¿Por qué hago cada tanto algún cuento sobre la Coca-Cola? ¿Tengo algo a favor o en contra que decir? La verdad, no. No sé por qué salen tan seguido. Pero salen, y en general tienen buen nivel, entonces se han convertido en uno de los ejes de Léame sin que lo planeara.

No sé las causas, pero una consecuencia es que hay gente que me empieza a conocer como cocacolero. Algo que nunca fui. Nunca fui de esa gente que indefectiblemente tiene una Coca-Cola en la heladera. Muchas veces, cuando estoy en casas ajenas, me ofrecen algo de tomar y pido agua, y me miran con cara de “pero mirá que hay Coca”. Tengo que convencerlos de que el agua sola me parece aceptable, y no lo estoy haciendo por timidez.

Pero no sé qué pasa últimamente. Tal vez sea porque la tengo más en mente, o porque me estoy tragando mi propio personaje. La cuestión es que me encuentro, efectivamente, tomando más Coca-Cola que antes. No tiene nada de malo, no es permanente ni abusivo. Sólo le estoy tomando el gusto.

También cultivo la imagen de cocacolero. No sé por qué, supongo que porque me divierte, o tal vez es para hacer acordar a los demás de los cuentos. No sé. Lo que sé es que no me cuesta nada, porque me gusta el fenómeno cultural de la Coca-Cola, y entonces estoy más o menos empapado en el asunto. Conozco la historia de la New Coke, o la moda de colas incoloras de principios de los ’90 (Crystal Pepsi fue el modelo), o la historia del furor de la Coca-Cola mexicana en Estados Unidos, o jingles de hace veinte años. Me gusta probar sabores distintos que no se consiguen, distinguir las diferencias entre común, Light y Zero, comprobar que el agua de Córdoba hace que la Coca de ahí tenga un sabor distinto.

Y me gusta contar historias al respecto. Sin necesidad de que sean ciertas, porque puedo inventarlas. Y descubro que a mucha más gente le interesa el fenómeno, aunque no se le haya ocurrido que es algo especialmente literario. Entonces, sobre todo cuando no se trata de ataque ideológico, la Coca-Cola literaria resulta que es refrescante. Y disfruto el sabor de ser portador de esa frescura, de manera que, cuando nadie me ve, me desahogo con un aliviador “ahhhh”.