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Sociedad


El otro día pasé por la avenida Canning y, como siempre, el cartel decía Scalabrini Ortiz. No sé por qué tengo la idea fija con esa clase de cambios. No me acuerdo una época en la que esa avenida fuera Canning. Pero me gusta saber los nombres anteriores. Cuando un líder gobierna en un país con ciudades constituidas y nombres puestos, si se lo quiere homenajear en algún lugar más o menos céntrico es necesario renombrar alguna calle. Así, el presidente radical Hipólito Yrigoyen ha cedido su nombre a la que antes era Victoria. El fundador de ese partido, Leandro N. Alem, pasó a ser la denominación del que antes era el Paseo de Julio, que a su vez toma el nombre de un mes que se llama así en homenaje a un líder anterior, Julio César. Si se mantuvieran los nombres, esa avenida sería el Paseo de Quintilis.

Es natural que las cosas cambien de nombre a lo largo de los años. Los lenguajes están vivos, las sociedades cambian, las costumbres que antes eran costumbre dejan de acostumbrarse. Sin embargo, cambios como el de Canning, más o menos recientes y bastante artificiales, me generan resistencia.

No es por los nombres en sí. No se trata del mérito del señor Scalabrini Ortiz. Estoy seguro de que si se le pusiera a cualquier calle el nombre de alguien unánimemente respetado, por ejemplo el doctor Favaloro, tendría alguna resistencia también.

Y la resistencia es a la pregunta forzada. Cuando se cambia el nombre Canning por el de Scalabrini Ortiz, una de las cosas que se está diciendo es que vale más el señor S. Ortiz que el señor Canning. Se generan dos bandos: el que prefiere a Scalabrini Ortiz y el que prefiere a Canning. Ambos tienen sus argumentos, que pueden ser perfectamente respetables, en la disputa entre ambas figuras por el nombre de la calle. ¿Quién se lo merece más?

En ese caso particular, el asunto está teñido de nacionalismo. ¿Cómo va a haber en un país de habla hispana una calle con nombre de un inglés? ¿Quién piensa en los niños? Mejor pongamos una figura nacional, para dar el ejemplo a las futuras generaciones.

Pero Canning y Scalabrini Ortiz no son personajes que se hayan cruzado. No pertenecen a la misma época, ni a la misma sociedad. No se puede comparar sus méritos o deméritos. La pregunta de qué nombre es más apropiado es artificial, porque del mismo modo que apareció Scalabrini Ortiz podría haber aparecido, por ejemplo, Alfredo Le Pera.

El asunto es que se impone un conflicto que antes no existía. Una disputa que no se da naturalmente, que no tiene sentido, pero mucha gente no se da cuenta de la artificialidad del asunto y toma posición igual en un debate inexistente. Y al hacerlo, convierte el debate inexistente en un debate existente.

No quiero detenerme mucho más en el ejemplo de la calle, porque es algo que se da muy seguido. Se establece que hay dos posiciones, y uno tiene que elegir. Entonces algunos eligen una, otros eligen la otra. Algunos quieren aplicar su inteligencia y encuentran la manera de ser neutrales, de estar a favor y en contra de las dos, porque son equilibrados o algo.

En estos casos, son muy pocos los que se preguntan si la pregunta inicial es válida. Si los postulados de los que se parte son sólidos. Y aunque se den cuenta de que la pregunta es improcedente, es muy difícil escapar. ¿Cómo se hace para no jugar a un juego que todos aceptan jugar y asumen que uno está jugando? No tengo la respuesta. Los que juegan tienden a pensar que la negación de uno a jugar implica una postura contraria a la propia, y por lo tanto hostil. Entonces se ponen en postura de ataque, o de defensa, que viene a ser más o menos lo mismo.

El que no quiere jugar, entonces, se queda en medio de un fuego cruzado, sin tener ganas de participar y sabiendo que todos los que tiran están equivocados, por más que tengan razón.


Look to the cookie.

El otro día aparecieron muchos comentarios en el post sobre la esperanza que traen las galletitas Toddy. Como este blog no suele tener comentarios (y posiblemente no tiene lectores) me di cuenta de que algo pasaba. Pero no sabía qué. Hasta que, amablemente, algunos de los comentaristas mencionaron que venían de una página de Facebook titulada “Vamos por Toddy“.

Resulta ser gente con sentimientos similares debido a la existencia de ese producto, y frustraciones semejantes ante su reiterada escasez. Pero han tomado cartas en el asunto. Por lo que pude ver, que no es mucho, parece que han hecho una campaña para reclamar por la ausencia de la galletita esperanzadora. Y han conseguido la atención de los muchachos de Pepsico, fabricantes de Toddy, que les están otorgando una importante cantidad de paquetes gratis para repartir entre los miembros o algo así. En concepto de qué no sé muy bien, aparentemente como resarcimiento por la ausencia, y para que se sepa lo copados que son. Ya lo sabíamos, muchachos, si son los que fabrican las galletitas Toddy. Es un gran gesto, de cualquier modo, digno de una galletita que tiene implicaciones mucho más que gustativas.

Quiero retribuir los comentarios elogiosos. Se nota que hay mucha empatía. La galletita es claramente un símbolo. Pero ojo: es un símbolo de que no queremos símbolos. Lo importante es la galletita. Y eso es lo que la galletita simboliza a través de su sabor, textura y sonido. Es lo que debemos tener en cuenta como sociedad. Una masa bien entendida necesita muchos chips.

Esperemos, entonces, que sea sólo el comienzo. Que podamos, poco a poco, dejar de ser el país Pepitos para ser el país Toddy. Un país que sea lo que parece, que cumpla sus promesas, y que dé felicidad a todos, en lugar de pretender tenernos contentos con la alusión a una felicidad inalcanzable.

Encontrarán muchos ejemplos de este pensamiento, que podríamos llamar toddysmo, en esa página. Y a los que vienen de ella, y no me conocen, ya que estoy les cuento que pueden comprar el libro que da nombre al blog, Léame, cuya tapa se ve a la derecha. Precede a la existencia de las galletitas, pero créanme, está hecho con espíritu Toddy.

El alfajor es una delicia cultural y culinaria. Debido a su tamaño, el placer de comer uno se termina muy rápido. Es preciso hacer el proceso más lento, para maximizar el disfrute. Años de experiencia han llevado al siguiente método.

1. Lo primero es el borde. El alfajor es redondo, y bañado. El borde se compone de tres partes. El baño de las galletitas y el del relleno. La idea es rascar el baño sin perder la forma redonda del alfajor. Para eso, lo ubicamos en forma vertical respecto de los labios y rascamos con los dientes delanteros ambos bordes, sin tocar el del medio.

2. Queda expuesta la galletita. Es el momento de proceder a comer el borde del medio. Será más blando, pero permitirá saborear la combinación baño-relleno sin galletita, única de esta etapa. Para eso usamos el mismo procedimiento, dosificando la fuerza. Si el alfajor es de dulce de leche, es más blando. Si es de mousse, es más duro. Y si es de fruta, hay que cambiarlo por uno bueno.

3. Ahora hay que tratar de consumir una de las tapas. Esto es especialmente fácil en los de mousse, cuyas tapa son más duras, pero se puede hacer también en los otros. Puede ocurrir que la tapa que uno quiere separar se quede con el relleno. En ese caso, comeremos primero la otra tapa, o la que se quede con menos relleno.

4. Queda una tapa y el relleno, o su mayor parte. Acá hay varias opciones. Se puede comer de a bocados, mordiendo ambos elementos al mismo tiempo. También se puede intentar separar el relleno de la tapa, para tener una experiencia altamente fragmentada. Pero es bastante difícil conseguirlo sin la ayuda de un cuchillo, y eso es trampa. Lo mejor es lamer el relleno hasta que queda sólo la tapa.

5. Cuando queda la tapa sola, es cuestión de comerla. Es un final algo decepcionante, como llegar a la parte de galletita del Havannet después de tanto dulce de leche. Pero dejar el relleno para el final, si se lo puede separar, implica agarrarlo con la mano, y el propósito del alfajor es que el relleno no sea tocado por los dedos.

6. Luego de terminar el alfajor en sí, es necesario volver al envase, donde quedarán suculentos pedazos de relleno, que nos permiten revivir el placer recién finalizado.

El otro día, mientras esperaba el colectivo, se me puso a hablar lo más parecido que vi en mi vida a la esencia de un hombre. Se identificó como colectivero de otra línea, y tenía el uniforme con logo como para probarlo. Me hizo un comentario sobre alguien que se quería subir a una unidad que había pasado. Aparentemente el señor lo conocía y es notorio porque siempre, antes de subir, pregunta si el colectivo lo lleva a su destino, que siempre es el mismo.

“Mirá vos”, o algo así, fue mi respuesta, y luego atiné a volver a colocarme los auriculares. Me gusta viajar mientras viajo, convertir en individual el recorrido del transporte que tomo. Pero el chofer tenía más para decir. Me contó cómo él nunca viajaría en la línea en la que conduce, porque todos manejan como el culo. Van como locos, irresponsables, porque, a diferencia de él, recién empiezan y no se dan cuenta de lo que es manejar.

En ese momento vino el colectivo, me subí y conseguí asiento al lado de una chica. Él consiguió justo en la fila anterior, y eso le permitió continuar su conversación conmigo. Que era prácticamente un monólogo, pero no importaba, eso le permitía decir lo que tenía para decir. Yo era una audiencia cautiva.

Los hombres puros tienen tres temas de conversación. El fútbol, las mujeres (o sus partes) y los autos. El chofer continuó hablando sobre cómo confrontó alguna vez a algún otro chofer, y le demostró que su punto de vista acerca de la dinámica del manejo era correcto. Como esperaba una respuesta de aprobación, lancé un “claro” y lo dejé seguir hablando.

Mientras tanto, la dinámica del colectivo se desarrollaba, y eso incluía a la gente que se levantaba de su asiento y se bajaba. Entre esa gente había mujeres. Las mujeres tienen culo. Y los culos están para mirarlos, y luego poner la cara correspondiente sobre su calidad y grado de tentación. El chofer no paraba de cumplir con ese cometido, y esperaba que le devolviera más miradas aprobatorias. Me incomodaba, y más incomodaba a la chica que estaba al lado mío, pero se las devolví por miedo a incomodarlo. Sin mucho énfasis, pero no hacía falta. El entusiasmo era responsabilidad de él.

Yo estaba un poco ansioso por llegar. Sabía que la charla, aunque inofensiva, se iba a extender durante todo el viaje. Por suerte era corto, no faltaba tanto para que me bajara. Pero pocas cuadras antes, el chofer se dio cuenta de que había un tema que no había(mos) tocado: el fútbol. Procedió entonces a informarme que Boca había ganado una copa de leche en los días anteriores, y que él era de Boca pero igual lo sabía. No dudé en manifestarle mi acuerdo, y recibí como recompensa la última ronda de chistes sobre cómo le dicen a River. También me enteré de que Independiente no existe.

Con esto, mi recorrido llegaba a su fin. Pero decidí postergar mi bajada hasta el último momento, por las dudas de que nuestra parada coincidiera y eso obligara a caminar juntos por el barrio y forzar en algún momento una despedida. Por una vez, mi instinto estuvo a mi favor, y el chofer se bajó en mi parada habitual.

Me quedé solo, enfrentando la mirada desaprobatoria de las mujeres presentes en el colectivo, tratando de poner cara de “no sé si parece pero no lo conozco”. Me bajé un par de cuadras después, ya con los auriculares puestos de nuevo, mientras ponderaba el encuentro cercano con ese ser que existe y, aunque uno no sea consciente, está todo el tiempo cerca de nosotros. El hombre puro.

A fines de los ’90, aparecieron las Palm Pilot. Eran unas minicomputadoras  del tamaño de lo que hoy es un celular, que tenía algunas aplicaciones, como agenda. Si se les conectaba un módem, podía conectarse a Internet a través de la línea telefónica, como era normal en ese tiempo. Estos dispositivos eran una especie de agenda electrónica pulenta. Las agendas electrónicas tenían una pantallita de texto que mostraba teléfonos de contactos y uno podía anotar las actividades del día y esas cosas. Para ingresar esos datos había un pequeño teclado de plástico.

La novedad de las Palm Pilot era que no sólo manejaban gráficos, sino que no tenían teclado. Esto les daba un tamaño compacto, y las convertía en algo bastante poderoso que cabía en el bolsillo. El aspecto, como era anterior a las iMac, no era especialmente atractivo, de todos modos.

¿Cómo se podía ingresar datos en la Palm Pilot? Mediante un novedoso sistema de generación de texto: el lápiz. El aparato venía con un palillo de plástico y un área especial de escritura. Había lugar para una sola letra por vez, y el software estaba equipado con un detector de trazos. Pero uno no podía escribir en letras del alfabeto latino, porque muchas tienen más de un trazo y eso confundiría al software. Entonces era necesario aprenderse un nuevo alfabeto, el alfabeto Palm, en el que cada letra estaba representada por un trazo más o menos cercano a su forma.

Cuando me enteré de eso, perdí cualquier interés por tener una de esas máquinas, y sospecho que pasó lo mismo con mucha gente, porque nunca fueron tan populares como prometían ser.

Algunos años después aparecieron las Blackberry, que se hicieron muy populares y resolvieron el problema del ingreso de texto incorporando un minúsculo teclado, que si uno tenía suerte podía ser usado sin recurrir a un lápiz. El teclado tenía distribución QWERTY.

¿Por qué esa distribución? Porque es la más popular del mundo desde el siglo XIX, cuando las máquinas de escribir lo popularizaron. Sin embargo, debido a que las máquinas se trababan frecuentemente, el diseño del teclado se pensó para dificultar la escritura rápida. Así, las teclas más usadas, como las vocales, quedaron lejos de los dedos centrales. Están en los costados de la fila superior, o en el extremo izquierdo de la fila del medio (que conserva remanentes de un antiguo orden alfabético).

La historia es complicada, y fue narrada por Stephen Jay Gould en un ensayo que se llama “The Panda’s Thumb of Techhnology”. Lo que nos importa acá es que el QWERTY es un método expresamente ineficiente, que se ha mantenido a lo largo de un siglo y medio debido a la popularidad de las máquinas de escribir primero, y de los teclados de computadoras después. Y una vez que el hombre se acostumbra a un teclado, no está dispuesto a acostumbrarse a otro.

El resultado es que tipeamos mucho menos rápido de lo que podríamos. Las razones mecánicas que originaron esto ya no existen en lo más mínimo. Hacer un cambio tomaría un par de generaciones, y no son muchos los que tengan ganas de hacer rodar la pelota. Seguramente porque la transición implicaría la convivencia de múltiples telcados, para ser usados por personas de diferentes generaciones. Y eso es complicado.

O era complicado. Porque la tecnología de las portátiles sigue evolucionando, y ahora volvieron a salir minicomputadoras sin teclado. Los teléfonos más modernos y las tablets tienen pantallas multitouch, en las que se proyecta un teclado virtual. Este teclado sigue siendo QWERTY, pero ahora se puede cambiar muy fácilmente por otro.

Sólo es cuestión de que los fabricantes de sistemas operativos se decidan, y empiecen a incluir la alternativa de teclados más avanzados, como el Dvorak o el que sea. Se puede hacer una transición en la que primero venga la opción, después venga la pregunta “¿quiere usar otro teclado?” y finalmente venga por default el teclado pensado para escribir eficientemente, pero sea muy fácil volverlo al tradicional.

De esta manera, aquellos que tipean por primera vez no tendrán necesidad de adaptarse al QWERTY, y los que por edad hayan caído en sus garras igual lo podremos usar. Después de algunas décadas, el QWERTY pasará a ser una antigüedad, y se podrá solucionar un molesto resabio histórico.

Claro, esto se podía hacer en forma muy simple antes, con sólo poner letras de más de un color en los teclados físicos, según las distintas distribuciones, y dejar la posibilidad de intercambiar fácilmente entre ellas. Pero tal vez a nadie se le ocurrió.

Ahora no hay excusa.

Ayer, 20 de julio, fue otro aniversario de la llegada del hombre a la luna. Es una de las más grandes proezas técnicas que ha realizado la humanidad. Sin embargo, hay alguna gente que tiene ganas de creer que esa proeza técnica no existió, y fue todo una conspiración con fines políticos.

Hay varias observaciones para hacer. Primero, efectivamente, fue una conspiración con fines políticos. Entre los resultados de esa conspiración, estuvo el alunizaje. Eso es indiscutiblemente extraordinario. Si uno quiere discutir los fines políticos que llevaron a eso, es razonable y bienvenido. El problema empieza cuando se decide que está bien dejar de lado la verdad.

Mucha gente que se opone a las políticas de Estados Unidos (algunas de ellas, en realidad, porque han cambiado muchas veces en los últimos cuarenta años) elige el camino corto. El camino largo es explicitar cuáles son las políticas y dónde están los problemas con esas políticas. El corto, en cambio, consiste en atribuir generalizaciones y minimizar logros. Entonces, como la llegada a la luna es algo muy difícil de minimizar, deciden que no existió. Es el mismo razonamiento que hacen los que niegan el Holocausto.

Si uno hace una pequeña búsqueda, hay un montón de argumentos que permiten establecer la veracidad de la llegada a la luna (y la del Holocausto también). Muchos son interesantes, y permiten aprender cosas nuevas. Pero no sirven para convencer a los que están convencidos de que es una conspiración, porque es gente que ha tomado la decisión de renunciar al pensamiento.

Toma entonces pilares axiomáticos, y cuando no sabe qué hacer se aferra a ellos. Nunca los van a poner en duda, y se ocuparán de ofenderse si alguien lo hace. Esto es lo contrario de una actitud racional. Entonces, no se los puede convencer hablando un idioma que ellos se niegan a hablar.

Algunos tratan de ser neutrales. Se ponen en filósofos y expresan que bueno, que en realidad la verdad no se puede comprobar 100%, que lo que importan son las consecuencias sociales, que nunca vamos a estar seguros. Pretenden tender puentes entre lo racional y lo irracional, y creen que lo hacen bien. Y lo único que consiguen, además de mostrar su cobardía intelectual, es pasarse al equipo de los irracionales. Eligen ignorar que si hay dos posiciones enfrentadas, es posible que una tenga razón. La verdad no es un promedio.

Me encantaría poder dar acá una fórmula para lidiar con esa clase de gente. No sé qué es lo que se puede hacer para ayudar a que tomen el camino del pensamiento. Estoy seguro de que muchos son capaces de hacerlo, si tuvieran ganas. Hay gente que aplica pensamiento crítico para todo salvo para algunos temas cercanos a su corazón, que elige no examinar. Y ésos suelen ser los que más necesitan ser examinados.

Lo que hago, entonces, es reírme. Siendo que se comportan de manera ridícula, es algo que sale naturalmente. Y no escondo la risa. Tengo la tal vez inútil esperanza de que alguno se dé cuenta de que hace el ridículo y se ponga a ver por qué. En una de ésas, descubren lo que se están perdiendo.

Una de las cosas que me viene pasando últimamente, y no sospechaba, es que cuando algunas personas se enteran de que soy escritor, inmediatamente les viene una timidez. O un miedo. Se intimidan. Lo demuestran y no necesito especularlo, porque me lo dicen.

Es raro, porque soy la misma persona que era antes. Pero de repente alguna gente se intimida. Según me dijeron varios, tienen miedo de que los agarre con faltas de ortografía u otras inelegancias lingüísticas. Porque, bueno, soy escritor. Pero ser escritor no cambia la percepción. Tampoco la personalidad. Las inelegancias que veía antes las sigo viendo, y posiblemente vea algunas ahora que antes no. Pero tampoco estoy todo el tiempo escrutando lo que hacen los otros.

Porque soy un escritor que escribe, no un escrutador que escruta. Ellos, los escrutadores, no necesitan ser escritores, y están muy dispuestos a mirar y señalar los errores de los otros.

Pero tal vez ellos no tengan la autoridad de un escritor. Por mi parte, no siento que tengo autoridad, o no más que cualquiera. Eso no significa, sin embargo, que los demás lo perciban igual. Y creo que entiendo de dónde viene.

Viene de lo mismo que me hacía tener reservas para poder decir que yo era escritor. Me costó mucho decirlo, por una cantidad de razones exploradas aquí. Y sé que a muchos les pasa lo mismo. Ayuda tener un libro publicado para poder decirlo, pero es dar un paso. Hay un imaginario del escritor, que es alguien muy sabio, que tiene una biblioteca llena de libros que leyó y entendió, y se conecta con los espíritus o algo para bajar sabiduría a la palabra.

No pienso que yo sea eso. Pero en algún momento tuve un concepto parecido, y cuando decía no ser escritor me refería a esas cosas. “No, yo me limito a escribir”. Con el tiempo fui sacándome esa idea, y al mismo tiempo valorando más lo que hago. Decidí entonces que no había ninguna razón para no pensarme o llamarme escritor. Y cuando empecé a hacerlo, vi que me gustaba.

Ahora, esa idea (ni siquiera voy a llamarla prejuicio) fue algo que me tuve que sacar, y se me ocurre que mucha gente la tiene. Y cuando se encuentra con “un escritor”, sobre todo cuando no le pasa frecuentemente, de repente piensan que están ante esa persona imaginaria que usa barba, fuma pipa y escribe con dactilógrafo en un oscuro cuarto del piso más alto de su casa art-decó.

Pero no es así. No vivo en el siglo XIX. Estoy acá, y no soy más distinto de los demás que ustedes. Tengan confianza.

Esto es un post que tiene mucho potencial para enojar a aquellos que lo entienden mal. Así que recomiendo entender bien, y no pensar que quiero expresar algo que no digo. ¿OK? Gracias.

Las competencias deportivas, por ejemplo los Juegos Olímpicos que están por empezar, suelen estar segregadas por sexo. Es decir, no hay un campeón olímpico de una disciplina, sino dos: un hombre y una mujer, cada uno ganador de la medalla respectiva. Hay algunos pocos deportes donde compiten juntos, algunos en los que sólo participa un sexo, y otros mixtos, con igual cantidad de hombres y mujeres en el equipo (pasa en el tenis). Pero la norma es que haya competencias separadas.

No es un capricho sexista, sino una adaptación a la realidad: el hombre tiene características fisiológicas distintas a la de la mujer, y como resultado posee más destreza. Se puede ver en los récords mundiales: los tiempos o distancias de los hombres son siempre mucho mejores que los de las mujeres. No significa que todos los hombres corran más rápido que todas las mujeres. Pero sí, a nivel de alta competencia, los mejores hombres les ganan a las mejores mujeres.

No significa, por supuesto, que los hombres sean mejores que las mujeres. Es sólo parte de lo que viene con el sexo de cada uno. La solución de hacer competencias separadas está bien, de otro modo las mujeres no podrían competir.

Ahora, si uno mira las competencias masculinas de atletismo, sobre todo en las de velocidad, rápidamente puede notar que siempre ganan negros. Los de otras razas no suelen llegar a la final de los 100 metros llanos. Ocurre en todas las competencias, en todos los países, en todas las superficies. ¿Por qué se da esta correlación?

Sin conocer en detalle el asunto, he escuchado que hay algunas características fisiológicas que hacen que el biotipo del negro (o persona de color, o afrodescendiente, o como se lo quiera llamar) tenga más facilidad para correr rápido. Es perfectamente razonable que ocurra algo así. Las razas tienen diferencias en distintas cuestiones, en poder bancarse el sol tropical, en resistencia a enfermedades. Podría perfectamente darse que las razones que hicieron que los negros tuvieran piel oscura también los hayan empujado a ser más veloces.

Ahora, ¿por qué, entonces, no hay competencias por raza en los Juegos Olímpicos? Supongo que porque habría acusaciones de racismo. Puede ser que sean ciertas. Habitualmente estas divisiones son artificiales y tienen objetivos contrarios a lo justo.

Sin embargo, supongamos que hay pruebas fehacientes de que los mejores polinesios (o blancos, o asiáticos) no podrán nunca ganarles a los mejores negros. No encuentro razones para no pensar que esté bien dividir la carrera en diferentes razas, y declarar las competencias interraciales como algo inútil.

Ahora, acá nos encontramos con un obstáculo práctico. ¿Cómo diferenciamos un negro de un blanco? ¿Qué pasa con la gente de más de una raza? ¿Dónde correría alguien como Obama? Las divisiones entre las razas no son claras ni objetivas. Entre los sexos, aunque pueden surgir complicaciones, la cosa es más sencilla.

Entonces, para que me parezca bien segregar las carreras tienen que darse dos condiciones:

1) ser verdadera la diferencia entre las razas

2) poder identificar los límites entre las distintas razas

Encuentro mucho más probable al postulado A que al B. Pero, en el muy difícil caso de que se llegaran a dar ambos, la segregación por raza no me parecería más injusta que la existente por sexo.

Esa falta de discontinuidad, la imposibilidad de identificar los límites entre una raza y otra, se hace más fácil cuando las personas de diferentes razas entran en contacto y procrean. El contacto entre personas de diferentes procedencias hace que, con el tiempo, todos seamos más parecidos. Esto dificulta el racismo, no sólo porque es más difícil decir cosas sobre gente de una raza lejana, sino porque, al estar la gente en contacto, se puede dar cuenta de que las diferencias fundamentales no existen, y somos todos mucho más parecidos de lo que creíamos.

Sólo en la alta competencia se podrían apreciar las diferencias (y sólo si el postulado A es verdadero). La alta competencia, al no ser la sociedad, podría establecer categorías su fuera apropiado. Quiero creer que no lo hacen porque no es apropiado, y no para dar un ejemplo a la sociedad. No hace falta tomar ejemplos de esas cosas. El único ejemplo válido es el de la vida. Y si uno convive con gente diferente, va a tener cada vez menos miedo a esa diferencia.

Está circulando esta imagen, que vale la pena comentar:

La imagen quiere mostrar cómo diferentes medios con distintos intereses (o públicos) muestra y deja de mostrar aspectos de la realidad según las conveniencias. OK, la objetividad en los medios no existe, no está diciendo nada nuevo, ni particularmente objetable.

Pero hay que tener cuidado. Esta imagen es simple, y es lógico que lo sea. Como tal, corre el riesgo de irse hacia el simplismo. Hay una operación que hace mucha gente que es igual de peligrosa que la deformación que pueda aplicar un medio.

Es la siguiente: tomar distintos medios de distintas tendencias, y asumir que muestran costados distintos de una misma realidad. Pensar que lo que callan unos lo dicen los otros, y viceversa. Hacerse la idea de que la verdad tiene dos caras, y nada más que dos.

Entonces, la gente que no quiere ser engañada por los medios, adopta una postura neutral. Que puede ser sana. El asunto es cuando esa neutralidad lleva a asumir que la verdad está en el medio de lo que dicen los distintos comunicadores.

Todos los medios tienen algún interés, por más que traten de ser lo más objetivos posible. No se puede pretender anular los puntos de vista. Existen, y está bien que existan. Está bien saber cuál es el interés de cada uno, y medir el contenido según eso. Pero no conviene quedarse sólo en eso. Conviene también medir el contenido por su propio mérito, a ver si se sostiene, si pasa las pruebas de credibilidad apropiadas.

Claro que eso no se puede hacer con todos los temas, ni todas las noticias. Entonces hay atajos, se puede confiar en que la información que habitualmente ofrecen ciertos medios acerca de ciertos temas puede ser razonablemente buena. Lo que no es saludable es considerar que uno está informado sobre un tema cuando leyó lo que dicen los diarios (o los canales de televisión, o lo que sea), por más que haya leído muchos. Para estar realmente informado, por más bien que informen los diarios, habitualmente hace falta ir a fuentes más directas.

También existen, en todo el mundo, medios a los que no hay que creer nada. Tienen, sin embargo, derecho a existir. Se llama “libertad de prensa” y cubre a los responsables junto a los que se dedican a la mentira pura. El asunto es que no son siempre los mismos. A veces cambian, a veces vuelven a cambiar, y a veces los contenidos son muy diversos. Hasta en los medios más rancios se puede colar eventualmente alguna verdad. La gente más despreciable podría tener razón.

Se puede generalizar, tender a leer algunos diarios y otros no, porque el tiempo de uno es limitado. Cada uno lo maneja como le parece. (También es perfectamente legítimo, por ejemplo, no leer ningún diario, no mirar ningún noticiero. De las cosas importantes uno se enterará igual, porque vive en una sociedad.)

Entonces, hay que tener cuidado. El cerebro tiene que estar funcionando. La verdad no está distribuida en partes iguales. Que muchos medios (o todos) insistan con mucha fuerza en un concepto no lo hace cierto. Hay que medir cada idea, cada hecho, a ver si pasa el detector de patrañas (baloney detection kit). Y siempre hay que tener en cuenta que no hay atajos en el pensamiento.

Los elogios me gustan espontáneos. Algunos de los que más disfruté vinieron de gente que no tenía ningún compromiso, y se tomó el trabajo de venir a decirme que algo que hice le gustó. Es una sensación muy agradable, una especie de confirmación de que lo que uno hace vale la pena, de que hay alguien que lo disfruta de verdad.

He estado de los dos lados del elogio, he dado y recibido. Es un compromiso especial cuando voy a ver la presentación de alguien que quiero, que hace algo que tengo ganas de disfrutar. Siempre existe la posibilidad de que lo que voy a ver sea malísimo, y no da andar diciendo a la salida que lo que a alguien cercano le costó mucho trabajo y sacrificio es “una bosta”.

Por eso a veces me guardo el elogio. O lo hago recatado. Primero porque no quiero parecer exagerado cuando algo me gusta. Es muy feo que el elogio se pase de mambo y parezca ensayado, por más que sea sincero. Y también como resguardo. Si bien no he visto muchas de estas presentaciones que no me hayan gustado, siempre puede pasar. Y tal vez lo puedo disimular haciéndola pasar por una de esas veces que no me dio por decir qué bueno que estaba todo.

Del mismo modo, no me gusta pedir elogios. Acercarme a alguien después de una presentación mía y preguntar si le gustó. No lo pregunto aunque me muera de la curiosidad. Si le gusta, es libre de decirme. Si no le gusta, prefiero no enterarme. Lo bueno es que, cuando el elogio viene sin prompt, es más placentero.

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