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Ya expliqué en otra ocasión la razón del título Léame. En pocas palabras, viene de la serie que recorre el libro, que consiste en especies de diálogos en los que el autor trata de razonar con el lector, o influirlo, o pedirle clemencia. Con el riesgo de que este texto sea repetitivo, o redundante, o vuelva sobre conceptos ya vertidos, o diga varias veces lo mismo, voy a tratar de echar luz sobre el origen de esa serie.

Vale primero una aclaración. En realidad no sé bien de dónde viene eso ni nada de lo que escribo. Se me ocurren, sin embargo, algunas ideas que pueden o no ser ciertas. Es probable que tire ideas con las que no estoy de acuerdo.

Lo primero que se me ocurre es que me gusta cuestionar. Tratar de pensar las palabras, de manera que cada una merezca estar. Pero más que las palabras, me gusta cuestionar conceptos. Ideas atrás de frases que capaz que se dicen habitualmente, y pueden esconder sentidos que no son los que se toma por ciertos. O pueden contener conceptos adicionales dignos de ser explorados.

Cuestiono estas cosas en el lenguaje, y también en mí. ¿Qué cosas doy por ciertas sin pensarlas? ¿Qué conceptos estoy repitiendo como loro? ¿Qué cosas que creo originales no son más que meros afanos? Todo el tiempo busco no caer en las trampas en las que veo caer a los demás, ni en las que caí alguna vez. No siempre lo logro. Estoy, no obstante, alerta. Y esa alerta me hace vigilar los textos.

Entonces, mientras escribo, hay una voz que dice cosas como “¿eso está bien?”, “eso se puede mejorar” o “eso es una boludez”. La voz toma la forma de alguien externo que está leyendo el texto y me humilla durante esa lectura, marcando los defectos. Como consecuencia, tengo que seguir escribiendo hasta que esa voz se quede callada y no tenga nada que objetar.

Es fácil llegar desde acá a la idea de escribir directamente hacia ese lector externo, tratando de obtener su favor. Pero no estoy seguro de que sea por eso que me sale esa serie.

Otra posibilidad, que se me ocurrió después de impreso el libro, es que sea una herencia del blog LaRedó, donde escribí durante varios años. Ahí hay una cantidad de gente que se dedica durante todo el día a comentar los posts que salen. No importa el contenido de cada uno. Usan la sección de comments del blog como un chat: se saludan, sugieren poner algún canal de televisión que está transmitiendo algo específico, proponen temas de discusión y, sobre todo, escriben la frase “todos putos”. Como resultado, la cantidad de comentarios de un post refleja no lo que generó el contenido, sino el tiempo que estuvo como última nota publicada.

Entre estos comentarios, siempre hay un puñado que son relevantes a lo escrito. Y pueden ser devastadores. Cualquier deficiencia real o imaginaria de lo publicado saldrá a la luz. Las inexactitudes son chequeadas, o semi chequeadas. En el afán por descubrir defectos, algunas sutilezas pueden caer en la ignorancia general, o ser corregidas como si fueran errores.

En general, cuando escribía ahí, tenía varias de las actitudes que cuando escribo para mí: cuestionar todo. También trataba de tener un aporte personal, no hacer algo igual a lo que hacían los demás, o a lo que hacían en otros medios. Para mí nunca tuvo sentido eso. Entonces exploraba, buscaba temas raros, o sobre todo maneras diferentes de encarar temas comunes. Esto requería explicaciones más o menos detalladas, debido a la costumbre de mucha gente de leer por arriba, o asumir que la nota que uno escribió, que se trata de un tema común, tomaba una posición o actitud determinada. Como resultado, salían unos cuantos párrafos, y esto me valió la reputación de escribir textos largos (los posts que hice para ese blog suelen ser mucho más largos que los cuentos). Algunos agregaban que además de largos eran aburridos, algo con lo que en general no estoy de acuerdo. En esos casos asumo que son sentidos del humor diferentes, que exigen otra cosa, los que afirmaban eso.

Pero vamos a un ejemplo para hacer las cosas más claras. Véase esta nota, titulada “El más grande”. Si se la lee, se verá que es un texto acerca de la discusión de Maradona vs. Pelé, de las actitudes de la gente que se embarca en esa cháchara y de la clase de argumentos que se esgrimen. Veamos una muy escasa selección de comentarios:

  • Eeee, ya lo leo entero, pero esta discusion no tiene ningun sentido…
  • A mi me gusta más el Die´, a pesar de su veleta verborragia.
  • Ya dijeron que Pele debuto con un pibe?
  • De pie señores, acá se habla del Dié
  • dale viejo, teorizando un viernes a la tarde?
  • Todo mal,…se cayo Poringa,…
  • no lei el post pero hacete ortear Perplatado
  • Gordo barrilete y mentiroso como pocos. Orgullo nacional la verga, que enseña maradona? Que mediante el trabajo se puede? mentira. Coherencia? la chota.

Es muy razonable, entonces, que una persona que me conoce sólo por ese blog y sabe ese funcionamiento, encuentre al título Léame como una prédica para que alguno me dé pelota, y a la serie del autor al lector como un intento de dialogar con los hipotéticos comentaristas del libro. No es lo que pienso, no creo que todo esto venga de ahí, pero tiene sentido que se le ocurra a alguien.

¿Cuál es entonces el origen de estas cosas? Últimamente estoy pensando que ese origen está cerca de una de las influencias ocultas (?) de mi escritura: los Simpsons. Siempre fui hincha de las rupturas de la cuarta pared, y hace muchos años confeccioné esta recopilación (en inglés) para el sitio The Simpsons Archive.

Aunque puede cambiar, en este momento me inclino a pensar que los intentos de diálogo y complicidad con el lector vienen de ahí.

Léame tiene numerosos componentes extranjeros. Quiero decir no argentinos. Cuentos situados en otros países, o con mentalidades de otros países. Y también tiene expresiones en inglés que no están traducidas. ¿Por qué es así?

Respuesta: ¿por qué no? Ya sé que la respuesta es otra pregunta, pero hay que atenerse a la contratapa, en la que se explica que me gusta hacer esa pregunta en forma provocativa. Se me ha comentado que tal vez los lectores se puedan perder si no entienden las expresiones en inglés. Mi respuesta es que no creo. No son tantas las expresiones, y no son fundamentales para entender los textos. El libro está en español (que es, por cierto, un idioma extranjero).

Pero hay algo más profundo que eso. Y es lo siguiente: el libro no está escrito para el público. Está escrito para mí. En realidad no para mí, pero para alguien igual o similar a mí que no haya leído (ni escrito) esos cuentos. No sé si me explico. No me estoy preguntando qué quieren leer los demás, para después ponerme a escribir eso. Lo que hago es escribir lo que tengo ganas, lo que me parece que puede estar bueno. Lo demás viene solo.

Si una idea me parece mejor escribirla en inglés, pues la escribiré en inglés. No me importa. Si me parece mejor en alemán ahí habrá un problema, porque no sé alemán. Entonces elegiré entre alguno de los idiomas que sé.

No sé si a usted, caro lector, también le pasa. Pero a mí, a veces, encontrar extranjerismos me acerca a quien escribió un texto. Los extranjerismos muestran una manera de pensar, un código compartido. En general los que pongo podrían tener traducción, pero son mucho más directos así como están. Cuando los encuentro en un texto de otro pienso que el otro no sólo razonó esto último, sino que para llegar a razonar esto último tuvo que haber compartido esos códigos hasta llegar al extranjerismo.

De esta manera, se produce un vínculo que a los que usan nativamente esas frases no les ocurre. A través de idiomas extranjeros, autor y lector llegan a una conexión que la gente que habla ese idioma no puede tener con las mismas palabras. Al trascender los localismos, la pertenencia se afianza. La identidad sólo tiene sentido en comparación con otras identidades.

Es importante saber con qué terminar un libro, o cualquier obra. No basta, en el caso de una recopilación de cuentos, con que estén todos los que tienen que estar. Hay que ordenarlos de manera que tengan el mejor impacto posible. Y el final se supone que es lo que resonará en el lector, el último contacto entre él o ella y el libro. Está bueno terminar con algo que merezca esa atención.

Todos los artistas respetables cuidan esos detalles. Los recitales no terminan con cualquier tema, terminan bien arriba. Los discos también. “Please Please Me” no en vano termina con Twist and Shout. Las temporadas de las series suelen cerrar con impacto, a menos que se les ocurra hacer un cliffhanger para resolver en la siguiente. El único género en el que no conviene terminar con algo importante son los libros de texto escolares. No da terminar el libro de biología con la evolución, porque lo más probable es que nunca se llegue.

El final presenta la oportunidad de cerrar ideas que hayan quedado más o menos abiertas, hacer un moño sobre lo que viene antes. Por todas estas razones son tan poco abundantes las recopilaciones estrictamente cronológicas. Es mejor sacrificar esa rigurosidad para mejorar la experiencia.

El primer borrador de Léame terminaba con La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton. Es, como se ha dicho aquí, el cuento más largo del libro y el que más se parece a la idea que este autor antes tenía de lo que era un cuento. Era mi forma de terminar bien arriba. Pero esto fue vetado en el proceso de edición, debido a esas mismas razones. Es un cuento atípico para el libro, mejor no darle un lugar tan importante. Y, aparte, es mejor no terminar con algo muy largo. El lector viene acostumbrado a una longitud, y de repente se encuentra con otra exigencia.

No sabía, entonces, con qué terminar. El cuento final apareció después de que saliera el título Léame. Ese título imponía algunas pautas a la estructura, como empezar con uno de los textos del autor al lector. Era razonable terminar también con uno de ésos, pero ninguno me convencía. Lo más cercano era Verdades acerca de usted, pero ya había cerrado un librito con eso, y me gustaba más para el medio.

En el medio de todo eso, se me ocurrió un texto nuevo para esa serie. Uno en el que el autor agradeciera al lector estar leyendo ese texto y no otra cosa. En el medio de la escritura empezó a quedar claro que eso era el final del libro. De repente, un texto que surgió como uno más, que ni siquiera tenía pensado que entrara porque estaba siendo escrito después de la fecha de corte, se convertía ante mis ojos en serio contendiente para terminarlo. Cuando terminé el texto, estaba bastante seguro. Pero no sabía si era la euforia que me nublaba el razonamiento.

Decidí llevarlo al taller de Virginia, al que seguía (y sigo) concurriendo paralelamente al proceso de edición de Léame. Lo llevé como un texto más, esperando reacciones, a ver si funcionaba. Y lo primero que dijo ella fue la confirmación de que mi instinto era correcto: “es el final del libro”.

Me gusta hacer pensar a los demás. También a mí. Es un placer cuando me doy cuenta por mí mismo de algo. Cuando se me ocurre una explicación para alguna cosa, y resulta que está bien. Aunque esté mal, ya el hecho de pensar es placentero. Y es un placer que me gusta compartir con los demás.

Por eso cuando escribo trato de que el lector piense. No le propongo ejercicios directos. Lo que hago es escribir de manera tal que el lector tenga que poner algo propio. Que vea lo que no puse. Que se anticipe a cuál pudo haber sido mi razonamiento para la siguiente parte del texto, y se sorprenda cuando es distinto. Que busque las razones por las que las cosas están escritas de una manera y no de otra.

Pero puede ser difícil. El riesgo es irme demasiado para el otro lado y quedar sólo en la insinuación, sin que haya posibilidad de que el lector piense. O que tenga que hacer un trecho muy largo para llegar a donde quiero que llegue. Para eso es bueno probar los textos, leerlos en público, ver cuál es la reacción, a qué responden, a qué no. No guiarse exclusivamente por esas reacciones, por supuesto, porque muchas veces algo se descubrirá en momentos más privados. Pero tenerlo en cuenta.

Lo que hago es sugerir pensamientos. Estimular al lector para que haga lo mismo que yo cuando leo algo. No sé para qué lado se van a ir, y eso está bien. No se trata de que piensen lo que estoy pensando. Y mucho menos se trata de que opinen lo mismo que opino yo. Se trata de que piensen.

Durante la adolescencia, me ocupé por alguna razón de restringir mis gustos artísticos. Elaboraba grandes excusas para determinar por qué algo (un cantante, una película, un escritor) no me gustaba. Al mismo tiempo, elaboraba ideas sobre cómo tenían que ser las cosas. A esta altura no me acuerdo cuáles eran. Pero eran “esto no se puede, esto otro tampoco se puede, si hacés esto tu obra es mala, esto es una porquería”.

Tenía, entonces, una lista negra de no-nos, y bastaba que alguien cometiera uno solo de ésos para que se convirtiera en un artista inferior, indigno de admiración por mí y cualquier persona respetable.

Todo eso cambió con el tiempo, paulatinamente. Me acuerdo el momento en el que empezó ese cambio.

Fue en 1997, o tal vez 1998. Fui a ver a Leo Maslíah al subsuelo del hotel Bauen, donde hacía una larga temporada. Conocía algo de sus canciones, no mucho. Me gustaba el tema “Todo con respaldo”, que es una canción que después de cada verso tiene un auspicio correspondiente. También había escuchado “Quiero verte morir de muerte natural”, una parodia de Pimpinella. En ese momento, era un éxito el tema “Zanguango”, que tenía videoclip y todo, y lo pasaban por algunos canales de cable. El tema me pareció muy ingenioso, y me sigue pareciendo.

Entonces tuve ganas de ir a verlo. No sabía lo que me esperaba. Arrancó más o menos como esperaba, con un cuento sobre un señor que es tímido después de iniciar una relación y no antes. No estoy seguro de que supiera que escribía, y ciertamente no se me había ocurrido que existían ámbitos en los que la gente iba a escuchar a otro leyendo cuentos. Durante algún tiempo creo que supuse que eso era una particularidad de Maslíah, y que se podía sostener porque hacía también música.

Continuó con una versión pre-disco de “La papafrita”. Me sorprendió que nombrara marcas y gente como Elsa Serrano. Era una de las cosas que me parecía que estaban “prohibidas”, a menos que se tratara de eso. Sin embargo, la canción me gustaba igual. Por lo tanto, mi concepto estaba mal. De cualquier modo, tampoco era una gran transgresión.

Pasaron dos o tres temas más, y de repente arrancó con unos acordes raros. Unos segundos después, sin dejar de hacer esos acordes extraños, empezó a decir la letra: “mi unicornio azul, por fin te encontré, mi unicornio azul, por fin te encontré”. De repente me encontré con una canción que no era una parodia de otra, sino una especie de respuesta. Una de las infinitas posibles.

Ése fue el momento en el que me di cuenta de que estaba pasando algo extraordinario. Se estaban dando vuelta mis preconceptos. De repente, todo lo que creía que no era posible, era posible.

El recital continuó con varias obras que me producían rupturas. “El precio de la fama”, la historia de Alex Estragón dando un recital impromptu en el que no terminaba nunca de tocar, interpretado con versiones en teclado de las obras clásicas a medida que iban ocurriendo en el cuento. “Werner”, cuyo contenido es básicamente una sucesión de insultos. Es muy distinto leerlo que escucharlo por primera vez. De repente el tipo empieza “Werner era ignorante, inmoral, morboso” y entra a acumular adjetivos. Todo con un ritmo monótono, que no se sabe cuándo va a terminar. “insensato, trasnochador, malviviente, vanidoso”. Ninguno era un chiste en sí mismo, aunque algunos parecían. “entrometido, jactancioso, fullero, senil, descortés”. Parecía que no iba a terminar nunca. “simplón, incapaz, desvergonzado, pérfido”. A medida que continuaba, el pensamiento que surgía en mi cabeza era ‘esto tiene que explotar al final’. “lerdo, rústico, descocado, receloso”. De repente, apareció un ‘y’ que dio por terminada la lista. “infame, adulador y malhablado”. Pausa de la duración justa para dar el máximo impacto al remate. “Es una suerte, hija, que no te hayas casado con él”.

Era un cuento que no sólo era graciosísimo, sino que tenía una simplicidad estructural asombrosa. Estaba compuesto por dos oraciones. Y ese remate le daba un sentido a la lista anterior, sino que permitía imaginar toda una historia y un personaje atrás.

Leyó también “Por la fuerza no”, un cuento corto que cuestionaba conceptos políticos de una manera que nunca había pensado. “Rogelio”, una canción sobre un señor que tiene cara de culo, va a un cirujano para corregirlo y por un error el doctor le hace un culo en la cara. El diálogo musical “Perdón si te molesto con esta sonatina”, sobre una persona que insiste, sin ánimo de molestar, en tocar una sonatina.

Todo esto era en un espectáculo bastante regular, que alternaba canciones y cuentos, pero no tenía variaciones escénicas ni nada. Las canciones las leía Leo solo, y las canciones también, sólo acompañado por el teclado. Con una actitud medio anti-showman, “yo voy a hacer lo que hago, y que los divierta eso”. A los dos tercios de espectáculo así, de repente larga un tema titulado “Esa morena”, donde al final de la primera estrofa, y sin anestesia, Leo exclama “todos juntos” para que el público lo acompañe en la repetición del último verso.

El público, desprevenido, apenas si responde. Ni en pedo un recital así da para que el público de pronto se ponga a cantar como si fuera Hey Jude. Sin embargo, en las dos estrofas siguientes seguía esa estructura. El público, tímidamente, algo cantó, pero muy poco. Me quedó claro que el chiste era eso, y más después, cuando Leo hizo un monólogo preguntando por qué el público tenía tan poca onda como para cantar, siendo que era un tema con ritmo, fácil y simple. En la estrofa siguiente, luego de ser apercibido, el público está listo para cantar, pero en el intervalo en vez de “todos juntos” la exclamación es “yo solo”. Sólo en la última estrofa el público, entusiasmado, canta el último verso, que dice “con un swing de la gran puta”. Y ahí Leo exclama “ah, eso era lo que les estaba faltando”.

Esto también era extraordinario. El tipo estaba poniendo la lupa sobre su propia estructura de espectáculo, y sobre el público mismo (además de la idea de que el público participe de los recitales).

Salí flasheado del recital. Había descubierto un mundo. Había aprendido que un artista debe darse libertad. Y no sólo eso: me había entrado la idea de que esa libertad era posible, alcanzable. Tal vez porque podía percibir en general de dónde me parecía que venían muchas de las ideas, podía reproducir el proceso de creación (no importa si el verdadero, un camino hacia conseguir esos resultados).

Desde ese día, lentamente fui evaluando las cosas que creía que podía y no podía hacer, siempre teniendo en cuenta que lo más probable era que fuera posible. Sigue habiendo artistas que me parecen malos, obras que me parecen pésimas, pero trato de, por lo menos, ver qué se quiso hacer antes de no respetarlos. Y en algún momento decidí que era hora de ejercer esa libertad y ponerme a hacer cosas yo.

Pero todo empezó el día de ese recital, en el que descubrí la creatividad. Por eso me encanta que la contratapa de Léame, que no escribí ni aprobé, arranque con la frase “Nicolás Di Candia pregunta provocativamente ¿por qué no?”.

Cuando uno edita un libro, se produce una costumbre infaltable. Los amigos, conocidos y desconocidos se acercan para que el autor les dedique el ejemplar. Esto se hace a través de un pequeño mensaje firmado en la primera hoja del libro, que posiblemente sea dejada en blanco por las imprentas con ese objetivo.

La costumbre está tan arraigada que en eventos como la Feria del Libro, autores masivos pasan horas firmando ejemplares para gente que hace largas colas con el solo objetivo de obtener esa dedicatoria. Nunca hice algo así, no entiendo por qué alguien lo haría. Aunque el hecho de que ocurra muestra que es una buena forma de promoción para un libro de un autor conocido.

No termino de entender esta costumbre. No estoy en contra, de todos modos. Cuando alguien me pide que le firme un libro, lo hago con todo gusto. Trato de escribir algo lindo y/o personalizado para cada uno. No da tener un saludo estándar para salir del paso. Quiero que al otro, que se molestó no sólo en comprar el libro sino en pedir que se lo firmara, le guste el mensaje que le toque. La calidad dependerá de cuán inspirado esté en el momento. No hay garantías.

Firmo, entonces, encantado. Pero eso sí: me lo tienen que pedir. Si no me lo piden, no voy a salir a decir “¿querés que te lo firme?”. Me da la impresión de que hacerlo es ponerme en importante, en “mirá qué grosso que soy”. Es un prejuicio, lo sé. Otros autores no lo tienen y salen a ver a quién le pueden firmar. Está muy bien. Tampoco tengo nada contra eso. Abrazan la costumbre y la disfrutan.

Así que, el que quiera que le firme su ejemplar, no tiene más que pedirlo. Ya lo saben. Y si me olvido o me demoro, no tengan pudor en recordarlo. No me voy a enojar.

El estado natural de un libro es cerrado. Protegido por las tapas, con suerte también por los otros libros con los que comparte una biblioteca. Pero así no le sirve a nadie. Un libro que no se abre es un desperdicio de espacio.

La labor del escritor, cuando el libro está impreso, ya terminó. Ahora la responsabilidad pasa al otro lado: es el lector el que debe abrir el libro. Tiene que decidirse, animarse, vencer todos los impulsos que lo puedan llevar a hacer otra cosa. Sólo cuando el lector cumple ese rol, el libro empieza a tener un propósito.

No vale la pena comprar un libro para tenerlo ahí, archivado, sin leerlo nunca. Una biblioteca tiene que ser un catálogo de posibilidades. Algunas aprovechadas, otras por aprovechar. En cualquier momento tiene que estar la posibilidad de abrir cualquier libro, y sumergirse en él.

Puede ocurrir que uno compre un libro y nunca lo lea. Es un desperdicio, pero involuntario. Siempre está la posibilidad. Pero hay gente que compra libros sin la intención de leerlos. Pueden hacerlo, por ejemplo, para quedar bien. Ante el autor, ante algún conocido o ante sí mismos. No importa.

Sin ser un objeto de culto, a un libro hay que abrirlo, tocarlo, olerlo. Una buena edición invita a hacerlo, atrae al lector, pide que lea ese libro, y no otro.

El autor quiere ser leído también. No le gusta escribir para nadie. Algunos pueden afirmarlo. Mienten. Si no quisieran que otro los leyera no escribirían. Adentro del libro hay mucho esfuerzo, muchas esperanzas, con suerte mucho amor. El autor espera en el libro que el lector venga y lo complete. Que agregue el pong a su ping.

Todos los autores quieren lo mismo. Algunos eligen no hacerlo explícito nunca. Otros prefieren decirlo. Implorar a los lectores que se interesen, que se acerquen, que abran el libro como paso previo a leerlos. Por eso le ponen como título Léame.

Lo que sigue es parte del pack de prensa de Léame. Son algunas preguntas cuya respuesta se puede encontrar en el libro.

¿Cómo hace el autor para conversar con el lector cuando el libro ya está impreso? ¿Cuál es el peor momento posible para tener una experiencia sobrenatural? ¿Qué haría Domingo Faustino Sarmiento si fuera revivido por el doctor Frankenstein? ¿Cómo reconocer a los miembros productivos de la sociedad con sólo un vistazo? ¿Qué ocurre cuando el Universo todo está pendiente de una pelota detenida? ¿A qué extremos puede llegar el placer de tomar una refrescante gaseosa? Cuando dos personas se invitan mutuamente, ¿quién debe pasar primero? ¿Cuál es la forma más didáctica de sacudir una sortija de calesita? ¿Qué puede hacer un árbol que está cansado de sus raíces y quiere salir a caminar el mundo? ¿Conviene dar refugio a una nube indefensa? ¿Qué placer queda cuando se termina el mundo y uno es el único sobreviviente? ¿Cómo se desenvuelve el devastador poder de limpieza cuando los verdes enzolves se escapan de su hábitat? ¿Cuál es el riesgo de comer muchas semillas? ¿Cómo transitar la calle Florida cuando está cubierta de gente? ¿Adónde va ese camión lleno de centauros?

La biografía del autor que aparece en Léame no tiene ningún dato específico. No dice nada sobre qué hice, cuándo nací ni qué me llevó de qué lugar a qué otro, ni por qué.

Algunos lo han interpretado como una manera de esconderme. Es una interpretación que entiendo, pero no era la idea. Me da la impresión de que no tendría por qué interesarle a nadie todos esos datos. ¿Qué cambia con saber dónde estudié? ¿Se lee distinto el libro si se sabe el año de mi nacimiento?

Tampoco es que me interesa ocultarlo. Sólo que se me ocurre que no es relevante. Hay un montón de cosas que no están en el libro, y que tienen muy buenas razones para no estar. Léame no incluye, por ejemplo una copia del Levítico en arameo.

Hoy (es decir el viernes, cuando escribía esto para programarlo) tuve que hacer una pequeña biografía verdadera para cuando llegara el momento de aparecer en la presentación. Tenía que ser no más de un párrafo. Costó un poco, porque no estoy acostumbrado a hacer esa clase de cosas. Escribí lo siguiente:

Nicolás Di Candia nació en 1980. A los siete años decidió que quería hacer reír, y desde entonces ha buscado la manera de lograrlo. Mucho después estudió producción de cine y TV. Trabajó en televisión y escribió en diversos medios. A mediados de 2007 le pareció que era hora, y empezó a escribir cuentos todos los días. Desde entonces no ha parado, y ya lleva más de 1600. Los mejores están en Léame.

Algunas cosas habían aparecido en este blog, que es el lugar a donde pueden acudir los que quieran saber más sobre el autor.

Ahora, puedo admitir que es posible que haya algún impulso para ocultarme, que esté escondido detrás de lo que creo que me hizo decidir a escribir y usar la biografía genérica que aparece en Léame. El razonamiento fue “puedo meter un cuento más si uso el espacio de la biografía”. Consideré el asunto de que podía ser ocultarme, y decidí que las ventajas eran más que las desventajas. Aunque puede ser que me haya estado engañando.

El siguiente es un autorreportaje.

—¿Por qué tratás al lector de usted?

—Porque me gusta el estilo formal. Lo encuentro más respetuoso en el uso escrito.

—¿Qué tiene de irrespetuoso tratarte de vos?

—No sé si es irrespetuoso. Pero es algo así: yo no sé quién va a leer el texto. No tengo por qué asumir que es alguien a quien tutearía (o vosearía, que es una palabra horrible). Suelen irritarme las publicidades que asumen que tienen suficiente confianza conmigo para tutearme. Parece que piensan que así voy a obviar algún tipo de análisis y comprar sus productos.

—¿No te gusta que te tuteen?

—En persona quiero que me tuteen, sí. Es muy feo que me traten de usted. Me hace acordar de que soy adulto.

—¿Y por qué te jode en la publicidad? Si preferís que te traten así.

—Porque no es una conversación de par a par. Es un mensaje impersonal, masivo, que me trata de vos a mí como te trata de vos a vos (aunque vos en este caso seas yo). Parece crear una sensación de intimidad que no se ganó. No voy a tratar de vos a miles de personas. Es cualquiera.

—Está bien. Pero con ese criterio deberías tratar al lector de “ustedes”, no de usted.

—No, pero hay una diferencia. En la publicidad se supone hay mucha gente viendo el aviso al mismo tiempo. En cambio, habitualmente, un ejemplar de un libro es leído por una sola persona simultáneamente. Entonces la tratamos en forma individual.

—Sin embargo, hay al menos un texto en Léame donde tratás de vos al lector, ¿no es cierto?

—Sí, hay uno. Es un caso especial. Si lo leés, vas a ver que ese texto no funciona si le cambiamos el vos por usted. Es un texto que parodia un discurso informal, por lo tanto debe ser también informal.

—¿Te molesta que te trate de vos?

—Para nada, porque vos sos yo. Y no voy a permitir que me trates de usted. Con los años he logrado entablar confianza con mí mismo.