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El diccionario de Les Luthiers define a plagio como “fuente de inspiración”. Es un chiste, pero al mismo tiempo no es un chiste. Hay algo cierto en eso, que pasaré a explicar.

Presentar como propia una obra que hizo otro se llama plagio, y es una práctica deshonesta. Pero las obras y las ideas son cosas distintas. Las ideas están en el aire, aptas para que las agarre cualquiera. No se pueden registrar, y se pueden disparar en cualquier momento.

Es legítimo usar ideas que lleguen a uno, sin importar de dónde vengan. Se puede, por ejemplo, agarrar la idea de una obra existente, tomarla como punto de partida y hacer una obra propia con ese mismo punto de partida. Si sale algo muy parecido a la primera obra, puede ser plagio, pero el desarrollo de dos personas que parten de una idea igual no tiene por qué ser igual. Es más: puede ni notarse.

Se puede hacer también la versión propia de un estilo ajeno. Si es una obra original y el estilo sale bien, es una obra al estilo de. Pero a veces no se imita bien. No obstante, lo que sale puede ser suficientemente distinto del estilo propio como para que sea original, por más que el punto de referencia inicial fuera algo existente.

Otra cosa que se puede hacer es combinar ideas distintas, de manera que la suma de ambas genere algo nuevo. Incluso, algo que puede iluminar a las primeras de otra forma. La percepción de una obra puede ser alterada por otra obra que existe a partir de ella.

Es permisible citar, responder, parodiar, insertar pequeños elementos ajenos como parte de una obra propia. Porque las obras no salen de un agujero negro (nada sale de un agujero negro). Están en la sociedad, donde funciona la sopa de ideas de las que todos toman. Y mientras uno no trate de pasarse de vivo, tenga un desarrollo propio y (si la derivación es muy importante) se otorgue el crédito correspondiente, una obra que deriva de otra no tiene por qué ser menos original. Lo más probable es que, a su vez, esa primera obra derive de una anterior.

Léame tiene un montón de cuentos sobre la Coca-Cola. En general, muchos productos de consumo se hacen un lugar fácilmente en mi literatura. Algunas personas han notado la tendencia, y comentan que estos cuentos no cuestionan el capitalismo.

No sé si aquellos que hacen ese comentario lamentan ese hecho, lo celebran, o sólo lo notan. Hay gente, por otro lado, que no puede pensar en el consumo sin que le brote cierto impulso a la denuncia, a dejar claro que su posición es que la sociedad funcionaría mejor sin dinero, porque el dinero es la causa de todos los males.

Por mi parte, no tengo ninguna necesidad de aclarar eso porque no es lo que pienso. No soy de esa gente que tiene que andar proclamando su sensibilidad social a través de consignas memorizadas. A mí me gusta otra cosa. No tengo ningún problema en estar a favor del dinero, porque lo que a esta gente le molesta es la codicia, particularmente la excesiva. Y si no hubiera dinero, los codiciosos codiciarían otras cosas. No es tan simple el asunto.

De todos modos, esa aclaración es innecesaria. Los cuentos son sobre productos de consumo, no hace falta que inserte en ellos opiniones sobre el consumo mismo. Que yo sepa, no lo condenan ni lo celebran. En todo caso, muestran su existencia.

Hay gente a la que no le parece suficiente. Piensa que tendría que estar en contra del consumismo, y explicitarlo. Y sí, estoy en contra del consumo excesivo, porque en general estoy en contra de los excesos. Pero a) no significa que tenga que dedicar mi literatura a postularlo y b) el consumismo no es lo mismo que el consumo. El consumo en sí no tiene nada de malo, al menos en opinión de este autor, y si hay gente que se fanatiza, eso es un problema. También en este caso, si no tuviera al consumo para fanatizarse, se fanatizaría de otra cos. El problema es el fanatismo.

Entonces, dentro de lo razonable, me gusta el consumo y la posibilidad de hacerlo. Y supongo que eso se refleja en los cuentos. Donde a veces, sí, aparecen situaciones ridículas a partir del consumo y de sus excesos. Pero pienso que está bueno reírse de esas cosas ridículas, sin necesidad de tomarse el tiempo para juzgarlas.

Mi interés por el fútbol ha fluctuado varias veces entre el entusiasmo y la indiferencia. Actualmente estoy en un período de completo desinterés que sospecho que será prolongado. Sucede al lapso de entusiasmo más largo que tuve.

Durante ese entusiasmo, me metí a escribir en LaRedó!, y esa actividad mantuvo vivo mi interés artificialmente, cuando ya veía que estaba bajando. Pero como tenía que escribir ahí, y me gustaba, seguí prestando atención. Cada vez me costaba más. El último año se hizo bastante difícil, y durante los últimos meses escribí sin ver ningún partido.

Esto daba una perspectiva más o menos interesante. No me ponía a escribir sobre cosas que no había visto ni me interesaban. Me limitaba a mi sección semanal, que era de estadística, y consistía básicamente en actualizar un excel y hacer comentarios al respecto. Y cada tanto me mandaba con algún texto sobre un tema general, o un intento de sátira, algo así. La actualidad quedó para los demás, a quienes todavía les interesaba.

Hubo muchos hechos que me alejaron del fútbol, pero uno en particular me hizo dar cuenta de que ya no valía la pena estar en ese mundo: cuando le dieron la organización del mundial a Qatar. Semejante hecho hizo que me fuera imposible pensar que hay algún tipo de seriedad en cualquier cosa relacionada con ese deporte. Poco después, me fui de LR! y ya no tuve ningún motivo para, siquiera, conocer el resultado de los partidos.

Pasé a una indiferencia activa. En realidad, a una oposición. Me puse en contra del fútbol. No del juego en sí, sino de todo lo que se ha construido alrededor. Pero ojo: el fútbol en sí no es muy popular. Son pocos los que le prestan atención. Lo que es extremadamente popular es el culto a ciertos aspectos. Eso es pasión de multitudes.

El fútbol es religión, y así como Cristo puede haber sido un buen tipo, el fútbol puro no tiene nada de malo. El asunto es la estructura, el culto, la irracionalidad. No estoy diciendo nada nuevo. Pero llegó un momento en el que no pude no darme cuenta. Y no quiero formar parte de esas cosas.

El año pasado, cuando armaba Léame, decidí sacar todo vestigio de fútbol de sus páginas. Ignorar su existencia. No había nada que me pareciera especialmente objetable, pero quería no ser parte. Al final aflojé un poco, y uno de los dos cuentos de fútbol del libro (Tiro libre) sobrevivió. Puede decirse que no es un cuento sobre fútbol, sino sobre todo lo de alrededor, y me gusta.

En el medio, me alejé de todo lo relacionado con el fútbol. Dejé de mirar canales de deportes, dejé de leer diarios, dediqué mi tiempo libre a otras cosas. Y se produjo un efecto más o menos interesante. Comprobé lo difícil que es no enterarse de lo que pasa en el fútbol. Claro que, cuando a uno no le importa, es muy fácil olvidarse inmediatamente. Pero es prácticamente imposible permanecer desinformado. Me enteré, entonces, de quién salió campeón, quién se fue al descenso, quién dirige a la Selección, esas cosas. Algunas todavía me las acuerdo.

Ocurre también que estoy inmerso en una sociedad para la que el fútbol es importante, aunque no quiera. Entonces convertirme en analfabeto de ese deporte es poco práctico. Si usted, querida lectora, es mujer, le cuento que las conversaciones no sexuales entre hombres se circunscriben mayormente a tres temas: 1) política 2) fútbol (suponiendo que ambos fueran cosas distintas) y 3) autos y/o tecnología moderna.

Lo que estoy encontrando es que, por más que no estoy nada informado, puedo perfectamente mantener una conversación de fútbol. Y es por algo que ya había observado antes: lo que pasa en el fútbol es siempre igual. Conozco los distintos discursos, y las circunstancias en las que se producen. Son siempre los mismos. Lo único que produce cierta alegoría de cambio es la rotación de nombres que se produce. Pero los repertorios no varían.

Entonces, sólo tengo que captar cómo viene una conversación para poder integrarme a ella y hacer los comentarios apropiados (o hacer a propósito los desubicados). Sé perfectamente de lo que se está hablando, porque el mundo futbolístico que conocí, y del que me fui con toda intención, sigue siendo igual. El día que no pueda entablar una conversación, tal vez haya cambiado algo.

Durante muchos años vivimos engañados. Y lo que es peor, nos acostumbramos al engaño. Ya nos parecía natural. La vida era así, y ni siquiera nos preguntábamos si podía ser mejor.

Pasó mucho tiempo en el que las Pepitos eran las galletitas con chips estándar. Todos las comíamos, nos parecían ricas, observábamos las fluctuaciones estacionales en la cantidad de chips. Soportábamos que vinieran varias rotas por paquete, que los paquetes trajeran cada vez menos. Rescatábamos que las galletitas, aunque siempre con su componente azaroso en cuanto a la proporción de chocolate, por lo menos eran iguales a las que se conseguían diez o veinte años atrás. No como las Melba, que nos damos cuenta de que son una leve imitación de lo que supieron ser.

La vida transcurría así. Hasta que un día, en febrero de este año, se hizo la luz. Encontré en el supermercado, medio escondidas, unas galletitas que tenían un envase tentador, lleno de chips. La marca era Toddy, la misma de aquel polvo para hacer chocolatada que durante décadas estuvo fuera del mercado y cuando volvió se mantuvo, aunque no pudo desplazar al nuevo rey Nesquik. Las compré para darles una oportunidad. Y cuando las probé, de repente comprendí que todo lo que había vivido hasta ese momento era una mentira. Me convertí en un born again Toddy. Y sentí el deber de llevar a los demás la iluminación que había recibido.

Al mismo tiempo, mucha gente tuvo una experiencia similar, al punto que aparentemente hay escasez porque los fabricantes no han previsto semejante demanda. Los de Pepitos, viendo lo que ocurría, crearon una línea de galletitas imitando a las Toddy. Pero es tarde. Ya no volveremos a confiar en aquellos que pasaron tanto tiempo engañándonos.

La aparición de las Toddy fue un soplo de aire fresco. Había probado galletitas de nivel semejante en otros países. Y de repente las tenemos acá. La existencia y éxito de las Toddy muestra que es posible, y que siempre fue posible. Todos nos habíamos tapado los ojos para no ver esa posibilidad. Hasta que la gente de Pepsico se ocupó de liberarnos de nuestras cadenas.

Las galletitas Toddy me dan esperanza en el país. En que, si queremos, podemos ser mejores. Es el hecho que más esperanza me ha dado en los últimos años. Me muestra que la sociedad puede despertar de su letargo e ir hacia una vida mejor. Podemos dejar de ser un país Pepitos para convertirnos en un país Toddy. Está a nuestro alcance. Es sólo cuestión de destaparnos los ojos.

Existen tres tipos básicos de Homo sapiens.

La gente Hotmail se caracteriza por dejarse llevar por lo que hacen los demás. Nunca analizan demasiado los pasos a seguir. Se contentan con ver lo que hicieron los otros, y hacen eso. Es muy difícil hacerles entrar algo en la cabeza. Sin embargo, cuando se logra, permanece durante mucho tiempo, precisamente porque ideas posteriores tendrán la misma dificultad. El lado bueno de esto es que si una idea logra penetrarlos, significa que el resto de la población ya la tiene más que clara.
Son gente que confía en los demás, pero que no presta atención. Si están por cruzar la calle, no siempre miran hacia ambos lados. Prefieren que miren los demás, los que cruzan, entonces obedecen el cruce mayoritario. Se sienten seguros dentro de las multitudes. Nunca van a entrar en un restaurante vacío, porque evidentemente eso es signo de que la comida no es buena.

La gente Yahoo es un poco más pensante. Les gusta pensar. Les gusta sobre todo la idea de pensar. Pero no se aventuran a pensar cosas que no les parezca que deban ser pensadas. Nunca entendieron de qué se trata la letra de All you need is love. No les gusta el escándalo, ni que se grite. Piensan que el mundo debería tener paz, y que todos nos deberíamos entender, respetando las ideas y las creencias de cada uno, aun las que no son respetables. Tienen una idea de que la realidad no existe, sino que hay tantas realidades como puntos de vista, eso les permite pensar cosas que no se sostienen.
No son amigos de la lógica. Prefieren los slogans, los chicles mentales. No les parece que sea necesario pensar dos veces las cosas. Si alguien las pensó, particularmente si es un intelectual prestigioso, seguro que está bien. Dejan el razonamiento para los profesionales. Les gusta el arte popular, y saben que es para las masas, no para ellos. Porque ellos no pertenecen a las masas, por más que están de acuerdo con que existan y tengan su arte. Sin embargo, ellos tienen el propio. Aman el jazz, aunque no lo escuchen nunca. En su lugar, consumen productos intelectuales con gran voracidad, porque no tienen la molestia de analizarlos. Eso lo dejan, una vez más, a los profesionales, como los críticos, cuya opinión hacen propia y se encargan de distribuir.

La gente Gmail, en cambio, quiere pensar. Trata de hacerlo por sí mismo, aunque no siempre les sale. Comparten códigos, frases provenientes de la cultura pop (que no es lo mismo que la cultura popular) que para el gran público no significan nada pero les permite identificarse entre sí. Se consideran gente especial, personas adelantadas, que saben ver hoy lo que los demás verán en el futuro, o no verán nunca. Disfrutan entonces de las ventajas de estos adelantos, aunque se ven perjudicados por la escasa popularidad. En algunos casos, adelantos perfectamente espectaculares no llegan a expandirse más allá de la gente Gmail, y nunca logran hacerse viables económicamente.
Tienen un cierto desprecio no por lo popular, pero sí por lo repentinamente popular. Desconfían de las masas, por más que les gustaría estar en consonancia con ellas (en realidad, que ellas estuvieran en consonancia con ellos). Sus opiniones están respaldadas por excelentes razones, o razones que creen excelentes, y no conviene discutírselas, porque se corre el riesgo de que no poder callarlas más.

Los tres tipos de personas suelen poder identificarse mediante el servicio de mail que usan. Incluso, muchas veces puede predecirse qué mail usan según su personalidad. Pero cuidado: no es así siempre. Existe gente Yahoo que usa Gmail, posiblemente por tener amistades dentro de esa comunidad. O tal vez porque la novedad de Gmail ya se está empezando a extender entre los usuarios de Yahoo. Si es así, la gente Gmail pronto dejará de serlo, y adoptará otro medio de comunicación para identificarse. La gente Yahoo también abandonará su lugar, y pasará a ser la gente Gmail. La gente Hotmail tal vez viva esta movilización en algún momento. Pero no será pronto. Lo que se sabe es que, cuando empiece la mudanza masiva, la que hoy es gente Yahoo y Gmail huirá de su vecindad. Cada uno se forzará a encontrar el nicho adecuado para su persona.

En algunos pasajes de Léame hay conclusiones con cierta implicancia social. ¿Reflejan esas afirmaciones la opinión del autor?

La posición oficial del autor es que no sabe. Capaz que hay algo de cierto en la idea de que la gente que se mantiene quieta en las escaleras mecánicas es la que atrasa a las sociedades. Podría ser. Pero no es el propósito de un libro de ficción probar esa clase de cosas.

¿Por qué está eso ahí, entonces? Porque es divertido. O al autor le parece una idea divertida. Y ése es el principal requisito para ser parte de un libro de humor. Si después es cierta, fenómeno. Y si es falsa, no hay ningún problema.

Claro que esta clase de ideas sólo suelen ser divertidas cuando hay algún componente verídico, o cuando no se puede decir inmediatamente que son falsas. Entonces las observaciones pueden tener algún tipo de relación con “la realidad”. Porque ser ficción no implica no decir cosas ciertas.

Este autor, de todos modos, no ha explorado la veracidad o no de sus ideas. No es científico. No es sociólogo ni tiene ganas de serlo. Sólo se limita a inventar cosas, que pueden o no coincidir con lo que ocurre fuera de su cabeza. Hasta ahí es parecido a la ciencia. Pero en la literatura no hace falta hacer el paso que convierte a la ciencia en ciencia: el método científico, poner a prueba la hipótesis, a ver si se cumplen sus predicciones.

La única predicción que se formula para incluir el material en Léame es que el lector se va a reír al leerlo. Esa hipótesis se pone a prueba en cada lector. Sólo hay un requisito.

Hace unos meses estuve en la inauguración de un festival de teatro adolescente. Durante la ceremonia, un amigo que forma parte de la organización mencionó que todo eso era posible porque “algo falló”. Se refería a que la posibilidad de hacer arte se da a través de las grietas de un sistema que lo quiere impedir. O algo así.

Nunca lo había pensado de esa manera. Me pareció un pensamiento muy adolescente. Y del estereotipo de la adolescencia, de rebeldía porque así lo mandan las hormonas, no contra una causa en particular. Aparentemente hay un sistema que quiere castrar al artista, convertirlo en alguien disciplinado que en lugar de hacer teatro estudia derecho, medicina, arquitectura o algo así. Un miembro de la sociedad que se levante a la mañana, vaya a trabajar, vuelva a la tarde, los sábados salga al cine y a comer, pague sus impuestos y se dedique a engendrar nuevos miembritos de la sociedad que con el tiempo harán lo mismo.

No está de más decir que mi manera de verlo es diferente. En la platea del teatro donde se hizo esa ceremonia, mientras escuchaba los discursos estaba maquinando cosas sobre el logro mío de este año, que es Léame. Y tenía claro que el sistema puede intentar castrar todo lo que quiera, si es que ése es su objetivo, pero la libertad se la tiene que dar uno mismo. Los sistemas de opresión, hasta el punto en que existen, están lejos de ser perfectos.

Queda en cada uno decidir qué hace con su vida. Y yo prefiero que escribir y publicar un libro sea un mérito mío antes que una falla de algo externo. Soy consciente también de que para que yo tuviera esa posibilidad tiene que haber habido un montón de cosas que no fallaron. Tengo que estar alimentado, haber tenido una educación más o menos, haber podido desarrollar cierto criterio. No todos tienen los requisitos para poder dedicar tiempo a hacer alguna actividad artística. Son ésos los casos en los que algo falló.

En mi caso, entonces, celebro todo lo que tuvo que salir bien para que yo escribiera un libro y pudiera salir al mundo. Desde la combinación genética que, de todas las personas que podría haber formado, me formó a mí. Hasta las decisiones que tomé que llevaron a la concreción de tan loable objetivo.