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Cuando lo que uno hace empieza a salir al público, se produce una separación. Está el que hace las obras y el que el público percibe como el que las hace. Estos dos personajes no tienen por qué ser iguales. El autor se conoce, o cree que se conoce, y presenta al público una imagen necesariamente distinta que la que tiene de sí mismo.

Esto no significa que el autor mienta, ni se ponga en personaje, ni nada por el estilo. Sólo que el público no tiene exactamente el bagaje que tiene el autor sobre su persona, ni sobre su obra. No sabe qué le importa más, qué le cuesta, qué es fácil, qué preferiría cambiar pero es tarde.

Cuando sale la primera obra, todo es nuevo. A partir de ese momento, algo cambia: el público tiene una expectativa. La segunda obra será evaluada en comparación con la primera. Grandes sectores del público esperarán encontrar lo mismo que le gustó de la primera, con la misma frescura. No siempre es posible lograrlo. Y no siempre es deseable aspirar a eso.

Algunos solucionan este problema haciendo una segunda obra que no tiene nada que ver con la primera. Por ejemplo, el primer programa de Saturday Night Live fue un éxito rutilante. Habían tirado toda la carne al asador para el estreno. La semana siguiente, para evitar el riesgo de que el material resultara pobre en comparación, el show fue casi enteramente musical. Se estableció así un carácter variado del programa, que dio oxígeno para la experimentación que tuvo lugar durante el resto de la temporada.

Cuando el público espera algo, el autor está ante un peligro. Puede seguir haciendo lo que le parece bien, o puede hacer lo que piensa que el público espera. A veces son la misma cosa. Y dependiendo de las circunstancias, la tentación puede ser muy grande.

Si al público le gusta algo que uno hizo, tal vez algo que uno no creía tan bueno, uno lo empieza a ver con otros ojos. Le toma cariño. Y ahí está el riesgo: agarrar para el lado que el público acepta, dejando atrás los otros aspectos de la producción propia.

Esto varía con cada persona. A veces la reacción del público puede ser favorable para distinguir entre lo que vale la pena y lo que no. Lo que hay que evitar es regirse únicamente por la reacción del público. Si uno está haciendo algo distinto de lo que tiene ganas de hacer, porque piensa que es lo que los demás están esperando, es posible que uno se esté traicionando a sí mismo.

Hay que mantener la conciencia de lo que a uno le gustaba o interesaba cuando no tenía público. Si ahora uno es aceptado, está buenísimo y vale la pena disfrutarlo. Pero conviene tener en cuenta que lo que el público acepta es lo que uno hace, que fue hecho en base a ciertas pautas. Las condiciones pueden cambiar, los contenidos, las circunstancias, las motivaciones. Lo que hay que evitar es dejarse llevar por la imagen que tienen los demás de uno. Hay que mantener la propia, autónoma, que puede ser cambiante y superponerse con la de los otros. Ser fiel a uno mismo, para no convertirse en demagogo.

A los niños les gusta el chocolate. Los padres, sin embargo, quieren que coman menos chocolate y se nutran más. Pero la comida nutritiva no es rica. Ciertamente, no es tan rica como el chocolate.

En este contexto aparece el huevo Kinder. Perverso instrumento de demagogia y corrupción. Se vende mediante diabólicos argumentos, diseñados para ser atractivos para niños y padres.

Se trata de un huevo de chocolate, y con eso ya consiguen que los niños inocentes quieran probarlo. Pero los padres no comprarían seguido una cosa así. Por eso el Kinder deja tranquilos a los progenitores, que son los que pagan o no, al hacer que la parte de adentro del huevo sea blanca. Así, puede venderse como de contenido lácteo, y de esta manera los padres pueden hacerse la idea de que hace bien a sus hijos. El chico va a pensar que es chocolate y va a comer la leche incluida en este huevo, piensan los padres.

Los niños, sin embargo, no son tan fáciles de engañar. Un mordisco deja ver las paredes interiores claras. Entonces los perversos fabricantes decidieron que la cosa no se termina ahí. Cada huevo incluye una sorpresa. Un pequeño juguete, encerrado en una especie de llema amarilla, que no se puede saber exactamente cuál es hasta abrir el huevo. Así, los niños tienen un estímulo extra para comerse ese chocolate que no los engaña: la idea de que les quedará algo más que el envase cuando el huevo se termine. Podrán jugar con la sorpresa prometida.

Los padres, entonces, logran la ilusión de nutrir bien a sus hijos mediante la promesa de un soborno, para que el niño ignore lo que sabe perfectamente: que ese chocolate no sirve para nada. Después los niños crecen, y saben desde tempranas edades que la corrupción es algo natural, no sólo practicado por ellos mismos sino estimulado por sus propios padres. Entonces van y compran huevos Kinder para sus propios hijos, perpetuando el problema. Después se quejan de que el mundo ande como anda. No sé adónde vamos a parar.

Diría que es necesario que alguien piense en los niños. Sin embargo, ése es el problema. A ver si los padres piensan un poco menos en los niños, lo suficiente como para no ser engañados por productos que sólo están interesados en parecer nutritivos.