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Educación y Cultura


Uno de los legados de haber formado parte de LaRedó! durante varios años es el uso frecuente de la frase “todos putos”. Es una frase de la que me quiero despegar un poco, sin embargo eso no ocurre, porque se demuestra muy útil.

Hay gente que piensa que decir eso implica un rechazo a la homosexualidad o algo así. Es probable que en principio viniera de eso, pero su uso es mucho más amplio. Es una especie de grito general de disconformidad. Una exclamación de impotencia ante las injusticias cotidianas. El grito de alguien que pugna por liberarse de opresiones minúsculas.

También es un grito de unidad. De pertenencia a un grupo. En LR! implicaba un código común, un guiño que indicaba que dos personas compartían eso. Pero en la sociedad en general (?) es algo más. Es una manera de achicar a los enemigos. Ellos, los que están en contra nuestra, o los que ni siquiera nos tienen en cuenta como para estar en contra, son mucho más insignificantes que nosotros. No existen. Son todos putos.

La frase se usa cuando uno se siente derrotado por los demás, por el sistema, por la sociedad. Y al mismo tiempo, cuando quiere marcar una diferencia respecto de ese sistema que lo deja afuera. Es una especie de “ustedes no me dejan afuera, yo los dejo afuera”. El que exclama “todos putos” quiere libertad para sí mismo, no acepta la opresión del entorno. Pretende salirse con la suya, por más que a los demás no les parezca bien, o no lo acepten. Y probablemente no puede. Entonces se frustra, y exclamar “todos putos” lo hace sentir mejor con sí mismo, aunque sea respecto de los otros.

Aprender es una de las cosas más lindas de la vida. En la escuela, sin embargo, lo convierten en una tarea tediosa y dolorosa. Y si uno no se da cuenta, puede confundir el aprendizaje con el estudio, y cuando termina la escuela no quiere saber más nada con ninguno de los dos.

Ni siquiera lo hacen por malos. Capaz que el sistema educativo está armado con algún fin nefasto. Me parece que ni siquiera se le presta suficiente atención como para eso. No sé cuál es exactamente el problema. La falta de atención personalizada, la cantidad de alumnos, la desmotivación docente, los programas inadecuados. Debe haber toda clase de combinaciones. Lo que sé es que las personas individuales que están en el sistema, en general, tienen ganas de que uno aprenda algo. Lo que no saben es lograr que uno efectivamente lo aprenda.

Es una lástima. A menos que uno tenga cierta iniciativa propia, los doce años de escolaridad chupan las ganas de aprender. Algo que uno hacía con entusiasmo hasta los seis años, antes de que se convirtiera en obligatorio. Me acuerdo la alegría de descubrir que tenía en aquel momento. Y cómo, casi sin darme cuenta, me olvidé de su existencia y de su posibilidad.

La escuela no tenía descubrimiento, sino respuestas. No había desarrollo propio del conocimiento (con algunas escasas excepciones). No había estímulo del pensamiento independiente, ni del pensamiento. Y no había pistas de que no todo está descubierto, y que vale la pena seguir buscando.

En su lugar, había mendrugos de conocimiento servidos en bandeja, sin el menor indicio de que fueran cosas que alguna vez podrían interesarle a alguien. Algunos docentes estaban más interesados que otros, pero muy pocos lograban transmitir ese interés. No parecían estar enterados de que eso era una buena idea, no sólo didáctica, sino disciplinaria. Una clase interesada no se distrae en pelotudeces.

Es cierto que tampoco es fácil, por ejemplo, hacer que un grupo de adolescentes se interese en algo útil. Pero sólo es imposible si uno no trata.

En mi caso, al terminar la escuela redescubrí el gusto por aprender. De repente estaba bueno. Empecé a interesarme por cosas que había visto en la escuela, a deasrrollar un pensamiento propio, a cuestionar ideas establecidas, a buscar fuentes originales.

¿Por qué antes no? ¿No era capaz? Al principio lo adjudiqué a salir de la adolescencia, pero ahora pienso que es más aprovechar la libertad que da salir de la escuela. Es una liberación enorme, que permite volver a entrenar partes atrofiadas. De tanto ser forzado a estudiar cosas de maneras inadecuadas, uno se traba. No quiere aprender, porque sabe en algún nivel que no funciona así. No te pueden forzar a aprender. Se puede estimular, y generar el ímpetu en cada uno. Si no, no hay forma. Y cuando los estímulos son inadecuados, uno se va desentendiendo.

Pero después, cuando uno tiene la iniciativa y ya no hay nadie forzándolo, puede reiniciar el camino que dejó cuando empezó la escuela, y buscar lo que satisfaga las inquietudes propias a medida que se van presentando. Y ese camino, una vez emprendido, se retroalimenta.

Nunca me pareció razonable estudiar para un examen. Me da la impresión de que es hacer trampa. Si uno presta atención y sigue la materia, debería aprender el contenido. El examen se supone que es para comprobar eso. Sin embargo, está establecido que cuando uno tiene un examen, es necesario estudiar, “prepararlo”.

El mejor final que di en la facultad fue uno en el que había leído durante todo el cuatrimestre los apuntes, sólo por placer. Cuando llegué al final, los sabía. Ayudó que la docente era piola, porque sabía el contenido pero no me había molestado en aprender quién era el autor de cada libro, entonces cuando me preguntaba por ese lado le tenía que preguntar yo a cuál se refería.

Pero son excepciones. Habitualmente, no alcanza. Las materias parecen estar diseñadas para que uno tenga que ponerse a estudiar los contenidos antes de los exámenes. O peor, memorizarlos.

Así, también he dado muchos exámenes de los que cuyo contenido no tengo el menor recuerdo. Eran materias que no me interesaban, o no habían logrado interesarme, entonces la estrategia era saber lo necesario el día del examen, aprobarlo y después olvidar sin peligro esos no conocimientos.

Esto era particularmente frecuente en el secundario. Había materias que eran memorización pura, como biología. Había que saber enzimas y sus funciones. Era aburridísimo. Para cuando hice el último año ya me había dado cuenta de que era más fácil llevarme la materia a diciembre que estar estudiándola todo el año. No lo hice a propósito, pero estaba muy claro: estudiar toda la materia en un día en diciembre era suficiente, y era más agradable que dedicarle muchas más horas de mi vida durante el año, que podía aprovechar mejor usándolas para cosas que me importaran.

(Irónicamente, hoy la biología me encanta y leo un montón al respecto. Resultó que no era lo que me enseñaban en la escuela, sino algo muy interesante. Seguramente con otras materias pasaba lo mismo.)

La situación de estudiar para un examen es algo que está internalizado, que todos parecen hacer. Yo también lo he hecho, ojo, porque tampoco es cuestión de ponerme a decir que soy superdotado o algo. Hay materias que no se pueden aprender sólo con el trabajo durante el período regular, entonces hay que sentarse y estudiar. Pero los alumnos en general estudian para cualquier examen. Por eso tienen pánico a las “pruebas sorpresa”, que se supone que miden su nivel de conocimiento en un momento al azar. Tienen miedo de que ese nivel de conocimiento, al no haber estudiado, sea cero.

De todos modos, la idea de estudiar para un examen tiene sentido. Es un estímulo, sin el que es posible que muchos nunca se molesten en dedicarle nada de tiempo a la materia. En cierto modo, es un medio disfrazado de fin. Así como algunos escritores tenemos que hacernos mecanismos para ponernos a escribir, el examen es el mecanismo institucionalizado para que los alumnos estudien. Por eso se programan con cierta anticipación. Se informa que, para cierta fecha, se espera que determinados conocimientos estén incorporados.

A mí, sin embargo, siempre me pareció que los exámenes deberían ser en principio sorpresa. Porque siempre pensé qeu la idea de una materia era ir aprendiéndola durante su curso, y no está mal fijarse cómo venía la mano. Claro que esto, en la visión general, lo que hace es forzar a estudiar más seguido, y agregar estrés. Pero, en general, si uno presta atención en las clases y tiene una memoria más o menos decente, no tendría que tener problemas para aprobar exámenes sorpresa. Durante los períodos de estudiante este pensamiento no se podía expresar en voz alta. Pero estaba, y aunque no me gustara ser objeto de uno de esos exámenes, me lo bancaba.

Era preferible eso a la interminable ceremonia de las pruebas. El examen sorpresa es como sacarse una curita de una sola vez: duele un poco, pero se sufre menos. Los programados, en cambio, generan situaciones muy molestas, que paso a describir.

Supongamos que hay un recreo antes del examen. Todo el curso pasará ese tiempo repasando, y algunos aprendiendo a último momento lo básico. No tiene nada de malo. Que me parezca mala la idea de estudiar para un examen no implica que esté mal repasar un rato antes para tener frescas las cosas. El tema es que el repaso no se queda en eso. Hay una especie de examen antes del examen, donde los distintos alumnos preguntan las dudas que tienen (preferentemente a alguien que tiene reputación de saber, pero el tiempo disponible hace que sea a cualquiera). Esto ocurre en un clima de nerviosismo general, que es desagradable y contagia aunque uno no haya llegado nervioso. Porque ver, de repente, a todo el curso repasando lo que uno piensa que ya sabe, es un golpe a la seguridad que uno lleva. ¿Qué saben que yo no sé acerca de lo que creo saber? ¿Puede ser que haya cosas que no tuve en cuenta? Entonces, uno pispea las preguntas que se hacen, y encuentra todo tipo de postulados. Algunos se contradicen flagrantemente con lo que uno sabe, y si uno tiene la suficiente seguridad puede estar tranquilo de que es cualquiera.

Ante esta última situación, hay dos caminos posibles. Uno es advertir al equivocado su equivocación. El riesgo acá es pasarse largos minutos tratando de convencerlo de que lo que sabe en realidad es erróneo. Puede venir una discusión, o más dudas de otras personas, porque uno queda en evidencia como “alguien que sabe”. Y si el objetivo es estar tranquilo antes del examen, todo eso es contraproducente, aunque a veces puede venir bien como repaso. El otro camino es irse lejos, ignorar la situación y volver sobre la hora, cuando no hay tiempo para absorber el clima.

Al empezar la hora, llega el docente y el murmullo calla. El alumnado se pone en modo examen, entonces pocos hacen ruido. Los docentes, en general, se toman muy en serio los momentos de examen. Son un momento de solemnidad, en el que son la autoridad suprema, y saben que los alumnos están en sus manos. En realidad, deberían ser los primeros en no tomarse todo ese asunto en serio. Pero venden (o se compran) esa imagen.

El docente dará unas instrucciones y pasa a repartir (o en pocos casos dictar) los exámenes. La clase se divide en distintos temas, distribuidos verticalmente desde los bancos para evitar que la gente se copie del de al lado. En general con dos temas alcanza, pero algunos docentes precavidos usan hasta seis. Luego de entregar las copias, exigirá silencio absoluto. Pero no podrá impedir el aluvión de preguntas que acaece en los primeros minutos. Alguien, invariablemente, preguntará si se puede hacer en lápiz. Otros tendrán dudas de procedimiento, o del puntaje de cada ejercicio, o de redacción. El docente se mostrará cada vez más irritado con las preguntas y, si no las da por terminadas, los alumnos entienden el mensaje de que no se pregunta más, y el silencio se apodera del aula.

El régimen disciplinario, durante el examen, se hace más estricto. Queda levantado el privilegio de ir al baño. El pizarrón se borra, por las dudas de que alguien haya escrito algo en clave. El docente ocupará su tiempo en pedir silencio ante pequeñas voces que puedan escucharse, y vigilar que nadie se copie. Ocasionalmente alguien se acercará al pupitre principal para hacer una pregunta específica, que en general es rechazada.

Después de un tiempo, los alumnos empiezan a entregar. El primero que lo hace es recibido por los demás con una mezcla de incredulidad y admiración. El premio por terminar es salir del aula por el resto de la hora, en una especie de recreo extendido. Pero ese recreo no es tal. Pronto será acompañado por otros ex examinados, que estarán ansiosos por verificar sus respuestas, aunque ya no puedan hacer nada para cambiarlas. Preguntarán entonces qué contestó cada uno, y repetirán las preguntas a todos los que vayan saliendo (la pregunta es precedida por otra sobre qué tema le había tocado, y en caso de ser el mismo se le preguntará lo que contestó).

En algunos minutos se va creando un consenso sobre cuáles eran las respuestas correctas, y en base a eso cada uno podrá calcular más o menos cómo le fue. Es difícil pelear contra el consenso. Si muchos contestan de una manera, se aplica el criterio de la mayoría (el mismo que algunos confunden con la democracia) para determinar la verdad. A los que hayan contestado otras cosas, se les informa que su examen contiene errores.

Para escapar de esta situación, lo único posible es escapar. No estar en el mismo ámbito. Ir a tomar algo, ir al baño, salir de la escuela si es posible. Después de esa situación, sólo queda la ansiedad que se aplica en las clases siguientes, en las que se preguntará al docente, apenas ingresado en el aula, si ya tiene los resultados.