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October 2012


Este sábado la troupe de Viajera se presentará en el sexto Festival Cervantino de la ciudad de Azul. El festival se hace del 1 al 11 de noviembre y contará con la presencia de destacadas figuras y numerosas actividades de muchas índoles. Entre ellas está la Feria del Libro, que se realizará del 1 al 11 en la esquina de San Martín y 25 de Mayo, y en la que estarán en venta nuestros libros, por ejemplo Léame.

En ese marco, el sábado 3 a las 4 de la tarde está programada una mesa redonda con varios autores de la editorial, entre los que me encontraré. Será un placer volver a esa ciudad, donde tengo raíces.

El festival se hace porque Azul fue declarada Ciudad Cervantina, junto a Guanajuato y Alcalá. Esto ocurre porque allí se encuentra la colección de Quijotes de Bartolomé Ronco, una de las más grandes del mundo. A partir de que fue declarada Ciudad Cervantina, se realiza el festival, que convoca a mucha gente y se suma a las opciones de turismo cultural de Azul, cuyo patrimonio arquitectónico es muy valorado.

Todo este patrimonio fue prolijamente ignorado en mis numerosas visitas anteriores, que se concentraban en el nada despreciable objetivo de ver familiares. Así que es para mí una oportunidad de ver a Azul desde otra óptica, de volver siendo el mismo pero distinto a una ciudad que también es la misma, pero veré distinta. Y de paso acaparar tarros de dulce de leche LuzAzul para tener al regreso.

El otro día pasé por la avenida Canning y, como siempre, el cartel decía Scalabrini Ortiz. No sé por qué tengo la idea fija con esa clase de cambios. No me acuerdo una época en la que esa avenida fuera Canning. Pero me gusta saber los nombres anteriores. Cuando un líder gobierna en un país con ciudades constituidas y nombres puestos, si se lo quiere homenajear en algún lugar más o menos céntrico es necesario renombrar alguna calle. Así, el presidente radical Hipólito Yrigoyen ha cedido su nombre a la que antes era Victoria. El fundador de ese partido, Leandro N. Alem, pasó a ser la denominación del que antes era el Paseo de Julio, que a su vez toma el nombre de un mes que se llama así en homenaje a un líder anterior, Julio César. Si se mantuvieran los nombres, esa avenida sería el Paseo de Quintilis.

Es natural que las cosas cambien de nombre a lo largo de los años. Los lenguajes están vivos, las sociedades cambian, las costumbres que antes eran costumbre dejan de acostumbrarse. Sin embargo, cambios como el de Canning, más o menos recientes y bastante artificiales, me generan resistencia.

No es por los nombres en sí. No se trata del mérito del señor Scalabrini Ortiz. Estoy seguro de que si se le pusiera a cualquier calle el nombre de alguien unánimemente respetado, por ejemplo el doctor Favaloro, tendría alguna resistencia también.

Y la resistencia es a la pregunta forzada. Cuando se cambia el nombre Canning por el de Scalabrini Ortiz, una de las cosas que se está diciendo es que vale más el señor S. Ortiz que el señor Canning. Se generan dos bandos: el que prefiere a Scalabrini Ortiz y el que prefiere a Canning. Ambos tienen sus argumentos, que pueden ser perfectamente respetables, en la disputa entre ambas figuras por el nombre de la calle. ¿Quién se lo merece más?

En ese caso particular, el asunto está teñido de nacionalismo. ¿Cómo va a haber en un país de habla hispana una calle con nombre de un inglés? ¿Quién piensa en los niños? Mejor pongamos una figura nacional, para dar el ejemplo a las futuras generaciones.

Pero Canning y Scalabrini Ortiz no son personajes que se hayan cruzado. No pertenecen a la misma época, ni a la misma sociedad. No se puede comparar sus méritos o deméritos. La pregunta de qué nombre es más apropiado es artificial, porque del mismo modo que apareció Scalabrini Ortiz podría haber aparecido, por ejemplo, Alfredo Le Pera.

El asunto es que se impone un conflicto que antes no existía. Una disputa que no se da naturalmente, que no tiene sentido, pero mucha gente no se da cuenta de la artificialidad del asunto y toma posición igual en un debate inexistente. Y al hacerlo, convierte el debate inexistente en un debate existente.

No quiero detenerme mucho más en el ejemplo de la calle, porque es algo que se da muy seguido. Se establece que hay dos posiciones, y uno tiene que elegir. Entonces algunos eligen una, otros eligen la otra. Algunos quieren aplicar su inteligencia y encuentran la manera de ser neutrales, de estar a favor y en contra de las dos, porque son equilibrados o algo.

En estos casos, son muy pocos los que se preguntan si la pregunta inicial es válida. Si los postulados de los que se parte son sólidos. Y aunque se den cuenta de que la pregunta es improcedente, es muy difícil escapar. ¿Cómo se hace para no jugar a un juego que todos aceptan jugar y asumen que uno está jugando? No tengo la respuesta. Los que juegan tienden a pensar que la negación de uno a jugar implica una postura contraria a la propia, y por lo tanto hostil. Entonces se ponen en postura de ataque, o de defensa, que viene a ser más o menos lo mismo.

El que no quiere jugar, entonces, se queda en medio de un fuego cruzado, sin tener ganas de participar y sabiendo que todos los que tiran están equivocados, por más que tengan razón.

Aquí está el contenido de la última lectura, que se hizo hace un par de semanas. En esta oportunidad no hay material de Léame. Hay dos poemas y una arenga sobre las galletitas Toddy que tuvo su origen en este mismo blog.

Una vez más, el crédito es para Gaby Tavolara por la grabación y por subirla. En su canal de YouTube se pueden ver las otras lecturas de ese día y de días anteriores.

Uno de los legados de haber formado parte de LaRedó! durante varios años es el uso frecuente de la frase “todos putos”. Es una frase de la que me quiero despegar un poco, sin embargo eso no ocurre, porque se demuestra muy útil.

Hay gente que piensa que decir eso implica un rechazo a la homosexualidad o algo así. Es probable que en principio viniera de eso, pero su uso es mucho más amplio. Es una especie de grito general de disconformidad. Una exclamación de impotencia ante las injusticias cotidianas. El grito de alguien que pugna por liberarse de opresiones minúsculas.

También es un grito de unidad. De pertenencia a un grupo. En LR! implicaba un código común, un guiño que indicaba que dos personas compartían eso. Pero en la sociedad en general (?) es algo más. Es una manera de achicar a los enemigos. Ellos, los que están en contra nuestra, o los que ni siquiera nos tienen en cuenta como para estar en contra, son mucho más insignificantes que nosotros. No existen. Son todos putos.

La frase se usa cuando uno se siente derrotado por los demás, por el sistema, por la sociedad. Y al mismo tiempo, cuando quiere marcar una diferencia respecto de ese sistema que lo deja afuera. Es una especie de “ustedes no me dejan afuera, yo los dejo afuera”. El que exclama “todos putos” quiere libertad para sí mismo, no acepta la opresión del entorno. Pretende salirse con la suya, por más que a los demás no les parezca bien, o no lo acepten. Y probablemente no puede. Entonces se frustra, y exclamar “todos putos” lo hace sentir mejor con sí mismo, aunque sea respecto de los otros.

No le dijo nada” fue un hit del grupo Los Ladrones Sueltos en 1994. No es particularmente memorable, sin embargo se ha ganado un lugar en mi memoria, por alguna razón.

Puede que sea la letra, que es muy intrigante. Es una pieza poética muy locuaz. No es mi intención analizarla en este espacio. Otras personas lo han hecho con éxito. Pero voy a hablar un poco de la letra.

La canción habla de una pareja, muy enamorados ambos. Les gusta encontrarse, y se comunican sin palabras. Él le hace propuestas, ella no le dice nada. Y con su silencio, asiente. Entablan entonces una serie de aventuras románticas, toman colectivos juntos, van a la playa. Está claro que la relación avanza, y que no necesitan la comunicación verbal porque tienen la física.

Sin embargo, no todo es idilio. Un némesis acecha. Un tal Tito siempre aparece en los momentos menos oportunos, un verdadero cortamambos. No sabemos mucho de Tito. De hecho, eso es todo lo que sabemos. Está claro que ni la pareja ni el narrador aprecian sus intervenciones. El grito “qué cagada” ofrece una descarga emocional muy clara, que en la segunda oportunidad es omitida para exhortar a la expresión del público presente.

La historia no termina ahí. Falta la resolución. (Viene un spoiler.) Y acá está lo extraordinario, lo que no recuerdo que nadie haya dicho, y que después de veinte años acabo de ver. Esta canción es pionera. Contiene un plot twist que está a la altura de cualquiera de los del afamado director M. Night Shyamalan. Y es de cinco años antes de su primer éxito.

Está muy bien construido. La revelación del final es que ella no le decía nada, no porque tuviera facilidad para la comunicación no verbal, sino porque era muda. El protagonista lo exclama acompañado por un coro que repite “era muda”, como para que el shock de la revelación muera rápido. Pero este desarrollo inesperado no viene de cualquier parte. Es perfectamente deducible del principio. Se trata de una narración bien estructurada.

Del mismo modo, en The Sixth Sense, Bruce Willis es asesinado en los primeros minutos (que, por cierto, es el mejor momento para asesinarlo, después se hace muy difícil). Él no se entera, el público tampoco, probablemente por estar ambos acostumbrados a que es indestructible. Pronto conoce a un niño que ve gente muerta, y debe resolver no sé qué cosa. La revelación del final (spoiler) es que Bruce Willis efectivamente estaba muerto, y era una de las apariciones que veía el niño.

En ambos casos la revelación es posible porque está plantada desde el principio. Esto permite a mucha gente afirmar orgullosa que la dedujeron antes de que la narración progresara, y mostrar así su inteligencia superior junto a su capacidad de percepción.

Es un caso distinto al de “¿Qué tendrá el petiso?” de Ricky Maravilla, que es más un misterio. Esta persona chaparra, sin virtudes que se vislumbren, recibe la admiración de todas las mujeres. Es un juego de descarte, que es resuelto cuando se menciona la situación financiera del susodicho. De esta manera, la pregunta del título queda contestada y no se produce un misterio que perdura a través de los años, en reportaje tras reportaje al autor.

Por suerte, Los Ladrones Sueltos no cometieron el error de Shyamalan de insertar esta estructura en todas sus canciones. Su otro éxito, “La rubia del avión”, tiene una forma narrativa más clásica, con una resolución lógica pero que no cambia el sentido de todo el tema.

En fin, me fui por dos o tres tangentes. Lo importante es que ella no dijo nada, y consiguió perseverar en esta actitud hasta que su novio se dio cuenta de su discapacidad. Por lo que podemos atisbar, la relación continuó, tal vez algo repetitiva, y en silencio.

Hace unos meses se murió Caloi. Se produjo un duelo importante, porque era una figura querida, creador de uno de los personajes emblemáticos de la historieta Argentina: Clemente.

Desde entonces, en la contratapa de Clarín salieron las tiras que quedaron preparadas antes de la muerte del artista. Que eran unas cuantas. Durante varios meses aparecieron, con una leyenda que explicaba su origen.

Clemente era una tira muy original, con un vuelo poético que combinaba imaginación con cultura popular. Puedo decirlo porque he leído algunos de los primeros libros recopilatorios, de la época en la que la tira se llamaba Clemente y Bartolo. Son de antes de que naciera.

En mi caso, Clemente fue algo que siempre estuvo en la contratapa del diario. Me encantaba. Escuchaba los tres discos que se editaron con canciones de hinchadas, miraba los cortos que pasaban por televisión cada tanto. Y a veces leía la tira.

Sin embargo, no me acuerdo una época en la que la tira Clemente fuera divertida. La imaginación que tenía en los ’70, para cuando tuve uso de razón, ya no estaba. Clemente era un personaje que comentaba sucesos de actualidad, sin tener nada demasiado interesante o gracioso para decir. Había otros personajes, que iban rotando.

También las situaciones rotaban. Cada tanto, una vez por año o cada dos, a Clemente le crecían manos y hacía comentarios al respecto. A veces reaparecía Bartolo (ocurrió en las últimas tiras). A veces estaba Jacinto, el hijo de Clemente. O la Mulatona, o el Clementosaurio. Todos intercambiaban diálogos con el protagonista, sin demasiado interés.

Gradualmente, sin tomar una decisión, dejé de leer la tira. Cada tanto pescaba alguna, y comprobaba que la situación no había cambiado. Pasó eso durante unos veinte años, hasta que se murió Caloi. Ahí miré la que podía ser la última tira, y después empecé a leer las póstumas.

La gracia de Clemente, no obstante, seguía sin estar. Era la misma tira que conocí siempre, ahora en color, sin risas de mi parte. No me interesa criticar especialmente esas últimas tiras, que deben haber sido hechas chuando el autor estaba enfermo. Son lo mismo que las anteriores.

Clemente se había transformado en un personaje irrelevante. Nunca me crucé con alguien que me comentara alguna tira. Era querido por la sociedad, sí, pero vivía en el recuerdo. La muerte de Caloi avivó ese recuerdo, y permitió el duelo. Pero después se volvió a la indiferencia habitual hacia una tira que ya no tenía nada que hacer, cuyo esplendor terminó hace décadas.

A tal punto que, cuando las tiras póstumas se terminaron y se dio por terminados los casi cuarenta años de publicación de Clemente, nadie reaccionó. Se anunció la aparición de una tira nueva, a nadie le importó lo que implicaba. No hubo segundo duelo, hubo escasísimos comentarios periodísticos que marcaran el acontecimiento, no hubo republicaciones de la verdadera última tira.

Es raro, tratándose de un personaje de la estatura de Clemente. La única explicación que se me ocurre es relacionar esto con la actitud que hay hacia la encarnación actual de los Simpsons. A la gente le importan las primeras ocho o nueve temporadas, al resto no se le da pelota. La serie tiene cada vez menos rating, y no es capaz de generar el masivo interés que antes convocaba. A casi nadie le importa cuándo hay un estreno, ni por qué temporada van a esta altura. Es todo lo mismo, y todo irrelevante.

Es otra muestra de la importancia de retirarse a tiempo. Así como en el caso de los Simpsons está el ejemplo de Seinfeld, con Clemente se puede citar a Mafalda. Quino finalizó su tira después de diez años, sin merma de calidad (siguió haciendo dibujos sueltos durante décadas, hasta que vio que ya no le daba, y se retiró). En una de ésas, si Clemente terminaba en 1982 o 1983, o en 1990, se lo recordaría con mucho más énfasis, porque no estaría para recordarnos la realidad de una tira obsoleta.

En su lugar, terminó con la muerte del autor. Y su ausencia empieza ahora. Veremos si los cuarenta años de tira hacen mermar el recuerdo. Por lo pronto, son muy pocos los libros que recopilan Clemente. No salía un volumen por año con 300 tiras. Es probable que sea porque no hay demanda. Y eso ya dice algo.

Un día llegué al jardín y había en el aula un enorme aparato. Era una incubadora, donde había huevos que estaban a punto de germinar. No sé de dónde salieron, ni a quién se le ocurrió llevar una incubadora a ese lugar. Capaz que todos los cursos tenían una igual. Sospecho que no.

Lo que sé es que ese día pasamos un buen rato mirando nacer a los pollitos. Lo hacían lentamente, con mucha dificultad, porque romper un huevo desde adentro no es tan fácil como hacerlo desde afuera. Fue una alegría verlos salir a la luz, aunque al día siguiente sólo uno sobrevivía.

Era necesario cuidarlo. Lo hacíamos entre todos. Pero cuando nos íbamos no quedaba nadie para atenderlo. Entonces se estableció un régimen. Nos turnaríamos para llevar el pollo a nuestras casas, y volverlo a traer al día (hábil) siguiente.

Comenzó la rotación, y había algo que me inquietaba: nunca me tocaba a mí. No sabía cuál era el orden establecido, pero confiaba en que alguna vez me iba a llegar el turno. Lo que no imaginé es que me iban a dar el pollo el último día de clases, y por lo tanto correspondía que me lo quedara.

Fue así que tuve un pollo como mascota. En casa no tuvieron más remedio que aceptarlo. No les gustaba mucho, porque las aves tienen una propensión a las deposiciones que no es muy agradable. El pollo andaba conmigo, correteábamos por el jardín. Crecíamos juntos. Pero yo le llevaba varios años, entonces era más grande y podía agarrarlo en las manos y acariciarlo.

No recuerdo haber sido picoteado, aunque estoy seguro de que lo fui. La mayor dificultad era controlar los movimientos. Dejarlo en algún lugar seguro a la noche, o cuando no había nadie. O cuando había invitados. Se le estableció residencia en una vieja caja de pañales, cubierta con papel de diario. Las altas paredes de la caja eran, pensamos, infranqueables para un pollo de ese tamaño.

Pero no hay que subestimar a las aves. Un día que había invitados se quedó solo, previo a la cita, y practicó su instinto volador hasta que logró franquear la barrera. Entonces fue libre. Y no había quien lo parara, así que entabló un frenesí digestivo por toda la casa, que dejó huellas inconfundibles que fueron descubiertas al regreso.

Es probable que ése haya sido su pecado final. Mis padres, que de por sí no veían al pollo con mucho agrado, decidieron que la casa no era un hogar razonable. Necesitaba, dijeron, estar con otros pollos, del mismo modo que yo iba al jardín y estaba con otros chicos. Era necesario mudarlo a la casa de alguien que tuviera gallinero. Y justo unos amigos de ellos que vivían en Quilmes tenían uno.

Lo que no me dijeron hasta muchos años después era el destino de los pollos de ese gallinero. Era un destino también digestivo. Así que no sé cuánto tiempo habrá pasado desde que me despedí de mi pollo hasta que se convirtió en suculencia.

En casa, claramente, no existía la regla que tenían en ALF sobre no comer miembros de la familia.

Mis visitas al dentista históricamente vinieron con miedo. No a los procedimientos que puedan hacer en mi boca, porque vivo en la era de la anestesia. Más bien, miedo a que me toquen el nervio sensible del orgullo. Porque siempre encontraban alguna deficiencia en mis tareas de higiene. De muy chico no era afín al cepillado. Más crecido implementé esa sana costumbre, pero hacerlo no significa hacerlo bien.

“¿Ves? A esta muela que está acá atrás no llegás bien, y por eso tenés caries”. Después de eso me esmeraba, hacía los movimeintos indicados, o mi interpretación de ellos, sólo para encontrar después que me olvidé de algún otro sector, o de alguna muela nueva que apareció sin que me diera cuenta.

Ahora, la cosa parece haber cambiado. Mis últimas visitas a dentistas terminaron con resultados óptimos. Nada que corregir. Una vez, incluso, me felicitaron.

Y sin embargo, no puedo disfrutarlo. Ya tengo asociado que el dentista tiene que reprocharme. Si no lo hace, desconfío. ¿Sabrá lo que hace? ¿Entenderá algo? ¿Habrá hecho trampa en los exámenes? Prefiero quedarme con la idea de que visité un dentista incompetente antes de pensar que mi boca está bien cuidada.

En una de ésas es un mecanismo que desarrollé para cuidarme de mí mismo. Tal vez, si pensara que me lavo bien, me dejaría estar y volvería a empezar el ciclo. Y ahí ya no desconfiaría más del dentista. Estaría mucho más cómodo, por alguna razón, desconfiando de mí.