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Arte y Cultura


El subte es un medio donde es natural la combinación. Uno se baja del tren de una línea y atraviesa un camino que lo lleva al tren de otra línea. Este camino a veces tiene obstáculos, y cada combinación tiene su idiosincracia.

En el caso de la línea H, que es nueva y tiene siete estaciones en total, la frecuencia es adecuada para el largo de la línea pero en viajes individuales puede ser molesta. Si uno se pierde un tren, tendrá que esperar un tiempo comparable al del viaje completo.

La estación Corrientes, por ahora terminal, es la que combina con la línea B. Esta combinación le otorgó a la H un flujo de gente mucho mayor que el que tenía. Para llegar desde la línea B a la H hay que atravesar un túnel que va desde el andén de la B hasta el entrepiso de la H (en una dirección el túnel es bastante largo y medio interminable, en la otra es corto y simple). Desde el entrepiso se puede ver el andén, y se ve si hay o no un tren esperando.

Como es la terminal, muchas veces hay un tren parado sin que esté a punto de salir. Saldrá en unos minutos. Pero uno no sabe. Entonces la gente que está haciendo la combinación hace lo que todos hacen cuando están llegando a cualquier estación y ven que está el tren: correr.

Se produce una carrera entre todos los que están combinando. No es competitiva, el objetivo es llegar al tren. El fenómeno tiene varias etapas. La primera es caminar en el túnel. Es una etapa relativamente tranquila. La siguiente se produce cuando los primeros pasajeros llegan al entrepiso y pueden constatar la presencia o no de un tren. Si hay tren esperando, se produce una aceleración que atraviesa la cola de gente. Los que están atrás ya no tienen que comprobar si hay tren, entonces corren igual que los de adelante. Salvo los que no tienen apuro, que deben ser esquivados por los otros.

El camino implica llegar hasta el pie de la escalera pedestre, la única que permite bajar, y ahí retroceder. La circulación en esa estación no está bien diseñada. Hay que hacer algunos metros de más que se podrían evitar si la escalera estuviera orientada para el otro lado, y agregan incertidumbre a la carrera. Cuando se llega abajo es necesario volver a retroceder, porque la escalera lleva a la punta del andén y el tren no es tan largo. En esa media vuelta los más avispados comprueban si hay conductor en el tren. Si la cabina está vacía, la aceleración se frena. Los pasajeros vuelven a caminar y pueden elegir en qué vagón subir. Si el conductor está, todos tratan de subir en el coche de adelante, que puede verse más lleno que los otros por esa razón.

El otro día atravesé esa situación, que es algo que hago habitualmente. Siempre escucho música en esas circunstancias. Y en ese momento, el random me había depositado en la Chacarera del Ácido Lisérgico, también llamada Conozca el Interior. La chacarera es un género con mucho ritmo y alegría. Me encontré con que es muy adecuada para acompañar esa frenética carrera. Ese día había maquinista, y la carrera se produjo justo cuando empezaba la segunda estrofa (a partir del minuto y medio del link). Bajé la escalera y llegué hasta el tren mientras escuchaba el grito de “aaaaaahhh, aaaahhhh, aaaaaaaaadentro”, y justo después obtuve el alivio de entrar al tren y saber que iba a moverse pronto. Y cuando me senté, la chacarera festejó “ay, vamos a viajar; ay, vamos a viajar”.

Ese momento de empatía musical me alegró el trayecto.

Hay gente que tiene dedos mágicos.

Gente que toca instrumentos con increíble habilidad. Que sabe colocar cada nota en el tiempo exacto, con la intensidad justa y a cualquier velocidad. Que maneja ambas manos en forma independiente y armónica. Que resulta admirable por su destreza y el tiempo que le tiene que haber tomado lograrla.

Ir a sus conciertos es una experiencia notable. Uno queda estupefacto, sorprendido, maravillado por lo que puede hacer una persona. Que, después de todo, es una persona igual que uno, con un cerebro y diez dedos. Claramente lo que está haciendo está al alcance de un humano, a pesar de que muchas veces no parece.

Ver a estos artistas es un espectáculo de destreza, más que musical. Es casi como ir al circo. El espectador concurre a admirar los movimientos, la habilidad del artista, más que el arte que produce. Porque hay muchos casos en los que el artista virtuoso no sabe dónde aplicar su virtuosismo.

Entonces adorna con dificilísimos accesorios obras que no los necesitan. Muchas veces queda bien, pero hay otras veces en las que el virtuosismo se interpone entre la obra y el espectador. Uno no puede admirar una obra, porque está ocupado admirando al intérprete.

En la literatura pasa algo parecido. Hay escritores con gran habilidad lingüística, que hacen juegos de palabras, que pueden convertir cualquier concepto en cualquier otro. Magos que pueden decir cualquier cosa. Pero no basta con poder decir cualquier cosa. Hay que tratar de que lo que uno escribe sea algo que valga la pena escribir. Y el virtuosismo no lo salva a uno de eso. Cualquiera, el virtuoso o el principiante, puede caer en la trampa de hacer una obra que no vale la pena hacer.

Lo bueno es que hay distintos públicos, y sólo es necesario encontrar al público que piensa que esa obra sí vale la pena. Ahí el esfuerzo dará frutos.

La pregunta seguramente es parte de innumerables debates académicos. Gente elabora definiciones y trata de aplicarlas al mundo real. También trata de convencer a los demás de que usen esa definición. Cuando lo logran, el objetivo final es convencer a la Real Academia, el ente regulador del lenguaje, de que permita usar esa definición nueva.

Pero nadie tiene autoridad suprema sobre estas cosas. Los límites exactos no existen. Todos los que sean propuestos serán arbitrarios. Una definición aceptada no tiene por qué aceptarse.

Por eso no me preocupo en averiguar cuál será la definición de literatura, o el consenso académico sobre su naturaleza. Después de todo, no me interesa hacer literatura. Me interesa escribir. Y aparentemente con eso alcanza.

Entonces lo que hago es declarar que lo que escribo es literatura. ¿Qué es la literatura? En lo que a mí respecta, lo que decida que es. Cualquier cosa puede serlo, no importa si cumple determinadas reglas de género, o de temática, o de forma.

Puede que en algunos casos vaya en contra de alguna definición académica, pero queda claro que no me importa. Nadie está obligado a aceptar el criterio mío. No hace falta hacer un test de literaturidad antes de leer algo. Se puede leer lo que uno tenga ganas. El lector también puede declarar literatura a lo que lee.

De cualquier modo, esa actitud es liberadora para este autor. No tengo que estar cumpliendo expectativas formales, que encima no existen. Hago lo que tengo ganas, lo que me sale y lo que según mi criterio vale la pena hacer. Y eso es suficiente.

“Quiero tocar la guitarra” fue un pensamiento recurrente durante varios años. A veces germinaba hacia una intención, en general se quedaba ahí. Y siempre la intención quedaba ahí. Hasta que un día decidí que basta, era hora de aprender a tocar la guitarra, carajo.

Entonces encontré un lugar donde hacían clases de guitarra, que quedaba cerca de la facultad. Así el factor transporte quedaba anulado. Al averiguar, me ofrecieron una clase gratis, porque aparentemente en ese lugar la primera te la regalan. Fui entonces con entusiasmo.

Tomé la clase con un chabón muy macanudo, que me empezó a explicar qué son los trastes, de qué lado están las cuerdas, con qué mano se toca cada parte, . Y me enseñó algunos acordes, que era a lo que había ido. Mi idea de tocar la guitarra era que uno aprendía a hacer acordes y ya se podía acompañar. Después se puede uno sofisticar, hasta ser alguien como Laurence Juber.

Los acordes, en mi concepto, se formaban con cierta posición de los dedos en el mango de la guitarra, que presionaba las cuerdas de manera tal que al tocar con la otra mano sonaran determinadas notas. Y es más o menos eso, el asunto es que me di cuenta muy rápido de que mi concepto era insuficiente. Había acordes que implicaban tener un dedo entero bloqueando todas las cuerdas mientras otros dedos de la misma mano tocaban ciertas cuerdas. Otros implicaban hacer eso pero al tocar con la otra mano debía evitarse que sonaran algunas de las cuerdas, porque si no el sonido iba a arruinarse.

Fue suficiente. Estaba claro que no lo iba a lograr. No era una cuestión de esfuerzo. Vi que era imposible, como no mucho antes había visto que era imposible esquiar. Tal vez haya gente a la que le salga, me quedó claro que a mí no. Así que terminé mi única clase de guitarra agradeciendo el esfuerzo del chabón. Supe que nunca iba a tocar un instrumento de cuerdas. Me quedó el refugio de los teclados.

Cuando estoy mirando una película (se aplica a consumición de cualquier tipo de trama) en general no trato de encontrar las pistas que se insertan sobre los desarrollos posteriores de la historia. No suelo darme cuenta de quién es el asesino hasta más o menos el momento en el que se supone que lo haga.

Alguna gente no es así. Miran activamente, como detectives, buscando pistas para deducir los desenlaces. Hay casos en los que lo hacen admirablemente. Me ha pasado que gente me indicara cuál iba a ser el final en los primeros minutos de una película, y después comprobar que estaban en lo cierto.

Supongo que podría desarrollar esa habilidad. Es una manera de observar perfectamente válida. Pero me parece que no disfrutaría las películas si las mirara así. Cuando lo quiero hacer, espero a la segunda vez, y ahí voy viendo cómo se construyó la historia, una vez que sé cuáles son sus pilares.

Ahora, hay veces en las que sí me doy cuenta. No lo estoy buscando, pero sé para dónde va a ir la historia, y el desarrollo de la película confirma lo que me parece. Esto me hace pensar que la película no logró construir bien la historia. Si la puede deducir alguien que no está pendiente de eso, significa que algo falló. No supieron esconder las semillas con suficiente sutileza. Y eso es un indicador de que la película no es buena.

Vos, que sos artista, podés transformar a la sociedad con tu arte. Porque no vivís en una burbuja, aunque puedas sentirlo. Te movés, quieras o no, dentro de una comunidad, y tu arte es parte de la cultura que integrás. A menos que no lo des a conocer. Pero si se lo mostrás a alguien, tu arte puede tener efectos expansivos que están más allá de tu control.

No sabés qué puede desembocar en un cambio social grande. Tu arte puede ser capaz de aportar a una serie de cambios. ¿Por qué no? Lo que hacés refleja el mundo en el que vivís, de una forma u otra, y puede inspirar acciones que tiendan a transformar ese mundo en el que vivís en otro. Es algo legítimo y razonable, al menos en papel.

Pero tené cuidado. Te podés entusiasmar con esa posibilidad. Podés hacer arte para transformar a la sociedad. Y ahí la cagaste. Lo que antes era tu arte se convirtió en un panfleto. Una obra tendenciosa que en lugar de ser parte de una sociedad quiere liderarla. Y si sos líder, ¿qué hacés haciendo arte? Andá a liderar, usá tu talento para hacer cambios en forma más eficiente.

Pero no, te dedicás a hacer arte. Y está muy bien. Sólo tenés que tratar de que tu arte sea sincero con sí mismo. No con vos. Lo que te importa a vos puede no ser lo que tu arte necesita. Cuidalo. Y sin darte cuenta ni mandarte la parte, estarás haciendo tu aporte para tener una sociedad mejor.

Ver muchas veces un chiste es una experiencia cambiante. La repetición hace que la sorpresa se esfume, pero un chiste bien construido puede sobrevivir. Puede disfrutarse igual, y se le puede descubrir más niveles. El cambio de contexto a veces resulta beneficioso, y le otorga otros significados. Un chiste no pierde gracia sólo por consumirlo más de una vez.

La gente que hace comedia de sketches conoce este principio, y muchas veces lo convierte en uno de los ejes de su programa. Un sketch que funcionó se repite, y de repente el público tiene algo familiar, algo donde sabe dónde tiene que reírse.

El problema es que repetir un chiste no es lo mismo que volverlo a ver. Si el autor lo hace de vuelta, es necesario que le dé alguna vuelta. Que le agregue elementos, que le cambie el contexto. Porque si no, no está haciendo un acto creativo, sino fabricación en serie. Que es lo contrario de la creatividad.

Es uno de los casos en los que el público no ayuda. El público festeja la repetición, la aparición de personajes conocidos, de las mismas situaciones. Entonces, muchos sketches que se repiten no sólo repiten esas situaciones, sino que tienen siempre la misma estructura. Algunos la repiten dentro del mismo sketch.

Y hay sketches lo suficientemente buenos o complejos como para resistirlo. Otros van perdiendo lentamente la gracia, aunque sean festejados por el público. Pero el público, tarde o temprano, se empezará a molestar. De repente aparece la noción de “esto es siempre lo mismo”, y el interés cae. Claro que para que eso pueden pasar años.

Si usted, señor productor de programas de sketches, quiere repetir algunos para reciclar ideas, es comprensible. No todas las ideas funcionan siempre, y se presenta una tentación muy palpable, que encima cuenta con la complicidad del público. Si lo va a hacer, trate de variar un poco. No repita el mismo sketch todas las veces. Déjelo descansar. Permita que el público lo extrañe. Tampoco lo repita en el mismo segmento de su programa. Cámbielo de horario, haga que el público no sepa a qué hora viene.

Y sobre todo, no haga siempre lo mismo. Invente variantes, agregue complejidad, construya sobre los cimientos que tiene. El sketch conocido proporciona un buen colchón para experimentar, y esos experimentos encima cuentan con el favor del público. Es una circunstancia especial. Entonces aproveche y cree. Así, su sketch tendrá mayor longevidad, y será recordado con afecto cuando finalmente su nafta se termine.

Primero fui un purista. Pensaba que las traducciones tienen que ser meticulosas. El traductor no debe lucirse, sino (digamos) canalizar una obra que está en un idioma a otro. Tiene que respetarla todo lo posible, y si en el idioma de destino no queda muy bien, es preferible eso a que traduzca algo que no es.

Por esa razón, la traducción de letras de canciones me parecía imposible. Lo mismo otras formas donde lo importante es, justamente, la forma. Con el tiempo, cualquier tipo de traducción que respetara estrictamente al material original me empezó a parecer casi imposible.

Y es que la traducción es imposible. Lo que hace un traductor no es traspasar la obra de un idioma a otro, como si se pasara una canción de sol a re. Es crear una obra nueva, basada en la obra original, con la idea de que transmita lo mismo a otro público. Dentro de lo posible.

Ahí me empecé a aflojar. En una de ésas la mejor manera de traducir algo no es decirlo exactamente como el original lo decía. Entendí que un buen traductor tiene que preservar el mensaje, la esencia o como lo quieran llamar. Para lograrlo, tiene que entender muy bien la obra que está traduciendo, y tener el mayor conocimiento posible de las culturas a las que está intentando unir.

En el caso de una obra con trama, conviene que se mantenga razonablemente cerca de la trama original. A veces es necesario cambiar nombres de personajes, o lugares, para que se entiendan mejor. Conviene hacerlo con ingenio, pero sin competir con el autor original. El lector (o receptor, o lo que sea) tiene que admirar al que escribió la obra, si admira a alguien. Admirar al que la tradujo es algo que viene después.

Entendí entonces que la traducción es una forma de adaptación. Un libro pasa al cine, y ya por eso no es exactamente igual. No es una cuestión de “en el libro uno se imagina las cosas y en el cine no”. Son lenguajes distintos, y hay que interpretar la obra original para que sea eficaz en el otro lenguaje. Así, en el cine se eliminan escenas, o se agregan, o se inventan personajes, o se funden partes, o se cuenta una historia distinta.

En el caso de la adaptación como al cine, muchas veces la gente nota las diferencias y se queja de que no es como la película lo hace ver. Pero sí es. La película es así. Puede estar mal adaptada, o bien. El error es pensar que la película basada en un libro tiene que representar fielmente al libro.

Y sí, estoy de acuerdo. Tiene que representarlo fielmente. Pero, a veces, la fidelidad en la representación requiere cambiar el contenido.

Por alguna razón, he tenido contacto con comunidades de fans. Incluso, he formado parte de ellas. Pero nunca me sentí del todo a gusto. Es una sensación extraña estar con alguien que se define como “fan” de un tercero.

El asunto es que existe la tentación de perder todo atributo crítico. No porque los fans no tengan la capacidad de ser críticos. A veces, incluso, tienen que luchar contra ella. El tema es que empiezan a creer que tienen que aceptar todo lo que hace la persona de quien son fans.

Podemos especular con que eso tiene algún tipo de raíz en que quieren formar parte de una comunidad que se define como fans, entonces no quieren sobresalir ni aparentar ser menos fans que los otros. Qué sé yo, capaz que es cierto, pero no soy sociólogo, entonces no tengo herramientas como para comprobarlos. (Los sociólogos tampoco.)

A mí los que me gusta de algunos miembros de esas comunidades son los gustos compartidos, y la posibilidad de entablecer una charla que vaya más allá de “qué bueno esto” y “qué golazo esto otro”. Me gusta tener desacuerdos, descubrir puntos de vista distintos, hablar de los puntos débiles. La gente que más presta atención a un artista debería ser la que mejor conoce los puntos débiles. Uno puede dejarlos pasar, puede elegir que no le importen o encontrarlos tiernos o algo. Lo que no se puede es ignorarlos, porque eso implicaría perder individualidad innecesariamente.

Hay otros que se van al extremo opuesto. Se enamoran de alguna característica del objeto de su fanatismo, y proceden a declararse traicionados por ese mismo objeto, en sus obras subsecuentes. Entonces protestan sin dejar de consumir, y se convierten en una molestia para todos los demás. Aunque logran, supongo, estar contentos con lo que perciben como su superioridad.

Esto es, entonces, un pedido de que sean razonables. No es necesario seguir a alguien a todas partes, ni defender todo lo que hace. Entusiarmarse con un artista es perfectamente bueno, y no implica ninguna obligación. No hace falta conocer todo lo que hizo. No hace falta difundir sus ideas, ni compartir todos sus valores. No hace falta disfrazarse, ni vigilar que no traicione a la imagen que nos hicimos de él. No hay que suspender el pensamiento crítico. Con disfrutar es suficiente.

Once upon a time, había un grupo en Facebook que se llamaba “es yendo no llendo hijos de puta”. Su espíritu era expresar justo desagrado ante la vista de alguna abominación lingüística. El caso particular del título era apropiado. Mucha gente escribe “llendo”, por ignorancia o porque está tan difundido que creen que es así. Y ver eso genera una sensación fea.

La ortografía tiene su razón de ser. Ayuda a ordenar los pensamientos. Facilita el acceso a otros significados de las palabras, o a su origen. En el caso de palabras compuestas (o que lo han sido) deja ver la conexión inicial, y aunque uno no lo perciba, está transmitiendo mucho más que lo que la palabra significa en este momento.

La gramática también tiene su razón de ser. Es un sistema que ordena las palabras, de manera que su combinación tenga sentido. Los idiomas están armados con gramáticas particulares, que también expresan algo sobre la manera de pensar de quienes los diseñaron y/o los pueblos que los hablan.

Ahora, la ortografía y la gramática no son inmutables. Cambian con los años, las generaciones, los siglos. Palabras que significaban una cosa después significan otra. Palabras que se usaban son reemplazadas. Formas populares dejan de serlo. Eso no tiene nada de malo, simplemente es así. Pero hay gente que piensa que ortografía y gramática son valores supremos, que están por encima de todo y deben ser respetados a rajatabla.

Ellos forman la policía gramatical (propiamente, la policía ortográfica y gramatical). Gente que se dedica a patrullar el Universo en busca de errores, para poder subirse a su pedestal y exclamar “ignorantes”.

El tema es que eso es un aburrimiento supremo. Hay una diferencia entre irritarse al ver bestialidades y ponerse a buscarlas, sobre todo si lo que uno encuentra es que alguien se equivocó en una letra, en lo que podría ser un error de tipeo.

Pero hay algo más. Las faltas de ortografía y gramática también son expresivas. Va más allá de la vida del lenguaje. El uso intencionalmente malo de sus recursos es también una posibilidad creativa. A veces, se está diciendo algo cuando uno comete una falta. Otras veces, uno es un bestia. Existen las dos posibilidades.

Ese grupo de Facebook con el tiempo se llenó de estos policías, y alguien dio la alarma sobre la pobre gramática del nombre. Supongo que habrá habido algún tipo de debate. Actualmente, el nombre del grupo es Es “YENDO”, no “LLENDO”; ¡hijos de puta!

Es decir, agregaron las comillas a las dos palabras en cuestión, las separaron con una coma, y la segunda parte de la oración fue diferenciada de la primera mediante un punto y coma. Además, como esa parte es una exclamación se agregaron los signos de apertura y cierre correspondientes.

Ese nombre expresa la obsesión por las minucias lingüísticas. El otro nombre, que sólo se quejaba de una bestialidad común, era mucho más expresivo que el que usa correctamente el lenguaje. La policía gramática le sacó el alma a la frase.

Ahora sólo queda el grupo entiendanló es YENDO no LLENDO! Aunque, viendo los comentarios que están posteados, parece que la policía gramatical ya empezó a operar.

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