más de diez años. Coleman era un periodista del semanario Melody Maker. Como tal, conoció a Lennon en 1962, cuando los Beatles estaban lanzando su primer disco. Con el tiempo se ganó la confianza del grupo. Según él mismo, porque no hacía preguntas imbéciles de pop star, como “¿cuál es tu color favorito?” o “¿cómo se llama tu mascota?”. En su lugar, les permitía explayarse como Homo sapiens pensantes que eran. Y el grupo apreciaba esas oportunidades.

La biografía está bien, aunque tiene un cierto tufo de adulación, por más que es póstuma. No presenta a Lennon como alguien perfecto, pero párrafo tras párrafo se encarga de encontrar la mejor interpertación posible para lo que está diciendo. Todo, lo bueno y lo malo, es un síntoma de la grandeza inherente al personaje. Tiene ese defecto de algunas biografías, de supeditar todo a ciertas ideas, y hacer que los hechos signifiquen algo, cuando no necesariamente algo que pasa significa más que el hecho de que pasó. De todos modos, es una lectura interesante, y contiene esparcidos unos cuantos escritos que hizo el mismo Lennon. Cuentos que fueron publicados en sus libros de nonsense, cartas públicas y privadas, postales, esas cosas. Documentos biográficos.

Todo esto viene a cuento porque hace unos días desempolvé el libro, que no tocaba desde hacía muchos años. Y lo estuve releyendo en ese modo random en el que está bueno releer libros. Y de repente me encuentro con una postal que Lennon le mandó al autor (sin saber que iba a ser su biógrafo) en 1965, durante una gira. La postal está hecha a partir de una foto autografiada de los Beatles, cortada en dos. Entonces la foto son sólo ocho piernas y zapatos, con las respectivas firmas. Del otro lado, está el texto manuscrito de Lennon (reproducido aquí en su totalidad, respetando la ortografía original):

Dear Ted,
Having a wonderful. The weather is quite. Wish you were. The food is. So are we. See you when we get.
Ours truly,
Them Beatles

O sea, el mismo recurso de mi autobiografía genérica, aplicado a las postales de vacaciones. La pregunta, entonces, se impone: ¿plagié esto a Lennon? Respuesta: no sé. Nunca me acordé de que existía, aunque no puede descartarse que la idea (que una vez que lo volví a ver sé que me había gustado) haya quedado rondando en algún lugar de mi cabeza, más allá de lo consciente. Voy a ponerle un nombre. No es consciente, es como abajo. Es sub-consciente. Ahí está, se lo voy a contar a mis amigos psicólogos, para que lo investiguen.

De cualquier manera, me gusta encontrarme con la posibilidad de haber aplicado independientemente un recurso que usó Lennon. No voy a comparar mi talento con el suyo, sólo reconfortarme con la idea de que “great minds think alike”.

Lanzamiento, presente en Léame, tiene una larga historia. Arrancó como un tímido intento de sorprender al final. Titulado En las alturas, era una idea sencilla. El protagonista está parado en un balcón, mirando hacia abajo. La idea es que el lector piense que está contemplando suicidarse, que puede o no saltar, que está reflexionando sobre las consecuencias que puede tener su suicidio. Y entonces, en el último momento del texto, lo que debe sorprender es esto:

En un momento dado, se hizo presente la tentación. Luis al principio trató de resistirla, pensando en lo que los demás podían pensar de él. Y durante unos instantes resistió. Pero al pasar los minutos la inhibición se le fue reduciendo. Entonces Luis tomó impulso, eligió un objetivo y, con todas sus fuerzas, escupió.

Durante un tiempo se mantuvo así, sin ser brillante, sin ser una bosta, como un ejemplo de ejercicio temprano. Pero un día volvió a aparecer. Me había quedado dando vueltas por algún sector de la cabeza, o del resto del cuerpo, y volvió a mi consciencia. Y, como ya estaba más experimentado, supe que se podía hacer más. No era suficiente sorpresa. Entonces decidí probar a ver qué pasaba con otro intento, que titulé En el balcón, como referencia directa al cuento anterior.

Dejé los primeros párrafos exactamente iguales, como una especie de testimonio del origen (después hubo que cambiarlos, porque quedaba feo el contraste de estilos). Pero pensé que el lector, como se iba a dar cuenta de que la cosa venía por el lado de la escupida, necesitaba sorprenderse de otra forma. Entonces se me ocurrió que, al intentar escupir, el personaje se cayera. Ahí me gustó, porque podía seguir haciendo lo de la escupida pero al mismo tiempo no me perdía todo lo que podía venir con la caída.

Y de repente, ocurrió uno de esos momentos mágicos. De pronto, las cosas que había escrito un par de años antes empezaron a tener sentido en la historia nueva. Los árboles que parecían nubes vistas desde un avión servían para amortiguar la caída. La gente que se veía desde arriba servía para iniciar conflictos. El cuento, y sus componentes, tenían más niveles que los que había visto, y estaban saltando a la luz.

El cuento quedó redondito. Faltaba sólo pulir el título, porque de pronto gran parte de la historia no ocurría en el balcón. ¿Qué puede unir el concepto de tirarse con el de escupir? Con una palabra bastaba: Lanzamiento.

Léame tiene numerosos componentes extranjeros. Quiero decir no argentinos. Cuentos situados en otros países, o con mentalidades de otros países. Y también tiene expresiones en inglés que no están traducidas. ¿Por qué es así?

Respuesta: ¿por qué no? Ya sé que la respuesta es otra pregunta, pero hay que atenerse a la contratapa, en la que se explica que me gusta hacer esa pregunta en forma provocativa. Se me ha comentado que tal vez los lectores se puedan perder si no entienden las expresiones en inglés. Mi respuesta es que no creo. No son tantas las expresiones, y no son fundamentales para entender los textos. El libro está en español (que es, por cierto, un idioma extranjero).

Pero hay algo más profundo que eso. Y es lo siguiente: el libro no está escrito para el público. Está escrito para mí. En realidad no para mí, pero para alguien igual o similar a mí que no haya leído (ni escrito) esos cuentos. No sé si me explico. No me estoy preguntando qué quieren leer los demás, para después ponerme a escribir eso. Lo que hago es escribir lo que tengo ganas, lo que me parece que puede estar bueno. Lo demás viene solo.

Si una idea me parece mejor escribirla en inglés, pues la escribiré en inglés. No me importa. Si me parece mejor en alemán ahí habrá un problema, porque no sé alemán. Entonces elegiré entre alguno de los idiomas que sé.

No sé si a usted, caro lector, también le pasa. Pero a mí, a veces, encontrar extranjerismos me acerca a quien escribió un texto. Los extranjerismos muestran una manera de pensar, un código compartido. En general los que pongo podrían tener traducción, pero son mucho más directos así como están. Cuando los encuentro en un texto de otro pienso que el otro no sólo razonó esto último, sino que para llegar a razonar esto último tuvo que haber compartido esos códigos hasta llegar al extranjerismo.

De esta manera, se produce un vínculo que a los que usan nativamente esas frases no les ocurre. A través de idiomas extranjeros, autor y lector llegan a una conexión que la gente que habla ese idioma no puede tener con las mismas palabras. Al trascender los localismos, la pertenencia se afianza. La identidad sólo tiene sentido en comparación con otras identidades.


Disney On Ice

Atención: conviene leer lo siguiente luego de leer el cuento Walt Disney descongelado, perteneciente a Léame. Este texto arruina el final.

El rey de los antropomorfismos, Walt Disney, no está congelado en una cámara criogénica esperando que la ciencia encuentre una cura para su enfermedad. Sin embargo, existe la leyenda de que el bueno de Walt arregló para que se hiciera algo así. Es probable que sea por su afición a las innovaciones tecnológicas, y a lo grandioso y memorable. Ayuda también cierta actitud desafiante que se muestra en la siguiente cita que hizo a la revista de National Geographic en 1963:

—What happens when there is no more Walt Disney?
—I think about that. Every day I’m throwing more responsibility to other men. Every day I’m trying to organize them more strongly. But I’ll probably outlive them all.

(Por cierto, ese número de National Geographic tiene como nota principal a Disneyland, con una historia detallada, acceso tras bambalinas y mapas de la calidad acostumbrada por la benemérita sociedad. La nota es larga, y la leí toda.)

Siempre me atrajo esa historia, del mismo modo que me atraen otras teorías conspirativas delirantes, como el Paul is dead (ahora que lo pienso, la supuesta no muerte de Disney y la supuesta muerte de McCartney ocurrieron en el mismo año). Pero no se me había ocurrido hacer nada al respecto, hasta que oí un tema de Fito Páez titulado Si Disney despertase.

El tema en cuestión tiene una letra que hace difícil saber de qué está hablando. Me pareció una lástima que no se pusiera a especular sobre qué pasaría el día que reanimaran al creador de Saludos Amigos (si no lo hace, no entendí la letra). Tarde o temprano me cayó la ficha: si no lo hizo él, nada me impide hacerlo yo.

Así que ahí había una semilla: Disney revivido. Pero, ¿qué pasa después? No se me ocurría nada. Pasaron varios días, y la idea seguía dando vueltas en mi cabeza. Sabía que tenía potencial, era cuestión de encontrarle la vuelta. Hasta que un día fui al supermercado. Había mucha gente, la cola de la caja era interminable. Empecé a temer por los congelados. Es sabido que hay un límite de dos horas para que se mantenga el congelamiento. Pasado ese límite, una vez descongelado, no se puede volver a congelar.

Era cuestión de tiempo para que la idea de Disney que daba vueltas en la cabeza se topara con ese concepto supermercantil. Ocurrió en la misma cola. Ahí tenía algo. Un punto de partida y uno de llegada. Disney es descongelado, algo pasa y Disney quiere volver a congelarse, pero como ya fue descongelado no se puede. Eureka.

Decidí que el instinto de Walt lo iba a llevar hacia los climas fríos, a crear parques temáticos en Alaska y esas cosas. Pero necesitaba que se enfermara. Acudí a mis conocimientos de divulgación biológica, y pensé que debía contraer una enfermedad desconocida en su época. Elegí el SARS, entonces tuve que hacerlo pasar por China, y el cuento empezó a ir para cualquier lado. Pero la estructura funcionaba.

Después se lo llevé a Virginia, y fue ella la que dijo “¿por qué no le agarra un golpe de calor?” De repente dio con la clave de los problemas que tenía el cuento. Eliminé todo lo innecesario, y el cuento fluyó mejor. Ahora simplemente Disney es despertado, se va al frío y cuando vuelve a California le agarra un golpe de calor que hace que sea necesario volver a congelarlo. Listo. Sencillo, efectivo y la feliz culminación de un proceso largo.

Cuando estaba escribiendo Gaseoducto, necesitaba una ciudad para ubicar el primer prototipo de una cañería pública que transportara Coca-Cola. Tenía que ser una ciudad de Estados Unidos, más o menos inconspicua pero de un tamaño razonable. No un pueblo de quinientas personas, ni New York.

Por supuesto, hay muchísimas ciudades de esas características en Estados Unidos (exactamente 52.433). Lo que necesitaba, de cualquier modo, no era saber que existen sino el nombre de una. Empecé a buscar maneras de encontrar alguna ciudad. Pensé en buscar listas por población o cosas así. Pero inmediatamente me vino a la cabeza un nombre: Birmingham, Alabama.

¿Por qué apareció ese nombre? No tenía idea. Ni siquiera estaba seguro de que tal ciudad fuera real. Entonces la busqué en Wikipedia. Y vi que en esa ciudad está una de las más grandes y antiguas embotelladoras de Coca-Cola.

El gaseoducto se construyó entonces en Birmingham, Alabama, y así aparecerá en Léame.

A veces uno siente que está tocado.

El cuento más largo del libro, La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton, es una aventura situada en la Inglaterra victoriana. No suelo escribir cosas así muy seguido. Es una especie de versión de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, aunque la mayor fuente de ideas no es Stevenson sino Julio Verne. Hay muchos elementos de Viaje al centro de la Tierra y, sobre todo, de La vuelta al mundo en ochenta Días. Está bueno que sean de dominio público.

En particular, el lugar de reunión de los personajes principales está basado en La vuelta al mundo en ochenta días. Tiene otro nombre, pero el lugar quiere ser como el club donde Phileas Fogg apostó que podía hacer tal viaje. El cuento no tiene nada que ver con esa aventura más allá de haber tomado el elemento.

Pero tomé elementos de distintas partes. Cuando necesitaba una calle donde viviera uno de los personajes, Lord Quidstock, me pregunté qué calles de Londres conocía. Una era Abbey Road, pero iba a sacar al lector de donde quería y lo iba a situar en la calle fuera de los estudios donde los Beatles grabaron, entre otros discos, Abbey Road. La otra calle que conocía era Savile Row. Es donde estaban los estudios de Apple, en cuya terraza se grabó el concierto que forma el clímax de la película Let It Be.

Hace poco, cuando estaba haciendo la revisión final, pensé que en una de ésas no era la calle más apropiada. Sabía que Savile Row se caracteriza por una gran cantidad de sastres. Tal vez convenía mudar a Lord Quidstock a un lugar distinto.

Me metí entonces, una vez más, en la Wikipedia. Busqué la entrada de Savile Row. Habla de los sastres y tiene una lista de ellos. Pero más abajo, en la sección de “popular culture”, encontré lo siguiente:

№7 Savile Row was the London address of Phileas Fogg, protagonist of Jules Verne’s classic adventure novel Around the World in 80 Days.