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March 2012


No voy a decir que los momentos de bloqueo son bienvenidos. Pero son útiles. Si se los aprovecha, pueden alimentar la creatividad en formas insospechadas.

Esa sensación de “no se me ocurre nada” es más o menos frecuente, y genera un impuso hacia no escribir. Si ese impulso es tenido en cuenta, el intento de escribir puede ser abandonado. Entonces, efectivamente, no se escribe nada.

El remedio para eso es la obligación. En mi caso, la de escribir sí o sí. En otros, puede ser tener que entregar algo en cierto momento. O cualquier otra cosa. El asunto es sentir que no es una salida válida no escribir nada.

Cuando uno se decide a escribir igual, empieza a buscar alternativas. La primera que surge es “uy, ya sé, voy a escribir sobre cómo no se me ocurre nada”. Puede funcionar. El asunto es que ya se le ocurrió a mucha gente (a Serrat le salió bien), entonces hay que ser extra original cuand0 se intenta hacer eso. Y el problema es que uno no se está sintiendo extra original.

Entonces, descartado ese primer impulso, entra la desesperación. De algún lado hay que sacar alguna idea. A veces con una punta es suficiente para despertar el interés, y después sale algo. El asunto es encontrar esa punta.

Lo que hace el bloqueo es forzar al escritor a buscar en lugares donde antes no había buscado. Lugares de la mente o del entorno, o de lo que sea. De repente, lo que no parecía una idea puede llegar a convertirse en una. Uno explora cosas que no parecen promisorias, porque tampoco tiene algo mejor que explorar.

Y muchas veces pasa que esas exploraciones no promisorias llegan a algo. No ocurre siempre. Pero algunas de las mejores cosas que escribí se las debo a haber estado bloqueado, y haber tenido que buscar qué otra cosa podía hacer.

Así que aprendí a no tener miedo al bloqueo. Es un momento de angustia, de adrenalina. Y los momentos en los que se lo vence, cuando sale algo que está bueno donde poco antes parecía que no iba a salir nada, son los que más se disfrutan.


Mi colega William.

Durante mucho tiempo me costó decir “soy escritor”. Tenía algunos problemas con esa afirmación.

Primero, nunca me gustó decir “soy esto”. Me parecía (y hasta cierto punto me sigue pareciendo) limitante. Una persona no es solamente lo que dice ser. Es una etiqueta. Es imposible definir a alguien en un par de palabras, como ocurre en los zócalos de los programas de televisión. La palabra “escritor”, o cualquier otra, aplicada así nomás no significa nada.

Por otro lado, que escribiera no quería decir que fuera escritor. Toda la vida escribí. En una época se me ocurrió hacerlo más en serio, escribir cuentos en lugar de otra clase de textos. Ya me costaba decir que eran cuentos. Eso se me pasó más rápido. Pero, a mi juicio, escribir cuentos no te convertía en escritor. Era preciso algo más, tener un aura de letras, haberse leído todo el canon, fumar pipa, no sé. Yo no tenía las otras características de un escritor, fuera de escribir.

Al mismo tiempo, era mi percepción que mucha gente dice tener una profesión para darse chapa. Tenía presente el piloto de Taxi, donde se establece la otra profesión de todos los que trabajan en el garaje que es el set principal de la serie. El protagonista dice qué es cada uno, menciona que él no y subraya “soy el único taxista en este lugar”.

No pensaba que tener un libro publicado fuera a cambiar las cosas. Al fin y al cabo, mucha gente tiene libros publicados, y eso no los hace escritores. Obviaré ejemplos. Ser escritor es otra cosa, en todo caso lo que cambia con la publicación es si uno es un escritor publicado. Pero ya tenía que serlo.

Esto fue cambiando con el tiempo. El año pasado nos fuimos con la gente de Viajera a Santa Rosa, La Pampa, para cuatro días de contacto cercano entre nosotros y con quienes estuvieran interesados/enterados en ese lugar. Hicimos varias lecturas, aparecimos en diferentes lugares y también realizamos un montón de actividades para nosotros. Fue en ese viaje cuando decidí que yo también podía escribir poesía. Y no sólo eso: que yo era poeta igual que los otros.

Era algo medio difícil de creer un tiempo antes. Nunca lo había imaginado. Pero me gustó, fue un cambio de actitud. Es un poco aceptarme a mí mismo, darle a lo que hago la legitimidad que merece. Claro que era más o menos difícil de digerir, tuve que convencerme un poco no de que era eso, sino de que estaba bien decirlo. Por eso en la crónica que escribí después de ese viaje usé varias veces la frase “nosotros, los poetas, somos así”. En cada oportunidad era un chascarrillo, pero también significaba algo que me incluyera al hablar de poetas.

Después la cosa se fue dando. Así como había aceptado ser poeta, podía aceptar ser escritor. Entonces el momento de la publicación vino con otra carga. No sólo ya tenía un libro publicado, sino que lo aceptaba. Lo compraba gente, incluso gente que no conozco. Me empezaron a llegar comentarios, referencias, repercusiones. Me di cuenta de que la idea de que yo fuera un escritor no era exótica para los demás. Empecé entonces a pensar si podía ser verdadera.

Y decidí que sí, carajo. Yo soy escritor. Ahí está, lo dije. Costó muchos años, pero ahora estoy en condiciones de decirlo convencido. No saben lo bien que se siente.

Isaac Newton estaba sentado a la sombra de un árbol, relajándose, leyendo una revista, cuando sin decir agua va le cayó una manzana en la cabeza. Se preguntó entonces cómo podía ocurrir semejante cosa. Decidió investigar las causas. En pocos días, desarrolló su teoría general de la caída de las manzanas. Posteriormente la extendió a las frutas, luego a los vegetales en general. Más tarde, cuando la trasladó a los minerales, se transformó en la gravitación universal.

Todo porque una manzana le cayó en la cabeza. Si Newton se hubiera sentado al sol, tal vez no habría realizado su más célebre descubrimiento, y el mundo hoy sería más pobre.

Sin embargo, esa no es la única forma de que a alguien se le ocurran ideas. El entorno es importante. Provee sensaciones, pensamientos, otras ideas que elaborar. Pero las ideas nacen dentro de la cabeza de uno. No importa tanto dónde se encuentre esa cabeza (siempre que esté conectada al resto del cuerpo).

No hace falta estar en el medio de la naturaleza para escribir sobre la naturaleza. Si escribo un cuento sobre sardinas, no necesariamente tengo que haber estado en el medio de un cardumen para que se me ocurra. Basta con sólo pensarlo.

Claro que puede ocurrir también de la otra manera. Pero igual es necesario el trabajo interno. Porque un cuento no es una descripción de lo que ocurre alrededor (y aunque lo sea, la descripción pasa primero por el cerebro, que filtra y clasifica). Es un ejercicio de imaginación.

Y habiendo imaginación, no es necesario que lo demás esté presente. Ni que exista. Ni que haya existido. Ni que se parezca a algo que alguna vez el que imagina creyó que veía. Sólo hace falta la representación que se formula en la cabeza, y luego se lleva a formato escrito.

Siempre se escribe sobre uno mismo.

La técnica para dar buenos golpes en tenis es pegarle a la pelota con la raqueta, y luego acompañar la trayectoria cuando la pelota ya partió. La raqueta debe completar el movimiento una vez que se separa de la pelota.

Si no se hace eso, el golpe será incompleto y la pelota no irá donde se busca. Puede no ir de todos modos, pero si la técnica no se aplica, lo más seguro es que no llegará a nada.

Es un caso de el futuro afectando al pasado.

Aunque, claro, la clave no está en lo que ocurre después sino en la manera que se da el golpe. Años de ensayo y error han determinado que si se pega con suficiente fuerza como para que la pelota sea buena, entonces la raqueta se quedará acompañando.

Escribir un libro tiene aspectos similares. De nada sirve que sea una llegada y nada más. Hay todo un proceso antes de publicarlo que es muy importante. El momento en el que la publicación se concreta es definitorio, y el libro podría andar bien después de eso.

Pero hay que acompañarlo. El autor no se puede desentender del libro en el momento que sale hacia el público. Debe estar preparado para seguir la trayectoria, para entrar en las aventuras que el libro disponga.

La experiencia con Léame fue placentera desde el comienzo, y cada vez es más. En diciembre, cuando se presentó, parecía el alivio largamente esperado, que se dio con el suspenso de estar pendientes de los vaivenes técnicos correspondientes. La presentación fue el momento en el que la pelota salió de la raqueta.

A partir de ahí, el libro empezó una trayectoria propia, más o menos independiente de la del autor. Pero no me desentendí. La vengo siguiendo con gran atención, y hago esfuerzos para mantenerla en el aire. Las repercusiones de ese golpe vienen siendo muy gratas, y muchas, como las noticias de que Léame es estudiado en escuelas y facultades, son también inesperadas.

Quién sabe qué espera a Léame, y a su autor, en el futuro.

‘Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.

Lewis Carroll se mandó el “Jabberwocky” en Through the Looking Glass. Todo el poema es un sinsentido, pero no suena a sinsentido. Si uno presta atención a los sonidos en lugar de los significados de las palabras, parece tener sentido. Se lo puede entonar como si se lo dijera muy en serio. Y, si uno quiere, es posible insertarle algún significado, una codificación de algo que el autor no se animó a decir concretamente.

Cien años después, Lennon se inspiró en esta clase de cosas para hacer I Am the Walrus, con frases como

Sitting on a cornflake
waiting for the van to come
corporation T-shirt
stupid bloody Tuesday
man, you’ve been a naughty boy
you let your face grow long.

Acá hay todas palabras de verdad, y hasta reemplazos de frases. Pero no forman nada en concreto. La letra está pensada para despistar a quienes quieran analizarla. Es un caso de “todo vale”.

Pero, ¿vale todo en estos casos?

Es necesario dar al nonsense algún tipo de forma. Alguna estructura en la que se sostenga el sinsentido. Porque si nos ponemos a escribir cualquier letra, no tiene ningún tiop de a adasd aiasfsd ksfhsvks gkj fsdkl sdf sksd lfs kfnsdfsbntrbwscwnm wekfj wfk wfjwiofh wof wwm wn fvwh eowiewiowfofwof we we. Así no vale la pena, no hay ningún gusto por leerlo. No existe trabajo de autor.

Entonces es necesario, mínimamente, que de lejos parezca que está presente algún sentido. En Léame está mi versión de esto, Verleder y Lertena, que es un cuento que usa casi todas palabras inventadas, con la idea de que suenen a español. Y está bien redactado, gramaticalmente. Dice en parte:

Un serletando prom Verleder sangaba u Lertena. ¡Cónco tranque gunta sete! Lertena salotó la caserobia. “Bonés el sarlo o salraronte supro laste sarlarón”, crozotó Lertena. Verleder mertó la crosta. Lertena singol alcó un vortón.

Si se lee el cuento completo, se puede atisbar una especie de historia, o mejor dicho el esqueleto de una historia. Hay un principio, un medio y un final. Hay personajes, acciones, conflicto. Lo que no se sabe es en qué consisten todos esos elementos.

No sé si tiene algún valor así como está, pero estoy seguro de que no tendría ninguno si no respetara alguna de las reglas de la literatura. No se puede romper todas juntas, porque queda una masa amorfa, irreconocible por todos lados. Las reglas, aunque se pueden romper, están por algo.

En unos días, en el otro blog, va a salir un texto que puede desembocar, si alguien tiene ganas, en acusaciones de antisemitismo. Se trata de un texto que no niega el Holocausto, sino que niega que exista la negación del Holocausto, y lo denuncia como una operación tramada por el sionismo internacional para hacerse las víctimas de algo que no ocurre.

No voy a ponerme a probar mi no antisemitismo, entre otras cosas porque es muy difícil probar algo que no es. El asunto, sin embargo, constituye una buena oportunidad para dejar claro algo: los textos escritos por un autor no necesariamente reflejan la opinión del autor.

Capaz que en algún nivel sí reflejan alguna opinión, que la existencia misma del texto se desprende de posturas que están. Pero eso es otra cosa. Las posturas que pueden ser reflejadas por ese texto son, en opinión de este autor, acerca de la naturaleza de ciertas teorías y de su sustento lógico.

Pero no me voy a atajar porque alguien pueda interpretar algo que no es. Es irrelevante la temática de un texto. La razón que hace escribirlo es si pienso que la idea puede funcionar o no. Y mandarme una teoría conspirativa sobre una teoría conspirativa me gustó. No hubo más razonamiento.

Existe otra defensa: yo puedo hablar de estas cosas porque soy judío. El problema es que no lo soy. Y eso no me impide abordar esos temas con toda legitimidad. No tiene por qué desprenderse de un texto la religión (o no religión) de su autor. Si funciona, es independiente de quién lo escribió. Y si no funciona, también.

Así que ya saben. No empiecen con esas cosas.

Los años que pasé haciendo análisis sintáctico en la escuela sospecho que no me sirvieron para nada. Es algo que sospecho ahora y sospechaba entonces. Me preguntaba por qué se perdía el tiempo en eso y no enseñaban a escribir sin faltas de ortografía o algo así.

Y, sin embargo, no sé si está tan mal. Está bien saber qué se dice, cómo son las estructuras gramáticas, cómo se construye el lenguaje. Ahora, eso no es lo que hacíamos. Sólo aprendíamos que había oraciones con modificador directo, o indirecto, y otros términos que ni me acuerdo. Jamás lo apliqué a la escritura.

Nunca me puse a pensar “me parece que acá necesito un sujeto tácito”. Directamente puse un sujeto tácito. Supongo que nadie hace semejante cosa. Si uno va a estar viendo las reglas gramáticas antes de escribir cada palabra, se vuelve loco.

Claro que las reglas gramáticas están por algo, y a menos que uno quiera romperlas por una buena razón, conviene cumplirlas. El texto se va a entender mejor.

¿Cómo hago? Simplemente tengo intuición gramática. Me doy cuenta qué cosas suenan bien y cuáles suenan mal. Rara vez cometo errores que serían identificables con un buen análisis sintáctico.

Pero capaz que es porque soy escritor, y tal vez siempre lo haya sido. En una de ésas, nací para esto. No creo. Supongo que todos operan de forma similar, y algunos dedicados profesionales tienen en cuenta no sólo qué es lo que escriben y cómo, sino cuáles son los nombres de los elementos que usan.

La lectura del otro día en el Matienzo no sólo estuvo buenísima, sino que fue grabada en video por Gabriela Tavolara.

Comparto entonces el video de mi segmento, en el que leí tres textos inéditos y uno de los hits de Léame.

Si entran al canal de Gaby, encontrarán también a los otros protagonistas de la lectura, que han estado formidables.

El otro día, en la charla en la Universidad de Moreno, me preguntaron qué leía de chico. Vale reiterar y ampliar lo que contesté.

Nunca fui un gran lector. Leía mucho, sí, pero no leía muchas cosas. Todas las semanas leía Billiken, y en general me la devoraba. Pero no leía muchos libros. En general, prefería las obras con ilustraciones.

Al día de hoy, abrir un libro y encontrar grandes bodoques de texto me intimida un poco. La primera vez que abrí un Léame impreso me pasó. Dije, “uy, qué letreroso”. Hubiera estado bueno ponerle ilustraciones, pero no ocurrió por diversos motivos que no se detallarán aquí.

Fui un gran lector de epígrafes. Iba a las fotos y me leía el textito que las acompañaba. Así leí mi primer libro sobre dinosaurios, que felizmente tenía muchas fotos epigrafadas, y también muchos recuadros. Pocas veces me animaba al texto en sí.

También leía cosas como Asterix. Que están buenísimos, pero una voz en mi cabeza todavía me dice “eso no es leer”. Incluso los libros que me daban en la secundaria me costaban. No tenía ganas de leerlos. Algunos me gustaron, de la mayoría me olvidé rápidamente (Crónica de una muerte anunciada es como si no lo hubiera leído). En ciertos casos, aprobar el examen que era sólo una prueba de lectura sin haber leído era la principal diversión de la materia Literatura.

Pasé mucho tiempo leyendo revistas, hasta que me harté. Fue hace relativamente poco cuando decidí que las revistas en general no valen la pena, y ahora si hay mucha gente en la peluquería voy más tarde. Sólo me queda la National Geographic, que no le tiene miedo a la extensión de las notas y suele tener muy buen nivel, además de fotos sensacionales que hacen que los párrafos asusten menos.

Con el tiempo tuve apetito de leer más libros, me empecé a animar con el texto principal. Siempre me sirvió que hubiera divisiones. Tengo que escalar las novelas. Los cuentos, en cambio, son más fáciles. Pero no me gusta que sean muy largos. Todavía miro cuánto falta para terminar la sección que estoy leyendo en este momento. Lo mismo me pasa con las películas, quiero saber cuánto tiempo me queda. Me parece que eso no es un hábito de lectura o consumo, sino una manifestación de ansiedad.

Un poco más grande, empecé a leer libros de no ficción. Arranqué con biografías de músicos, después seguí con libros de Sagan, más tarde me acerqué a los ensayos de Gould.

Y humor. Eso nunca me costó leer. Si un libro tenía perspectivas de hacerme reír, me lo devoraba. “Leí” todos los de Quino, muchas recopilaciones de chistes, algunas cosas de Fontanarrosa (aunque sus cuentos nunca me atrajeron tanto), los tres de Dolina, muchos de Leo Maslíah. Los de The Onion son excelentes, y no me importa que puedan no ser considerados literatura en serio. Our Dumb Century, que recopila tapas apócrifas de diarios del siglo XX, puede ser el libro más divertido que existe.

Hace poco, gracias a la influencia de cierta gente, me acerqué a otras cosas. Descubrí a Cortázar, y encontré con sorpresa que se le habían ocurrido varias ideas que yo ya había escrito. Disfruté mucho a Puig y a Felisberto Hernández. Desde hace poco me estoy animando a leer poesía, algo que nunca se me hubiera ocurrido.

Así que ahora sí se puede decir que soy lector. Todavía siento que leo poco, aunque me la paso leyendo. Complemento con series de televisión, que las hay excelentes, con películas, documentales y lecturas misceláneas en la web. Y de pronto tengo un pedigree de ideas que me envuelve, y alimenta las mías.

Salí del sistema educativo lleno de rencores. Muy pocos eran contra personas específicas. Más bien, el ambiente en su conjunto es lo que encontré perjudicial.

Es fácil saberlo ahora, pero mientras ocurría era una fuente constante de infelicidad, tensión y ansiedad.

El asunto es así. El hombre ha creado una institución, que se llama “escuela”, donde impartir a sus descendientes los conocimientos necesarios para que cada generación esté preparada para reemplazar a las anteriores. Entonces juntan a muchos niños desde una edad muy temprana, y les enseñan algunas cosas básicas: leer, escribir, hacer cuentas, interpretar mapas, hacer germinar porotos, etc.

Es un fin loable, hasta imprescindible. El problema empieza cuando los conocimientos que se imparten no terminan en eso, sino que se decide aprovechar que ya está creada la institución para enseñar otras cosas. Pero eso no sería grave. El asunto es que se enseñan cosas que no necesariamente son ciertas, pero no se enseña a discernir entre lo verdadero y lo falso.

A cierta edad, el Homo sapiens obedece a sus mayores. No importa de qué se trate. En general, los mayores dan consejos útiles, como “no te tires a ese precipicio”, “no comas esos hongos brillantes” o “no aceptes golosinas de extraños”. Sólo en una etapa posterior cada individuo se da cuenta de que lo que le dijeron no era necesariamente cierto. Lo hace mediante la experiencia propia.

Entonces es necesario inculcar temprano las verdades que no necesariamente son. En las escuelas se enseña sin ningún desparpajo, por ejemplo, que las Malvinas son argentinas, sin deslizar la posibilidad de que a) pueda ser falso y b) no sea algo de suprema importancia. Esto queda almacenado, y después es necesario que a uno se le ocurra cuestionarlo.

Al mismo tiempo, las herramientas necesarias para diferenciar entre lo cierto y la mentira están completamente ausentes. Lo que importa es lo que dice el docente, y si se equivoca, tiene razón igual. La escuela es una máquina que durante doce años hace memorizar datos y después verifica que esos datos hayan durado un tiempito en la memoria.

Pero no enseña la relevancia de lo que se memoriza. Ni cómo se ha llegado a eso. Hasta el día de hoy, me acuerdo perfectamente de la fórmula para resolver ecuaciones de segundo grado: ‘cero igual raíz de menos b más menos b cuadrado menos cuatro ac, todo sobre 2a’. Muy lindo choclo. Lo que nunca se les ocurrió mostrar es lo único interesante, que es cómo se llegó a esa fórmula. Alguien la tuvo que descubrir. No bajó Moisés del Sinaí con una tabla que la contenía (y ciertamente no en números arábigos).

Lo que no me enseñaron es a pensar. O a valorar la creatividad. O a crear yo mismo. Hubo, sí, algunas excepciones, que luchaban solitarias contra el monstrui en el que se encontraban. Sólo cuando terminé el secundario, después de un tiempo, me pude dar cuenta de que yo podía hacer cosas que valieran la pena.

Hay un componente mío, porque otra gente no da pelota a lo que le dicen en la escuela y se ponen a hacer lo que tienen ganas. Pero estoy seguro de que había muchos que podían hacer cosas buenísimas, y se vieron apresados por los límites que imponía la escuela.

Existen muchos caminos del pensamiento. La escuela agarra y te muestra unos pocos, sin avisar que existen otros, y mucho menos que se puede descubrir nuevos. En esos caminos, dejan plantadas ideas que persisten, y son aceptadas sin visión crítica, tal vez durante toda la vida.

O sea, se enseñan pensamientos ajenos, sin alimentar los propios. En mi caso, siento que la escuela trató de impedir que yo hiciera lo que estoy haciendo ahora, y que me costó mucho liberarme de los preconceptos que me dejaron. Y eso que trataba de pensar. Podía darme cuenta de que lo de las Malvinas era una idiotez, podía enterarme de que en las clases de Historia trataban de melonearme para que pensara algunas cosas que parece pensar todo el mundo, y para mí nunca se sostuvieron.

La escuela falló en su supuesto objetivo de abrirme las puertas del mundo y exhortar a que lo explorara por mi cuenta, para poder descubrirlo. Tuve que hacerme el camino solo, y sospecho que casi todos tienen que hacer lo mismo. El asunto es que se tienen que dar cuenta, y me parece que a unos cuantos no se les ocurre.

Sólo cuando terminé el secundario redescubrí el placer que me daba aprender.

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