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Ver muchas veces un chiste es una experiencia cambiante. La repetición hace que la sorpresa se esfume, pero un chiste bien construido puede sobrevivir. Puede disfrutarse igual, y se le puede descubrir más niveles. El cambio de contexto a veces resulta beneficioso, y le otorga otros significados. Un chiste no pierde gracia sólo por consumirlo más de una vez.

La gente que hace comedia de sketches conoce este principio, y muchas veces lo convierte en uno de los ejes de su programa. Un sketch que funcionó se repite, y de repente el público tiene algo familiar, algo donde sabe dónde tiene que reírse.

El problema es que repetir un chiste no es lo mismo que volverlo a ver. Si el autor lo hace de vuelta, es necesario que le dé alguna vuelta. Que le agregue elementos, que le cambie el contexto. Porque si no, no está haciendo un acto creativo, sino fabricación en serie. Que es lo contrario de la creatividad.

Es uno de los casos en los que el público no ayuda. El público festeja la repetición, la aparición de personajes conocidos, de las mismas situaciones. Entonces, muchos sketches que se repiten no sólo repiten esas situaciones, sino que tienen siempre la misma estructura. Algunos la repiten dentro del mismo sketch.

Y hay sketches lo suficientemente buenos o complejos como para resistirlo. Otros van perdiendo lentamente la gracia, aunque sean festejados por el público. Pero el público, tarde o temprano, se empezará a molestar. De repente aparece la noción de “esto es siempre lo mismo”, y el interés cae. Claro que para que eso pueden pasar años.

Si usted, señor productor de programas de sketches, quiere repetir algunos para reciclar ideas, es comprensible. No todas las ideas funcionan siempre, y se presenta una tentación muy palpable, que encima cuenta con la complicidad del público. Si lo va a hacer, trate de variar un poco. No repita el mismo sketch todas las veces. Déjelo descansar. Permita que el público lo extrañe. Tampoco lo repita en el mismo segmento de su programa. Cámbielo de horario, haga que el público no sepa a qué hora viene.

Y sobre todo, no haga siempre lo mismo. Invente variantes, agregue complejidad, construya sobre los cimientos que tiene. El sketch conocido proporciona un buen colchón para experimentar, y esos experimentos encima cuentan con el favor del público. Es una circunstancia especial. Entonces aproveche y cree. Así, su sketch tendrá mayor longevidad, y será recordado con afecto cuando finalmente su nafta se termine.

Cuando lo que uno hace empieza a salir al público, se produce una separación. Está el que hace las obras y el que el público percibe como el que las hace. Estos dos personajes no tienen por qué ser iguales. El autor se conoce, o cree que se conoce, y presenta al público una imagen necesariamente distinta que la que tiene de sí mismo.

Esto no significa que el autor mienta, ni se ponga en personaje, ni nada por el estilo. Sólo que el público no tiene exactamente el bagaje que tiene el autor sobre su persona, ni sobre su obra. No sabe qué le importa más, qué le cuesta, qué es fácil, qué preferiría cambiar pero es tarde.

Cuando sale la primera obra, todo es nuevo. A partir de ese momento, algo cambia: el público tiene una expectativa. La segunda obra será evaluada en comparación con la primera. Grandes sectores del público esperarán encontrar lo mismo que le gustó de la primera, con la misma frescura. No siempre es posible lograrlo. Y no siempre es deseable aspirar a eso.

Algunos solucionan este problema haciendo una segunda obra que no tiene nada que ver con la primera. Por ejemplo, el primer programa de Saturday Night Live fue un éxito rutilante. Habían tirado toda la carne al asador para el estreno. La semana siguiente, para evitar el riesgo de que el material resultara pobre en comparación, el show fue casi enteramente musical. Se estableció así un carácter variado del programa, que dio oxígeno para la experimentación que tuvo lugar durante el resto de la temporada.

Cuando el público espera algo, el autor está ante un peligro. Puede seguir haciendo lo que le parece bien, o puede hacer lo que piensa que el público espera. A veces son la misma cosa. Y dependiendo de las circunstancias, la tentación puede ser muy grande.

Si al público le gusta algo que uno hizo, tal vez algo que uno no creía tan bueno, uno lo empieza a ver con otros ojos. Le toma cariño. Y ahí está el riesgo: agarrar para el lado que el público acepta, dejando atrás los otros aspectos de la producción propia.

Esto varía con cada persona. A veces la reacción del público puede ser favorable para distinguir entre lo que vale la pena y lo que no. Lo que hay que evitar es regirse únicamente por la reacción del público. Si uno está haciendo algo distinto de lo que tiene ganas de hacer, porque piensa que es lo que los demás están esperando, es posible que uno se esté traicionando a sí mismo.

Hay que mantener la conciencia de lo que a uno le gustaba o interesaba cuando no tenía público. Si ahora uno es aceptado, está buenísimo y vale la pena disfrutarlo. Pero conviene tener en cuenta que lo que el público acepta es lo que uno hace, que fue hecho en base a ciertas pautas. Las condiciones pueden cambiar, los contenidos, las circunstancias, las motivaciones. Lo que hay que evitar es dejarse llevar por la imagen que tienen los demás de uno. Hay que mantener la propia, autónoma, que puede ser cambiante y superponerse con la de los otros. Ser fiel a uno mismo, para no convertirse en demagogo.

Poco antes de la salida de Léame, una persona que no será nombrada me comentó que el título le parecía muy autoritario. Me sugirió cambiarlo por otro un poco más benigno, por ejemplo ¿Me leés y me decís qué te parece?

Se trata de una persona no familiarizada con el contenido del libro, y tampoco con las razones del título. Pero el público en general comparte ese desconocimiento. Salvo usted, querido lector, que está acá leyendo sobre Léame. Gracias, de paso. Pero volviendo al resto del público, me pregunto si habrá muchos que comparten esa opinión y descartan la lectura por verse envueltos en un abuso de autoridad por parte de un libro.

Si por alguna razón usted, que está leyendo acá, piensa eso, le pido que se calme. No pasa nada. Los libros no pueden hacerle daño. No muerden, ninguno tiene represalias por no ser leído. Tenga confianza. Avance con cuidado, y fíjese que tal vez lo puede disfrutar.

Sospecho, de todos modos, que una persona que encuentra problemático el título no es alguien que vaya a disfrutar el libro. Es una buena manera, ahora que lo pienso, de ver si un título está bien puesto. Un buen título debe atraer no sólo a la mayor cantidad de público posible, sino también a los sectores del público que más vayan a disfrutar del contenido.

De más está decir que el Léame del título no tiene la intención de ser autoritario. Sí desafiante, o intrigante. Ciertamente imperativo. Tiene un poco de publicidad. Las publicidades tienden a ser imperativas, en general en forma mucho más agresiva. Lejos están los tiempos del “Tome Coca-Cola”. La publicidad tiene la costumbre de invadir, de interponerse entre el contenido que uno está buscando y uno, sólo para enviar esos mensajes imperativos.

El título de Léame, es verdad, está entre el lector y el contenido. Pero tiene una diferencia: consiste en una invitación a ese contenido. No una incitación a ir hacia otro lado. Y, además, algún título había que usar. Algo se iba a interponer entre el contenido y el lector. Podría haber sido “Las aventuras de las sardinas en busca de un lugar donde nadie las coma”, pero hubiera sido poco descriptivo de todos menos uno de los cuentos. Entonces es Léame. Que no describe todos los cuentos, pero si lo vemos de otra manera, capaz que sí. Y lo que es más importante: es llamativo, es simple. Es Léame.

Durante la adolescencia, me ocupé por alguna razón de restringir mis gustos artísticos. Elaboraba grandes excusas para determinar por qué algo (un cantante, una película, un escritor) no me gustaba. Al mismo tiempo, elaboraba ideas sobre cómo tenían que ser las cosas. A esta altura no me acuerdo cuáles eran. Pero eran “esto no se puede, esto otro tampoco se puede, si hacés esto tu obra es mala, esto es una porquería”.

Tenía, entonces, una lista negra de no-nos, y bastaba que alguien cometiera uno solo de ésos para que se convirtiera en un artista inferior, indigno de admiración por mí y cualquier persona respetable.

Todo eso cambió con el tiempo, paulatinamente. Me acuerdo el momento en el que empezó ese cambio.

Fue en 1997, o tal vez 1998. Fui a ver a Leo Maslíah al subsuelo del hotel Bauen, donde hacía una larga temporada. Conocía algo de sus canciones, no mucho. Me gustaba el tema “Todo con respaldo”, que es una canción que después de cada verso tiene un auspicio correspondiente. También había escuchado “Quiero verte morir de muerte natural”, una parodia de Pimpinella. En ese momento, era un éxito el tema “Zanguango”, que tenía videoclip y todo, y lo pasaban por algunos canales de cable. El tema me pareció muy ingenioso, y me sigue pareciendo.

Entonces tuve ganas de ir a verlo. No sabía lo que me esperaba. Arrancó más o menos como esperaba, con un cuento sobre un señor que es tímido después de iniciar una relación y no antes. No estoy seguro de que supiera que escribía, y ciertamente no se me había ocurrido que existían ámbitos en los que la gente iba a escuchar a otro leyendo cuentos. Durante algún tiempo creo que supuse que eso era una particularidad de Maslíah, y que se podía sostener porque hacía también música.

Continuó con una versión pre-disco de “La papafrita”. Me sorprendió que nombrara marcas y gente como Elsa Serrano. Era una de las cosas que me parecía que estaban “prohibidas”, a menos que se tratara de eso. Sin embargo, la canción me gustaba igual. Por lo tanto, mi concepto estaba mal. De cualquier modo, tampoco era una gran transgresión.

Pasaron dos o tres temas más, y de repente arrancó con unos acordes raros. Unos segundos después, sin dejar de hacer esos acordes extraños, empezó a decir la letra: “mi unicornio azul, por fin te encontré, mi unicornio azul, por fin te encontré”. De repente me encontré con una canción que no era una parodia de otra, sino una especie de respuesta. Una de las infinitas posibles.

Ése fue el momento en el que me di cuenta de que estaba pasando algo extraordinario. Se estaban dando vuelta mis preconceptos. De repente, todo lo que creía que no era posible, era posible.

El recital continuó con varias obras que me producían rupturas. “El precio de la fama”, la historia de Alex Estragón dando un recital impromptu en el que no terminaba nunca de tocar, interpretado con versiones en teclado de las obras clásicas a medida que iban ocurriendo en el cuento. “Werner”, cuyo contenido es básicamente una sucesión de insultos. Es muy distinto leerlo que escucharlo por primera vez. De repente el tipo empieza “Werner era ignorante, inmoral, morboso” y entra a acumular adjetivos. Todo con un ritmo monótono, que no se sabe cuándo va a terminar. “insensato, trasnochador, malviviente, vanidoso”. Ninguno era un chiste en sí mismo, aunque algunos parecían. “entrometido, jactancioso, fullero, senil, descortés”. Parecía que no iba a terminar nunca. “simplón, incapaz, desvergonzado, pérfido”. A medida que continuaba, el pensamiento que surgía en mi cabeza era ‘esto tiene que explotar al final’. “lerdo, rústico, descocado, receloso”. De repente, apareció un ‘y’ que dio por terminada la lista. “infame, adulador y malhablado”. Pausa de la duración justa para dar el máximo impacto al remate. “Es una suerte, hija, que no te hayas casado con él”.

Era un cuento que no sólo era graciosísimo, sino que tenía una simplicidad estructural asombrosa. Estaba compuesto por dos oraciones. Y ese remate le daba un sentido a la lista anterior, sino que permitía imaginar toda una historia y un personaje atrás.

Leyó también “Por la fuerza no”, un cuento corto que cuestionaba conceptos políticos de una manera que nunca había pensado. “Rogelio”, una canción sobre un señor que tiene cara de culo, va a un cirujano para corregirlo y por un error el doctor le hace un culo en la cara. El diálogo musical “Perdón si te molesto con esta sonatina”, sobre una persona que insiste, sin ánimo de molestar, en tocar una sonatina.

Todo esto era en un espectáculo bastante regular, que alternaba canciones y cuentos, pero no tenía variaciones escénicas ni nada. Las canciones las leía Leo solo, y las canciones también, sólo acompañado por el teclado. Con una actitud medio anti-showman, “yo voy a hacer lo que hago, y que los divierta eso”. A los dos tercios de espectáculo así, de repente larga un tema titulado “Esa morena”, donde al final de la primera estrofa, y sin anestesia, Leo exclama “todos juntos” para que el público lo acompañe en la repetición del último verso.

El público, desprevenido, apenas si responde. Ni en pedo un recital así da para que el público de pronto se ponga a cantar como si fuera Hey Jude. Sin embargo, en las dos estrofas siguientes seguía esa estructura. El público, tímidamente, algo cantó, pero muy poco. Me quedó claro que el chiste era eso, y más después, cuando Leo hizo un monólogo preguntando por qué el público tenía tan poca onda como para cantar, siendo que era un tema con ritmo, fácil y simple. En la estrofa siguiente, luego de ser apercibido, el público está listo para cantar, pero en el intervalo en vez de “todos juntos” la exclamación es “yo solo”. Sólo en la última estrofa el público, entusiasmado, canta el último verso, que dice “con un swing de la gran puta”. Y ahí Leo exclama “ah, eso era lo que les estaba faltando”.

Esto también era extraordinario. El tipo estaba poniendo la lupa sobre su propia estructura de espectáculo, y sobre el público mismo (además de la idea de que el público participe de los recitales).

Salí flasheado del recital. Había descubierto un mundo. Había aprendido que un artista debe darse libertad. Y no sólo eso: me había entrado la idea de que esa libertad era posible, alcanzable. Tal vez porque podía percibir en general de dónde me parecía que venían muchas de las ideas, podía reproducir el proceso de creación (no importa si el verdadero, un camino hacia conseguir esos resultados).

Desde ese día, lentamente fui evaluando las cosas que creía que podía y no podía hacer, siempre teniendo en cuenta que lo más probable era que fuera posible. Sigue habiendo artistas que me parecen malos, obras que me parecen pésimas, pero trato de, por lo menos, ver qué se quiso hacer antes de no respetarlos. Y en algún momento decidí que era hora de ejercer esa libertad y ponerme a hacer cosas yo.

Pero todo empezó el día de ese recital, en el que descubrí la creatividad. Por eso me encanta que la contratapa de Léame, que no escribí ni aprobé, arranque con la frase “Nicolás Di Candia pregunta provocativamente ¿por qué no?”.