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February 2012


Hace poco este blog cumplió 100 posts, que fueron publicados en menos de cuatro meses. Como la publicación es semidiaria, mucho material queda rápidamente lejos de la página principal, y un lector nuevo puede perderse de cosas interesantes. Por eso cada tanto sale una retrospectiva de qué ha sucedido en tiempos no tan lejanos. Esta es la segunda, la primera puede encontrarse aquí.

El material destacado de este último par de meses en Crónicas de Léame incluye:

Ha llegado el momento de anticipar qué nos depara el futuro inmediato. Por el momento, nos depara marzo. Un mes con 31 días de clima crecientemente templado. Un mes en el que siempre me pongo contento de ya no tener que empezar las clases. Un mes que antiguamente contenía el inicio del año. Un mes que se viene, indefectible, aunque agreguemos días a febrero para demorar su llegada.

¡Sí! Ha llegado el momento de reflexionar sobre la era digital. Como es de público conocimiento, pronto el libro desaparecerá, y lo que ahora se lee en papel pasará a bits. Los arqueólogos del futuro deberán tener a mano el software correspondiente.

Pertenezco a la que debe ser la última generación que vivió a pleno el mundo analógico. Cuando crecí, es cierto, ya existían las calculadoras. No conocí un mundo sin ellas, como no conocí uno sin fotocopiadoras, aire acondicionado o autos. Pero sí conocí los discos de vinilo, y durante muchos años los disfruté.

En los ’80 había dos maneras de escuchar música grabada: discos o casetes. Los dos tenían ventajas. El disco permitía elegir canciones sin que hiciera falta estar media hora rebobinando y adivinando en qué parte de la cinta iba a estar. El casete, por su parte, era más portátil y también permitía grabar (a menos que estuviera activada la protección contra escritura, que se arreglaba con un poco de cinta Scotch).

Siempre me gustó más el disco. Me gustaba ubicar la púa de mi Wincofón en la canción que quería, y jugar con las velocidades. Podía ponerlo en 16, 33, 45 y 78 revoluciones por minuto. Si ponía al disco muy despacio, sonaba grave y pastoso. Si lo ponía muy rápido, sonaba agudo. Me acuerdo de un disco simple que tenía una canción en castellano y del otro lado (discos y casetes tenían dos lados) la misma en francés. No hay nada más divertido que escuchar una canción en francés a 78 rpm.

Claro que había desventajas. Los discos no sólo eran grandes, también se rallaban. Había que evitar dejarlos al sol (ese simple en castellano y francés terminó sus días todo doblado por acción de le soleil). Los casetes patinaban, había que limpiar los cabezales, y nunca sonaban demasiado bien. Nunca entendí a la gente que tenían al casete como medio básico para reproducir música. Para mí que no les importaba la música.

Hacia 1992 se produjo la transición al CD. El disco compacto permitía elegir los tracks, y tenía una capacidad mayor que la de los discos. Un álbum entero entraba dentro del lado único, y había discos como el Greatest Hits II de Queen que duraban como 80 minutos. El reproductor venía con una pantallita que permitía saber qué track estaba reproduciéndose, cuánto tiempo iba y algunos otros datos opcionales como cuánto faltaba. También se podía programar el reproductor para escuchar los temas en un orden determinado, o repetir, o escuchar al azar.

Era un mundo nuevo de posibilidades. Pero el CD no se podía reproducir en 78. No se podía jugar con la música. Existía una distancia, no había la intimidad que tenía el disco. Para escuchar un CD, había que ponerlo en un compartimiento cerrado, y dejar que el aparato hiciera lo suyo. El control por software venía con el precio de esa pérdida de familiaridad. El CD, además, no se podía grabar, por lo tanto convivió con los casetes durante un buen tiempo.

Otros formatos seguían siendo analógicos. El video en VHS persistió diez años más que el CD, hasta que fue reemplazado por el DVD. Realmente no se extraña al VHS. El DVD tiene sus problemas, pero el VHS tenía todas las desventajas de un casete. Los video clubs tenían que poner multas para que la gente se tomara la pequeña molestia de rebobinarlos. Era fácil que la cinta se atascara. Pero tenían la posibilidad de grabar la televisión, cosa que todavía no ha sido propiamente reemplazada (los equivalentes del TiVo no son populares por acá).

Otra transición fue la de las fotos. Seguramente es difícil explicar a alguien que nació hace poco que antes las fotos no se podían ver instantáneamente, y en todo caso sacar otra. Había que revelarlas. Para eso había que esperar que se terminara el rollo, que como mucho tenía 36 fotos. Era necesario mandarlo a un laboratorio, donde imprimían las fotos y entregaban los negativos, por si alguna vez alguien quería hacer alguna copia extra.

Quedan pocos medios analógicos. La televisión lentamente va imponiendo la alternativa digital, y en algún momento cesarán las transmisiones tradicionales para ser reemplazadas por las de alta definición. La radio sigue siendo todavía lo mismo que antes, supongo que en algún lado habrá planes para digitalizarlas también. Mientras tanto, millones de radios del mundo se pueden escuchar digitalizadas online, de forma que el rango de transmisión ya es relativo.

Los libros, por ahora, siguen siendo analógicos. Hace poco entré en contacto con el Kindle, que es muy, muy lindo. Tiene una enorme ventaja: poder comprar libros instantáneamente, sin esperar a que llegue, sin problemas de stock y sin importar si se vende o no en el país de uno, ni si al país de uno se le ocurre cerrar las importaciones. Se acaban los libros agotados con el Kindle (a menos que las editoriales decidan agotarlos artificialmente). Pero en cuanto al uso, sigue sin ser tan práctico como un libro de papel.

La interfase del Kindle está pensada para imitar al libro. Hay sistemas para recordar la página por la que uno va, para resaltar, para pasar de una página a otra. Es muy distinto de leer un texto largo (como el presente, por ejemplo) en la web. Y ahí está el asunto. Más allá del mayor acceso a libros, la experiencia es inferior. No hay un valor agregado, como fue la flexibilidad para manejar los tracks en el CD. Por ahora, el libro digital es una imitación de la experiencia analógica. En igualdad de condiciones, voy a elegir leer un libro en papel antes que en Kindle.

Es posible que, tarde o temprano, el libro digital evolucione e incorpore hipertexto, video, cosas así, en un formato portátil y/o flexible. Ya existe eso, se llama “world wide web”. Pero eso no es un libro. Lo que digo es que es posible que evolucione el concepto de libro, con el correr de las generaciones. Que se dé una síntesis de distintas formas actuales de leer, y no haya diferencia entre el libro y el no libro.

Eso no es bueno ni malo. De cualquier forma, la transición nunca va a ser completa. Existen demasiados libros tal como los conocemos ahora que ya están escritos, y seguirán siendo leídos. Pero por ahí serán vistos con cierto desdén, como mucha gente ve a las películas mudas, como algo primitivo.

Hasta entonces, el libro seguirá siendo lo mismo que ahora, sin importar si viene en papel o en algún formato electrónico. Y sospecho que, a menos que haya algún avance revolucionario en los equivalentes de Kindle, el papel seguirá no sólo existiendo sino dominando, porque serán muchos los que no querrán saltar a algo que no ven como mejor.

Mientras tanto, tarde o temprano pienso sacar la versión para Kindle de Léame. Quién sabe, capaz que podría incluir como extra el cuento Camino azaroso, que en papel no puede existir.

Estoy todo el tiempo dudando de mí mismo. Puede ser una actitud que muestre inseguridad, o puede tomarse como si me estuviera mandando la parte. “Uy, mirá cómo pongo en duda todo, qué loco que soy”. Pero no es ninguna de esas dos cosas. Es por una razón muy atendible.

El escepticismo es muy importante. Es lo que nos permite diferenciar entre la verdad y la mentira. Entre lo que sabemos y lo que creemos que sabemos. Es necesario poner a prueba en general todo, y particularmente lo que tendemos a dar por cierto sin pensar. Ahí puede esconderse una gran mentira.

Es útil también poner a prueba las ideas de los otros. Pero no (especialmente) lo que los otros dicen, sino lo que no dicen. Lo que, a través de lo que dicen y hacen, permite revelar lo que piensan. Hay que poner a prueba las bases sobre las que opera no sólo uno, sino también los demás.

¿Qué tiene que ver esto con la literatura? Es simple, esta forma de escepticismo puede servir de fuente de ideas. Un cuento puede ser una exploración de principios que aplica alguien, a ver cuánto resisten. En el caso de la literatura, no se trata de ponerse a hacer pruebas científicas. Pero sí aplicar la lógica, ver si se encuentra algún agujero, si la idea es consistente. Y si no lo es, seguramente en las inconsistencias será posible hallar humor.

Carl Sagan, en el libro The Demon-Haunted World, hizo un compendio de elementos a tener en cuenta. Se llama Baloney Detection Kit (otra versión acá), y puede traducirse al español como Kit de Detección de Patrañas (el link es Taringa, yo en vez de estupideces usaría sanata como tradución más vernácula).

En la ficción se pueden usar preceptos que en la vida real son falsos. Cuando escribo me gusta agarrar alguno y llevarlo hasta las consecuencias lógicas. Termina siendo una especie de reducción al absurdo, y es una forma razonablemente fácil de hacer algo divertido de manera simple.

Hay que tener en cuenta, entonces, que no tengo por qué pensar todo lo que un cuento mío dice que pienso, o parece decir que pienso. Es posible que no esté más que explorando, aprovechando que la ficción, a diferencia de la mentira, no pretende ser tomada por verdad.

Varios de los que han hablado de Léame destacan la lógica como una de las virtudes. La lógica que funciona como eje de situaciones o elementos que pueden ser disparatados, de forma tal que ninguno queda demasiado fuera de lugar. Esa lógica está, forma parte de mi manera de escribir, y también de pensar. Sin embargo, por esa razón a veces la considero una debilidad de mi escritura.

¿Cómo es esto? Escribo con lógica, llevo a lo que quiero decir del punto A al punto B, del B al C, del C al D, etc. A, B, C y D pueden ser absurdos, disparatados, ilógicos, extravagantes, sempiternos, telúricos, cognitivos, ígneos, occipitales, lo que sea. Pero el hecho de que siempre haya una lógica que los una implica una estructura común que está más allá de mi control. Es una lógica no involuntaria, pero obligatoria y permanente.

Daré uno de mis ilustrosos ejemplos. Hay un capítulo de la quinta temporada de Seinfeld titulado The Marine Biologist (si usted, caro lector, no lo vio, consígalo; es uno de los más aclamados de toda la serie, y acá le arruinaré el final). Como siempre en esa serie, se entrecruzan varias historias. La de Kramer tiene un solo elemento: quiere ir a la playa a practicar golf, tirando las pelotas al océano. La de Elaine involucra a un escritor ruso que se irrita cuando suena la alarma de una agenda electrónica, entonces la agarra y la tira por la ventana del auto en el que van. La agenda da en la cabeza de una mujer, que encuentra el teléfono de Jerry cuando la revisa y lo contacta, involucrándolo en esa trama. La historia de George lo hace hacerse pasar por biólogo marino para impresionar a una ex compañera de la facultad. Hay toda una serie de escenas que lo hacen terminar sobre una ballena varada en la playa que tiene dificultades para respirar. Lo hace por la necesidad de defender la profesión falsa.

En la memorable escena siguiente, que termina el episodio, George está relatando lo ocurrido. La primera vez que lo vi, mientras esa escena avanzaba, me fue cayendo la ficha de hacia dónde se dirigía el asunto. Como en un período corto venía viendo toda la serie en orden, tenía bastante fresca la estructura que les gusta usar. Siempre les gusta que todo cierre lo más prolijamente posible con los elementos que ya están planteados. Mientras George contaba la historia, entonces, me acordé de que la trama de Kramer y las pelotas de golf había terminado en la nada. Y ahí me di cuenta: claramente la pelota había dado en el orificio respiratorio de la ballena (que según Wikipedia se llama espiráculo).

Mi risa se adelantó entonces unos segundos a la revelación de lo que había pasado, y cuando se confirmó lo que estaba pensando se agregó la satisfacción de haberlo adivinado. ¿Por qué me di cuenta? Porque seguí los pasos de la lógica, y por más que la situación es completamente absurda, dentro de la lógica de la serie cerraba perfectamente. No necesitaba ningún elemento externo, ataba a dos o tres de las historias y era muy gracioso.

Me pasa que tengo una lógica, no sé si similar, pero consistente, y pienso que los cuentos podrían volverse predecibles para alguien versado en esa lógica. Claro que yo soy el que más empapado está y trato de que lo que escribo no resulte obvio, pero a veces hay historias bastante orgánicas que no da cambiar sólo para hacerlas más impredecibles.

El problema, entonces, es que el que conoce mi manera de pensar capaz que deduce lo que estoy pensando, cuál es mi forma de salir de un punto A, entonces se da cuenta de dónde está el punto B al que lo quiero llevar. Pero habitualmente, cuando leo los cuentos en taller y esas cosas, no pasa. Capaz que es por los anticuerpos que tengo, las medidas que tomo para esconder lógicas, o para no hacer lo que me resulta más obvio. Pero la lógica sigue estando.

Para poder controlar a la lógica lo que hago es tratar de ejercitar otras maneras. Otras lógicas, otros vuelos, otras formas de escribir. Una búsqueda de lógicas distintas, que me parezcan ilógicas o absurdas no en los elementos sino en la estructura. Han salido muchas cosas que me gustan, pero no sé si logré hacer el cambio de lógica. Me parece que, a psar de mis intentos, la lógica todavía gobierna mis pensamientos, y a través de ellos se hace presente en mi escritura.

Hay días de abundancia de ideas, y días de escasez. Las ideas existentes no tienen garantía de ser buenas, pero son más fáciles de escribir que las que no están presentes. Lo siguiente se trata de qué hago cuando no tengo nada a mano.

Lo primero es calmarme. Algo voy a poder conseguir. Siempre ha ocurrido, es bueno tener experiencia al respecto. No sólo sé que siempre logré salir del paso y escribir algo, sino que sé que muchas cosas que escribí en esa situación resultaron buenas, incluso mejores que otras que tenía muchas ganas de escribir en días de ideas abundantes.

Eso no calma necesariamente la ansiedad. Tengo que escribir algo, y aparte tiene que estar más o menos bueno. No vale cualquier estupidez. Empieza un período de dudas. ¿Tendré alguna vez otra idea? Porque que en el pasado haya podido no significa que en el futuro vaya a poder. Pienso que tal vez debería abandonar la regla de escribir todos los días, que está muy bien pero hasta acá llegó. Inmediatamente me contesto que la regla está justamente para esos días en los que no tengo nada. Cuando tengo una idea es mucho más fácil ponerme a escribir.

Entonces busco. Exprimo mis notas, a ver si encuentro alguna idea que me entusiasme y todavía no haya hecho. A veces saco alguna y zafo. Pero muchas veces no. Las únicas ideas sin hacer son las que no sé para qué lado llevar o directamente resultan muy pelotudas. Tengo que generar algo de la nada. Sacar del aire una idea nueva.

No hay un Modatón de ideas. Me sirve cambiar de ambiente. Ir al baño, salir. Ponerme a leer algo. O prender la televisión. O ponerme a pensar, pensar, pensar. Tarde o temprano algo va a llegar, algo voy a escribir en la hoja que ahora está en blanco, y aunque no sea nada, aunque no sea ni el germen de una idea, a través de eso puede ser que llegue a algo interesante.

Cuando no logro enganchar ninguna idea concreta recurro a ese método. Agarro y escribo algo, lo que tengo en la cabeza (siempre y cuando no sea “no sé qué escribir”, porque eso es cualquiera). Veo dónde me lleva eso que escribí, y me dejo llevar. Exploro los conceptos que me pueda sugerir lo poco que llevo escrito, a qué se puede aplicar, a qué me hace acordar.

Y en poco tiempo, cuando me doy cuenta, siguiendo eso tengo un texto escrito. A veces es medio forzado, pero a veces florece y sale algo muy rico, que tiene muchas puntas para explorar. Y ésas son las veces que termino con más satisfacción: cuando logré generar algo a partir de nada.

Hice el ciclo inicial del secundario en una escuela técnica. No parece el lugar apropiado para alguien a quien le gusta escribir, pero en ese momento no sabía que me gustaba escribir. Sí sabía que quería hacer humor, aunque no me había dado cuenta de que podía hacerse en serio. El proyecto de hacer humor que ya llevaba varios años se refería sólo a la personalidad, y no pensaba que estuviera en una etapa avanzada.

La materia Lengua y Literatura se dividía en dos partes: teórica y taller. Para esta última la mitad del curso se iba con otro profesor. Nunca entendí por qué en la parte de taller hacía falta que fuéramos menos, pero lo disfrutaba. Creo, igualmente, que nadie lo aprovechaba. No parecía haber nadie interesado en esas cosas, y yo tampoco.

No significa que la materia no me gustara. El profesor sabía, y tenía ganas de transmitirnos cosas. Nos pasaba trucos de sentido común que aparentemente algunos los necesitaban, como “si tenés dudas sobre cómo se escribe una palabra que está en la consigna, escribila igual que en la consigna”. Trataba de entusiasmarnos con lecturas, y operaba bajo la equivocada idea de que nos importaba algo lo que nos estaba enseñando. Puedo decir que a mí me importaba un poco. Sospecho que no éramos muchos los que compartíamos un mínimo entusiasmo.

El comentario en la clase era de otro calibre. Como la materia estaba dividida en dos, y ambos profesores eran hombres, para gran parte del curso esto quería decir que “son putos”. El entusiasmo que generaba esta idea en esos adolescentes de trece años era enorme, y es probable que la edad no la haya reducido. Puedo decir que nunca me enganché en esa estupidez (lo que no me impidió engancharme en otras).

La cuestión es que un día estábamos en taller. Creo que era después de comer, y como éramos media división el ambiente estaba relajado. Teníamos un libro con ejercicios y cosas así. A esa altura, la materia Lengua venía de varios años de primario en el que no consistía en mucho más que hacer análisis sintáctico. Todos sabemos que no hay nada más aburrido que eso. Al día de hoy, a pesar de haberlo practicado durante años y dedicar mucho tiempo a escribir, no lo sé hacer. Si tengo alguna duda, recurro a profesionales.

En medio de todos los ejercicios que veníamos haciendo, el profesor nos manda a escribir algo. No lo dijo así. Nunca en la escuela me mandaron a hacer una composición, ni una monografía, ni nada de eso. Tuve que hacerlas, sí, pero no con esos nombres. Sospecho que asustan.

Entonces nos mandaron a escribir algo, con alguna excusa. Lamentablemente no me acuerdo ni cuál era la consigna ni en qué consistía, ni nada. Los detalles acá son bastante vagos. Sepa excusar, querido lector. El asunto es que se me ocurrió una respuesta graciosa a la consigna que llegó. Pero eso no es lo extraordinario, sino lo que ocurrió después: me animé a escribirla. El instinto me llevaba siempre a hacer cosas más conservadoras, más aceptables. Pero esta vez, tal vez por el ambiente distendido, me animé y escribí lo que se me ocurrió. Me acuerdo que lo tomaba como una acción medio de rebeldía, y tenía miedo. Me parecía que al profesor le iba a parecer que lo estaba cargando (no creo, pero capaz que sí lo estaba cargando).

Ahora que estoy ahondando en eso, creo que tenía que tener formato de noticia. Había que hacer una crónica de algo, probablemente. O capaz que estoy inventando todo. O capaz que no existo, y usted tampoco, y todos somos parte de la imaginación de una oruga que está a punto de convertirse en mariposa. No sé bien.

Lo único que me acuerdo fehacientemente es que situé la historia en Calamuchita, sólo porque me pareció gracioso el nombre de ese lugar. Me arrepentí en el mismo instante, pero no lo cambié, creo que porque terminé de escribir justo sobre la hora. Hubo que entregar la hoja, y lo hice con temor.

Pero al rato ocurrió algo que no esperaba. El profesor se maravilló. Harto de encontrar textos escritos sólo para cumplir con la obligación, de repente recibió uno al que alguien le había puesto algo de onda. No lo dijo así, pero se entendió que se refería a eso cuando comparó mi texto muy favorablemente con los demás: los demás no tenían ninguna intención de escribir nada, y se notaba.

De cualquier modo, el entusiasmo con el que recibió mi texto le hizo tener una luz de esperanza para sus alumnos. Decidió entonces leerlo en voz alta, para que sirviera como ejemplo de qué era posible hacer. Me acuerdo que me generó un cierto orgullo que no sólo no se enojara, sino que le gustara lo suficiente como para leerlo para toda la (media) clase.

Sin embargo, no se me ocurrió que escribir fuera lo mío, ni que fuera algo que valiera la pena explorar. Pasaron muchos años hasta que me lo tomé en serio, años en los que no dudaba que podía escribir, pero no escribía.

Hace poco busqué entre las carpetas viejas a ver si estaba ese texto, que considero mi primer cuento. Pero no. Con seguridad, ha sido sepultado y se encuentra hoy en el Cinturón Ecológico. Es una lástima. Ahora que soy autor publicado capaz que eso tiene algún valor. Espero alguna vez acordarme, por lo menos, de qué se trataba.

No todos están destinados a ser escritores. Pero hay quienes están interesados en convertirse en uno, y no saben qué hacer. Recién llegado a este lado, les cuento lo que aprendí.

Hace falta una sola cosa: escribir. Después es cuestión de seguir escribiendo. Claro que no cualquier escrito hace que uno sea escritor. ¿Dónde está el límite? Es un límite interno.

No existe carrera de escritor. O tal vez existe, qué sé yo, pero no le daría ningún crédito. Nadie tiene el diploma. Lo que se puede es lograr sentirse escritor, o ser percibido por los demás como tal.

Ayuda tener algo publicado. No es necesario, se puede ser escritor inédito. No hay características fijas, salvo que los escritores escriben. Un escritor que no escribe capaz que puede existir, aunque yo lo llamaría un potencial escritor. Hay que escribir, y tener cierta familiaridad con esa práctica, aunque no se la ejerza seguido.

Se puede tener cualquier tipo de método, o ninguno. Lo importante para ser escritor, a mi modo de ver, es un cambio interno. Convencerse de que uno es escritor. ¿Cómo se hace? Convenciéndose de que sabe escribir.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué es saber escribir? No tiene nada que ver con la gramática. Es tener confianza de que, al menos a veces, cuando uno se siente (o se pare, o acueste) a escribir, va a poder salir algo. Nadie tiene nunca la certeza de que va a salir algo bueno, pero sí se puede aspirar a que salga algo con cierta forma.

Así, alguien que es escritor es alguien que aprendió el oficio de escritor, y tiene la suficiente confianza como para animarse a escribir, y pensar que lo está haciendo en serio.

Sin ser actor, me he subido ya muchas veces a escenarios para leer cuentos, incluso para cantar. Si bien siempre hay algún tipo de nerviosismo, es algo que tengo bastante controlado. El día de la presentación de Léame, sin embargo, como era un evento muy importante, los nervios se hicieron presentes con más intensidad y colorearon la experiencia.

No me impidieron disfrutarla. Pero todo ese día (junto con los anteriores y siguientes) estuve envuelto en un aire distinto, del que el resto del mundo no tenía por qué percatarse pero estaba. Yo sentía las cosas de otra manera, estaba como con otra percepción. Capaz que lo que hacen las drogas es generar reacciones químicas que generen esas sensaciones.

Entonces no estoy muy al tanto de lo que pasaba. Sé que hubo, por ejemplo, brindis con vino, frutas secas y queso. Pero no sólo no vi nada de eso porque durante la previa justo estuve con distintas personas a un costado, sino que ni me acordé de que existía la posibilidad de participar de ese banquete. Sólo me di cuenta varias horas después, cuando ya había terminado todo.

Mientras, estaba envuelto en el torbellino de cosas que iban pasando. Gente que se acercaba, me saludaba, me felicitaba y me pedía dedicatorias, los libros que llegaron sobre la hora, detalles técnicos que estuvimos arreglando hasta último momento, una vestimenta que no suelo usar, y en general un ambiente distinto, festivo, marcadamente especial. Era mucho para procesar, y por más que sabía que no iba a ser un momento normal, requirió cierta adaptación para sobrellevar.

Una vez que empezó el evento, sin embargo, me tranquilicé. La ventaja de no ser el primero que habló es que me pude relajar un poco. Nos sentamos en la primera fila con Nadina, disfrutando de que estaba ocurriendo todo. Hasta que me llamaron al escenario, y mi punto de vista dio un giro de 180 grados.

Cuando me senté, el público estaba ahí, a la vista. Era una sala bastante grande que estaba llena. Y ahí ocurrió el hecho curioso al que quiero llegar, y para el que sólo he necesitado seis párrafos de introducción. Entre el público divisé a varias personas que no se suponía que iban a estar.

Lo extraño no era eso. Estas personas, que pueden ser gente que conocí hace mucho tiempo y llevaba un poco menos sin ver, o individuos que era obvio que no iban a estar, estaban sentadas en silencio, en actitud pasiva. Algo lógico, porque eran parte del público. Estaban, sin embargo, ahí, con la vista perdida y las manos cruzadas sobre la falda. Lo más raro es que ninguno de estos se mostró. No vinieron a saludar antes ni después, y mi única prueba de que estuvieron es que los vi desde el escenario. Prueba que no es muy convincente, debido al estado en el que me encontraba.

Tiempo después, cuando procesé lo ocurrido, me acordé de una escena inconspicua en un capítulo de los Sopranos. En ella, se ve a través del espejo a uno de los personajes principales, Big Pussy, que había sido asesinado al final de la temporada anterior. Tony parece darse cuenta y mira en la dirección donde debía encontrarse, pero ya no hay nada. Es un momento muy corto de un capítulo con mucho protagonistmo de la muerte (la acción es durante el velorio de la madre del protagonista, que fue uno de los personajes más importantes de la primera temporada y razón de ser de la serie en ese momento).

Estas personas que estaban entre el público de la presentación tenían la misma actitud que Big Pussy. Y a mí me pasó lo mismo que a Tony: en un momento especial los vi muy brevemente, y cuando me quise acordar no estaban más.

Señores, Léame ya está disponible en las librerías Cúspide. En este momento se ignora exactamente en qué sucursales, pero el catálogo online lo confirma.

Lo bueno de estar en Cúspide es que no sólo es una cadena que permite el diálogo “¿dónde compro Léame?” “fácil: en Cúspide” sino que tiene sucursales en muchas ciudades de todo el país. De esta manera, si usted no vive en la capital federal, capaz que vive en una de las ciudades con un Cúspide, de modo que puede acercarse, pedir Léame, recibirlo, tocarlo, sentirlo, hojearlo, ojearlo, y ahí comprarlo.

Esta librería, igual que varias en las que también está disponible Léame, vende online. Así, usted no necesita moverse de su domicilio para poder recibir Léame. Se lo traerá el cartero, contento, silbando sobre su bicicleta mientras se acerca a cada casa para entregar la correspondencia del día, como antaño hacía el lechero (con la leche, no con la correspondencia).

Si usted aún no tiene Léame, esta es su oportunidad. Acérquese a un Cúspide, o a alguna de las otras librerías. Esta lista es facilmente accesible a través del dominio que hemos habilitado, quierocomprarleame.com.ar. Aproveche antes de que se agote, y luego podrá decirle a sus amigos que usted compró Léame cuando era nuevo.

Ya expliqué en otra ocasión la razón del título Léame. En pocas palabras, viene de la serie que recorre el libro, que consiste en especies de diálogos en los que el autor trata de razonar con el lector, o influirlo, o pedirle clemencia. Con el riesgo de que este texto sea repetitivo, o redundante, o vuelva sobre conceptos ya vertidos, o diga varias veces lo mismo, voy a tratar de echar luz sobre el origen de esa serie.

Vale primero una aclaración. En realidad no sé bien de dónde viene eso ni nada de lo que escribo. Se me ocurren, sin embargo, algunas ideas que pueden o no ser ciertas. Es probable que tire ideas con las que no estoy de acuerdo.

Lo primero que se me ocurre es que me gusta cuestionar. Tratar de pensar las palabras, de manera que cada una merezca estar. Pero más que las palabras, me gusta cuestionar conceptos. Ideas atrás de frases que capaz que se dicen habitualmente, y pueden esconder sentidos que no son los que se toma por ciertos. O pueden contener conceptos adicionales dignos de ser explorados.

Cuestiono estas cosas en el lenguaje, y también en mí. ¿Qué cosas doy por ciertas sin pensarlas? ¿Qué conceptos estoy repitiendo como loro? ¿Qué cosas que creo originales no son más que meros afanos? Todo el tiempo busco no caer en las trampas en las que veo caer a los demás, ni en las que caí alguna vez. No siempre lo logro. Estoy, no obstante, alerta. Y esa alerta me hace vigilar los textos.

Entonces, mientras escribo, hay una voz que dice cosas como “¿eso está bien?”, “eso se puede mejorar” o “eso es una boludez”. La voz toma la forma de alguien externo que está leyendo el texto y me humilla durante esa lectura, marcando los defectos. Como consecuencia, tengo que seguir escribiendo hasta que esa voz se quede callada y no tenga nada que objetar.

Es fácil llegar desde acá a la idea de escribir directamente hacia ese lector externo, tratando de obtener su favor. Pero no estoy seguro de que sea por eso que me sale esa serie.

Otra posibilidad, que se me ocurrió después de impreso el libro, es que sea una herencia del blog LaRedó, donde escribí durante varios años. Ahí hay una cantidad de gente que se dedica durante todo el día a comentar los posts que salen. No importa el contenido de cada uno. Usan la sección de comments del blog como un chat: se saludan, sugieren poner algún canal de televisión que está transmitiendo algo específico, proponen temas de discusión y, sobre todo, escriben la frase “todos putos”. Como resultado, la cantidad de comentarios de un post refleja no lo que generó el contenido, sino el tiempo que estuvo como última nota publicada.

Entre estos comentarios, siempre hay un puñado que son relevantes a lo escrito. Y pueden ser devastadores. Cualquier deficiencia real o imaginaria de lo publicado saldrá a la luz. Las inexactitudes son chequeadas, o semi chequeadas. En el afán por descubrir defectos, algunas sutilezas pueden caer en la ignorancia general, o ser corregidas como si fueran errores.

En general, cuando escribía ahí, tenía varias de las actitudes que cuando escribo para mí: cuestionar todo. También trataba de tener un aporte personal, no hacer algo igual a lo que hacían los demás, o a lo que hacían en otros medios. Para mí nunca tuvo sentido eso. Entonces exploraba, buscaba temas raros, o sobre todo maneras diferentes de encarar temas comunes. Esto requería explicaciones más o menos detalladas, debido a la costumbre de mucha gente de leer por arriba, o asumir que la nota que uno escribió, que se trata de un tema común, tomaba una posición o actitud determinada. Como resultado, salían unos cuantos párrafos, y esto me valió la reputación de escribir textos largos (los posts que hice para ese blog suelen ser mucho más largos que los cuentos). Algunos agregaban que además de largos eran aburridos, algo con lo que en general no estoy de acuerdo. En esos casos asumo que son sentidos del humor diferentes, que exigen otra cosa, los que afirmaban eso.

Pero vamos a un ejemplo para hacer las cosas más claras. Véase esta nota, titulada “El más grande”. Si se la lee, se verá que es un texto acerca de la discusión de Maradona vs. Pelé, de las actitudes de la gente que se embarca en esa cháchara y de la clase de argumentos que se esgrimen. Veamos una muy escasa selección de comentarios:

  • Eeee, ya lo leo entero, pero esta discusion no tiene ningun sentido…
  • A mi me gusta más el Die´, a pesar de su veleta verborragia.
  • Ya dijeron que Pele debuto con un pibe?
  • De pie señores, acá se habla del Dié
  • dale viejo, teorizando un viernes a la tarde?
  • Todo mal,…se cayo Poringa,…
  • no lei el post pero hacete ortear Perplatado
  • Gordo barrilete y mentiroso como pocos. Orgullo nacional la verga, que enseña maradona? Que mediante el trabajo se puede? mentira. Coherencia? la chota.

Es muy razonable, entonces, que una persona que me conoce sólo por ese blog y sabe ese funcionamiento, encuentre al título Léame como una prédica para que alguno me dé pelota, y a la serie del autor al lector como un intento de dialogar con los hipotéticos comentaristas del libro. No es lo que pienso, no creo que todo esto venga de ahí, pero tiene sentido que se le ocurra a alguien.

¿Cuál es entonces el origen de estas cosas? Últimamente estoy pensando que ese origen está cerca de una de las influencias ocultas (?) de mi escritura: los Simpsons. Siempre fui hincha de las rupturas de la cuarta pared, y hace muchos años confeccioné esta recopilación (en inglés) para el sitio The Simpsons Archive.

Aunque puede cambiar, en este momento me inclino a pensar que los intentos de diálogo y complicidad con el lector vienen de ahí.

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