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No sé por qué, pero las pizzerías buenas tienen línea Pepsi.

No sé cuál es la relación, qué fenómeno de marketing hace que las pizzerías tradicionales, casi todas, tengan Pepsi. No es que la Pepsi va mejor con la pizza. Es lo mismo. Es que la costumbre de ver pizza y Pepsi juntos hace que cuando encuentro una pizzería con línea Coca me haga ruido, y desconfíe.

Tal vez la pizza viene de un ambiente más, digamos, berreta. En una de ésas la Pepsi se posicionó como más barata que la Coca en algún momento, y la costumbre quedó. No sé si es una estrategia comercial, una manera de insertarse en un mercado hace qué sé yo cuántas décadas.

Lo concreto es que las pizzerías tradicionales prácticamente todas tienen Pepsi. Por eso me sorprendió hace poco, cuando fui a El Mazzacote, en Constitución, y vi que tenían línea Coca. Estaba seguro de que la pizza iba a ser buena. La Coca era un elemento extraño, fuera de lugar. Un signo de sofisticación (?) que no va en una pizzería de ese nivel, de ese barrio y, sobre todo, con ese nombre.

Pero después fui al baño, y todo se compensó cuando me encontré con que tenían letrina.

¿Por qué hago cada tanto algún cuento sobre la Coca-Cola? ¿Tengo algo a favor o en contra que decir? La verdad, no. No sé por qué salen tan seguido. Pero salen, y en general tienen buen nivel, entonces se han convertido en uno de los ejes de Léame sin que lo planeara.

No sé las causas, pero una consecuencia es que hay gente que me empieza a conocer como cocacolero. Algo que nunca fui. Nunca fui de esa gente que indefectiblemente tiene una Coca-Cola en la heladera. Muchas veces, cuando estoy en casas ajenas, me ofrecen algo de tomar y pido agua, y me miran con cara de “pero mirá que hay Coca”. Tengo que convencerlos de que el agua sola me parece aceptable, y no lo estoy haciendo por timidez.

Pero no sé qué pasa últimamente. Tal vez sea porque la tengo más en mente, o porque me estoy tragando mi propio personaje. La cuestión es que me encuentro, efectivamente, tomando más Coca-Cola que antes. No tiene nada de malo, no es permanente ni abusivo. Sólo le estoy tomando el gusto.

También cultivo la imagen de cocacolero. No sé por qué, supongo que porque me divierte, o tal vez es para hacer acordar a los demás de los cuentos. No sé. Lo que sé es que no me cuesta nada, porque me gusta el fenómeno cultural de la Coca-Cola, y entonces estoy más o menos empapado en el asunto. Conozco la historia de la New Coke, o la moda de colas incoloras de principios de los ’90 (Crystal Pepsi fue el modelo), o la historia del furor de la Coca-Cola mexicana en Estados Unidos, o jingles de hace veinte años. Me gusta probar sabores distintos que no se consiguen, distinguir las diferencias entre común, Light y Zero, comprobar que el agua de Córdoba hace que la Coca de ahí tenga un sabor distinto.

Y me gusta contar historias al respecto. Sin necesidad de que sean ciertas, porque puedo inventarlas. Y descubro que a mucha más gente le interesa el fenómeno, aunque no se le haya ocurrido que es algo especialmente literario. Entonces, sobre todo cuando no se trata de ataque ideológico, la Coca-Cola literaria resulta que es refrescante. Y disfruto el sabor de ser portador de esa frescura, de manera que, cuando nadie me ve, me desahogo con un aliviador “ahhhh”.

Léame tiene un montón de cuentos sobre la Coca-Cola. En general, muchos productos de consumo se hacen un lugar fácilmente en mi literatura. Algunas personas han notado la tendencia, y comentan que estos cuentos no cuestionan el capitalismo.

No sé si aquellos que hacen ese comentario lamentan ese hecho, lo celebran, o sólo lo notan. Hay gente, por otro lado, que no puede pensar en el consumo sin que le brote cierto impulso a la denuncia, a dejar claro que su posición es que la sociedad funcionaría mejor sin dinero, porque el dinero es la causa de todos los males.

Por mi parte, no tengo ninguna necesidad de aclarar eso porque no es lo que pienso. No soy de esa gente que tiene que andar proclamando su sensibilidad social a través de consignas memorizadas. A mí me gusta otra cosa. No tengo ningún problema en estar a favor del dinero, porque lo que a esta gente le molesta es la codicia, particularmente la excesiva. Y si no hubiera dinero, los codiciosos codiciarían otras cosas. No es tan simple el asunto.

De todos modos, esa aclaración es innecesaria. Los cuentos son sobre productos de consumo, no hace falta que inserte en ellos opiniones sobre el consumo mismo. Que yo sepa, no lo condenan ni lo celebran. En todo caso, muestran su existencia.

Hay gente a la que no le parece suficiente. Piensa que tendría que estar en contra del consumismo, y explicitarlo. Y sí, estoy en contra del consumo excesivo, porque en general estoy en contra de los excesos. Pero a) no significa que tenga que dedicar mi literatura a postularlo y b) el consumismo no es lo mismo que el consumo. El consumo en sí no tiene nada de malo, al menos en opinión de este autor, y si hay gente que se fanatiza, eso es un problema. También en este caso, si no tuviera al consumo para fanatizarse, se fanatizaría de otra cos. El problema es el fanatismo.

Entonces, dentro de lo razonable, me gusta el consumo y la posibilidad de hacerlo. Y supongo que eso se refleja en los cuentos. Donde a veces, sí, aparecen situaciones ridículas a partir del consumo y de sus excesos. Pero pienso que está bueno reírse de esas cosas ridículas, sin necesidad de tomarse el tiempo para juzgarlas.

La figura del animador de fiestas es muy frecuente en los cumpleaños infantiles. En los de adultos también existe, aunque su popularidad es menor. En general, cuando las personas comienzan a planear sus fiestas de cumpleaños, dejan de recurrir a la figura del animador.

Cuando uno es chico, sin embargo, está acostumbrado a ir a fiestas y encontrarse con una figura de autoridad que decide a qué se juega, cómo se juega y quién gana. Hay muchas modalidades: el mago, el que pasa música, el maestro de ceremonias, el pseudo-conductor televisivo, el disfrazado de algún personaje, el que hace globos con formas de animales, el payaso. A veces estas características pueden combinarse. Hay muchos payasos magos que hacen globos con formas de animales.

Al final de cada fiesta, los animadores entregan a los niños su tarjeta de presentación, con la esperanza de que llegue a los padres de cada uno, y conseguir así otro trabajo cuando al niño correspondiente le toque el turno de cumplir años y hacer una fiesta para celebrarlo. Hay toda una industria de las fiestas infantiles, con salones adecuados al efecto, tortas, regalos.

En la época en la que asistía con frecuencia, esas fiestas eran el principal ámbito en el que abundaba la Coca-Cola, los sánguches de miga y los snacks como papas fritas, palitos salados y chizitos. Al día de hoy, mi concepto de cumpleaños incluye palitos salados. Queda medio incompleto sin ellos.

Claro que hace mucho que prescindí de los animadores. El último cumpleaños mío con esa modalidad fue el de 6, cuando cursaba preescolar. Ese día, la ceremonia fue presidida por un payaso mago que amenazaba con hacer desaparecer al compañero de jardín más quilombero. Aparentemente, este niño lo desafiaba a que efectivamente lo hiciera desaparecer, cosa que habría sido digna de verse. Pero no sé si ese desafío se presentó o es uno de ésos recuerdos expandidos por la memoria.

La publicidad inmediata de los animadores da resultado, y entonces, cuando uno tiene la edad correspondiente, va conociendo a las distintas troupes de animación. De esta manera, se puede tener cierta idea de si la fiesta va a estar buena o no antes de que empiece. Debe usted saber, caro lector, que fui un niño muy crítico. Detestaba a los que me trataban como si fuera un idiota sólo por la edad que tenía (ahora detesto a los que tratan a los adultos como idiotas, que también son unos cuantos). Me molestaban la condescendencia y la estupidez, y me irritaban aquellos que aceptaban todo eso, como si no pudieran darse cuenta (me siguen irritando, ahora que son adultos).

Esto es a fines de los ’80. Aquellos que observábamos “el ambiente”, estábamos enterados de que los mejores animadores eran los de un grupo llamado “Col-Pi”, con quienes me topé por primera vez en 1988, en la única fiesta de disfraces a la que fui con algún interés (me vestí del Chapulín Colorado, como corresponde). Se caracterizaban por el despliegue técnico, iban con teclado y consola, y sabían qué hacer con ellos. Cuando en un cumpleaños aparecían los de Col-Pi, con mi grupo inmediato nos alegrábamos, porque presagiábamos diversión.

Claro que muchas veces animaba gente que no sabía lo que hacía. No debe ser fácil tener a cargo a treinta pibes. Hay que saber controlarlos, particularmente si están esperando un momento divertido/alegre. Y algunos daban muestras de su inoperancia, o tal vez tenían un mal día.

Durante una de esas animaciones fallidas, que era particularmente mala y detenía activamente la diversión, con un amigo decidimos que no teníamos por qué aguantar lo que ocurría. Discretamente nos apartamos, y nos fuimos a la puerta del salón a charlar y entretenernos nosotros mismos. Teníamos diez años. Nadie pareció darse cuenta de que no formábamos parte de la fiesta. Habíamos razonado que era lo mejor, en lugar de estar de mala gana y con actitud hostil, la pasábamos bien solos. Cuando terminara la animación, nos reintegraríamos a la parte libre con la que siempre finalizaban los cumpleaños, que era como un recreo escolar extendido.

Después de un buen rato de estar en el umbral, decidimos que no era necesario quedarnos ahí sentados. Podíamos charlar en cualquier lado. Y como la animación no parecía haber terminado, elegimos salir a dar una vuelta. Y nos fuimos.

Caminamos un rato por los alrededores del lugar (debemos haber dado un par de vueltas manzana), y después volvimos al salón. Cuando llegamos, nos encontramos con un cuadro de desesperación. Los padres de la homenajeada estaban tratando de encontrarnos, porque se habían dado cuenta de que les faltaban dos chicos. Creo que alguien había salido a la calle a buscarnos, y no se lo podía llamar porque los celulares son populares ahora, no entonces.

El alivio de nuestra aparición fue rápidamente reemplazado por expresiones de enojo y una acusación certera sobre nuestra irresponsabilidad. Aparentemente, tendríamos que habernos dado cuenta de lo peligroso que era para nosotros andar por la calle solos a las ocho de la noche un día de semana. Nosotros nos mantuvimos firmes en nuestra posición: sabíamos lo que estábamos haciendo, y la prueba estaba en que no nos había pasado nada. Y si querían acusar a alguien, la responsabilidad estaba en la animadora, que era tan incompetente que los chicos se le iban.

Muchos años después, puedo ver la desesperación de los padres. Pero sigo pensando que teníamos razón.

Hoy, aunque para usted es sábado al mediodía, para mí es viernes a la noche y/o sábado a la madrugada, y acabo de llegar de la presentación. Lo siguiente es un ejercicio para registrar pensamientos todavía frescos sobre el evento.

Primero, fueron emocionante las palabras a cargo de Sergio Criscolo. Más allá de abundar en conceptos elogiosos sobre el libro, no paró de compararme con gente muy, muy grossa. Me alegró que me extendiera metafóricamente el carnet del club de los graciosos (categoría cadete). Siempre quise estar ahí.

Fue muy lindo compartirlo con la gente que fue. Algunos que no veía hace mucho tiempo, otros que están siempre. Me alegra que todos ellos hayan dedicado un rato de su vida para recibir a Léame. Hubo gente que vino con sus hijos de menos de un mes, gente que no veía desde hace como veinte años, gente que conocí ahí, gente que no pensaba que fuera a ir y estuvo muy contenta, gente que venía esperando el momento casi más que yo.

Del otro lado de la moneda, es un agujero que haya habido otra gente que sé que tenía ganas y no pudo ir. La fecha es muy inconveniente. Durante el año hice esfuerzos para que esto no pasara en diciembre, pero terminó ocurriendo. Esto provocó que mucha gente que merecía estar se lo perdiera, y es algo que lamento profundamente.

Con todo el movimiento de gente, ni me acordé de que había brindis, frutas secas, confites y otras cosas. No paré de saludar a quienes hacían cola para saludarme. Quería darles bola a todos, con algunos lo logré más que con otros. Ya habrá ocasiones más tranquilas.

Los libros estuvieron diez minutos antes de la hora de inicio. Antes de eso no había tocado un ejemplar. Ocurrió que la tirada salió de la imprenta con errores, y hubo que hacerlo de nuevo. Así que estuvimos sufriendo toda la semana, temiendo que no fuéramos a llegar. Cuando se produjo finalmente el arribo, me saqué los nervios y estuve tranquilo para todo lo que faltaba.

Los primeros diez ejemplares de Léame que se vendieron tuvieron bonus track: una Coca-Cola de 600 ml bien helada, y una tarjeta con un texto que no está en el libro, titulado Una bebida diferente, que describe al lector el contenido de la botella que se le está regalando. Algunos, sin embargo, rechazaron la Coca porque no era light.

Durante los agradecimientos me olvidé de mencionar a la carpeta naranja que me acompañó a todas las lecturas antes de la publicación del libro. Por un tiempo quedará archivada, pero pronto saldrán a la luz cosas nuevas y volverá al ruedo.

El video que estaba preparado finalmente no salió por motivos técnicos. Creo que fue para mejor. Era gracioso, pero tampoco estaba tan bueno. Igual capaz que un día de éstos se proyecta.

Disfruté más de lo que pensaba (porque creí que me iban a comer los nervios y no iba a escuchar nada) las presentaciones de los otros libros. Estuvieron muy bien. Nos sentamos con Nadina, emocionados, a disfrutar de que estaba ocurriendo.

Y estaba ocurriendo. No se terminó el mundo. No nos morimos media hora antes. Los libros estuvieron a tiempo, y salieron lindísimos. Somos autores éditos, es otro club al que pertenecemos, y de éste no se sale.

Tal vez es porque me gusta el universalismo. Puede ser que sea que estoy acostumbrado a lecturas extranjeras. No sé bien por qué, en muchos casos, soy vago para decir en qué lugar geográfico tiene lugar una historia.

Lo más probable es que la mayoría de los cuentos puede funcionar en cualquier lado, no tengo por qué limitarlos a una locación determinada. No hace falta llevar al lector a una ciudad o país que no sea necesario. Me interesa más la idea. Es una de las ventajas de escribir en lugar de filmar. En ese caso lo necesitaría más seguido, por ejemplo cada vez que hay un exterior, aunque igual pueda dejarlo vago.

Hay varios casos, de todos modos, en los que sí elijo dónde tiene lugar la historia. Algunos coqueríos se desarrollan en lugares apropiados de Estados Unidos. Walt Disney descongelado salta por distintas partes del mundo, pero sus partes más importantes ocurren, como es natural, en Anaheim, California.

Hay un par de cuentos situados en la Inglaterra victoriana, y uno más que tiene una estética similar pero claramente está en otro tiempo, si no en otro lugar. Otro hace una fugaz visita a los confines del Sistema Solar.

También hay un par de cuentos situados en Buenos Aires. En general lo hago por un motivo específico, y por eso detallo las calles donde se desarrolla la acción. Entonces, en El escape (del que se habla en el post anterior), parte de la acción ocurre en un lavadero de la calle Luis María Campos. Me preocupé por poner una esquina donde, al menos en el momento de escribir el cuento, existía un lavadero.

Mar de gente transcurre en la calle Florida. Durante un tiempo tuvo varias referencias específicas a esquinas. El cuento arrancaba en Avenida de Mayo y terminaba en Córdoba, con un paso por el subte B a la altura de Corrientes. Pero fue reescrito, porque se determinó que era innecesario todo eso, y lo único que hacía falta era la calle Florida, que ahora está presente en todo su esplendor.

El camión de los centauros, por otro lado, transcurre en una ruta. Hay una específica que me imaginé, pero no tiene importancia. Puede ser cualquier ruta en más o menos cualquier parte del mundo. Lo importante es el camión. Y los centauros.

Cuando estaba escribiendo Gaseoducto, necesitaba una ciudad para ubicar el primer prototipo de una cañería pública que transportara Coca-Cola. Tenía que ser una ciudad de Estados Unidos, más o menos inconspicua pero de un tamaño razonable. No un pueblo de quinientas personas, ni New York.

Por supuesto, hay muchísimas ciudades de esas características en Estados Unidos (exactamente 52.433). Lo que necesitaba, de cualquier modo, no era saber que existen sino el nombre de una. Empecé a buscar maneras de encontrar alguna ciudad. Pensé en buscar listas por población o cosas así. Pero inmediatamente me vino a la cabeza un nombre: Birmingham, Alabama.

¿Por qué apareció ese nombre? No tenía idea. Ni siquiera estaba seguro de que tal ciudad fuera real. Entonces la busqué en Wikipedia. Y vi que en esa ciudad está una de las más grandes y antiguas embotelladoras de Coca-Cola.

El gaseoducto se construyó entonces en Birmingham, Alabama, y así aparecerá en Léame.

Léame contiene un número importante de cuentos en los que la Coca-Cola tiene un rol preponderante. Aprovecharé la ocasión para refutar algunas ideas que la presencia de esos cuentos pueden despertar.

Suposición 1: soy fanático de la Coca-Cola. No especialmente. No necesito tener Coca-Cola en la heladera en todo momento. Mi bebida más frecuente es el agua. Y ni siquiera mineral, de la canilla. De cualquier manera, tomo Coca-Cola más o menos frecuentemente. Es rica, no voy a negarlo. Pero no tiene nada de fundamental.

Suposición 2: estoy en contra de la Coca-Cola. Alguna gente considera a la Coca-Cola un símbolo de no sé qué cantidad de calamidades. Piensan que si se deja un diente en un vaso toda la noche, a la mañana no quedará rastro del diente. No soy de ésos. Para mí la Coca-Cola no es un símbolo de nada. Es una oscura bebida con burbujas. Algún publicitario puede pensar que me estoy engañando, que en realidad estoy siguiendo determinada línea que ellos imponen, o algo. Qué sé yo. No estoy adentro de mi cabeza.

Ahora, alguien puede bien objetar. ¿Entonces, si usted es tan indiferente, por qué escribe cuentos sobre la Coca-Cola, eh? Respuesta: porque la idea de la Coca-Cola como pináculo de la civilización o algo así me resulta muy divertida. Me parece muy llamativa la cantidad de publicidad que hay para hacernos enterar de que existe la C0ca-Cola y está disponible en una gran variedad de comercios. He visto gente que trabajaba en publicidad dedicar enormes esfuerzos para que salieran bien todos los detalles de algún comercial. Mientras, yo pensaba “mirá si supieran que la gente compra Coca-Cola igual”.

Puede que esté equivocado. Estoy seguro de que los comerciales tienen su razón de ser. Pero no creo que la ausencia de alguno individualmente resulte en una reducción drástica de las ventas de la compañía.

Todas estas cosas han llevado a distintos cuentos sobre actividades realizadas alrededor de la gaseosa, que llamo “coqueríos”. Ese nombre viene de uno de los cuentos, donde varias calles de la ciudad de Atlanta se cubren de Coca-Cola accidentalmente y aparecen emprendedores para pasear a la gente en góndolas.

Esa clase de historias, que yo sepa, no son a favor ni en contra de la Coca-Cola. Pero no se equivoquen. Yo estoy a favor de la Coca-Cola. No así del fanatismo por ella. Sí estoy en contra de los fanatismos. Probablemente la idea de que alguien sea fanático de la Coca-Cola es divertida por lo absurda, aunque haya quienes lo sean. La Coca-Cola, al contrario de (por ejemplo) algunas religiones, no promete vida eterna. Sí promete sabor dulce, que puede hacer la vida un poco más feliz durante un rato. Y al contrario de la promesa de las religiones, sabemos que ese sabor es verdadero.

Lo que no sabemos es si, como indican algunos estudios, la gente sin exponerse a las marcas no preferiría Pepsi.