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Isaac Newton estaba sentado a la sombra de un árbol, relajándose, leyendo una revista, cuando sin decir agua va le cayó una manzana en la cabeza. Se preguntó entonces cómo podía ocurrir semejante cosa. Decidió investigar las causas. En pocos días, desarrolló su teoría general de la caída de las manzanas. Posteriormente la extendió a las frutas, luego a los vegetales en general. Más tarde, cuando la trasladó a los minerales, se transformó en la gravitación universal.

Todo porque una manzana le cayó en la cabeza. Si Newton se hubiera sentado al sol, tal vez no habría realizado su más célebre descubrimiento, y el mundo hoy sería más pobre.

Sin embargo, esa no es la única forma de que a alguien se le ocurran ideas. El entorno es importante. Provee sensaciones, pensamientos, otras ideas que elaborar. Pero las ideas nacen dentro de la cabeza de uno. No importa tanto dónde se encuentre esa cabeza (siempre que esté conectada al resto del cuerpo).

No hace falta estar en el medio de la naturaleza para escribir sobre la naturaleza. Si escribo un cuento sobre sardinas, no necesariamente tengo que haber estado en el medio de un cardumen para que se me ocurra. Basta con sólo pensarlo.

Claro que puede ocurrir también de la otra manera. Pero igual es necesario el trabajo interno. Porque un cuento no es una descripción de lo que ocurre alrededor (y aunque lo sea, la descripción pasa primero por el cerebro, que filtra y clasifica). Es un ejercicio de imaginación.

Y habiendo imaginación, no es necesario que lo demás esté presente. Ni que exista. Ni que haya existido. Ni que se parezca a algo que alguna vez el que imagina creyó que veía. Sólo hace falta la representación que se formula en la cabeza, y luego se lleva a formato escrito.

Siempre se escribe sobre uno mismo.

Me gusta hacer pensar a los demás. También a mí. Es un placer cuando me doy cuenta por mí mismo de algo. Cuando se me ocurre una explicación para alguna cosa, y resulta que está bien. Aunque esté mal, ya el hecho de pensar es placentero. Y es un placer que me gusta compartir con los demás.

Por eso cuando escribo trato de que el lector piense. No le propongo ejercicios directos. Lo que hago es escribir de manera tal que el lector tenga que poner algo propio. Que vea lo que no puse. Que se anticipe a cuál pudo haber sido mi razonamiento para la siguiente parte del texto, y se sorprenda cuando es distinto. Que busque las razones por las que las cosas están escritas de una manera y no de otra.

Pero puede ser difícil. El riesgo es irme demasiado para el otro lado y quedar sólo en la insinuación, sin que haya posibilidad de que el lector piense. O que tenga que hacer un trecho muy largo para llegar a donde quiero que llegue. Para eso es bueno probar los textos, leerlos en público, ver cuál es la reacción, a qué responden, a qué no. No guiarse exclusivamente por esas reacciones, por supuesto, porque muchas veces algo se descubrirá en momentos más privados. Pero tenerlo en cuenta.

Lo que hago es sugerir pensamientos. Estimular al lector para que haga lo mismo que yo cuando leo algo. No sé para qué lado se van a ir, y eso está bien. No se trata de que piensen lo que estoy pensando. Y mucho menos se trata de que opinen lo mismo que opino yo. Se trata de que piensen.