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Yo me conozco. Soy detallista, no me gusta saber que algo se puede mejorar y no está mejorado. Pero tengo la suerte de no tener un oído tan entrenado como para escuchar muy sutiles diferencias entre distintas ediciones de los mismos discos.

Sé que si fuera audiófilo necesitaría los parlantes de la mejor calidad, los discos de la mejor calidad. No podría escuchar MP3, porque me daría cuenta de la pérdida de datos, la escucharía, aun inaudible. No podría escuchar música en el subte, salvo con auriculares especiales de cancelación de los ruidos externos. Me volvería loco rápidamente.

Me pasa, sin embargo, que estoy informado, y necesito tener los discos remasterizados, porque sé que suenan mejor. No lo puedo comprobar, a menos que las diferencias sean muy notorias. Pero si escucho una edición anterior y lo sé, me siento incompleto. Siento que estoy perdiéndome algo, algo que no llego a percibir conscientemente, pero que está, y sé que está, entonces siento su ausencia.

Por suerte todavía no me volví loco.

No quiero pensar lo que sería si, encima, pudiera percibir las diferencias por mí mismo. Estaría todo el tiempo protestando, diciéndole a la gente “gente, ¿no se dan cuenta de que están escuchando una porquería?”. Sería tan hinchapelotas que me llevarían preso por ruidos molestos, justamente por querer evitárselos a los demás.

Lo bueno es que no me pasa. Tengo sólo una pequeña obsesión, que no se manifiesta mucho externamente. Entonces puedo convivir, y puedo hacerme pasar por una persona como las demás. Y puedo suponer que los demás también se dan cuenta de lo que me doy cuenta yo, y se están haciendo pasar por normales, como yo, sólo para mantener cierto decoro en la civilización.

Cada vez que viene marzo, me acuerdo de lo que significaba ese mes cuando iba a la escuela: el principio de las clases. El fin de la libertad, para ser reemplazada por levantarse muy temprano para meterse en un ambiente de convivencia forzada y obediencia de reglas absurdas. Siempre que las clases empiezan antes del 10 de marzo, me indigno de que me saquen un poco de las vacaciones, por más que ya no vaya a la escuela.

Pienso en el primer día de clases, que tienen reencuentros felices, pero también una conciencia del paso del tiempo, un certificado de que algo cambió. Hay gente nueva, gente que no está más, y nuevas modalidades a las que acostumbrarse. Los primeros días de clases son de estudio, como en el boxeo. Ver cuáles son los límites, qué se puede hacer, dónde están los lugares cómodos, tener una idea del tono que va a tener el resto del año.

A medida que pasó el tiempo, el primer día de clases se multiplicó por la cantidad de materias distintas. Entonces empezó el rito de las presentaciones, no sólo de los docentes, sino de los alumnos. Palabras de bienvenida pensadas para romper el hielo, que lo único que consiguen es crear más hielo. Es como la angustia de la hoja en blanco, del principio de un proceso, pero con la certeza de que la hoja en blanco se va a llenar, y se derrama una lágrima por el blanco que pronto no estará.

Esto me ocurrió todos los marzo desde que empecé la escuela hasta que terminé la facultad. Cada vez que quiero hacer un curso o algo, pienso en el primer día y es un obstáculo a franquear. Algunas veces se me ocurrió hacer otra carrera. Y pensé en todos los primeros días que iba a tener que atravesar. Y me di cuenta de que no tenía ninguna intención de volver a pasar por eso.

Ese día me di cuenta de que mi educación formal había terminado.