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No voy a decir que los momentos de bloqueo son bienvenidos. Pero son útiles. Si se los aprovecha, pueden alimentar la creatividad en formas insospechadas.

Esa sensación de “no se me ocurre nada” es más o menos frecuente, y genera un impuso hacia no escribir. Si ese impulso es tenido en cuenta, el intento de escribir puede ser abandonado. Entonces, efectivamente, no se escribe nada.

El remedio para eso es la obligación. En mi caso, la de escribir sí o sí. En otros, puede ser tener que entregar algo en cierto momento. O cualquier otra cosa. El asunto es sentir que no es una salida válida no escribir nada.

Cuando uno se decide a escribir igual, empieza a buscar alternativas. La primera que surge es “uy, ya sé, voy a escribir sobre cómo no se me ocurre nada”. Puede funcionar. El asunto es que ya se le ocurrió a mucha gente (a Serrat le salió bien), entonces hay que ser extra original cuand0 se intenta hacer eso. Y el problema es que uno no se está sintiendo extra original.

Entonces, descartado ese primer impulso, entra la desesperación. De algún lado hay que sacar alguna idea. A veces con una punta es suficiente para despertar el interés, y después sale algo. El asunto es encontrar esa punta.

Lo que hace el bloqueo es forzar al escritor a buscar en lugares donde antes no había buscado. Lugares de la mente o del entorno, o de lo que sea. De repente, lo que no parecía una idea puede llegar a convertirse en una. Uno explora cosas que no parecen promisorias, porque tampoco tiene algo mejor que explorar.

Y muchas veces pasa que esas exploraciones no promisorias llegan a algo. No ocurre siempre. Pero algunas de las mejores cosas que escribí se las debo a haber estado bloqueado, y haber tenido que buscar qué otra cosa podía hacer.

Así que aprendí a no tener miedo al bloqueo. Es un momento de angustia, de adrenalina. Y los momentos en los que se lo vence, cuando sale algo que está bueno donde poco antes parecía que no iba a salir nada, son los que más se disfrutan.

Una de las cosas que más me irritan (?) es que muchísima gente, cuando tiene que dar un ejemplo, inventa a un personaje llamado Juan. Y cuando necesita un antagonista, siempre se llama Pedro. ¿No les pasa lo mismo a ustedes?

Para mí, es un enorme signo de falta de originalidad. Esa gente tiene que haber escuchado miles de veces esos nombres en situaciones similares. ¿No les causa un poco de rechazo ser uno más de ésos? Evidentemente no. Lo hacen, lo hacen todo el tiempo, y cuando los escucho, se me caen.

No puedo evitarlo. Sé que es un aspecto intolerante de mi personalidad, pero no los aguanto. ¿Por qué Juan y Pedro? Hay millones de nombres disponibles. Manden un Diego, un Roberto, un Sergio (¿quién no conoce a algún Sergio?), un Alfredo. En general ni siquiera hace falta que sean nombres masculinos. Puede ser una Nora, una Angélica, una Celia. No necesito que se quemen los sesos pensando nombres muy raros, como Adalberto o Nicéforo. Pero pónganle un poco de onda.

Por eso, a menos que por alguna razón sea necesario, me niego a usar esos nombres para los personajes de mis cuentos. No encontrarán Juan ni Pedro. Encontrarán nombres más o menos comunes, como Luis, y otros no tanto, como Tiburcio.

En una época me gustaba poner nombres extraños, o poco típicos para su género, como Giselo o Alberta. Pero encontré que distraían. Así que me retraje a nombres más o menos comunes, siempre evitando a Juan y a Pedro. También a María. Trato también de no repetir nombres de cuentos anteriores. Esto después de mil seiscientos podría ser un poco complicado, pero como no uso tantos personajes con nombre, no es un problema grande. De todos modos, tampoco tengo un método de verificación. No registro los nombres para no volver a usarlos, así que es posible que haya repetidos no intencionales. No me molesta.

Lo que sí me molesta es encontrar en un texto, de alguien que sí quiere tener imaginación, el nombre Juan o Pedro. ¿No se dan cuenta?