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En los círculos intelectuales, que aparentemente frecuento, puede verse a un montón de gente que está comprometida con la sociedad. Tienen inquietudes, porque ven que existen muchas cosas que deben ser corregidas. Y quieren aportar algo a esa solución.

Pero son problemas complejos, que no tienen soluciones mágicas. Es necesario compatibilizar muchas variables, en muchos casos contrapuestas, para poder dejarlos atrás. Hay razones por las que esos problemas siguen estando. No es que no tengan solución, es que la solución es difícil. Por lo tanto, su implementación no está al alcance de un círculo de intelectuales. Sin embargo, ellos quieren seguir hacer su aporte.

Deciden, entonces, formar parte de una masa más grande. Eligen dar difusión a ideas superadoras. Usan su posición de “privilegio” en la sociedad para iluminar a los demás. Ellos solos no pueden implementar las soluciones, pero saben cuáles son esas soluciones. Y quieren que se entere cada vez más gente.

No sólo quieren que se enteren de las soluciones. También quieren que se enteren de que ellos, los intelectuales, tienen compromiso social. Para lograrlo, no hay nada mejor que incorporar las recetas que arreglarán a la sociedad a su arte. Porque los intelectuales en general hacen arte. Y si no, son comunicadores, e incorporarán esas recetas a la comunicación.

El pueblo, ignorante, se ve enriquecido por los aportes de los intelectuales. O se vería enriquecido si alguien les diera pelota. Pero, aunque no hagan caso a las soluciones propuestas, la gente se da cuenta de quién está con ella. Entonces después agradece, y otorga lo único que un pueblo puede otorgar a un intelectual: prestigio. El dinero es lo de menos.

Así, cuando muchos lo respetan, el intelectual tendrá más credibilidad no sólo entre la gente, sino entre los otros intelectuales. Y entonces, su mensaje será repetido por un coro cada vez más grande, que confiará en la alianza estratégica entre la sabiduría popular y la sabiduría del gran intelectual. Ya no hará falta pensar. Habremos llegado a una etapa superadora.

Me gusta hacer pensar a los demás. También a mí. Es un placer cuando me doy cuenta por mí mismo de algo. Cuando se me ocurre una explicación para alguna cosa, y resulta que está bien. Aunque esté mal, ya el hecho de pensar es placentero. Y es un placer que me gusta compartir con los demás.

Por eso cuando escribo trato de que el lector piense. No le propongo ejercicios directos. Lo que hago es escribir de manera tal que el lector tenga que poner algo propio. Que vea lo que no puse. Que se anticipe a cuál pudo haber sido mi razonamiento para la siguiente parte del texto, y se sorprenda cuando es distinto. Que busque las razones por las que las cosas están escritas de una manera y no de otra.

Pero puede ser difícil. El riesgo es irme demasiado para el otro lado y quedar sólo en la insinuación, sin que haya posibilidad de que el lector piense. O que tenga que hacer un trecho muy largo para llegar a donde quiero que llegue. Para eso es bueno probar los textos, leerlos en público, ver cuál es la reacción, a qué responden, a qué no. No guiarse exclusivamente por esas reacciones, por supuesto, porque muchas veces algo se descubrirá en momentos más privados. Pero tenerlo en cuenta.

Lo que hago es sugerir pensamientos. Estimular al lector para que haga lo mismo que yo cuando leo algo. No sé para qué lado se van a ir, y eso está bien. No se trata de que piensen lo que estoy pensando. Y mucho menos se trata de que opinen lo mismo que opino yo. Se trata de que piensen.

En algunos pasajes de Léame hay conclusiones con cierta implicancia social. ¿Reflejan esas afirmaciones la opinión del autor?

La posición oficial del autor es que no sabe. Capaz que hay algo de cierto en la idea de que la gente que se mantiene quieta en las escaleras mecánicas es la que atrasa a las sociedades. Podría ser. Pero no es el propósito de un libro de ficción probar esa clase de cosas.

¿Por qué está eso ahí, entonces? Porque es divertido. O al autor le parece una idea divertida. Y ése es el principal requisito para ser parte de un libro de humor. Si después es cierta, fenómeno. Y si es falsa, no hay ningún problema.

Claro que esta clase de ideas sólo suelen ser divertidas cuando hay algún componente verídico, o cuando no se puede decir inmediatamente que son falsas. Entonces las observaciones pueden tener algún tipo de relación con “la realidad”. Porque ser ficción no implica no decir cosas ciertas.

Este autor, de todos modos, no ha explorado la veracidad o no de sus ideas. No es científico. No es sociólogo ni tiene ganas de serlo. Sólo se limita a inventar cosas, que pueden o no coincidir con lo que ocurre fuera de su cabeza. Hasta ahí es parecido a la ciencia. Pero en la literatura no hace falta hacer el paso que convierte a la ciencia en ciencia: el método científico, poner a prueba la hipótesis, a ver si se cumplen sus predicciones.

La única predicción que se formula para incluir el material en Léame es que el lector se va a reír al leerlo. Esa hipótesis se pone a prueba en cada lector. Sólo hay un requisito.

No me gusta escribir sobre actualidad. El problema que tiene la actualidad es que muy pronto deja de ser actual. Rápidamente lo escrito es obsoleto. Si escribo un cuento sobre alguna medida que toma algún gobierno en algún momento, puede estar muy bien pero no va a tener mucha vigencia.

Sin embargo, los acontecimientos públicos pueden ser fuente de buenas ideas. ¿Cómo usarlas sin que pierdan vigencia? Simple: hay que tratar de ir a lo permanente. Concentrarse en los ciclos, las cosas que se repiten en distintas épocas. No hago nombres, sino que uso personajes genéricos y me concentro en lo que hacen. No satirizo a cierta gente, satirizo ideas.

Los que sí nombro son figuras históricas, como Domingo Faustino Sarmiento. Pero los cuentos en los que aparece (uno de ellos está en Léame) no tienen nada que ver con la política. No buscan una valoración positiva, negativa ni neutral del autor de Recuerdos de provincia. Simplemente lo usan como personaje.

La serie de hondo contenido social, entonces, habla más de cómo funciona la sociedad que de sus líderes. Cuando en Plan Pepsi el gobierno decide basar la economía en la burbujeante bebida de extractos vegetales, lo importante son las maneras de pensar, los razonamientos que son necesarios para que ocurra lo que ocurre. No quién los hace, ni a quién se parecen.

Cuando el autor reflexiona sobre las implicancias sociales de las costumbres de la gente en las escaleras mecánicas, en Un paso hacia adelante, no aparece necesariamente de la opinión del autor. El juego es la cadena de razonamientos.

Los dueños de una cadena que ofrece franquicias, en Alquiler de opiniones, no se parecen a nadie específico. No se trata de una denuncia sobre cierta gente. Es un texto sobre determinadas prácticas, y quien las lleve a cabo será a su turno objeto del texto. Ése es uno de los textos más antiguos de Léame, y las circunstancias sociales en las que fue escrito cambiaron desde entonces. Pero no ha perdido vigencia, precisamente por la vaguedad de los protagonistas. Leído ahora, es posible que alguna gente crea que estoy hablando de determinados actores sociales y otra gente crea que estoy hablando de los opuestos. Idealmente, se generaría una reflexión acerca de las costumbres sin importar quién las practique, ni si el que lo hace comparte nuestras ideas o nuestros enemigos.

En distintas partes de Léame hay cosas que se pueden interpretar como crítica social. Pero que se pueda llegar a una conclusión no significa que el autor esté a favor o en contra de ciertas ideas. El libro no es un catálogo de las opinones del autor. Y este autor opina que eso sería aburridísimo.