Payday loans uk

Cuando uno escribió casi dos mil cuentos, es fácil olvidarse de algunos. Hay casos en los que el olvido es el destino más conveniente. En los otros, sin embargo, el olvido funciona como una pared entre el yo que escribió el cuento y el yo que lo lee.

No pasa con los textos de Léame, que están muy frescos todavía en mi mente. Pasa con otros, que tal vez si me hubiera acordado de que existían podrían haber entrado al libro. Pero aparecen en cualquier momento.

Es útil para eso tener un blog donde se publiquen a intervalos regulares sólo cuentos. Les voy a contar un secreto (?): ese blog es automático. Lo dejo programado y los cuentos salen solos, todos a la misma hora, cada tres días exactamente. La última vez que lo programé me posesioné y lo dejé listo para el resto del año. Puedo morirme ahora y durante más de seis meses seguirán apareciendo cuentos nuevos.

El resultado de esta situación es que de repente aparecen publicados estos cuentos que no me acordaba (no salen al azar, los elijo, pero no necesariamente hago una lectura profunda al programarlos). Así, hace unos días salió uno titulado ¿Quién mató al mayordomo?, del que sólo me acordaba la idea general.

Las circunstancias dictaron que cuando se publicó lo leyera. Y ahí ocurrió ese momento de sorpresa. El cuento arma una de esas situaciones en las que hay una fiesta aristocrática y se produce un asesinato, y todos empiezan a acusarse entre sí, esas cosas. Es algo que hace mucho que no hago, lo que no significa que no pueda volver a esos mundos mañana. Ya me sorprendió eso. Pero después empecé a notar que los nombres de los personajes tenían algo en común.

Aparece primero un tal Roy Ascot, y después la duquesa de Weybridge. No lo noté en el primero, pero cuando leí Weybridge me di cuenta de que era el barrio o suburbio donde vivía John Lennon de chico. Y ahí me cayó la ficha de que Ascot era también un lugar donde vivió Lennon (ahí es la mansión donde grabó Imagine, que aparece en la película del mismo nombre). Empecé a prestar atención. Los otros personajes también tenían nombres de lugares donde había vivido algún beatle.

Ahí reconstruí el proceso que llevó a esos nombres, que no sé si es el que fue o uno que construyo ahora. Pero me conozco, es probable que haya pensado así. Cuando uno necesita nombres extranjeros, es difícil lograr que queden realistas. Muchas veces recurro a la Wikipedia y busco los presidentes (o líderes) del país que necesite. Combino entonces algún nombre y apellido que me parezcan desconocidos, y de pronto tengo un nombre razonablemente realista (o presidencialista) para mi personaje.

En este caso necesitaba muchos nombres. Y seguro que pensé en algunos de esos lugares, y cuando salió un nombre empecé a volver a esa fuente, para armar de paso una segunda línea que recorre el cuento. Claramente funcionó, porque un par de años después, sin acordarme, la pude percibir. Pienso también que los nombres son apropiados y no distraen del texto.

Claro que estas cosas las veo solamente yo. Alguien podría potencialmente darse cuenta de dónde vienen estos nombres, y me gustaría que pasara, pero sospecho que nadie se va a molestar en prestar atención a ese detalle. Pero, por lo menos, el esfuerzo del yo de antes de esconder esa referencia no fue en vano, y logró sorprender al yo de ahora.

Esta semana Léame recibió su aspecto definitivo. Escrito ya el texto, hemos definido el interior y el exterior. Es decir, el libro está diseñado, y también está la tapa. Lo que hasta hace unos días era un largo documento de Word, hoy tiene forma de libro de verdad.

La colección Descubrir de Viajera se caracteriza por las tapas de colores. Cada libro es de un color diferente. El problema es que ya hay diez libros en la colección, y atento a mi teoría del color, esto implica que se han agotado los disponibles. ¿Cómo hacer para no repetir?

Bueno, no queda más remedio que recurrir a los tonos. Ésos que algunos llaman por otros nombres. El único color verdadero que nadie usó todavía es el marrón, probablemente porque nadie quiere que su libro sea del color del chocolate. Yo tampoco. Es una tentación, entonces, abrazar la teoría opuesta, según la cual existen tantos colores como nombres pueda imaginar el pantonemaster. Pero mis principios inclaudicables me impiden salir tan fácilmente de los obstinamientos.

Lo bueno es que ese obstinamiento sólo se refiere a los nombres de los colores. No me molesta usar tonos de colores que ya estén. Entonces hace muchos meses me puse a pensar colores, incluso antes de tener el título del libro. Pensé que me gustaba el naranja (mis hemisferios cerebrales están divididos sobre si es un color o no, porque es un tono de rojo al mismo tiempo que un color, pero al tener nombre el cuerpo calloso se inclina por que es un color hecho y derecho). El naranja brillaba en mi cabeza, hasta que irrumpió Cecilia Maugeri con su visitante / the visitor y lo ocupó para siempre.

OK, pensé, todavía falta. Cuando ya el título era Léame, quedó claro que era necesaria una combinación llamativa. La teoría al respecto se formula como “no da que un libro que se llama así pase desapercibido”. Existe una teoría opuesta, que sostiene que el Léame debe contrastar con su entorno, para que se destaque por sí mismo. Se parece un poco a mi postura Leslie Nielsen de no poner cara de chiste, pero me parece que no es lo mismo.

¿Qué color es llamativo? El rojo, pero ya había un par de libros rojos. Amarillo estaba ocupado también, y por un amarillo muy brillante, que empalidece cualquier otro tono que se le ponga cerca. Pensé entonces verde. Yeah, that’s the ticket. Verde. Un verde claro pero sólido, un verde rana, que se vea, que invite como un semáforo a pasar.

Pero apareció Nadina Tahuil, que editará al mismo tiempo que Léame su ranamadre. Y atenta al título del libro, no daba poner otro color que ese mismo verde rana, que cedí al mismo tiempo con placer y resignación (por cierto, es un libro espléndido, habrá un poco más sobre ranamadre en los próximos días).

De vuelta en cero, recorrí tonos de naranja a ver si podía encontrar alguno satisfactorio que no haya sido usado. Me topé con algunos obstáculos. Si me iba mucho al rojo llegaba a territorio herpes, si me iba para el naranja-naranja aparecía en Visitante. Si buscaba el medio, quedaba en La Pérdida o La Perdida. Igual encontré algún tono que, en el monitor, parecía reunir las condiciones. Un buen intermedio entre el naranja oscuro y el rojo, que sería al naranja y al rojo lo que el turquesa es al celeste y verde. Me decidí por ése.

Pero unos días después estaba leyendo el Foro Transportes, y me encontré con la mención de un color que se usa en las señales de tránsito con el objetivo de que se vean: carmín. Inmediatamente lo busqué en la Wikipedia, que ya había visto que tiene una gran cobertura de los colores (ahí figura como uno de los tonos del rojo y también del rosa, mostrando la relatividad de los nombres). “Es éste”, estaba claro cuando lo vi. Determiné los valores, inventé un mock-up y me gustó cómo quedaba. Así que deselegí el anterior y el carmín lo reemplazó. Me gustó más cuando me di cuenta de que otra forma de decir carmín es rojo carmesí eléctrico.

Pero faltaba un detalle. El carmín se veía muy bien en el monitor (desde algunos ángulos, así es el LCD), pero podía ser espantoso impreso. Así que esperé comiéndome las uñas, porque si no crecen demasiado. Durante días la tapa corría peligro de ser víctima de la tinta, el papel y el ojo humano.

Hasta que llegó la prueba de impresión. Vi la tapa por primera vez. Está buenísima. La aprobé entusiasmado. Próximamente, entonces, se presentará en sociedad el aspecto externo de Léame, envuelto en carmín.

Cuando estaba escribiendo Gaseoducto, necesitaba una ciudad para ubicar el primer prototipo de una cañería pública que transportara Coca-Cola. Tenía que ser una ciudad de Estados Unidos, más o menos inconspicua pero de un tamaño razonable. No un pueblo de quinientas personas, ni New York.

Por supuesto, hay muchísimas ciudades de esas características en Estados Unidos (exactamente 52.433). Lo que necesitaba, de cualquier modo, no era saber que existen sino el nombre de una. Empecé a buscar maneras de encontrar alguna ciudad. Pensé en buscar listas por población o cosas así. Pero inmediatamente me vino a la cabeza un nombre: Birmingham, Alabama.

¿Por qué apareció ese nombre? No tenía idea. Ni siquiera estaba seguro de que tal ciudad fuera real. Entonces la busqué en Wikipedia. Y vi que en esa ciudad está una de las más grandes y antiguas embotelladoras de Coca-Cola.

El gaseoducto se construyó entonces en Birmingham, Alabama, y así aparecerá en Léame.

A veces uno siente que está tocado.

El cuento más largo del libro, La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton, es una aventura situada en la Inglaterra victoriana. No suelo escribir cosas así muy seguido. Es una especie de versión de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, aunque la mayor fuente de ideas no es Stevenson sino Julio Verne. Hay muchos elementos de Viaje al centro de la Tierra y, sobre todo, de La vuelta al mundo en ochenta Días. Está bueno que sean de dominio público.

En particular, el lugar de reunión de los personajes principales está basado en La vuelta al mundo en ochenta días. Tiene otro nombre, pero el lugar quiere ser como el club donde Phileas Fogg apostó que podía hacer tal viaje. El cuento no tiene nada que ver con esa aventura más allá de haber tomado el elemento.

Pero tomé elementos de distintas partes. Cuando necesitaba una calle donde viviera uno de los personajes, Lord Quidstock, me pregunté qué calles de Londres conocía. Una era Abbey Road, pero iba a sacar al lector de donde quería y lo iba a situar en la calle fuera de los estudios donde los Beatles grabaron, entre otros discos, Abbey Road. La otra calle que conocía era Savile Row. Es donde estaban los estudios de Apple, en cuya terraza se grabó el concierto que forma el clímax de la película Let It Be.

Hace poco, cuando estaba haciendo la revisión final, pensé que en una de ésas no era la calle más apropiada. Sabía que Savile Row se caracteriza por una gran cantidad de sastres. Tal vez convenía mudar a Lord Quidstock a un lugar distinto.

Me metí entonces, una vez más, en la Wikipedia. Busqué la entrada de Savile Row. Habla de los sastres y tiene una lista de ellos. Pero más abajo, en la sección de “popular culture”, encontré lo siguiente:

№7 Savile Row was the London address of Phileas Fogg, protagonist of Jules Verne’s classic adventure novel Around the World in 80 Days.

A veces pienso que lo más original que escribí es el texto titulado “Verdades acerca de usted“. No sé bien de dónde salió, creo que viene de una reacción ante los textos que hablan de “el libro que está en sus manos”, cuando en realidad no saben si el libro está efectivamente en las manos del lector. Me parece que viene de algo así. El juego, entonces, es sencillo: hablar sobre el lector sin faltar a la verdad, a ver qué se puede sacar en limpio.

Tomó un par de intentos, pero quedé muy satisfecho con el texto. Tanto que lo usé para cerrar una recopilación casera que hice hace unos años, titulada El día que Sarmiento faltó a la escuela. Ese texto al final fue, conscientemente, una expresión de deseos. Quería hacer más de esa calidad y/o de esa originalidad en el futuro. Quería repetir esa sensación, claro que no era fácil. No sirve repetir lo mismo, tampoco ese texto daba para convertirse en una fórmula (que igual no hubiera sido especialmente satisfactorio).

Pero con el tiempo empezaron a salir ideas con elementos en común. Textos en los que el autor le habla al lector, en los que salen algunos miedos de lo que el autor no puede controlar. Una vez que el libro está en manos del lector, el autor no puede hacer nada. En el blog, los identifico con la categoría “Del autor al lector”.

Cuando empezamos a recopilar el libro, ya tenía varios de ésos. Algunos eran más benignos que otros. Había uno o dos en los que la confrontación directamente llegaba al insulto (los insultos, por buenas razones, no han llegado al libro). Desde muy temprano estuvo claro que esos textos no podían ir todos juntos, entonces los dispersamos medio al azar, como puntuando el libro. Si quisiera podría dividirlo en secciones, cada una encabezada por uno de estos textos, y encontrar una sanata para unir los textos siguientes. Pero ésa no es la idea.

El libro, entonces, tenía estos textos y muchos otros. Varias series confluyen, sin que alguna sea más predominante que las otras. Muchos cuentos no pertenecen a ninguna serie, y seguramente más de uno puede pertenecer a varias. Es una recopilación sin un tema predominante.

Cuando más o menos esa estructura estaba definida, empecé a pensar en un título. Quería que no fuera ninguno de los títulos de los cuentos. Nunca me gustó ese sistema, porque parece que el libro está armado alrededor de ese cuento (por ejemplo, el LP Off the Ground no se llama así porque todas las canciones eleven al oyente, sino porque era el tema con el título más intrigante de todo el álbum –de hecho, casi se edita sin ese tema–). En todo caso, si le ponía el título de algún cuento, mínimamente iba a esperar que fuera descriptivo para el resto del libro. Pero no había ninguno de esas características.

Decidí entonces que quería un título genérico. ¿Qué título genérico puede tener un libro? Se me ocurrió ponerle Libro. Más genérico que eso no iba a encontrar. Me parecía una idea sencilla, aunque corría el riesgo de que fuera un poco soberbia. Al mismo tiempo, me gustaba la idea de que un libro llamado Libro pudiera adaptarse al cine bajo el título Película. No estaba convencido. Lo hablé con algunas personas, y recibí entusiasmo. Algunos se enamoraron de la idea, pero no lograron engancharme del todo. Me terminé inclinando por la postura de que era demasiado soberbio, y el libro volvió a intitularse.

Luego de descartarlo, descubrí que ya había sido usado. No sólo encontré en el stand de Ediciones de la Flor de la Feria del Libro un ejemplar de un volumen muy viejo titulado Libro, sino que descubrí que Whoopi Goldberg escribio Book.

Estaba tranquilo. Faltaban muchos meses para terminar, y confiaba en que en algún momento iba a aparecer un momento de eureka. Y efectivamente, así ocurrió. No sé cómo me había puesto a leer algún artículo en la Wikipedia, cuando se mencionaba la existencia del archivo readme.txt. Y noté que estaba linkeado, que la Wikipedia tenía un artículo sobre ese archivo. Me metí a ver qué decía.

El artículo explicaba que ese archivo contenía información importante sobre el programa al que solía acompañar, y que tenía ese nombre para que el usuario lo viera y lo leyera. Me pareció genial que a alguien le pareciera necesario explicar ese concepto. Y poco después lo relacioné con mi búsqueda de título, y vi que encajaba muy bien.

No sólo encajaba con los textos del autor al lector, también con varios de los otros. Incluso tenía un aire a Alicia que me gustaba. Para ese momento había descartado el cuento Alicia en el país antropomórfico, pero de repente encajaba (hoy no puedo creer que lo haya sacado).

La sensación de título encontrado era mucho más completa que con Libro. Igual lo tanteé con distintas personas, aunque mucho más seguro. Era más un “¿hay alguna razón para no usar este título?” La objeción más grande que me hicieron fue que nunca nadie lee los readme.txt. Pero decidí que no es lo mismo, que ese efecto no tiene por qué afectar a un libro. Los manuales de instrucciones no se llaman Read Me y tampoco los lee nadie. Es por su carácter de manual, no por el título, que nadie los lee. Todos piensan que no lo necesitan.

Así que el título quedó. Algunos piensan que es valiente y todo. Nunca se me hubiera ocurrido. Eso sí, en homenaje al origen, el libro llevará la leyenda “título original: readme.txt”.