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Estilo


El otro día hice un post donde describía a la lógica imperante en mis textos como una debilidad. Pero capaz que fui algo severo. Escribir con lógica tiene sus ventajas.

Primero, ayuda a ordenar los pensamientos. Como acá, que hay uno que viene primero y cuenta con el ordinal correspondiente. Cuando se cuenta una historia es bueno saber de dónde se parte y adónde se quiere llegar. Conocer los nodos básicos de la trama, y convertir al resto de la escritura en un fill in the blanks.

Claro que esos blanks deben ser filled con algo interesante. Si no, el texto se queda sólo en el esqueleto, y así suele ser muy poco atractivo.

La segunda ventaja es que la lógica permite explorar. Proporciona un camino para indagar las características de una idea, como las consecuencias que puede tener. A través de eso, puede salir una historia. El problema con esto es que si sólo se permite un camino de la lógica, saldrán todos los textos más o menos similares. Pero si se la usa para encontrar caminos y descubrir cuáles son los fructíferos, los resultados pueden ser muy satisfactorios.

La lógica ayuda a explorar también las debilidades de una idea. Cuando algo es absurdo, o semi absurdo, la lógica permite descubrirlo y ponerlo en evidencia. Ese proceso se puede transformar en una historia, o en un texto, gracias a la aplicación de pensamiento sobre algo.

Ese pensamiento lógico, no obstante, servirá más que nada para encontrar los nodos de la historia. Después, para llenar los espacios que quedan vacíos, hará falta imaginación.

Varios de los que han hablado de Léame destacan la lógica como una de las virtudes. La lógica que funciona como eje de situaciones o elementos que pueden ser disparatados, de forma tal que ninguno queda demasiado fuera de lugar. Esa lógica está, forma parte de mi manera de escribir, y también de pensar. Sin embargo, por esa razón a veces la considero una debilidad de mi escritura.

¿Cómo es esto? Escribo con lógica, llevo a lo que quiero decir del punto A al punto B, del B al C, del C al D, etc. A, B, C y D pueden ser absurdos, disparatados, ilógicos, extravagantes, sempiternos, telúricos, cognitivos, ígneos, occipitales, lo que sea. Pero el hecho de que siempre haya una lógica que los una implica una estructura común que está más allá de mi control. Es una lógica no involuntaria, pero obligatoria y permanente.

Daré uno de mis ilustrosos ejemplos. Hay un capítulo de la quinta temporada de Seinfeld titulado The Marine Biologist (si usted, caro lector, no lo vio, consígalo; es uno de los más aclamados de toda la serie, y acá le arruinaré el final). Como siempre en esa serie, se entrecruzan varias historias. La de Kramer tiene un solo elemento: quiere ir a la playa a practicar golf, tirando las pelotas al océano. La de Elaine involucra a un escritor ruso que se irrita cuando suena la alarma de una agenda electrónica, entonces la agarra y la tira por la ventana del auto en el que van. La agenda da en la cabeza de una mujer, que encuentra el teléfono de Jerry cuando la revisa y lo contacta, involucrándolo en esa trama. La historia de George lo hace hacerse pasar por biólogo marino para impresionar a una ex compañera de la facultad. Hay toda una serie de escenas que lo hacen terminar sobre una ballena varada en la playa que tiene dificultades para respirar. Lo hace por la necesidad de defender la profesión falsa.

En la memorable escena siguiente, que termina el episodio, George está relatando lo ocurrido. La primera vez que lo vi, mientras esa escena avanzaba, me fue cayendo la ficha de hacia dónde se dirigía el asunto. Como en un período corto venía viendo toda la serie en orden, tenía bastante fresca la estructura que les gusta usar. Siempre les gusta que todo cierre lo más prolijamente posible con los elementos que ya están planteados. Mientras George contaba la historia, entonces, me acordé de que la trama de Kramer y las pelotas de golf había terminado en la nada. Y ahí me di cuenta: claramente la pelota había dado en el orificio respiratorio de la ballena (que según Wikipedia se llama espiráculo).

Mi risa se adelantó entonces unos segundos a la revelación de lo que había pasado, y cuando se confirmó lo que estaba pensando se agregó la satisfacción de haberlo adivinado. ¿Por qué me di cuenta? Porque seguí los pasos de la lógica, y por más que la situación es completamente absurda, dentro de la lógica de la serie cerraba perfectamente. No necesitaba ningún elemento externo, ataba a dos o tres de las historias y era muy gracioso.

Me pasa que tengo una lógica, no sé si similar, pero consistente, y pienso que los cuentos podrían volverse predecibles para alguien versado en esa lógica. Claro que yo soy el que más empapado está y trato de que lo que escribo no resulte obvio, pero a veces hay historias bastante orgánicas que no da cambiar sólo para hacerlas más impredecibles.

El problema, entonces, es que el que conoce mi manera de pensar capaz que deduce lo que estoy pensando, cuál es mi forma de salir de un punto A, entonces se da cuenta de dónde está el punto B al que lo quiero llevar. Pero habitualmente, cuando leo los cuentos en taller y esas cosas, no pasa. Capaz que es por los anticuerpos que tengo, las medidas que tomo para esconder lógicas, o para no hacer lo que me resulta más obvio. Pero la lógica sigue estando.

Para poder controlar a la lógica lo que hago es tratar de ejercitar otras maneras. Otras lógicas, otros vuelos, otras formas de escribir. Una búsqueda de lógicas distintas, que me parezcan ilógicas o absurdas no en los elementos sino en la estructura. Han salido muchas cosas que me gustan, pero no sé si logré hacer el cambio de lógica. Me parece que, a psar de mis intentos, la lógica todavía gobierna mis pensamientos, y a través de ellos se hace presente en mi escritura.

Me gusta hacer pensar a los demás. También a mí. Es un placer cuando me doy cuenta por mí mismo de algo. Cuando se me ocurre una explicación para alguna cosa, y resulta que está bien. Aunque esté mal, ya el hecho de pensar es placentero. Y es un placer que me gusta compartir con los demás.

Por eso cuando escribo trato de que el lector piense. No le propongo ejercicios directos. Lo que hago es escribir de manera tal que el lector tenga que poner algo propio. Que vea lo que no puse. Que se anticipe a cuál pudo haber sido mi razonamiento para la siguiente parte del texto, y se sorprenda cuando es distinto. Que busque las razones por las que las cosas están escritas de una manera y no de otra.

Pero puede ser difícil. El riesgo es irme demasiado para el otro lado y quedar sólo en la insinuación, sin que haya posibilidad de que el lector piense. O que tenga que hacer un trecho muy largo para llegar a donde quiero que llegue. Para eso es bueno probar los textos, leerlos en público, ver cuál es la reacción, a qué responden, a qué no. No guiarse exclusivamente por esas reacciones, por supuesto, porque muchas veces algo se descubrirá en momentos más privados. Pero tenerlo en cuenta.

Lo que hago es sugerir pensamientos. Estimular al lector para que haga lo mismo que yo cuando leo algo. No sé para qué lado se van a ir, y eso está bien. No se trata de que piensen lo que estoy pensando. Y mucho menos se trata de que opinen lo mismo que opino yo. Se trata de que piensen.

Una de las cosas que más me irritan (?) es que muchísima gente, cuando tiene que dar un ejemplo, inventa a un personaje llamado Juan. Y cuando necesita un antagonista, siempre se llama Pedro. ¿No les pasa lo mismo a ustedes?

Para mí, es un enorme signo de falta de originalidad. Esa gente tiene que haber escuchado miles de veces esos nombres en situaciones similares. ¿No les causa un poco de rechazo ser uno más de ésos? Evidentemente no. Lo hacen, lo hacen todo el tiempo, y cuando los escucho, se me caen.

No puedo evitarlo. Sé que es un aspecto intolerante de mi personalidad, pero no los aguanto. ¿Por qué Juan y Pedro? Hay millones de nombres disponibles. Manden un Diego, un Roberto, un Sergio (¿quién no conoce a algún Sergio?), un Alfredo. En general ni siquiera hace falta que sean nombres masculinos. Puede ser una Nora, una Angélica, una Celia. No necesito que se quemen los sesos pensando nombres muy raros, como Adalberto o Nicéforo. Pero pónganle un poco de onda.

Por eso, a menos que por alguna razón sea necesario, me niego a usar esos nombres para los personajes de mis cuentos. No encontrarán Juan ni Pedro. Encontrarán nombres más o menos comunes, como Luis, y otros no tanto, como Tiburcio.

En una época me gustaba poner nombres extraños, o poco típicos para su género, como Giselo o Alberta. Pero encontré que distraían. Así que me retraje a nombres más o menos comunes, siempre evitando a Juan y a Pedro. También a María. Trato también de no repetir nombres de cuentos anteriores. Esto después de mil seiscientos podría ser un poco complicado, pero como no uso tantos personajes con nombre, no es un problema grande. De todos modos, tampoco tengo un método de verificación. No registro los nombres para no volver a usarlos, así que es posible que haya repetidos no intencionales. No me molesta.

Lo que sí me molesta es encontrar en un texto, de alguien que sí quiere tener imaginación, el nombre Juan o Pedro. ¿No se dan cuenta?

Existen ciertos vicios que he decidido no tener. Hay otros que tengo, y cuando los descubro trato de sacármelos (salvo que me gusten, en cuyo caso espero a que me dejen de gustar). Ciertos giros idiomáticos legítimos, que otra gente usa, no son de mi agrado y trato de evitarlos. Repasaré algunos.

Hablar por escrito: más allá de los relatores de fútbol, hay escritores que intentan que sus palabras actúen, tengan expresividad. Entonces escriben que algo les gustó totaaaaaalmente. Enfatizan una letra, como si fuera un discurso hablado. O agregan signos de admiración, para comunicar que la frase entre signos tiene especial énfasis. Si bien no me opongo a escribir en registro oral, estos recursos son muy abusados, y habitualmente los evito. Aunque a veces los uso, Y cuando lo hago, suele haber una buena razón.

Palabras prohibidas: hay algunos vocablos que me irritan, como “típico”. Si se está describiendo, por ejemplo, un vestido típico de alguna parte no es problema. El asunto es cuando se está hablando de un personaje genérico, y el narrador dice “el típico pasajero de colectivo que habla fuerte por celular” o algo así. Prefiero describir la escena, sin contar con un falso sentido de complicidad con el público. Ese personaje hoy puede ser típico, pero en algunos años posiblemente desaparezca, y un lector futuro no sabrá de qué se está hablando. En cambio, si se lo describimos tal vez tampoco, pero tendrá alguna chance.

Mecanismos de prevención de repeticiones: repetir la misma palabra muy cerca es escribir mal, según algunos autores. Ciertamente trato de no repetir, aunque ése es un vicio que suelo tener, y las repeticiones se eliminan en revisiones posteriores. Lo que no hago es usar frases como “el mismo”, “el anterior”, “éste” o “ídem”. A veces me permito un “este último”, pero nada más. En ocasiones, la redacción me lleva a tener que elegir uno de estos mecanismos, o sucumbir a la repetición. Lo que hago en esos casos es cambiar la redacción, escribir de otra manera lo que quería decir. Así quedará menos forzado, y de paso me doy la oportunidad de pensar una forma más creativa.

Abuso de los paréntesis: solía tener este vicio. Los chistes estaban muchas veces entre paréntesis. Llegó un momento en que me cansó. Parecía una respuesta a mí mismo, algo que no estaría mal si fuera buscado. Así que decidí usar los paréntesis para su propósito primario, o sea el que me enseñaron en la escuela primaria (lo que está después de la coma en otra época hubiera estado entre paréntesis). Ese propósito es aclarar algo que pueda ser confuso, o dar un dato adicional no esencial (como ocurre con el paréntesis de la frase anterior, o incluso con éste). Lo bueno es que nunca tuve el vicio de algunos autores, de hacer paréntesis larguísimos, de más de una página, en la que uno se pierde y no sabe qué se está diciendo. Y sufre al pensar que si lo accesorio dura tanto, lo principal debe ser mucho más largo.

Rimas: muchas veces quedan frases que riman en forma no intencional, y es posible que en Léame se haya colado alguna. Hay que recurrir a sinónimos o modificar redacciones para corregir las rimas que suelen quedarme cuando escribo la primera versión de algo (aunque me está pasando un poco menos con la práctica). El problema es que a veces puse un sinónimo para evitar rimar, y cuando me rima después, lo reemplazo con su sinónimo, que puede ser la palabra que evité usar la primera vez. Ahí aparece una nueva, y se produce una concatenación que puede tender al infinito.

Con el paso del tiempo me voy sacando los vicios, y por eso escribo mejor. Tarde o temprano llegará, por fin, después de tanta búsqueda, la perfección.

Léame contiene numerosas intertextualidades. Esto es, elementos de otros textos que aparecen incorporados en los propios. Existen algunos peligros cuando se usa este recurso.

El más importante es que la intertextualidad no se acabe en eso. Tiene que ayudar a decir lo que uno quiere decir. No vale la pena hacerla porque sí. Es un medio, no un fin.

¿Cómo reconocer una intertextualidad bien hecha? Tiene que fluir sin problemas con el resto del material. Aquellos que conocen el texto que se está citando reconocerán lo que se cita, y a los demás no les hará ruido. Es decir, la cita parece parte del texto y no llama la atención sobre sí misma.

acá está bien hecho, el jugo es un elemento que viene de otro lado, y está integrado a la acción sin molestar

Puede construirse el texto de forma tal que se llegue a la intertextualidad, porque hay ganas de incluirla. Está bien, fenómeno, salvo que puede ocurrir que el texto vaya en otra dirección, y la cita resulte innecesaria.

En consecuencia, hacer todo lo contrario es poco aconsejable. Si de repente irrumpe otro texto en el medio del propio, va a ser difícil volver. Va a sacar al lector de lo que está leyendo y lo va a llevar hacia otro lado. Puede hacer olvidar de dónde se venía. Termina siendo Family Guy.

Todos los elementos de un texto deben ganarse su lugar, no sólo las intertextualidades. Pasa seguido que aparecen cosas que se salen de registro, o que pertenecen a concepciones obsoletas sobre de qué se trata cada texto. Es necesario podarlas, y lo que quede será mejor que lo que había.

Hay cierto estereotipo de que los escritores son seres poco sociales. Que escriben solos, para ahuyentar sus demonios, para evitar suicidarse durante un rato, o algo así. Como todas estas cosas, ese concepto es como mínimo exagerado. Está lleno de escritores que tienen gran predisposición social. Shakespeare, por ejemplo, según algunas teorías era en sí mismo mucha gente. Y podemos decir que sacar un libro es una manera de comunicarse con los demás. Si no, es inútil publicar.

En mi caso, no soy la persona más social del mundo. Tampoco la menos. Mi sociabilidad viene en aumento, y desde que escribo regularmente no para de mejorar. Lo que cambia con más dificultad es el concepto que tengo, según el cual no sé relacionarme con los demás. Que aparentemente es falso.

Digo todo esto para hablar de un hecho posiblemente curioso: la escasa cantidad de diálogos en Léame. Creo que sólo dos cuentos tienen secciones de diálogo, en los que dos o más personajes se dicen cosas sin intervención del narrador.

La tendencia natural que me di cuenta que tengo es no poner diálogos. Puede pasar que cite conversaciones en la prosa, y a veces me agarro escribiendo “A le dijo esto a B, y B contestó esto otro, a lo que A replicó tal otra cosa, entonces B dijo algo más”. En general cuando me agarro haciendo esto me freno y reescribo.

Pero pocas veces doy enter y aprieto alt+0151 para poner la primera raya de diálogo. Es como una especie de acontecimiento. Una interrupción en la escritura, una responsabilidad de que ese segmento valga la pena. Y hay un miedo: que todos los personajes hablen con el mismo estilo con el que escribo. Los que leen los diálogos que hago me aseguran que eso no pasa, pero no impiden que tenga miedo a que pase.

No sorprende entonces que los dos cuentos con varias secciones de diálogo sean los que tienen forma más clásica. El resto no digo que los esquiva, sino que no los tiene. Muchas veces esto es porque hay un solo personaje, o no hay personajes, entonces no hay posibilidad de diálogo. Otras veces alguno de los personajes es inanimado, y si se pone a hablar cambia drásticamente el registro.

En varias ocasiones, sin embargo, hay personajes, y lo que dicen no pasa de alguna cita esporádica entre comillas durante el texto. En general es porque no se me ocurre hacerlo, probablemente porque tengo algún tipo de historia que estoy escribiendo, y los diálogos no suelen avanzar demasiado. Voy a la acción. Pasó esto, pasó esto otro y después pasó otra cosa. Podría haber acción a través del diálogo, aunque sería más indirecto.

En los últimos tiempos estoy tratando de sacarme el supuesto miedo a los diálogos. Para eso me fuerzo a hacerlos. Hice, entre otros, un diálogo con mí mismo en el que me pregunto por qué demonios nunca escribi diálogos.

Desde el principio quise hacer humor. Lo demás es/era secundario. Sin embargo, hay gente que opina que el humor puede ser un medio, pero no un fin. Me permito disentir.

Sospecho que hay mucha gente que analizó las cosas. No los he leído. Esto es lo que me parece, que puede tener o no el aval de grandes teóricos del arte o algo. Tampoco me puse a hacer un análisis de mis textos. Puede haber gente dispuesta. Yo me limito a escribirlos. Puedo, sin embargo, hablar de lo que me parece, como autor.

Lo que ocurre con el humor es que no tiene un soporte propio. Es una especie de componente que se pliega a distintas artes. Es como el baño de chocolate. Se puede aplicar sobre distintas comidas de distinta temperatura y forma, pero comerlo solo no es lo más aconsejable.

No existe el humor puro. Tiene que estar sostenido por algún tipo de estructura que le dé consistencia. La que elegí es la literatura. Está muy claro que la elección de la literatura es posterior a la del humor. Cualquier cosa que hiciera iba a intentar ser graciosa.

Entonces, con los años de práctica, me fui dando cuenta de que el humor no sirve para mucho si no se está diciendo algo, o cuestionando algo. No es que necesariamente tenga que ser contrario a la temática a la que se le aplica. Pero algún aspecto hay que modificar, poner en evidencia o en duda.

Otra cosa que aprendí con el tiempo es a no forzar. No insertar chiste tras chiste. Demasiado peso humorístico puede hacer caer la estructura, y queda una cosa vacía, amorfa, que no vale la pena mirar dos veces. Conviene dejar que el humor surja solo de las situaciones, de la lógica. Que la misma lógica de cada texto se preste al humor. Hay chistes que funcionan mejor aislados de otros chistes, y existen aquellos que sólo sirven si forman parte de un enjambre. Sospecho que es la práctica la que permite ir encontrando estructuras que se presten sin forzarse, y/o convertir sin dolor las que no.

Me cuesta escribir la palabra “chiste”. Me parece que un momento humorístico que surge naturalmente es algo así como lo contrario del chiste. Tengo cierta impresión de que es algo externo, un chiste se trasplanta a un texto, y tiene existencia propia, autónoma. Claro que se puede hacer, pero hay que saber hacerlo bien, porque se corre el riesgo de que brille demasiado, y quede fuera de lugar. Y eso es una especie de intento desesperado por ganar el favor del público. Y el público, al menos el que intento que disfrute mis textos, se da cuenta.

El siguiente es un autorreportaje.

—¿Por qué tratás al lector de usted?

—Porque me gusta el estilo formal. Lo encuentro más respetuoso en el uso escrito.

—¿Qué tiene de irrespetuoso tratarte de vos?

—No sé si es irrespetuoso. Pero es algo así: yo no sé quién va a leer el texto. No tengo por qué asumir que es alguien a quien tutearía (o vosearía, que es una palabra horrible). Suelen irritarme las publicidades que asumen que tienen suficiente confianza conmigo para tutearme. Parece que piensan que así voy a obviar algún tipo de análisis y comprar sus productos.

—¿No te gusta que te tuteen?

—En persona quiero que me tuteen, sí. Es muy feo que me traten de usted. Me hace acordar de que soy adulto.

—¿Y por qué te jode en la publicidad? Si preferís que te traten así.

—Porque no es una conversación de par a par. Es un mensaje impersonal, masivo, que me trata de vos a mí como te trata de vos a vos (aunque vos en este caso seas yo). Parece crear una sensación de intimidad que no se ganó. No voy a tratar de vos a miles de personas. Es cualquiera.

—Está bien. Pero con ese criterio deberías tratar al lector de “ustedes”, no de usted.

—No, pero hay una diferencia. En la publicidad se supone hay mucha gente viendo el aviso al mismo tiempo. En cambio, habitualmente, un ejemplar de un libro es leído por una sola persona simultáneamente. Entonces la tratamos en forma individual.

—Sin embargo, hay al menos un texto en Léame donde tratás de vos al lector, ¿no es cierto?

—Sí, hay uno. Es un caso especial. Si lo leés, vas a ver que ese texto no funciona si le cambiamos el vos por usted. Es un texto que parodia un discurso informal, por lo tanto debe ser también informal.

—¿Te molesta que te trate de vos?

—Para nada, porque vos sos yo. Y no voy a permitir que me trates de usted. Con los años he logrado entablar confianza con mí mismo.

Cuando se empezaron a popularizar las comunicaciones online, se crearon los emoticons. Consisten en caras formadas por caracteres que sirven para expresar emoción. La idea es que el que está del otro lado puede no entender el sentido de lo que uno dice con sólo las palabras.

Eso es razonable en un chat, en una comunicación informal. A veces uno usa ironías o dice cosas que se pueden interpretar de varias maneras. Está bien dar una indicación de cómo interpretar. Pero no creo que sea aceptable en un texto.

A veces, es responsabilidad del lector determinar cuándo el autor está hablando en serio, y cuándo no. Hay que dar los elementos necesarios para que quede clara la intención, sin que sea necesario agregar algo como “era un chiste”.

En mi caso, es necesario tener claro que no siempre lo que digo es lo que pienso. Un libro no es un catálogo de opiniones de su autor, o no debería serlo. Las opiniones seguramente se filtran, pero no son el objetivo.

A veces, la mejor manera de decir algo es decir todo lo contrario. Mostrar la ridiculez de una posición que no es la de uno. Uno de los primeros textos de Léame consiste en una especie de declaración de principios acerca de la literatura y el rol de los lectores en ella. Lo que dice ese texto es inmediatamente contradicho por unos cuantos de los otros. Lo que, si se tomara en serio, constituiría una incoherencia.

Hay dos razones, creo, para darse cuenta. La primera es que, si me salió bien, ese texto es demasiado ridículo como para pensar que alguien se lo puede tomar en serio. La segunda es que esa misma contradicción tiene que decir algo. Alguien que piensa las primeras cosas en serio no puede escribir algunos de los textos siguientes. El lector tiene los elementos para distinguir qué es en serio, qué no es en serio y qué no es ni en serio ni no en serio. Es su responsabilidad hacerlo.

Sé que hay gente que se toma en serio muchas más cosas que las que debería. Vamos a un ejemplo práctico. Cuando escribía en LaRedó! solía hacer artículos con este método. Me parecía aburrido decir “esto está mal por tal, tal y tal razón”. Entonces lo escribía como si pensara lo contrario, exponiendo en el proceso las razones por las que no había que pensar.

En esa línea escribí una propuesta para que el Mundial de fútbol se jugara todos contra todos. Lo hice de tal manera que al principio pareciera más o menos razonable, pero a medida que se seguía leyendo iba siendo cada vez más ridículo. La razón principal de la ridiculez: hay 200 afiliados a la FIFA, un campeonato a dos ruedas implicaría hacer 400 fechas en cuatro años. El texto incluye varias sugerencias para lidiar con esta realidad, cuyo objetivo es humorístico aunque tenga un tono serio. Para cuando llega el ejemplo de una posible primera fecha, que es un gráfico interminable con alrededor de 100 partidos entre selecciones ignotas o de nivel muy desparejo, es mi postura que debería estar claro que el autor no está hablando en serio.

Si se fijan en los comentarios de ese artículo, entre los que insultan y los que no tienen nada que ver, encontrarán algunas cosas interesantes. Hay varios que se dan cuenta del chiste y lo saludan y/o se suben. Otros dicen cosas como “habitualmente me parece bien lo que decís, pero esto es ridículo”. Son los que no se dieron cuenta del sarcasmo, al menos en ese momento. Pero lo más divertido es que hay una tercera categoría: los moderados. Son los que se dan cuenta de que no funciona, pero quieren equilibrar. Entonces proponen alguna modificación, como para hacerlo un poco más razonable (como hacer categorías).

A mí me suele pasar al revés que a alguna gente. Muchas veces pienso que algunos están diciendo algo irónicamente, porque me resulta más divertido así. Por ejemplo, hay una especie de polémica sobre las películas de James Bond. Hay quienes sostienen que son humorísticas, satíricas o algo así. Otros dicen que están hechas muy en serio. No sé cuál será la verdad. Sí sé cuál prefiero que sea la verdad. Hay veces, sin embargo, en las que me entero que alguien piensa ciertas cosas en serio, y no estaba jodiendo cuando las decía. Y puede ser triste.

Así que en Léame habrá textos en los que digo lo contrario de lo que quiero decir, y otros en los que no (y muchos en los que mis opiniones son irrelevantes). Hay uno o dos en los que no sé hasta qué punto lo que digo pienso que es cierto, y hasta qué punto no. A veces me cuesta interpretarme a mí mismo.

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