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Léame tenía que tener una sección biográfica. Y, si no tenía que tener, seguramente habría puesto una. Desde hace años vengo escribiendo autobiografías apócrifas, porque me gusta burlarme de esa clase de cosas. No contienen datos sobre mi persona, porque me figuro que a nadie le importan, y también que varios interpretarían los cuentos a través de lo que creen ver en los datos biográficos.

Entonces tenía que poner una autobiografía, y no quería que dijera nada. Decidí agarrar el mejor de los textos de ese género, que inicialmente se titulaba Autobiografía genérica, y consiste en poner la estructura de una biografía, sin poner ninguno de los datos. Así:

Nicolás Di Candia nació. Ya desde su más tierna infancia. De joven acostumbraba, luego consideró. Desde entonces.

Después sigue en ese tono, con la idea de sugerir algún tipo de historia, pero quedarse en la sugerencia. Ese texto no fue escrito con la idea de ser publicado en ese lugar del libro, sino que cuando hacía falta lo elegí. Y me parece que funciona muy bien. Creo que es más divertido que una biografía en serio. Y si un lector quiere conocerme en serio, justo abajo tiene la dirección de este blog, donde expongo mi alma (?) para todos ustedes.

Hablando de ustedes, me imagino que se preguntan por qué hay ahí arriba una foto de John Lennon circa 1965. Porque lo contado hasta acá es sólo una parte de lo que quiero decir. La segunda parte empieza a continuación.

He leído muchas biografías de distinta gente. Una de ellas es Lennon, escrita por Ray Coleman. Se trata de un volumen de más de 700 páginas, en inglés, que leí hace más de diez años. Coleman era un periodista del semanario Melody Maker. Como tal, conoció a Lennon en 1962, cuando los Beatles estaban lanzando su primer disco. Con el tiempo se ganó la confianza del grupo. Según él mismo, porque no hacía preguntas imbéciles de pop star, como “¿cuál es tu color favorito?” o “¿cómo se llama tu mascota?”. En su lugar, les permitía explayarse como Homo sapiens pensantes que eran. Y el grupo apreciaba esas oportunidades.

La biografía está bien, aunque tiene un cierto tufo de adulación, por más que es póstuma. No presenta a Lennon como alguien perfecto, pero párrafo tras párrafo se encarga de encontrar la mejor interpertación posible para lo que está diciendo. Todo, lo bueno y lo malo, es un síntoma de la grandeza inherente al personaje. Tiene ese defecto de algunas biografías, de supeditar todo a ciertas ideas, y hacer que los hechos signifiquen algo, cuando no necesariamente algo que pasa significa más que el hecho de que pasó. De todos modos, es una lectura interesante, y contiene esparcidos unos cuantos escritos que hizo el mismo Lennon. Cuentos que fueron publicados en sus libros de nonsense, cartas públicas y privadas, postales, esas cosas. Documentos biográficos.

Todo esto viene a cuento porque hace unos días desempolvé el libro, que no tocaba desde hacía muchos años. Y lo estuve releyendo en ese modo random en el que está bueno releer libros. Y de repente me encuentro con una postal que Lennon le mandó al autor (sin saber que iba a ser su biógrafo) en 1965, durante una gira. La postal está hecha a partir de una foto autografiada de los Beatles, cortada en dos. Entonces la foto son sólo ocho piernas y zapatos, con las respectivas firmas. Del otro lado, está el texto manuscrito de Lennon (reproducido aquí en su totalidad, respetando la ortografía original):

Dear Ted,
Having a wonderful. The weather is quite. Wish you were. The food is. So are we. See you when we get.
Ours truly,
Them Beatles

O sea, el mismo recurso de mi autobiografía genérica, aplicado a las postales de vacaciones. La pregunta, entonces, se impone: ¿plagié esto a Lennon? Respuesta: no sé. Nunca me acordé de que existía, aunque no puede descartarse que la idea (que una vez que lo volví a ver sé que me había gustado) haya quedado rondando en algún lugar de mi cabeza, más allá de lo consciente. Voy a ponerle un nombre. No es consciente, es como abajo. Es sub-consciente. Ahí está, se lo voy a contar a mis amigos psicólogos, para que lo investiguen.

De cualquier manera, me gusta encontrarme con la posibilidad de haber aplicado independientemente un recurso que usó Lennon. No voy a comparar mi talento con el suyo, sólo reconfortarme con la idea de que “great minds think alike”.

No conocí un mundo con Lennon. Lo mataron cuando tenía pocos meses. Crecí, entonces, con una imagen que le construían otros. La de un incansable luchador por la paz, que encima tenía gran talento musical y siempre se vestía de blanco. Un Gandhi hippie, muy enamorado de su talentosa y exótica mujer, que sólo quería ver a su hijo cuando fue brutalmente asesinado.

Con el tiempo, me enteré de que mucho de lo que me habían vendido era exagerado. Lennon era una persona compleja, que en una etapa hacía algunas cosas para llamar la atención hacia causas pacifistas. Tenía un talento enorme que no se llegó a plasmar del todo en su carrera solista, que se vio truncada por su asesinato pero también por su retiro voluntario durante cinco años. Fue necesario leer bastante y pensar bastante para entender que era un Homo sapiens, que era perfectamente falible y que la realidad no tiene por qué coincidir con la película Imagine de 1988. Pero finalmente lo entendí, y eso me permite tener una perspectiva razonablemente equilibrada.

A mis 21 años, se murió George Harrison. En su caso, sí había conocido un mundo con él, aunque su último disco había salido en 1987, antes de que le prestara atención. Pero conocía parte de su carrera solista, conocía a los Traveling Wilburys, y me divertía leer las pocas entrevistas que daba, porque sabía que nunca se las tomaba en serio y se la pasaba haciendo chistes y/o bardeando a gente (como a los de U2, o a los de Oasis) sólo para divertirse.

Después de su muerte, asistí a la construcción del mito. De pronto, encontré mucha gente que admiraba sus canciones. Eso no tiene nada de malo, muchas son muy admirables, pero esa admiración venía acompañada de exageración. Empecé a escuchar que había gente que decía cosas como que Harrison era el mejor compositor de los Beatles, o que su aporte musical era más importante que el de McCartney.

Lo siento, no pueden venderme otro mito. Ya estoy vacunado. Hay opiniones que se sostienen y otras que no. “Harrison era el beatle más importante” es falso, en todo caso puede ser su favorito, querido lector, si usted quiere. “Lennon era el beatle más importante” es una opinión válida, aunque no la única posible. No tiene mucho sentido ponerse a hacer rankings, pero si uno se pone a hacerlos más vale que tenga alguna seriedad.

Escuché también cosas sobre su personalidad, sobre cómo era un espíritu libre, una persona espiritual que entendía de qué se trataba la vida, y que era demasiado profunda como para hacer mera música pop. Y, otra vez, hay algo de verdad en esas cosas, pero una persona no se puede reducir a unos pocos conceptos.

Es como que la gente hace monumentos de las personas una vez fallecidas, y después venera no a las personas, sino a los monumentos. Que suelen ser mucho más puros que las personas, porque están compuestos de uno o dos materiales. Y, aparte, se quedan siempre en la misma posición, sin riesgo de contradecirse.

Pero las personas no pasan su vida posando para su estatua. Al menos, las personas que valen la pena.

Uno de mis vicios es usar palabras genéricas para referirme a alguna cosa. Por ejemplo, cuando hablo de insectos, aunque sea de alguno específico, tengo que cuidarme mucho para no usar demasiado la palabra “artrópodo”. Me encanta ese vocablo, no sé por qué. Debe ser esa ere que está ahí, evitando que esos animales sean antrópodos, porque sería desagradable tener mosquitos, cucarachas, arañas y ciempiés con forma humana.

A veces no puedo resistir y la uso, pero tengo que tener extra cuidado, porque la tendencia es abusar de ese recurso. Del mismo modo, si no me reprimiera llamaría dinosaurios a todas las aves. Alguna vez hice un cuento que se trataba exactamente de eso, de llamar dinosaurios a todas las aves cotidianas, como palomas o gallinas. Ahí me lo permití. En general, sin embargo, no lo uso por más ganas que tenga, porque sólo produciría en el lector un confuso “¿eh?”

Otro ejemplo es referirme a las personas como Homo sapiens. Decir cosas como “bueno, tenemos que tener en cuenta que, ante todo, somos Homo sapiens“. Me divierte este uso particular, y creo que es el que más me permito (me parece que en este blog lo usé más de una vez). Sé, no obstante, que puede resultar cansador, entonces antes de escribirlo trato de preguntarme si realmente vale la pena. A veces es mejor moderarse para no diluir el impacto de ciertas herramientas.

Me parece que este gusto viene de Les Luthiers. Más exactamente, de una escena de la zarzuela Las Majas del Bergantín. Esta escena es en mi opinión una gran lección de cómo se escribe comedia. Amerita ser transcripta (la transcripción proviene del sitio Los Luthiers de la Web, aunque ha sido levemente corregida). Cuando arranca el fragmento, Carlos Núñez está mirando por un catalejo.

Carlos López Puccio: ¿Qué ocurre?
Carlos Núñez Cortés: ¡Veo un barco pirata a la derecha!
Carlos López Puccio: Se dice estribor.
Carlos Núñez Cortés: ¡Veo un estribor a la derecha! ¡Capitán, y veo muchos piratas! Hay uno de ellos muy corpulento que parece el jefe. Tiene pata de palo y lleva un loro en el hombro.
Carlos López Puccio: Un barco pirata… ¿Y cuál es su tamaño?
Carlos Núñez Cortés: Más bien pequeñín… es como un cotorrita pequeña…
Carlos López Puccio: No, digo que cuál es el tamaño del barco, hombre.
Carlos Núñez Cortés: Ah, el tamaño del barco… yo pensé que usted se refería… al tamaño de… del… psitácido. Unos sesenta metros de largo.
Carlos López Puccio: Largo no, eslora.

(Carlos Núñez mira asombrado al capitán, luego entorna los ojos para mirar al barco a lo lejos y luego a su catalejo preguntándose para que sirve, si el capitán es capaz de ver sin él algo que él mismo con el catalejo no ha alcanzado a ver. Incluso sopla por él para ver si está atascado)

Carlos Núñez Cortés: Bueno, hombre, yo dije “loro” generalizando.

(En esta versión, López Puccio es el capitán.)

El asunto del psitácido viene por dos lados. Uno, su inesperada aparición en lugar de “loro” o “pájaro”. En el video linkeado se puede apreciar la pausa dramática que hace Núñez antes de esa palabra, perfecta para que el espectador piense lo que viene, y se vea sorprendido por su llegada. El segundo lado es la idea de que un tripulante de bergantín sepa el nombre científico de la familia de los loros, y lo use en la conversación así porque sí. Sobre todo, cuando ni siquiera conoce los términos propios del barco.

El segmento no se agota ahí. Está perfectamente armado. Está muy claro que la idea fue relacionar la palabra “eslora” con el animal. ¿Cómo eligieron hacerlo? Recurriendo a distintos elementos, plantados uno atrás de otro, cada uno como un chiste autónomo:

  • El personaje no conoce que la derecha es “estribor”.
  • Cuando se lo menciona, piensa que “estribor” es el barco pirata.
  • Luego de describir la escena del barco que incluye el loro que es estereotipo de los piratas, cuando el capitán le pregunta por el tamaño, se refiere al tamaño del loro, como si fuera relevante.
  • Al rectificarse la pregunta, estima el tamaño del barco, pero no sabe que los 40 metros no son de largo, sino de “eslora”.
  • Cuando el capitán lo vuelve a corregir y le dice sólo la palabra “eslora”, el personaje, confundido, mira alternativamente al capitán y a su catalejo, en un momento de confusión que dura varios segundos y es interpretao espléndidamente por Carlos Núñez.
  • Por último, decide defender sus dichos, y afirma “yo dije loro generalizando”.

Acá todo apunta a la máxima eficacia del último chiste, que se lleva su correspondiente carcajada, del mismo modo que hay una gran carcajada cuando se introduce la palabra “eslora”. Lo interesante es que todo el diálogo apuntala la resolución, y si se cayera cualquiera de los elementos que aparecen, el asunto de la eslora sería mucho menos efectivo, y probablemente mucho menos ingenioso. A cualquiera se le puede ocurrir relacionar la eslora con una lora. Les Luthiers lo hace con la mayor efectividad, y le exprime hasta la última carcajada.

Existen tres tipos básicos de Homo sapiens.

La gente Hotmail se caracteriza por dejarse llevar por lo que hacen los demás. Nunca analizan demasiado los pasos a seguir. Se contentan con ver lo que hicieron los otros, y hacen eso. Es muy difícil hacerles entrar algo en la cabeza. Sin embargo, cuando se logra, permanece durante mucho tiempo, precisamente porque ideas posteriores tendrán la misma dificultad. El lado bueno de esto es que si una idea logra penetrarlos, significa que el resto de la población ya la tiene más que clara.
Son gente que confía en los demás, pero que no presta atención. Si están por cruzar la calle, no siempre miran hacia ambos lados. Prefieren que miren los demás, los que cruzan, entonces obedecen el cruce mayoritario. Se sienten seguros dentro de las multitudes. Nunca van a entrar en un restaurante vacío, porque evidentemente eso es signo de que la comida no es buena.

La gente Yahoo es un poco más pensante. Les gusta pensar. Les gusta sobre todo la idea de pensar. Pero no se aventuran a pensar cosas que no les parezca que deban ser pensadas. Nunca entendieron de qué se trata la letra de All you need is love. No les gusta el escándalo, ni que se grite. Piensan que el mundo debería tener paz, y que todos nos deberíamos entender, respetando las ideas y las creencias de cada uno, aun las que no son respetables. Tienen una idea de que la realidad no existe, sino que hay tantas realidades como puntos de vista, eso les permite pensar cosas que no se sostienen.
No son amigos de la lógica. Prefieren los slogans, los chicles mentales. No les parece que sea necesario pensar dos veces las cosas. Si alguien las pensó, particularmente si es un intelectual prestigioso, seguro que está bien. Dejan el razonamiento para los profesionales. Les gusta el arte popular, y saben que es para las masas, no para ellos. Porque ellos no pertenecen a las masas, por más que están de acuerdo con que existan y tengan su arte. Sin embargo, ellos tienen el propio. Aman el jazz, aunque no lo escuchen nunca. En su lugar, consumen productos intelectuales con gran voracidad, porque no tienen la molestia de analizarlos. Eso lo dejan, una vez más, a los profesionales, como los críticos, cuya opinión hacen propia y se encargan de distribuir.

La gente Gmail, en cambio, quiere pensar. Trata de hacerlo por sí mismo, aunque no siempre les sale. Comparten códigos, frases provenientes de la cultura pop (que no es lo mismo que la cultura popular) que para el gran público no significan nada pero les permite identificarse entre sí. Se consideran gente especial, personas adelantadas, que saben ver hoy lo que los demás verán en el futuro, o no verán nunca. Disfrutan entonces de las ventajas de estos adelantos, aunque se ven perjudicados por la escasa popularidad. En algunos casos, adelantos perfectamente espectaculares no llegan a expandirse más allá de la gente Gmail, y nunca logran hacerse viables económicamente.
Tienen un cierto desprecio no por lo popular, pero sí por lo repentinamente popular. Desconfían de las masas, por más que les gustaría estar en consonancia con ellas (en realidad, que ellas estuvieran en consonancia con ellos). Sus opiniones están respaldadas por excelentes razones, o razones que creen excelentes, y no conviene discutírselas, porque se corre el riesgo de que no poder callarlas más.

Los tres tipos de personas suelen poder identificarse mediante el servicio de mail que usan. Incluso, muchas veces puede predecirse qué mail usan según su personalidad. Pero cuidado: no es así siempre. Existe gente Yahoo que usa Gmail, posiblemente por tener amistades dentro de esa comunidad. O tal vez porque la novedad de Gmail ya se está empezando a extender entre los usuarios de Yahoo. Si es así, la gente Gmail pronto dejará de serlo, y adoptará otro medio de comunicación para identificarse. La gente Yahoo también abandonará su lugar, y pasará a ser la gente Gmail. La gente Hotmail tal vez viva esta movilización en algún momento. Pero no será pronto. Lo que se sabe es que, cuando empiece la mudanza masiva, la que hoy es gente Yahoo y Gmail huirá de su vecindad. Cada uno se forzará a encontrar el nicho adecuado para su persona.

No es mi objetivo ofender a nadie. Prefiero que se rían con lo que escribo, o que lo encuentren interesante, o que les guste como sea. Ahora, que no me interese ofender no significa que esté buscando escribir sólo cosas inofensivas. Hay mucha gente que, por miedo a ofender, deja de decir lo que le parece y lo reemplaza por lo que cree que le tiene que parecer.

Mi caso es el contrario. Si algo que escribo puede ofender a alguien, que se ofenda. No es una amenaza, es algo que está escrito. Sería mucho peor atajarme.

Cuando se tratan temas sociales o políticos, el asunto es desafiar lo “establecido”. No necesariamente lo establecido por ciertos poderes, sino lo que uno no se cuestiona. No necesito cuestionar lo que los otros ya cuestionan, prefiero cuestionar lo que no, porque nunca está de más asegurarse que lo que uno piensa está bien pensado.

Muchas veces, las ideas que son ofensivas van a lo no cuestionado. A lo que uno sabe que tiene que pensar. Pero siempre está bien preguntarse si debe pensarlo, si se sostiene, si se aplica, si es compatible con las verdades. Y si una idea cumple estos requisitos, no tendrá problemas en sobrevivir el cuestionamiento, y lo hará fortalecida.

El problema son las ideas que no se sostienen, y no resisten a cuestionamientos. Una de las tácticas que usan para evitar ser sometidas a ellos, es aparentar ser incuestionables. Y una de las recetas para lograrlo es ofenderse cuando se las cuestiona. Eso no tiene que impedir examinarlas, incluso tendría que funcionar como estímulo para hacerlo.

Ocurre mucho con el concepto de lo “políticamente correcto”. Hay ideas que no se pueden mencionar en público. En algunos casos es razonable, en otros no. El asunto es cómo diferenciar los razonables de los que no. Respuesta: cuestionando a todos. No hace falta negar la veracidad de ningún concepto aceptado, sino admitir la posibilidad de que sean falsos. ¿Cómo sabemos que sabemos lo que sabemos?

Hace unos años, aparecieron en muchos lugares referencias a una película a la que se denominaba “la película del Hitler bueno”. Inmediatamente me intrigué. Me dieron ganas de verla. ¿Cómo sería una película así? ¿Cómo podrían sostenerla sin provocar tremendos escándalos? ¿Qué punto de vista permite afirmar que Hitler era bueno? Una película así era una oportunidad para entender algo que está muy claro que fue no bueno sino terrible, pero ocurrió. Capaz que sirve para entender cómo es que las cosas terribles logran ocurrir a pesar de ser terribles y estar todos en condiciones de darse cuenta de lo que son. Nunca pensé que la película me iba a hacer admirador de Hitler, ni que los que la hicieron lo fueran.

La película resultó ser La Caída, la misma que es protagonista de un montón de videos de YouTube con subtitulados parodiando cualquier situación. Y resulta que no contenía un “Hitler bueno”. Contenía un Hitler desde un punto de vista cercano, con ciertos gestos humanos. Y aparentemente eso era el problema. ¿Cómo van a humanizar a Hitler? pensaban algunos.

Sin embargo, eso es lo interesante de la película. Resulta que Hitler no era un extraterrestre, sino un Homo sapiens igual que todos nosotros (este texto fue escrito por un Homo sapiens para ser leído por sus semejantes). La película lo muestra seductor, amable y también propenso a la ira y la locura. No lo muestra como una víctima, ni como un héroe, ni como un villano caricaturesco, sino que intenta, digamos, entenderlo. Dar una idea de cómo eran esos días en el bunker, cuando la derrota bélica estaba al caer y el mundo artificial que había creado se desintegraba ante sus ojos (o los de los que estaban afuera y se lo contaban).

Se trata, entonces, de una película muy interesante, mucho más que si buscara ser “por qué Hitler era malo”. Algo que no tendría ningún atractivo para ver, particularmente porque ya lo sé. Pero mucha gente se ofendió ante la humanización. Y sospecho que lo que los ofendía no era que alguien hiciera un retrato humano de Hitler, sino que un humano pueda hacer las cosas que hizo. La mala noticia es que un humano hizo las cosas que hizo, y si esa idea es muy difícil de digerir, lo siento. Es lo que ocurrió, y conviene saberlo, porque hay muchos humanos, y seguramente no fue uno solo el que era capaz de todo eso.

Así que si alguien se ofende, una lástima. Siempre se puede elegir pensar en otra cosa. Lo que no está bien es no decir lo que uno quiere por miedo a que alguien se ofenda.

Salí del sistema educativo lleno de rencores. Muy pocos eran contra personas específicas. Más bien, el ambiente en su conjunto es lo que encontré perjudicial.

Es fácil saberlo ahora, pero mientras ocurría era una fuente constante de infelicidad, tensión y ansiedad.

El asunto es así. El hombre ha creado una institución, que se llama “escuela”, donde impartir a sus descendientes los conocimientos necesarios para que cada generación esté preparada para reemplazar a las anteriores. Entonces juntan a muchos niños desde una edad muy temprana, y les enseñan algunas cosas básicas: leer, escribir, hacer cuentas, interpretar mapas, hacer germinar porotos, etc.

Es un fin loable, hasta imprescindible. El problema empieza cuando los conocimientos que se imparten no terminan en eso, sino que se decide aprovechar que ya está creada la institución para enseñar otras cosas. Pero eso no sería grave. El asunto es que se enseñan cosas que no necesariamente son ciertas, pero no se enseña a discernir entre lo verdadero y lo falso.

A cierta edad, el Homo sapiens obedece a sus mayores. No importa de qué se trate. En general, los mayores dan consejos útiles, como “no te tires a ese precipicio”, “no comas esos hongos brillantes” o “no aceptes golosinas de extraños”. Sólo en una etapa posterior cada individuo se da cuenta de que lo que le dijeron no era necesariamente cierto. Lo hace mediante la experiencia propia.

Entonces es necesario inculcar temprano las verdades que no necesariamente son. En las escuelas se enseña sin ningún desparpajo, por ejemplo, que las Malvinas son argentinas, sin deslizar la posibilidad de que a) pueda ser falso y b) no sea algo de suprema importancia. Esto queda almacenado, y después es necesario que a uno se le ocurra cuestionarlo.

Al mismo tiempo, las herramientas necesarias para diferenciar entre lo cierto y la mentira están completamente ausentes. Lo que importa es lo que dice el docente, y si se equivoca, tiene razón igual. La escuela es una máquina que durante doce años hace memorizar datos y después verifica que esos datos hayan durado un tiempito en la memoria.

Pero no enseña la relevancia de lo que se memoriza. Ni cómo se ha llegado a eso. Hasta el día de hoy, me acuerdo perfectamente de la fórmula para resolver ecuaciones de segundo grado: ‘cero igual raíz de menos b más menos b cuadrado menos cuatro ac, todo sobre 2a’. Muy lindo choclo. Lo que nunca se les ocurrió mostrar es lo único interesante, que es cómo se llegó a esa fórmula. Alguien la tuvo que descubrir. No bajó Moisés del Sinaí con una tabla que la contenía (y ciertamente no en números arábigos).

Lo que no me enseñaron es a pensar. O a valorar la creatividad. O a crear yo mismo. Hubo, sí, algunas excepciones, que luchaban solitarias contra el monstrui en el que se encontraban. Sólo cuando terminé el secundario, después de un tiempo, me pude dar cuenta de que yo podía hacer cosas que valieran la pena.

Hay un componente mío, porque otra gente no da pelota a lo que le dicen en la escuela y se ponen a hacer lo que tienen ganas. Pero estoy seguro de que había muchos que podían hacer cosas buenísimas, y se vieron apresados por los límites que imponía la escuela.

Existen muchos caminos del pensamiento. La escuela agarra y te muestra unos pocos, sin avisar que existen otros, y mucho menos que se puede descubrir nuevos. En esos caminos, dejan plantadas ideas que persisten, y son aceptadas sin visión crítica, tal vez durante toda la vida.

O sea, se enseñan pensamientos ajenos, sin alimentar los propios. En mi caso, siento que la escuela trató de impedir que yo hiciera lo que estoy haciendo ahora, y que me costó mucho liberarme de los preconceptos que me dejaron. Y eso que trataba de pensar. Podía darme cuenta de que lo de las Malvinas era una idiotez, podía enterarme de que en las clases de Historia trataban de melonearme para que pensara algunas cosas que parece pensar todo el mundo, y para mí nunca se sostuvieron.

La escuela falló en su supuesto objetivo de abrirme las puertas del mundo y exhortar a que lo explorara por mi cuenta, para poder descubrirlo. Tuve que hacerme el camino solo, y sospecho que casi todos tienen que hacer lo mismo. El asunto es que se tienen que dar cuenta, y me parece que a unos cuantos no se les ocurre.

Sólo cuando terminé el secundario redescubrí el placer que me daba aprender.

En la sociedad que me rodea hay muchos consensos indiscutidos. Uno sostiene que las dictaduras son malas. Otro que la película Esperando la carroza es la obra cumbre del cine argentino. Otro que determinados archipiélagos no están en posesión de sus legítimos propietarios. De algunos de esos consensos participo, de otros no. Uno de los que no es el referido a la genialidad de Alberto Olmedo.

No es que la niegue. Esto es importante. Sería muy fácil decir que todos los vastos números de Homo sapiens que forman parte de la sociedad de este país y ven la grandeza de Olmedo son unos imbéciles y no entienden nada. No sería especialmente extraño. Innumerables veces ha habido gran entusiasmo por ideas no sólo muy problemáticas sino erróneas. Pero no quiero ponerme en contra del consenso. Simplemente no lo entiendo.

Si viera lo que ven, podría unirme a los que piensan lo mismo o decir que es cualquiera. Pero no lo entiendo. Todas las veces que he visto videos de este actor vi a alguien corriente, no del todo carente de gracia, un tipo más o menos simpático que ama reírse de sus ocurrencias. Pero sus ocurrencias nunca me han resultado graciosas.

Capaz que no vi los videos adecuados. Capaz que espero demasiado por todo lo que se habla. Capaz que simplemente no es mi tipo de humor (Porcel, no obstante, me hace reír mucho). No sé qué es lo que pasa, y tampoco hice un análisis exhaustivo como para poder decirlo concretamente. Sólo que cuando todos los demás hablan de Olmedo como si fuera un titán del humor, sin que nadie lo discuta, yo me quedo pensando “¿qué verán?”

Se recomienda leer lo que sigue con la voz de Ernesto Frith.

Para facilitar la lectura, Léame se presenta en formato de códice. Este método de encuadernación, que tiene su origen en el medioevo, permite cambiar de página con una simple operación. El lector sólo debe arrastrar con uno o más dedos la hoja que contiene la página que acaba de terminar, y del otro lado se revelará la siguiente.

Las páginas están posicionadas en orden ascendente. Un sistema de números arábigos facilita la identificación de cada una, sin necesidad de espiar el contenido. Un número único se asigna a cada página. Estos números, gracias a su correlatividad, proveen información acerca de cuánto se ha avanzado en la lectura al llegar hasta él.

La cubierta, o tapa, posee como complemento una tapa inversa al final del libro, la contratapa. Comparten el color, de manera que el libro se puede identificar aun cuando no se ve el título. El distintivo color carmín está pensado para que no se confunda con el fondo, y así el libro se pueda diferenciar de la mesa donde está apoyado. Ambas cubiertas contienen solapas que pueden ser utilizadas como señalador. En caso de interrumpir la lectura, se podrá saber dónde estaba.

Se ha escogido para el texto interior un tipo de letra serif, de un color muy contrastante. El negro de la letra se destaca contra el casi blanco de la hoja, para producir una lectura natural. Las letras están colocadas sucesivamente, formando palabras que son separadas por espacios en blanco. Ocasionalmente, una marca de puntuación indica una pausa o cambio de entonación.

El peso del libro es adecuado para ser tomado por un Homo sapiens con una mano. Las hojas están unidas entre sí mediante un moderno sistema de encuadernación con hilos y pegamento, que impide que se separen. De esta forma, el lector no tendrá que preocuparse por una posible alteración del orden o pérdida de hojas.

A pesar de la dimensión del libro, 20 centímetros de alto por 14 de largo, el texto no se extiende en todo el espacio disponible. Una elegante zona blanca, llamada margen, lo rodea. Se forma un efecto de marco, que otorga al texto un lugar determinado. Es el espacio que puede ser aprovechado por el lector para hacer anotaciones, marcar con un lápiz una sección particularmente destacable, y terminar así de hacer suyo el libro.