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Tengo suficiente edad para acordarme del vinilo, y puedo decir que la experiencia de escuchar música era distinta.

Vamos a decirlo desde ya. No es mi intención ponerme a decir que antes era mejor, o que ahora es mejor. Era distinto. ¿Ta?

La música venía en dos sabores. Discos o casetes. Los casetes eran unos bloques de plástico, que guardaban una cinta magnética. Poseían dos agujeros dentados, por donde pasaban unos engranajes que al moverse trasladaban la cinta. El casete (pronúnciese “caset”) era una manera de llevar la música en forma compacta, y tenía una ventaja específica: la posibilidad de grabarlo.

Algunos casetes venían pregrabados, en presentación comercial, como alternativas a comprar vinilos. Pero los técnicos de aparatos recomendaban no usar los casetes que venían grabados. En su lugar, recomendaban usar sólo casetes grabables marca TDK. ¿Cómo se grababan? Se conectaba mediante un cable el tocadiscos a una casetera, y se apretaba al mismo tiempo Rec y Play. Una vez grabado, si uno quería evitar borrar el casete, tenía que perforar una ranura que había del lado de arriba, así activaba lo que después conocimos como protección contra escritura. En caso de arrepentirse, una cinta adhesiva permitía volver a escribir.

Había gente que no tenía tocadiscos, y se limitaba a escuchar música en casetes. Siempre me pareció raro. Una persona que sólo escucha casetes es poco confiable. Es como esa gente que usa el Internet Explorer porque es lo que vino con la máquina. No prestan mucha atención.

Los casetes eran bastante falibles. En mis jóvenes manos las cintas se podían sacar muy fácilmente, y lo mismo podía ocurrir con los tornillos que permitían abrirlo. En grabadores baratos la cinta se podía enganchar en cualquier momento. Pero se podía grabar, no sólo las combinaciones de música que uno quisiera, sino su propia voz.

Algunos aparatos sofisticados, “doble casetera”, permitían hacer copias de casete a velocidad rápida, sincronizando un reproductor y un grabador. También permitían grabar la radio, o conectar un micrófono. Aparatos más sofisticados todavía permitían grabar sin borrar la grabación anterior. Eso era casi mágico.

El tema de los casetes era que había que rebobinarlos. Los que se criaron con audio digital no se imaginan qué hinchapelotas era eso. Para encontrar un tema en particular, había que calcular más o menos cuánto tiempo tener puesto el rebobinado o el avance rápido (fast forward, o FF), y ver si uno embocaba. Por eso a mí me gustaban más los discos. Con los discos uno podía elegir el tema instantáneamente, sólo colocando la púa sobre el renglón que había entre cada uno.

Los discos también venían en dos sabores: los chicos, con un tema por lado, y los grandes, con varios temas por lado (discos y casetes venían con dos lados). Más tarde aprendí que eran los “simples” y los “long plays”. A mí me gustaban los long plays, me hacían sentir importante. Venían con una tapa enorme, y en la contratapa estaban los títulos de los temas, todos traducidos al castellano, habitualmente en forma pésima (Twist y Gritos).

El disco se podía escuchar de dos maneras: eligiendo tema por tema, que implicaba estar activo, o dejando correr los lados. Una vez que terminaba el lado, había que volver al tocadiscos y dar vuelta el disco. Esto implicaba necesariamente una pausa, y tenía como posible consecuencia que el otro lado no se pudiera ver.

Pocos discos tenían claramente diferenciados los lados. Los de Apple eran fáciles, porque tenían en el lado B la manzana partida al medio. Para los otros, era necesario acercarse y buscar una A o una B, o un 1 o 2, en algún lugar de la etiqueta central, generalmente al lado del número de catálogo y sin prominencia alguna. Me acuerdo de haberme reído mucho cuando busqué esa información en el disco Cantata Laxatón y me encontré con la leyenda “Lado 3”.

Los discos tenían ese momento de anticipación cuando uno dejaba caer la púa antes del primer tema. No se sabía exactamente cuándo iba a empezar la música, y era un momento de suspenso. Los casetes tenían una versión berreta de ese suspenso, porque el ruido de la cinta sola nunca fue agradable. La pequeña fritura del vinilo contra la púa estaba buena.

Lo único parecido a un playlist era apilar los discos en el Wincofón y dejarlo en automático, para que fueran cayendo uno atrás de otro. Así, si en los ’60 uno hacía una fiesta, no tenía que estar cambiando el disco a cada rato. Eso sí: sólo se podía escuchar un lado de cada disco en esa modalidad, a menos que uno tuviera dos copias del mismo LP.

El problema que tenían los discos es que se rayaban. No era difícil conseguirlo. Con arrastrar mal la púa era suficiente. La púa era una punta de metal que se apoyaba en el disco y lo leía. Técnicamente se iban gastando, y cada tanto había que cambiarla (los discos duraban más que la púa). Cuando salió el CD, se vendió como un medio que no tenía contacto, porque era un láser el que leía el disco. No sabíamos en ese momento que el láser también se gastaba, e íbamos a tener que cambiar todo el aparato.

Otro problema de los discos era que si se los dejaba al sol, se doblaban todos. Me pasó con un disco que me divertía mucho. Era un disco simple que no sé de quién era, pero tenía una etiqueta rosa. El disco traía la misma canción en ambas caras, de un lado en castellano, del otro en francés. Y lo que me divertía era escuchar la versión francesa en 78.

Porque ése era uno de los grandes atractivos de tener tocadiscos, particularmente uno viejo como los Wincofón: la posibilidad de cambiar la velocidad. Los LPs iban a 33 (después supe que revoluciones por minuto). Los simples también, aunque en otros países andaban a 45. Estaban esas dos velocidades, y dos más antiguas: 16, que hacía salir los sonidos muy graves y muy lentos, y 78, que iba a los pedos y agudo. De más está decir que el 78 era el que más se usaba.

Después, cuando apareció el CD, hubo otros gustitos. La repetición A-B, que permitía hacer un loop de alguna frase larga o corta de un disco. El random, gran innovación tecnológica que continúo usando. Poder llevar discos enteros y escucharlos en la calle prescindiendo de los casetes. Y más tarde, con la obsolescencia del CD y el advenimiento de los MP3 y FLAC, la libertad se hizo mucho más grande. Ahora se puede llevar muchísima música en un aparato del tamaño de una uña, cualquier grabación está al alcance (incluso legalmente) y la calidad viene en aumento.

Pero la experiencia no es la misma. Tiene muchas cosas mejores. Y también extraño dar vuelta el disco.

¡Sí! Ha llegado el momento de reflexionar sobre la era digital. Como es de público conocimiento, pronto el libro desaparecerá, y lo que ahora se lee en papel pasará a bits. Los arqueólogos del futuro deberán tener a mano el software correspondiente.

Pertenezco a la que debe ser la última generación que vivió a pleno el mundo analógico. Cuando crecí, es cierto, ya existían las calculadoras. No conocí un mundo sin ellas, como no conocí uno sin fotocopiadoras, aire acondicionado o autos. Pero sí conocí los discos de vinilo, y durante muchos años los disfruté.

En los ’80 había dos maneras de escuchar música grabada: discos o casetes. Los dos tenían ventajas. El disco permitía elegir canciones sin que hiciera falta estar media hora rebobinando y adivinando en qué parte de la cinta iba a estar. El casete, por su parte, era más portátil y también permitía grabar (a menos que estuviera activada la protección contra escritura, que se arreglaba con un poco de cinta Scotch).

Siempre me gustó más el disco. Me gustaba ubicar la púa de mi Wincofón en la canción que quería, y jugar con las velocidades. Podía ponerlo en 16, 33, 45 y 78 revoluciones por minuto. Si ponía al disco muy despacio, sonaba grave y pastoso. Si lo ponía muy rápido, sonaba agudo. Me acuerdo de un disco simple que tenía una canción en castellano y del otro lado (discos y casetes tenían dos lados) la misma en francés. No hay nada más divertido que escuchar una canción en francés a 78 rpm.

Claro que había desventajas. Los discos no sólo eran grandes, también se rallaban. Había que evitar dejarlos al sol (ese simple en castellano y francés terminó sus días todo doblado por acción de le soleil). Los casetes patinaban, había que limpiar los cabezales, y nunca sonaban demasiado bien. Nunca entendí a la gente que tenían al casete como medio básico para reproducir música. Para mí que no les importaba la música.

Hacia 1992 se produjo la transición al CD. El disco compacto permitía elegir los tracks, y tenía una capacidad mayor que la de los discos. Un álbum entero entraba dentro del lado único, y había discos como el Greatest Hits II de Queen que duraban como 80 minutos. El reproductor venía con una pantallita que permitía saber qué track estaba reproduciéndose, cuánto tiempo iba y algunos otros datos opcionales como cuánto faltaba. También se podía programar el reproductor para escuchar los temas en un orden determinado, o repetir, o escuchar al azar.

Era un mundo nuevo de posibilidades. Pero el CD no se podía reproducir en 78. No se podía jugar con la música. Existía una distancia, no había la intimidad que tenía el disco. Para escuchar un CD, había que ponerlo en un compartimiento cerrado, y dejar que el aparato hiciera lo suyo. El control por software venía con el precio de esa pérdida de familiaridad. El CD, además, no se podía grabar, por lo tanto convivió con los casetes durante un buen tiempo.

Otros formatos seguían siendo analógicos. El video en VHS persistió diez años más que el CD, hasta que fue reemplazado por el DVD. Realmente no se extraña al VHS. El DVD tiene sus problemas, pero el VHS tenía todas las desventajas de un casete. Los video clubs tenían que poner multas para que la gente se tomara la pequeña molestia de rebobinarlos. Era fácil que la cinta se atascara. Pero tenían la posibilidad de grabar la televisión, cosa que todavía no ha sido propiamente reemplazada (los equivalentes del TiVo no son populares por acá).

Otra transición fue la de las fotos. Seguramente es difícil explicar a alguien que nació hace poco que antes las fotos no se podían ver instantáneamente, y en todo caso sacar otra. Había que revelarlas. Para eso había que esperar que se terminara el rollo, que como mucho tenía 36 fotos. Era necesario mandarlo a un laboratorio, donde imprimían las fotos y entregaban los negativos, por si alguna vez alguien quería hacer alguna copia extra.

Quedan pocos medios analógicos. La televisión lentamente va imponiendo la alternativa digital, y en algún momento cesarán las transmisiones tradicionales para ser reemplazadas por las de alta definición. La radio sigue siendo todavía lo mismo que antes, supongo que en algún lado habrá planes para digitalizarlas también. Mientras tanto, millones de radios del mundo se pueden escuchar digitalizadas online, de forma que el rango de transmisión ya es relativo.

Los libros, por ahora, siguen siendo analógicos. Hace poco entré en contacto con el Kindle, que es muy, muy lindo. Tiene una enorme ventaja: poder comprar libros instantáneamente, sin esperar a que llegue, sin problemas de stock y sin importar si se vende o no en el país de uno, ni si al país de uno se le ocurre cerrar las importaciones. Se acaban los libros agotados con el Kindle (a menos que las editoriales decidan agotarlos artificialmente). Pero en cuanto al uso, sigue sin ser tan práctico como un libro de papel.

La interfase del Kindle está pensada para imitar al libro. Hay sistemas para recordar la página por la que uno va, para resaltar, para pasar de una página a otra. Es muy distinto de leer un texto largo (como el presente, por ejemplo) en la web. Y ahí está el asunto. Más allá del mayor acceso a libros, la experiencia es inferior. No hay un valor agregado, como fue la flexibilidad para manejar los tracks en el CD. Por ahora, el libro digital es una imitación de la experiencia analógica. En igualdad de condiciones, voy a elegir leer un libro en papel antes que en Kindle.

Es posible que, tarde o temprano, el libro digital evolucione e incorpore hipertexto, video, cosas así, en un formato portátil y/o flexible. Ya existe eso, se llama “world wide web”. Pero eso no es un libro. Lo que digo es que es posible que evolucione el concepto de libro, con el correr de las generaciones. Que se dé una síntesis de distintas formas actuales de leer, y no haya diferencia entre el libro y el no libro.

Eso no es bueno ni malo. De cualquier forma, la transición nunca va a ser completa. Existen demasiados libros tal como los conocemos ahora que ya están escritos, y seguirán siendo leídos. Pero por ahí serán vistos con cierto desdén, como mucha gente ve a las películas mudas, como algo primitivo.

Hasta entonces, el libro seguirá siendo lo mismo que ahora, sin importar si viene en papel o en algún formato electrónico. Y sospecho que, a menos que haya algún avance revolucionario en los equivalentes de Kindle, el papel seguirá no sólo existiendo sino dominando, porque serán muchos los que no querrán saltar a algo que no ven como mejor.

Mientras tanto, tarde o temprano pienso sacar la versión para Kindle de Léame. Quién sabe, capaz que podría incluir como extra el cuento Camino azaroso, que en papel no puede existir.