El otro día, mientras esperaba el colectivo, se me puso a hablar lo más parecido que vi en mi vida a la esencia de un hombre. Se identificó como colectivero de otra línea, y tenía el uniforme con logo como para probarlo. Me hizo un comentario sobre alguien que se quería subir a una unidad que había pasado. Aparentemente el señor lo conocía y es notorio porque siempre, antes de subir, pregunta si el colectivo lo lleva a su destino, que siempre es el mismo.
“Mirá vos”, o algo así, fue mi respuesta, y luego atiné a volver a colocarme los auriculares. Me gusta viajar mientras viajo, convertir en individual el recorrido del transporte que tomo. Pero el chofer tenía más para decir. Me contó cómo él nunca viajaría en la línea en la que conduce, porque todos manejan como el culo. Van como locos, irresponsables, porque, a diferencia de él, recién empiezan y no se dan cuenta de lo que es manejar.
En ese momento vino el colectivo, me subí y conseguí asiento al lado de una chica. Él consiguió justo en la fila anterior, y eso le permitió continuar su conversación conmigo. Que era prácticamente un monólogo, pero no importaba, eso le permitía decir lo que tenía para decir. Yo era una audiencia cautiva.
Los hombres puros tienen tres temas de conversación. El fútbol, las mujeres (o sus partes) y los autos. El chofer continuó hablando sobre cómo confrontó alguna vez a algún otro chofer, y le demostró que su punto de vista acerca de la dinámica del manejo era correcto. Como esperaba una respuesta de aprobación, lancé un “claro” y lo dejé seguir hablando.
Mientras tanto, la dinámica del colectivo se desarrollaba, y eso incluía a la gente que se levantaba de su asiento y se bajaba. Entre esa gente había mujeres. Las mujeres tienen culo. Y los culos están para mirarlos, y luego poner la cara correspondiente sobre su calidad y grado de tentación. El chofer no paraba de cumplir con ese cometido, y esperaba que le devolviera más miradas aprobatorias. Me incomodaba, y más incomodaba a la chica que estaba al lado mío, pero se las devolví por miedo a incomodarlo. Sin mucho énfasis, pero no hacía falta. El entusiasmo era responsabilidad de él.
Yo estaba un poco ansioso por llegar. Sabía que la charla, aunque inofensiva, se iba a extender durante todo el viaje. Por suerte era corto, no faltaba tanto para que me bajara. Pero pocas cuadras antes, el chofer se dio cuenta de que había un tema que no había(mos) tocado: el fútbol. Procedió entonces a informarme que Boca había ganado una copa de leche en los días anteriores, y que él era de Boca pero igual lo sabía. No dudé en manifestarle mi acuerdo, y recibí como recompensa la última ronda de chistes sobre cómo le dicen a River. También me enteré de que Independiente no existe.
Con esto, mi recorrido llegaba a su fin. Pero decidí postergar mi bajada hasta el último momento, por las dudas de que nuestra parada coincidiera y eso obligara a caminar juntos por el barrio y forzar en algún momento una despedida. Por una vez, mi instinto estuvo a mi favor, y el chofer se bajó en mi parada habitual.
Me quedé solo, enfrentando la mirada desaprobatoria de las mujeres presentes en el colectivo, tratando de poner cara de “no sé si parece pero no lo conozco”. Me bajé un par de cuadras después, ya con los auriculares puestos de nuevo, mientras ponderaba el encuentro cercano con ese ser que existe y, aunque uno no sea consciente, está todo el tiempo cerca de nosotros. El hombre puro.