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Esta semana Léame recibió su aspecto definitivo. Escrito ya el texto, hemos definido el interior y el exterior. Es decir, el libro está diseñado, y también está la tapa. Lo que hasta hace unos días era un largo documento de Word, hoy tiene forma de libro de verdad.

La colección Descubrir de Viajera se caracteriza por las tapas de colores. Cada libro es de un color diferente. El problema es que ya hay diez libros en la colección, y atento a mi teoría del color, esto implica que se han agotado los disponibles. ¿Cómo hacer para no repetir?

Bueno, no queda más remedio que recurrir a los tonos. Ésos que algunos llaman por otros nombres. El único color verdadero que nadie usó todavía es el marrón, probablemente porque nadie quiere que su libro sea del color del chocolate. Yo tampoco. Es una tentación, entonces, abrazar la teoría opuesta, según la cual existen tantos colores como nombres pueda imaginar el pantonemaster. Pero mis principios inclaudicables me impiden salir tan fácilmente de los obstinamientos.

Lo bueno es que ese obstinamiento sólo se refiere a los nombres de los colores. No me molesta usar tonos de colores que ya estén. Entonces hace muchos meses me puse a pensar colores, incluso antes de tener el título del libro. Pensé que me gustaba el naranja (mis hemisferios cerebrales están divididos sobre si es un color o no, porque es un tono de rojo al mismo tiempo que un color, pero al tener nombre el cuerpo calloso se inclina por que es un color hecho y derecho). El naranja brillaba en mi cabeza, hasta que irrumpió Cecilia Maugeri con su visitante / the visitor y lo ocupó para siempre.

OK, pensé, todavía falta. Cuando ya el título era Léame, quedó claro que era necesaria una combinación llamativa. La teoría al respecto se formula como “no da que un libro que se llama así pase desapercibido”. Existe una teoría opuesta, que sostiene que el Léame debe contrastar con su entorno, para que se destaque por sí mismo. Se parece un poco a mi postura Leslie Nielsen de no poner cara de chiste, pero me parece que no es lo mismo.

¿Qué color es llamativo? El rojo, pero ya había un par de libros rojos. Amarillo estaba ocupado también, y por un amarillo muy brillante, que empalidece cualquier otro tono que se le ponga cerca. Pensé entonces verde. Yeah, that’s the ticket. Verde. Un verde claro pero sólido, un verde rana, que se vea, que invite como un semáforo a pasar.

Pero apareció Nadina Tahuil, que editará al mismo tiempo que Léame su ranamadre. Y atenta al título del libro, no daba poner otro color que ese mismo verde rana, que cedí al mismo tiempo con placer y resignación (por cierto, es un libro espléndido, habrá un poco más sobre ranamadre en los próximos días).

De vuelta en cero, recorrí tonos de naranja a ver si podía encontrar alguno satisfactorio que no haya sido usado. Me topé con algunos obstáculos. Si me iba mucho al rojo llegaba a territorio herpes, si me iba para el naranja-naranja aparecía en Visitante. Si buscaba el medio, quedaba en La Pérdida o La Perdida. Igual encontré algún tono que, en el monitor, parecía reunir las condiciones. Un buen intermedio entre el naranja oscuro y el rojo, que sería al naranja y al rojo lo que el turquesa es al celeste y verde. Me decidí por ése.

Pero unos días después estaba leyendo el Foro Transportes, y me encontré con la mención de un color que se usa en las señales de tránsito con el objetivo de que se vean: carmín. Inmediatamente lo busqué en la Wikipedia, que ya había visto que tiene una gran cobertura de los colores (ahí figura como uno de los tonos del rojo y también del rosa, mostrando la relatividad de los nombres). “Es éste”, estaba claro cuando lo vi. Determiné los valores, inventé un mock-up y me gustó cómo quedaba. Así que deselegí el anterior y el carmín lo reemplazó. Me gustó más cuando me di cuenta de que otra forma de decir carmín es rojo carmesí eléctrico.

Pero faltaba un detalle. El carmín se veía muy bien en el monitor (desde algunos ángulos, así es el LCD), pero podía ser espantoso impreso. Así que esperé comiéndome las uñas, porque si no crecen demasiado. Durante días la tapa corría peligro de ser víctima de la tinta, el papel y el ojo humano.

Hasta que llegó la prueba de impresión. Vi la tapa por primera vez. Está buenísima. La aprobé entusiasmado. Próximamente, entonces, se presentará en sociedad el aspecto externo de Léame, envuelto en carmín.

I am serios. And don't call me Shirley.

“Como una forma de respeto al público, este programa no tiene risas grabadas” decía la introducción de Chespirito cuando lo miraba en 1987. Y efectivamente, a diferencia de las encarnaciones anteriores de El Chavo y El Chapulín Colorado, la serie posterior no tiene esas risas todas iguales. No sé por qué explicitaban en la apertura, pero me gustaba la idea de que el programa me respetara. Era claro: si algo es gracioso, me río. No es necesario que alguien me lo indique. En esa época miraba también los Looney Tunes y podía reírme sin ayuda.

Lo de Chespirito no se cumplía del todo. No estaban las risas, pero en su lugar había algunas marcas musicales que indicaban pavlovianamente (?) el momento de reírse. Era como si el programa se siguiera grabando como si se fuera a agregar las risas después.

Desde entonces me gusta la idea de que algo gracioso se destaque por esa condición, sin necesidad de subrayarla. Esto permite distintos niveles de risa: el inmediato y otros más sutiles, que siguiendo el modelo setup-punchline-laugh son más difíciles de implementar.

Alguna gente tiene la idea opuesta, y ayuda todo lo que puede al material para conseguir risa. Explica los chistes antes, durante y después de hacerlos, de forma tal que nadie quede sin darse cuenta de dónde está la gracia. Cambian el tono cuando van a decir algo gracioso. O directamente se ríen, esperando que su propia risa contagie a los demás.

Es posible que haya audiencias para las que es necesario un método así. Yo prefiero dar crédito al espectador, lector o receptor de lo que genero. Prefiero que mientras me lee esté pensando en lo que se dice, y si es divertido, que se ría. No todo lo es, y no todas las personas encuentran gracia en las mismas cosas.

El modelo a seguir, a mi juicio, es el de Leslie Nielsen en las películas de Zucker-Abrahams-Zucker. Frank Drebin de Naked Gun y Barry Rumack de Airplane! (cuyo título original no se pregunta dónde está nada). El personaje está en las situaciones más ridículas, pero nunca está enterado. Para él es todo serio, todo merece la misma solemnidad e importancia. ¿Por qué? Porque si se riera, perdería sentido. El que se tiene que reír es uno, el que ve la película. Y es mucho más divertida si el personaje actúa como si lo que lo rodea es razonable y/o normal que si estuviera todo el tiempo diciendo “pero esto es ridículo”.

En general trato de aplicar ese concepto. Si hago un chiste, lo voy a decir igual que cuando digo algo que no es serio, es responsabilidad del interlocutor reconocerlo como tal. Si escribo algo que creo que es gracioso, pretendo dejarlo hablar por sí mismo. Entonces el texto no va a estar escrito con cosas del orden de “¿y a que no saben qué pasó después?” ni interjecciones como “increíblemente”.

Del mismo modo, en lecturas orales trato de que pase lo mismo. No significa no enfatizar ciertas cosas, el asunto es que la gracia brille con luz propia, sin necesidad de iluminación artificial.