Me gusta hacer pensar a los demás. También a mí. Es un placer cuando me doy cuenta por mí mismo de algo. Cuando se me ocurre una explicación para alguna cosa, y resulta que está bien. Aunque esté mal, ya el hecho de pensar es placentero. Y es un placer que me gusta compartir con los demás.
Por eso cuando escribo trato de que el lector piense. No le propongo ejercicios directos. Lo que hago es escribir de manera tal que el lector tenga que poner algo propio. Que vea lo que no puse. Que se anticipe a cuál pudo haber sido mi razonamiento para la siguiente parte del texto, y se sorprenda cuando es distinto. Que busque las razones por las que las cosas están escritas de una manera y no de otra.
Pero puede ser difícil. El riesgo es irme demasiado para el otro lado y quedar sólo en la insinuación, sin que haya posibilidad de que el lector piense. O que tenga que hacer un trecho muy largo para llegar a donde quiero que llegue. Para eso es bueno probar los textos, leerlos en público, ver cuál es la reacción, a qué responden, a qué no. No guiarse exclusivamente por esas reacciones, por supuesto, porque muchas veces algo se descubrirá en momentos más privados. Pero tenerlo en cuenta.
Lo que hago es sugerir pensamientos. Estimular al lector para que haga lo mismo que yo cuando leo algo. No sé para qué lado se van a ir, y eso está bien. No se trata de que piensen lo que estoy pensando. Y mucho menos se trata de que opinen lo mismo que opino yo. Se trata de que piensen.