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Primero fui un purista. Pensaba que las traducciones tienen que ser meticulosas. El traductor no debe lucirse, sino (digamos) canalizar una obra que está en un idioma a otro. Tiene que respetarla todo lo posible, y si en el idioma de destino no queda muy bien, es preferible eso a que traduzca algo que no es.

Por esa razón, la traducción de letras de canciones me parecía imposible. Lo mismo otras formas donde lo importante es, justamente, la forma. Con el tiempo, cualquier tipo de traducción que respetara estrictamente al material original me empezó a parecer casi imposible.

Y es que la traducción es imposible. Lo que hace un traductor no es traspasar la obra de un idioma a otro, como si se pasara una canción de sol a re. Es crear una obra nueva, basada en la obra original, con la idea de que transmita lo mismo a otro público. Dentro de lo posible.

Ahí me empecé a aflojar. En una de ésas la mejor manera de traducir algo no es decirlo exactamente como el original lo decía. Entendí que un buen traductor tiene que preservar el mensaje, la esencia o como lo quieran llamar. Para lograrlo, tiene que entender muy bien la obra que está traduciendo, y tener el mayor conocimiento posible de las culturas a las que está intentando unir.

En el caso de una obra con trama, conviene que se mantenga razonablemente cerca de la trama original. A veces es necesario cambiar nombres de personajes, o lugares, para que se entiendan mejor. Conviene hacerlo con ingenio, pero sin competir con el autor original. El lector (o receptor, o lo que sea) tiene que admirar al que escribió la obra, si admira a alguien. Admirar al que la tradujo es algo que viene después.

Entendí entonces que la traducción es una forma de adaptación. Un libro pasa al cine, y ya por eso no es exactamente igual. No es una cuestión de “en el libro uno se imagina las cosas y en el cine no”. Son lenguajes distintos, y hay que interpretar la obra original para que sea eficaz en el otro lenguaje. Así, en el cine se eliminan escenas, o se agregan, o se inventan personajes, o se funden partes, o se cuenta una historia distinta.

En el caso de la adaptación como al cine, muchas veces la gente nota las diferencias y se queja de que no es como la película lo hace ver. Pero sí es. La película es así. Puede estar mal adaptada, o bien. El error es pensar que la película basada en un libro tiene que representar fielmente al libro.

Y sí, estoy de acuerdo. Tiene que representarlo fielmente. Pero, a veces, la fidelidad en la representación requiere cambiar el contenido.

Tengo suficiente edad para acordarme del vinilo, y puedo decir que la experiencia de escuchar música era distinta.

Vamos a decirlo desde ya. No es mi intención ponerme a decir que antes era mejor, o que ahora es mejor. Era distinto. ¿Ta?

La música venía en dos sabores. Discos o casetes. Los casetes eran unos bloques de plástico, que guardaban una cinta magnética. Poseían dos agujeros dentados, por donde pasaban unos engranajes que al moverse trasladaban la cinta. El casete (pronúnciese “caset”) era una manera de llevar la música en forma compacta, y tenía una ventaja específica: la posibilidad de grabarlo.

Algunos casetes venían pregrabados, en presentación comercial, como alternativas a comprar vinilos. Pero los técnicos de aparatos recomendaban no usar los casetes que venían grabados. En su lugar, recomendaban usar sólo casetes grabables marca TDK. ¿Cómo se grababan? Se conectaba mediante un cable el tocadiscos a una casetera, y se apretaba al mismo tiempo Rec y Play. Una vez grabado, si uno quería evitar borrar el casete, tenía que perforar una ranura que había del lado de arriba, así activaba lo que después conocimos como protección contra escritura. En caso de arrepentirse, una cinta adhesiva permitía volver a escribir.

Había gente que no tenía tocadiscos, y se limitaba a escuchar música en casetes. Siempre me pareció raro. Una persona que sólo escucha casetes es poco confiable. Es como esa gente que usa el Internet Explorer porque es lo que vino con la máquina. No prestan mucha atención.

Los casetes eran bastante falibles. En mis jóvenes manos las cintas se podían sacar muy fácilmente, y lo mismo podía ocurrir con los tornillos que permitían abrirlo. En grabadores baratos la cinta se podía enganchar en cualquier momento. Pero se podía grabar, no sólo las combinaciones de música que uno quisiera, sino su propia voz.

Algunos aparatos sofisticados, “doble casetera”, permitían hacer copias de casete a velocidad rápida, sincronizando un reproductor y un grabador. También permitían grabar la radio, o conectar un micrófono. Aparatos más sofisticados todavía permitían grabar sin borrar la grabación anterior. Eso era casi mágico.

El tema de los casetes era que había que rebobinarlos. Los que se criaron con audio digital no se imaginan qué hinchapelotas era eso. Para encontrar un tema en particular, había que calcular más o menos cuánto tiempo tener puesto el rebobinado o el avance rápido (fast forward, o FF), y ver si uno embocaba. Por eso a mí me gustaban más los discos. Con los discos uno podía elegir el tema instantáneamente, sólo colocando la púa sobre el renglón que había entre cada uno.

Los discos también venían en dos sabores: los chicos, con un tema por lado, y los grandes, con varios temas por lado (discos y casetes venían con dos lados). Más tarde aprendí que eran los “simples” y los “long plays”. A mí me gustaban los long plays, me hacían sentir importante. Venían con una tapa enorme, y en la contratapa estaban los títulos de los temas, todos traducidos al castellano, habitualmente en forma pésima (Twist y Gritos).

El disco se podía escuchar de dos maneras: eligiendo tema por tema, que implicaba estar activo, o dejando correr los lados. Una vez que terminaba el lado, había que volver al tocadiscos y dar vuelta el disco. Esto implicaba necesariamente una pausa, y tenía como posible consecuencia que el otro lado no se pudiera ver.

Pocos discos tenían claramente diferenciados los lados. Los de Apple eran fáciles, porque tenían en el lado B la manzana partida al medio. Para los otros, era necesario acercarse y buscar una A o una B, o un 1 o 2, en algún lugar de la etiqueta central, generalmente al lado del número de catálogo y sin prominencia alguna. Me acuerdo de haberme reído mucho cuando busqué esa información en el disco Cantata Laxatón y me encontré con la leyenda “Lado 3”.

Los discos tenían ese momento de anticipación cuando uno dejaba caer la púa antes del primer tema. No se sabía exactamente cuándo iba a empezar la música, y era un momento de suspenso. Los casetes tenían una versión berreta de ese suspenso, porque el ruido de la cinta sola nunca fue agradable. La pequeña fritura del vinilo contra la púa estaba buena.

Lo único parecido a un playlist era apilar los discos en el Wincofón y dejarlo en automático, para que fueran cayendo uno atrás de otro. Así, si en los ’60 uno hacía una fiesta, no tenía que estar cambiando el disco a cada rato. Eso sí: sólo se podía escuchar un lado de cada disco en esa modalidad, a menos que uno tuviera dos copias del mismo LP.

El problema que tenían los discos es que se rayaban. No era difícil conseguirlo. Con arrastrar mal la púa era suficiente. La púa era una punta de metal que se apoyaba en el disco y lo leía. Técnicamente se iban gastando, y cada tanto había que cambiarla (los discos duraban más que la púa). Cuando salió el CD, se vendió como un medio que no tenía contacto, porque era un láser el que leía el disco. No sabíamos en ese momento que el láser también se gastaba, e íbamos a tener que cambiar todo el aparato.

Otro problema de los discos era que si se los dejaba al sol, se doblaban todos. Me pasó con un disco que me divertía mucho. Era un disco simple que no sé de quién era, pero tenía una etiqueta rosa. El disco traía la misma canción en ambas caras, de un lado en castellano, del otro en francés. Y lo que me divertía era escuchar la versión francesa en 78.

Porque ése era uno de los grandes atractivos de tener tocadiscos, particularmente uno viejo como los Wincofón: la posibilidad de cambiar la velocidad. Los LPs iban a 33 (después supe que revoluciones por minuto). Los simples también, aunque en otros países andaban a 45. Estaban esas dos velocidades, y dos más antiguas: 16, que hacía salir los sonidos muy graves y muy lentos, y 78, que iba a los pedos y agudo. De más está decir que el 78 era el que más se usaba.

Después, cuando apareció el CD, hubo otros gustitos. La repetición A-B, que permitía hacer un loop de alguna frase larga o corta de un disco. El random, gran innovación tecnológica que continúo usando. Poder llevar discos enteros y escucharlos en la calle prescindiendo de los casetes. Y más tarde, con la obsolescencia del CD y el advenimiento de los MP3 y FLAC, la libertad se hizo mucho más grande. Ahora se puede llevar muchísima música en un aparato del tamaño de una uña, cualquier grabación está al alcance (incluso legalmente) y la calidad viene en aumento.

Pero la experiencia no es la misma. Tiene muchas cosas mejores. Y también extraño dar vuelta el disco.

Yo me conozco. Soy detallista, no me gusta saber que algo se puede mejorar y no está mejorado. Pero tengo la suerte de no tener un oído tan entrenado como para escuchar muy sutiles diferencias entre distintas ediciones de los mismos discos.

Sé que si fuera audiófilo necesitaría los parlantes de la mejor calidad, los discos de la mejor calidad. No podría escuchar MP3, porque me daría cuenta de la pérdida de datos, la escucharía, aun inaudible. No podría escuchar música en el subte, salvo con auriculares especiales de cancelación de los ruidos externos. Me volvería loco rápidamente.

Me pasa, sin embargo, que estoy informado, y necesito tener los discos remasterizados, porque sé que suenan mejor. No lo puedo comprobar, a menos que las diferencias sean muy notorias. Pero si escucho una edición anterior y lo sé, me siento incompleto. Siento que estoy perdiéndome algo, algo que no llego a percibir conscientemente, pero que está, y sé que está, entonces siento su ausencia.

Por suerte todavía no me volví loco.

No quiero pensar lo que sería si, encima, pudiera percibir las diferencias por mí mismo. Estaría todo el tiempo protestando, diciéndole a la gente “gente, ¿no se dan cuenta de que están escuchando una porquería?”. Sería tan hinchapelotas que me llevarían preso por ruidos molestos, justamente por querer evitárselos a los demás.

Lo bueno es que no me pasa. Tengo sólo una pequeña obsesión, que no se manifiesta mucho externamente. Entonces puedo convivir, y puedo hacerme pasar por una persona como las demás. Y puedo suponer que los demás también se dan cuenta de lo que me doy cuenta yo, y se están haciendo pasar por normales, como yo, sólo para mantener cierto decoro en la civilización.

Hoy es 7 de febrero, y por lo tanto es un nuevo aniversario del nacimiento del célebre compositor Johann Sebastian Mastropiero. Como homenaje, en esta oportunidad, Crónicas de Léame presenta por primera vez un análisis exhaustivo de una obra ajena. Se trata de la letra de Miss Lilly Higgins Sings Shimmy in Mississippi’s Spring, escrita por Count Baseball, uno de los autores predilectos de Mastropiero, que tuvo gran influencia en las progresiones armónicas de su ballet El lago encantado.

Esta canción es una muy disimulada advertencia de los peligros de la guerra y el sometimiento de los pueblos. Puede ser escuchada aquí en la versión de un conjunto de instrumentos informales.

El análisis merece este espacio debido a la importancia de los temas que trata, que deben preocupar a toda la población y también al resto de las personas.

Antes que nada, la letra completa:

Papa, batata, barata, dirán
tanta pavada taraba a un titán.

Vida para tribu
estúpido bidet se traba.
Tipa brava dura
daba prioridad.

Tapa pava hervida
probará varón tu piba.
Trapo obtura entrada
vivir a pan.

Una letra de esta complejidad merece ser analizada por partes.

Papa, batata, barata, dirán

El primer verso establece el carácter profético de la canción. Todo arranca con promesas demagógicas. Tener los alimentos básicos baratos es una aspiración de todos los pueblos. Pero eso no se puede conseguir de cualquier manera. El “dirán” implica una promesa. Una palabra, que no es lo mismo que un hecho.

tanta pavada taraba a un titán.

Aquí se esclarecen las dudas que el oyente puede tener respecto de la promesa del primer verso. Se califican específicamente como “pavadas”. Pero en realidad no es plural. No son pavadas, sino que es la misma pavada. Hay una sola cosa que va tarando al titán. ¿Y qué es el titán? Es una figura mitológica griega de gran tamaño. ¿Qué tiene gran tamaño? Un solo concepto encaja: el pueblo. Por eso “titán”, no en vano los griegos fueron los inventores de la democracia.
En resumen, lo que Count Baseball nos quiere decir es que la demagogia disminuye la inteligencia de los pueblos.

Luego de esta introducción, como puede apreciarse en la música, los hechos se desencadenan rápidamente.

Vida para tribu
estúpido bidet se traba.

Lo que el autor está indicando aquí es la importancia de la infraestructura como base de la civilización urbana. Las ciudades sólo pueden alcanzar un tamaño considerable cuando hay acueductos y otras estructuras que acerquen el agua a los seres humanos. El agua no sólo es usada para beber, sino también para la higiene más íntima. Sin ella, el hombre vuelve a un estado salvaje, anterior a la civilización. Por eso, cuando el “estúpido bidet se traba”, es un síntoma de que se ha retrocedido hacia una “vida para tribu”.

Tipa brava dura
daba prioridad.

Aquí se nos habla por primera vez de una mujer. No hay nombres, pero se trata de una mujer masculina (una “tipa”). No tiene el sensual encanto que suelen encontrar las canciones en las mujeres. Es porque se trata de una mujer perversa, tal vez la responsable de lo descripto hasta el momento. No se hace nombres, salvo que sea la “Miss Lilly Higgins” del título. El segundo verso sugiere que la clave del problema es la asignación de prioridades. Es posible que a esta mujer le importen más algunos asuntos sin importancia (quizá cantar shimmy en la primavera del Mississippi) que los problemas que aquejan al pueblo que puede o no tenerla como responsable.

Tapa pava hervida

Aquí empiezan los problemas graves. Como consecuencia de los recaudos no tomados en los versos anteriores, la situación explota. Se puede decir que salta la tapa de la pava. Pero hay un detalle importante: se habla de “pava hervida”. Es la pava misma la que hierve. No se menciona al contenido. Tal vez sea una pava vacía, y en ese caso puede representar a las promesas mencionadas en el inicio de la canción. No en vano el segundo verso nos da la pista, al llamarlas “pavadas”. Las promesas vacías son como una pava que hierve sin agua adentro, y tarde o temprano desembocan en algo muy desagradable.

probará varón tu piba

Aquí se ve el colapso total de la sociedad. El concepto de propiedad en la pareja será puesto a prueba en el caos reinante. Despojadas de todo bien material, hordas salvajes intentarán violar a la mujer de su prójimo. Las mujeres caerán en las garras de agentes malignos que las harán suyas por un rato, ante la mirada impotente de sus maridos. Es una ácida advertencia de lo que puede ocurrir en el caso de un colapso social, y una de las razones más gráficas para evitarlo. Se trata de una canción valiente.

Trapo obtura entrada
vivir a pan.

La pintura final que la canción deja un sabor de desesperanza postapocalíptica. Las casas tapiadas no permiten la entrada de intrusos, pero tampoco la salida de los legítimos propietarios. Las familias quedan sitiadas en sus hogares. Es necesario racionar la comida mientras se mantenga la situación. No se sabe cuánto puede durar. En cualquier caso, es grave, y lo que empezaba de manera optimista, con alimentos básicos como papa y batata a un precio accesible, termina con el pueblo arreglándoselas como puede, viviendo a pan.

Léame está armado con un orden específico. La intención es que el lector vaya de la página 1 hasta la (alrededor de) 130, y sea una experiencia determinada. Claro que nadie puede impedir que usted, estimado lector, lo agarre por el medio y empiece a leer desde cualquier lado.

Este autor hace lo mismo. Cuando escucha música, en general es con el random puesto. Aunque hay algunos discos que se prestan más que otros a esa práctica. Son los que no forman una historia, o narración, ordenada. Los que son una colección de canciones. Esas colecciones también están diseñadas para maximizar el impacto de cada una, sin que eso excluya que el oyente haga propio el disco.

Como Léame no es una novela, ni hay una progresión especialmente marcada, resiste perfectamente la lectura en random. Ojo: no es la modalidad recomendada. Al hacerlo no se pierde la garantía, sólo porque no hay garantía. El orden está calculado para que el lector se vaya habituando a ritmos, modalidades y temática. Entonces aparecen guiños, sorpresas que el lector ordinal puede aprovechar, que requieren haber leído lo anterior para hacer efecto.

Quien no haya leído lo anterior no debería ser molestado por esos detalles. Simplemente no los apreciara, o se preguntará por qué dice algo así en ese lugar. Porque los cuentos están más o menos unidos. Las distintas series sí están en un orden progresivo (orden+progreso), que no significa que sea el único posible.

Muchos cuentos independientes también están conectados. Se marcan ecos de cuentos anteriores. Reaparecen personajes. Se aprenden lecciones. Esto ocurre en el fondo de la narración, de forma (espero que) imperceptible para el lector casual, pero clara para el lector avezado. Y la mejor manera de percibirlo es, justamente, leyendo en orden.