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Por el subte de Buenos Aires circulan (circulan cuando no hay paro) los trenes en servicio más antiguos del mundo. Se trata de unos hermosos coches fabricados en Brujas, Bélgica por la empresa La Brugeoise et Nivelles. Están en servicio desde que se inauguró la línea A (en ese momento era el Tranvía Subterráneo Anglo Argentino), en 1913. Algunos vinieron más tarde, en 1919.

Son necesariamente maravillas técnicas. Ningún material rodante aguanta cien años de uso continuo (continuo cuando no hay paro) sin serlo. La fábrica de donde salieron cerró hace más de veinte años. La empresa que los fabricó fue absorbida por otra más grande. La que los compró dejó de operarlos en la década del ’30.

Durante los años, han sufrido muchas modificaciones. Esa carrocería de madera no es original. Se colocó en la década del ’20, cuando se les sacó la plataforma tranviaria. En los primeros años, el tranvía subterráneo salía a la superficie por la rampa de Primera Junta y continuaba el servicio por la avenida Rivadavia hasta Lacarra. La línea actual, extendida, todavía no llega hasta ahí, ni está en los planes que llegue. No salía todo el tren, sino que se desprendía uno de los coches.

Es un placer andar en esos coches. Cuando uso esa línea (si no hay paro) me voy hasta la punta del andén para agarrar el coche de adelante. La precaria cabina de conducción ocupa sólo la mitad del ancho del coche, y queda una ventana por la que se puede ver para adelante. Los niños van fascinados mirando el paisaje de la línea A, que incluye subidas y bajadas, curvas cerradas, sectores de cambios y estaciones clausuradas.

Las puertas se abren a mano. Originalmente había guardas en cada estación que se ocupaban de abrirlas y cerrarlas. En algún momento se colocó el cierre automático, y la apertura quedó como responsabilidad de los pasajeros. Cuando el tren llega a una estación hay un momento en el que se habilita esa apertura, y se puede bajar con el tren en movimiento. No debe ser muy recomendable, pero cuando está por detenerse me gusta abrirla, bajar y hacer equilibrio con la inercia sobre el andén. Ni por asomo soy el único que lo hace.

Una formación tiene apertura automática, y es muy raro no ver la manija, a pesar de que ese sistema es igual en la práctica al de todos los otros trenes. Pero uno en la línea A quiere ese encanto. Por eso no me gusta cuando me toca alguno de los otros trenes. Es muy triste esperar en el andén y encontrarme con que viene uno modernizado. Porque varias de las formaciones distintas son las mismas brujas, que fueron recarrozadas en los ’80 (la mecánica es la original de la década del ’10). Es una carrocería fea, incómoda y sin ningún encanto, que hace que cuando tengo tiempo espere al siguiente tren.

Me gusta sentir el olor a madera quemada que viene de la zapata de freno. Me gusta ver tambalearse a la carrocería (no es una indicación de que los trenes están destartalados sino una adaptación del diseño a las curvas cerradas de la línea A). Me gusta sentir el viento de frente que viene de la ventana de adelante. Me gusta ser el primero que va a la puerta cuando me bajo, y esperar con la mano en la manija el momento de abrirla.

Esos trenes le dan a la línea A un encanto que no tiene ninguna otra. Una vista al pasado que es resultado de la desidia. Porque las Brujas no fueron conservadas por su calidad, sino simplemente porque nunca se las reemplazó. Están décadas pasadas de su vida útil, tendrían que haber sido radiadas hace cincuenta años. Tarde o temprano ocurrirá, y será un día triste. Vamos a suponer que conservarán un par de formaciones para, por ejemplo, hacerlas circular los domingos. Así, podremos volver a tomar esos trenes por nostalgia no de los tiempos en los que fueron construidos, sino de estos tiempos, aquellos en los que, con cien años encima, todavía circulaban.

Recomiendo este artículo, que es una muy completa historia de las Brujas, con un nivel de detalle mayor del que uno se le puede ocurrir.

Tengo suficiente edad para acordarme del vinilo, y puedo decir que la experiencia de escuchar música era distinta.

Vamos a decirlo desde ya. No es mi intención ponerme a decir que antes era mejor, o que ahora es mejor. Era distinto. ¿Ta?

La música venía en dos sabores. Discos o casetes. Los casetes eran unos bloques de plástico, que guardaban una cinta magnética. Poseían dos agujeros dentados, por donde pasaban unos engranajes que al moverse trasladaban la cinta. El casete (pronúnciese “caset”) era una manera de llevar la música en forma compacta, y tenía una ventaja específica: la posibilidad de grabarlo.

Algunos casetes venían pregrabados, en presentación comercial, como alternativas a comprar vinilos. Pero los técnicos de aparatos recomendaban no usar los casetes que venían grabados. En su lugar, recomendaban usar sólo casetes grabables marca TDK. ¿Cómo se grababan? Se conectaba mediante un cable el tocadiscos a una casetera, y se apretaba al mismo tiempo Rec y Play. Una vez grabado, si uno quería evitar borrar el casete, tenía que perforar una ranura que había del lado de arriba, así activaba lo que después conocimos como protección contra escritura. En caso de arrepentirse, una cinta adhesiva permitía volver a escribir.

Había gente que no tenía tocadiscos, y se limitaba a escuchar música en casetes. Siempre me pareció raro. Una persona que sólo escucha casetes es poco confiable. Es como esa gente que usa el Internet Explorer porque es lo que vino con la máquina. No prestan mucha atención.

Los casetes eran bastante falibles. En mis jóvenes manos las cintas se podían sacar muy fácilmente, y lo mismo podía ocurrir con los tornillos que permitían abrirlo. En grabadores baratos la cinta se podía enganchar en cualquier momento. Pero se podía grabar, no sólo las combinaciones de música que uno quisiera, sino su propia voz.

Algunos aparatos sofisticados, “doble casetera”, permitían hacer copias de casete a velocidad rápida, sincronizando un reproductor y un grabador. También permitían grabar la radio, o conectar un micrófono. Aparatos más sofisticados todavía permitían grabar sin borrar la grabación anterior. Eso era casi mágico.

El tema de los casetes era que había que rebobinarlos. Los que se criaron con audio digital no se imaginan qué hinchapelotas era eso. Para encontrar un tema en particular, había que calcular más o menos cuánto tiempo tener puesto el rebobinado o el avance rápido (fast forward, o FF), y ver si uno embocaba. Por eso a mí me gustaban más los discos. Con los discos uno podía elegir el tema instantáneamente, sólo colocando la púa sobre el renglón que había entre cada uno.

Los discos también venían en dos sabores: los chicos, con un tema por lado, y los grandes, con varios temas por lado (discos y casetes venían con dos lados). Más tarde aprendí que eran los “simples” y los “long plays”. A mí me gustaban los long plays, me hacían sentir importante. Venían con una tapa enorme, y en la contratapa estaban los títulos de los temas, todos traducidos al castellano, habitualmente en forma pésima (Twist y Gritos).

El disco se podía escuchar de dos maneras: eligiendo tema por tema, que implicaba estar activo, o dejando correr los lados. Una vez que terminaba el lado, había que volver al tocadiscos y dar vuelta el disco. Esto implicaba necesariamente una pausa, y tenía como posible consecuencia que el otro lado no se pudiera ver.

Pocos discos tenían claramente diferenciados los lados. Los de Apple eran fáciles, porque tenían en el lado B la manzana partida al medio. Para los otros, era necesario acercarse y buscar una A o una B, o un 1 o 2, en algún lugar de la etiqueta central, generalmente al lado del número de catálogo y sin prominencia alguna. Me acuerdo de haberme reído mucho cuando busqué esa información en el disco Cantata Laxatón y me encontré con la leyenda “Lado 3”.

Los discos tenían ese momento de anticipación cuando uno dejaba caer la púa antes del primer tema. No se sabía exactamente cuándo iba a empezar la música, y era un momento de suspenso. Los casetes tenían una versión berreta de ese suspenso, porque el ruido de la cinta sola nunca fue agradable. La pequeña fritura del vinilo contra la púa estaba buena.

Lo único parecido a un playlist era apilar los discos en el Wincofón y dejarlo en automático, para que fueran cayendo uno atrás de otro. Así, si en los ’60 uno hacía una fiesta, no tenía que estar cambiando el disco a cada rato. Eso sí: sólo se podía escuchar un lado de cada disco en esa modalidad, a menos que uno tuviera dos copias del mismo LP.

El problema que tenían los discos es que se rayaban. No era difícil conseguirlo. Con arrastrar mal la púa era suficiente. La púa era una punta de metal que se apoyaba en el disco y lo leía. Técnicamente se iban gastando, y cada tanto había que cambiarla (los discos duraban más que la púa). Cuando salió el CD, se vendió como un medio que no tenía contacto, porque era un láser el que leía el disco. No sabíamos en ese momento que el láser también se gastaba, e íbamos a tener que cambiar todo el aparato.

Otro problema de los discos era que si se los dejaba al sol, se doblaban todos. Me pasó con un disco que me divertía mucho. Era un disco simple que no sé de quién era, pero tenía una etiqueta rosa. El disco traía la misma canción en ambas caras, de un lado en castellano, del otro en francés. Y lo que me divertía era escuchar la versión francesa en 78.

Porque ése era uno de los grandes atractivos de tener tocadiscos, particularmente uno viejo como los Wincofón: la posibilidad de cambiar la velocidad. Los LPs iban a 33 (después supe que revoluciones por minuto). Los simples también, aunque en otros países andaban a 45. Estaban esas dos velocidades, y dos más antiguas: 16, que hacía salir los sonidos muy graves y muy lentos, y 78, que iba a los pedos y agudo. De más está decir que el 78 era el que más se usaba.

Después, cuando apareció el CD, hubo otros gustitos. La repetición A-B, que permitía hacer un loop de alguna frase larga o corta de un disco. El random, gran innovación tecnológica que continúo usando. Poder llevar discos enteros y escucharlos en la calle prescindiendo de los casetes. Y más tarde, con la obsolescencia del CD y el advenimiento de los MP3 y FLAC, la libertad se hizo mucho más grande. Ahora se puede llevar muchísima música en un aparato del tamaño de una uña, cualquier grabación está al alcance (incluso legalmente) y la calidad viene en aumento.

Pero la experiencia no es la misma. Tiene muchas cosas mejores. Y también extraño dar vuelta el disco.