Salí del sistema educativo lleno de rencores. Muy pocos eran contra personas específicas. Más bien, el ambiente en su conjunto es lo que encontré perjudicial.

Es fácil saberlo ahora, pero mientras ocurría era una fuente constante de infelicidad, tensión y ansiedad.

El asunto es así. El hombre ha creado una institución, que se llama “escuela”, donde impartir a sus descendientes los conocimientos necesarios para que cada generación esté preparada para reemplazar a las anteriores. Entonces juntan a muchos niños desde una edad muy temprana, y les enseñan algunas cosas básicas: leer, escribir, hacer cuentas, interpretar mapas, hacer germinar porotos, etc.

Es un fin loable, hasta imprescindible. El problema empieza cuando los conocimientos que se imparten no terminan en eso, sino que se decide aprovechar que ya está creada la institución para enseñar otras cosas. Pero eso no sería grave. El asunto es que se enseñan cosas que no necesariamente son ciertas, pero no se enseña a discernir entre lo verdadero y lo falso.

A cierta edad, el Homo sapiens obedece a sus mayores. No importa de qué se trate. En general, los mayores dan consejos útiles, como “no te tires a ese precipicio”, “no comas esos hongos brillantes” o “no aceptes golosinas de extraños”. Sólo en una etapa posterior cada individuo se da cuenta de que lo que le dijeron no era necesariamente cierto. Lo hace mediante la experiencia propia.

Entonces es necesario inculcar temprano las verdades que no necesariamente son. En las escuelas se enseña sin ningún desparpajo, por ejemplo, que las Malvinas son argentinas, sin deslizar la posibilidad de que a) pueda ser falso y b) no sea algo de suprema importancia. Esto queda almacenado, y después es necesario que a uno se le ocurra cuestionarlo.

Al mismo tiempo, las herramientas necesarias para diferenciar entre lo cierto y la mentira están completamente ausentes. Lo que importa es lo que dice el docente, y si se equivoca, tiene razón igual. La escuela es una máquina que durante doce años hace memorizar datos y después verifica que esos datos hayan durado un tiempito en la memoria.

Pero no enseña la relevancia de lo que se memoriza. Ni cómo se ha llegado a eso. Hasta el día de hoy, me acuerdo perfectamente de la fórmula para resolver ecuaciones de segundo grado: ‘cero igual raíz de menos b más menos b cuadrado menos cuatro ac, todo sobre 2a’. Muy lindo choclo. Lo que nunca se les ocurrió mostrar es lo único interesante, que es cómo se llegó a esa fórmula. Alguien la tuvo que descubrir. No bajó Moisés del Sinaí con una tabla que la contenía (y ciertamente no en números arábigos).

Lo que no me enseñaron es a pensar. O a valorar la creatividad. O a crear yo mismo. Hubo, sí, algunas excepciones, que luchaban solitarias contra el monstrui en el que se encontraban. Sólo cuando terminé el secundario, después de un tiempo, me pude dar cuenta de que yo podía hacer cosas que valieran la pena.

Hay un componente mío, porque otra gente no da pelota a lo que le dicen en la escuela y se ponen a hacer lo que tienen ganas. Pero estoy seguro de que había muchos que podían hacer cosas buenísimas, y se vieron apresados por los límites que imponía la escuela.

Existen muchos caminos del pensamiento. La escuela agarra y te muestra unos pocos, sin avisar que existen otros, y mucho menos que se puede descubrir nuevos. En esos caminos, dejan plantadas ideas que persisten, y son aceptadas sin visión crítica, tal vez durante toda la vida.

O sea, se enseñan pensamientos ajenos, sin alimentar los propios. En mi caso, siento que la escuela trató de impedir que yo hiciera lo que estoy haciendo ahora, y que me costó mucho liberarme de los preconceptos que me dejaron. Y eso que trataba de pensar. Podía darme cuenta de que lo de las Malvinas era una idiotez, podía enterarme de que en las clases de Historia trataban de melonearme para que pensara algunas cosas que parece pensar todo el mundo, y para mí nunca se sostuvieron.

La escuela falló en su supuesto objetivo de abrirme las puertas del mundo y exhortar a que lo explorara por mi cuenta, para poder descubrirlo. Tuve que hacerme el camino solo, y sospecho que casi todos tienen que hacer lo mismo. El asunto es que se tienen que dar cuenta, y me parece que a unos cuantos no se les ocurre.

Sólo cuando terminé el secundario redescubrí el placer que me daba aprender.