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Cuando la gente habla bien de Les Luthiers, algo que se escucha seguido es un argumento del orden de “son un ejemplo de que no es necesario recurrir a la procacidad para hacer reír”. Acto seguido, los declaran un modelo para la juventud y se lamentan de que la televisión difunda a aquellos que tienen un nivel inferior.

Debo decir (?) que no estoy de acuerdo con esa idea popular. Por dos razones, una puntual y otra conceptual.

La puntual es que Les Luthiers sí recurre a la procacidad. Lo hace con la máxima elegancia posible, en smoking, y habitualmente sin usar “malas palabras”. Pero no usarlas no significa no recurrir. Las sugieren, y también sugieren conceptos procaces. Eso no tiene nada de malo. Lo que se juzga en el humor es si es divertido o no, y en general Les Luthiers no falla en eso.

Este es un ejemplo. Una obra de Les Luthiers en su época de mayor esplendor, en la que el humor pasa por la procacidad y la mala palabra.

Como se ve, el objeto del humor es, en muchos casos, estar a punto de decir malas palabras y no hacerlo. Al final, la cosa explota, y hace su aparición la palabra “culo”, tres veces en el medio de un show de los ejemplos de humor sano y sin lenguaje vulgar para que la juventud aprenda.

Eso no hace que la obra sea menos buena. En el caso de esa obra, “El poeta y el eco”, medio que no existiría sin el humor procaz. O sea, es fundamental, no accesorio ni un gag aislado que quedó.

La razón conceptual es que el humor no es procaz o improcaz (?). Es bueno o malo. Hay humor con elementos cultos que es una porquería, y humor con elementos procaces que es excelente. Ni siquiera es tan válida la división entre humor inteligente y no inteligente. A veces lo más gracioso es lo estúpido, y a veces hace falta inteligencia para darse cuenta de que alguna estupidez es suficientemente graciosa como convivir con piezas de humor inteligente.

Una de las trampas que aparecen cuando uno quiere escribir humor son los sentimientos. Más exactamente, el miedo a ellos. Uno quiere reírse y hacer reír, y cuando se enreda en una historia que puede llevar a otras cosas, se puede ver el coeficiente de risas cada vez más bajo. Entonces puede surgir una tendencia a ignorar todo lo que no lleve directamente a la risa.

Y eso no tiene nada de malo, necesariamente. Si uno quiere hacer eso, y sale bien, puede ser muy satisfactorio. Hay un montón de obras donde los sentimientos molestaría, si estuvieran. Otras donde están y molestan. Y otras donde están y no molestan.

El asunto es no atarse. Esa tendencia a rechazar los sentimientos, o a incluirlos para reírme de ellos, después de un tiempo de escribir regularmente me empezó a molestar. Me pareció que a veces estaba cayendo en la trampa de endurecerme inútilmente.

Empecé entonces a dar un poco de lugar. Salieron textos de una serie que llamé “el rincón sensible”, que al principio iban más para el lado de la parodia del sentimentalismo. Eso es algo en lo que nunca quise caer: la manipulación burda de sentimientos. Era necesario, aunque no lo sabía explícitamente, evitar esa manipulación sin cerrar la puerta a los sentimientos.

Lentamente, empecé a aflojarme. No dejé de buscar el humor, pero fui haciendo más consciente la idea de que estaba bueno agregar ese otro nivel a los cuentos. Y si salía algo no humorístico, pero me gustaba, entonces estaba bien. Empecé a no tener vergüenza de mostrarme cuentos con exploración de sentimientos.

Encontré, también, que al hacer esa exploración el humor no dejaba de surgir. Pasó que empecé a explorar situaciones de formas un poco más naturales, sin forzar premisas y personajes hacia donde me parecía que iba a haber algo gracioso. Y el humor surgía igual de esas situaciones.

Ocurre algo más: cuando el humor sale de situaciones más “naturales”, es otro tipo de risa. No es el inesperadismo, el “mirá lo que se le ocurrió”, aunque puede haber ocurrencias. Está más en los personajes, o en las formas de encarar conflictos. De repente tenía que resolver situaciones de forma orgánica, y sin forzar el humor.

Me pasó en un cuento donde tenía una sola idea inicial: a alguien que está acostumbrado a operar la sortija de la calesita, que tiene que dificultar la obtención de esa sortija, le debe ser difícil repartir volantes. Era un germen, y quería construir un cuento con eso. Entonces me inventé un personaje que tenía una calesita. Recordé mis tiempos de frecuentar calesitas, las observaciones que había hecho en esa época sobre distintas técnicas, y un sujeto en particular que hacía imposible obtener la sortija por más esfuerzo que se hiciera.

Apliqué todo eso al personaje, y para llevarlo a que repartiera volantes, lo puse en dificultades. Ahí la historia me llevaba naturalmente a que se fundiera, perdiera la calesita y pasaran muchas cosas feas. Pero para cuando escribí eso ya estaba ablandado, y me dio ternura que al personaje le pasara eso. Entonces tuve que pensar alguna forma de resolver el asunto, sin recurrir a un “It’s a wonderful life” donde todo el pueblo viniera a apiadarse de él o algo.

Y costó. El cuento tuvo muchos intentos, y hubo varios cambios drásticos en los que unos cuantos párrafos perecieron y fueron reemplazados por otros. Al final quedó El método de la sortija, que aparece al principio de Léame.

La ubicación de ese cuento es intencional. Entre los primeros tres del libro, hay uno de la serie que da título y dos del rincón sensible. El mensaje de esa secuencia es que me ocupé de no caer en la trampa de la insensibilidad, y si bien el libro se presenta como uno donde se juega con ideas y formas, también está permitido involucrarse emocionalmente.

The Onion es un diario satírico americano que no tiene equivalente en el país. Quiero exponer un poco algunas de las razones por las que pienso que es algo realmente destacable.

Al principio puede parecer una publicación de humor como cualquier otra. No fueron los inventores del formato “vamos a reírnos de los diarios”. Hay muchos antecedentes. En los Simpsons, por ejemplo, los titulares de The Springfield Shopper que aparecen cada tanto tienen un tono muy similar, porque parodian la misma cosa.

El asunto está en lo que buscan hacer. No parodian un diario específico, sino a todos los diarios, o todos los medios que son escritos con ese estilo seco de la AP. Ese estilo ya es algo que se presta a la sátira. Y lo que tiene es que a través de eso se puede satirizar cualquier cosa.

The Onion se presenta como un medio serio, atento a la regla Leslie Nielsen. Si uno no está semiatento, podría confundir muchos de sus artículos con noticias verdaderas (hay un blog entero dedicado a reacciones de gente a la que le pasa eso). Ni el título ni el contenido de las notas quiebra el tono noticioso de lo narrado, y eso es uno de los puntos más fuertes de esta publicación.

El formato permite que cualquier cosa sea noticia. Es un concepto bastante simple. Agarramos algo que nos parece gracioso, y le damos formato AP. Se puede hablar de acontecimientos políticos, como “Clinton found alive” o cosas completamente cotidianas, como “Marriage breaks up over procreative differences”.

Es importante que las ideas sean creativas, originales, divertidas. El formato no convierte cualquier cosa en oro. Sí es muy flexible, porque hay muchos estilos de notas que se parodian. Columnas de opinión, reportes estadísticos, datos útiles, editoriales, infografías, etc. Y como las noticias no tienen por qué ser verdaderas ni parecerlo, esos formatos estándar se pueden ocupar de cualquier acontecimiento ficticio que se pueda imaginar.

Y es en algunas de esas notas donde, a mi parecer, The Onion ha alcanzado algunos de sus puntos más altos. Hay en una de las recopilaciones (no está online) una nota titulada “World’s knowledge to be written down”, que cuenta la invención de la escritura por un grupo de investigadores del MIT. La nota de página entera es muy completa, dada la importancia del asunto. Tiene cobertura de los investigadores, una explicación de cómo funcionaría el sistema (‘Actualmente, por ejemplo, si se nos rompe la heladera, simplemente vamos a ver a la persona que la hizo y lo conslutamos. Pero, ¿y si esa persona muere? Gracias a la escritura, ahora su sabiduría no se perderá con él’), y opiniones a favor y en contra. Entre estas últimas, están los diputados republicanos que objetan que una cosa así requeriría un gasto extravagante para establecer un sistema de escuelas para enseñar a las distintas generaciones a ‘leer’ y ‘escribir’.

Ya la idea de la noticia es muy divertida: el mundo es exactamente igual al actual, pero no existe la escritura y alguien la inventa. Es un campo fértil para la sátira de diversos temas. Pero lo genial es el hecho de que esa noticia salga escrita en caracteres latinos en un diario, así como así, por más que su mera existencia implicaría que un diario no podría ser. Pero el formato AP se toma tan en serio que piensa que es permanente, inmutable, y siempre fue así. La complejidad de absurdos apilados con una lógica inapelable es, entonces, sensacional.

Del mismo modo, en “Civilization collapses”, una noticia que no está en la tapa sino en las breves que se usan para rellenar espacio, se cuenta que ha terminado la civilización y se estableció un nuevo orden, cuyos líderes y principales características se resumen en un solo párrafo. Presumiblemente, el editor decidió que había noticias más importantes, que iban a atraer más lectores.

La publicación ha usado esa clase de recursos varias veces, siempre con resultados excelentes. Han anunciado la invención de cosas como la publicidad o el tiempo, que permitirá que las cosas no sucedan todas simultáneamente.

Otro recurso que he notado es la discontinuación de productos que resultan un fracaso, o peligrosos. Uno de los más celebrados (por éste que escribe) es “Chrysler halts production of neckbelts“, donde se describe que la automotriz dejará de fabricar el nuevo modelo de cinturones que sujetan a las personas por el cuello, porque se ha comprobado que en caso de colisión estos cinturones podrían producir severas decapitaciones, y por lo tanto resultan riesgosas para el pasajero. La nota viene acompañada por una foto, claramente publicitaria del lanzamiento, de tres personas disfrutando felices del producto fallido, todas con sus cinturones alrededor del cuello.

Un ámbito que los periodistas de The Onion frecuentan es el sobrenatural. Sus fuentes están al tanto de los vaivenes de Jesucristo, y los lectores tienen el privilegio de ser los primeros en enterarse. Así, aparecen artículos como “Christ getting in shape for second coming”, “Christ announces hiring of Associate Christ” (que viene con la foto de un señor con corbata y la especulación de que puede ser el primer paso hacia el retiro de Cristo), “Christ converts to Islam”, “Christ demands more money” y “Christ returns to NBA“, donde se detalla el triunfal regreso del Mesías a los Atlanta Hawks, con una espectacular foto de Jesús embocando la pelota en el aro ante la impotencia de los defensores de Chicago Bulls.

Hay también columnistas regulares, con distintas personalidades, cada uno viviendo en su mundo y detallando las cosas que le son importantes, como si fueran lo más importante que existe. Está Larry Groznic, un obsesivo fan de comics, ciencia ficción y esa clase de cosas, haciendo comentarios en los que expresa sus diferencias con algún detalle oscuro de alguna publicación. Amber Richardson, una white trash ignorante que resiente a la asistente social que le dice cómo tiene que criar a su hija Rywanda. O Gorzo the Mighty, el Emperador del Universo, que cada tanto elige las páginas de The Onion para dar a conocer sus mensajes a la población toda.

Podría estar todo el día detallando artículos. El asunto es que la combinación de campo fértil para la sátira, mucho ingenio, meticulosidad y coherencia de estilo permite producir grandes cosas.

Debo mencionar, antes de cerrar, dos emprendimientos que ha hecho la empresa. Uno es el libro Our Dumb Century, que es una recopilación de las tapas de The Onion de todo el siglo XX. Por supuesto, son todas falsas, y eso permite satirizar no sólo la historia y las tendencias del siglo, sino los estilos periodísticos y las expectativas que había en diferentes momentos. Es un libro brillante, posiblemente el mejor libro de humor que haya leído. Lo recomiendo en forma categórica.

El otro emprendimiento es la Onion News Network, ONN. Se trata de un sitio del tipo YouTube que pasa fragmentos de distintos canales de una red de noticias propia, que encontró en la televisión y sus formas otro medio para satirizar, con la misma profundidad que las noticias gráficas. Destacaré sólo una nota: “Series of concentric circles emanating from red dot“, que se ocupa de las convenciones gráficas de los noticieros de una manera desopilante.

Nota: lamentablemente, si uno está fuera de Estados Unidos, el sitio de The Onion sólo le permite ver cinco notas sin pedir un pago. Recomiendo usar el navegador en modo privado, o meterse a través de un proxy como hidemyass.com.

Empecé escribiendo humor. Ahora lo sigo haciendo, pero también descubrí que había otras posibilidades y me gusta explorarlas. Entonces, ocurre que algunos de mis escritos actuales no tienen humor, o no lo buscan.

Por un lado está bueno, porque me animo a cosas nuevas, cosas que antes no se me ocurría que fuera capaz de hacer. Pero por otro lado, puede dar lugar a una confusión que es pertinente sacarnos de encima desde el vamos.

Hay gente que empieza haciendo humor y después “se gradúa” hacia géneros mayores. No tengo intención de convertirme en ésos. Primero, el humor no es un género menor. No estoy seguro de que sea un género, ni de que existan los géneros, pero eso es otra discusión. Pero una obra que tiene como objetivo el humor no es necesariamente inferior a una que tiene como objetivo, por ejemplo, movilizar lágrimas.

Está bien, en general las comedias no reciben Oscars. Eso es un problema de los Oscars. Peor para ellos. No resta mérito a las comedias. Claro que un Oscar da prestigio. Tom Hanks ganó una pila de ellos, y es considerado un gran actor. Pero antes de ganar esos Oscars no era peor actor que después. Sólo actuaba en comedias.

No estoy diciendo que Tom Hanks tendría que haber recibido un Oscar por su actuación en Splash. Estoy diciendo que tuvo que hacer papeles más dramáticos para poder ser tomado en serio por la gente que otorga ese premio, y por gran parte de la sociedad. Y eso no está necesariamente bien.

Es un fenómeno parecido al que se da con ciertos periodistas deportivos, que no ven la hora de cambiar de rubro y dedicarse al periodismo de otras áreas. Muchos lo consiguen, y de repente tienen una chapa que antes no poseían. Se convierten en gente respetada, en opiniones autorizadas. Pero puede que no haya cambiado la calidad de su trabajo. Puede ser igual de bueno (o de malo) que cuando cubría waterpolo. Lo que cambia es la percepción, la idea de que una persona que se ocupa de temas serios es más seria.

Eso es una mirada superficial y equivocada. Lo que hay que mirar es qué tan bien hace alguien su trabajo. Si quiere hacer humor, qué tan gracioso es. Si quiere hacer ciencia ficción, qué tan cienciaficcioso es. La persona, en todos los casos, es la misma y tiene la misma capacidad que antes.

Todo esto, en realidad, es más un problema de la sociedad (?) que de quienes hacen o no humor. El asunto es que muchos se creen estas cosas, y terminan pensando que al hacer humor hacen obras inferiores. Y se quieren ir. ¿Saben una cosa? Váyanse. Nosotros, los humoristas, no estamos interesados en tener gente que no quiere estar en nuestro club. Vayan a ver si los aceptan en el country de la Alta Literatura.

No sé qué es eso. Mejor dicho: sí sé. Pero no sé diferenciar el humor inteligente del estúpido. Conozco de ambos, y hay muchos especímenes que no sé de qué lado de la línea ubicar.

Me es más importante si algo me divierte o no. Puede ser diversión barata, por qué no. A veces una idea muy estúpida es divertida sólo por eso. Claro que puede ser independiente de si fue concebida como algo humorístico.

Nunca me propuse hacer humor inteligente. Aparentemente eso es lo que me sale, según los comentarios que recibo. Fenómeno, me halaga. Pero la inteligencia, en todo caso, se coló. Lo que estaba buscando es “¿qué me parece gracioso?”

Me parece que las ideas en sí no son inteligentes o no. Es el desarrollo lo que las hace inteligentes, interesantes. Si uno plantea de forma burda o estúpida una idea que podría ser inteligente, es un desperdicio. Y si uno plantea de forma ingeniosa una idea simplota, de repente se eleva a la categoría de inteligente.

Hay trucos, sin embargo, que algunos humoristas usan para disfrazar un chiste malo o estúpido de inteligente. Es identificarlo como tal. Vamos a un ejemplo concreto. En la obra “El regreso del indio”, Les Luthiers interpretan a un grupo folklórico que tenía ideas políticas (es un plagio de algo que hacían diez años antes en “El valor de la unidad”). En un momento mencionan a Lenin y uno de ellos exclama que no le gustan las canciones de “Lenin y McCartney”. Esto es inmediatamente seguido por una sucesión de otros gags. Minutos más tarde, ocurre otro chiste de la misma altura. No me acuerdo cuál era, pero no es un buen chiste. ¿Cómo lo salvan? Mundstock hace una risa exagerada, mucho más que la que se merece ese chiste. Inmediatamente exclama “¡Lenin y McCartney!”, revelando que había estado todo ese tiempo tratando de entender el chiste estúpido de hace un rato. Así, se consigue elevar dos chistes que no estaban a la altura y convertirlos en un momento memorable.

Es necesario encontrar un equilibrio. Saber el timing de cada chiste. Todos pueden tener su lugar. El asunto es no dar a ninguno un peso inadecuado. No dejar que parezca que el autor cree que un chiste estúpido es una genialidad, y dar tiempo al lector de disfrutar uno más complejo.

Así, todos los lectores estarán incluidos.

Me propongo explicar por qué me interesa hacer humor.

La respuesta corta: no sé.

La larga: todo comenzó hace muchos años, cuando tampoco sabía. Pero me gustaba reírme, y siempre lo buscaba. Entonces el arte o el entretenimiento que consumía era, en general, con fines de hilaridad. Una obra de teatro infantil sin chistes era para mí una pérdida de tiempo.

No entiendo por qué alguien querría otra cosa.

En la época de edades de un dígito, para mí existían dos tipos de personas: los graciosos y los no graciosos. Yo pertenecía a estos últimos. Y un día, hace más de veinte años, decidí cambiarme de bando. Yo iba a ser gracioso. Pero en ese momento no estaba en condiciones. Si no, ya lo sería. Tenía que aprender a ser gracioso. ¿Cómo se aprende eso?

Era necesario un paciente trabajo de observación. ¿Qué diferencia a un ser gracioso de un no gracioso? Por otro lado, ¿cómo crear gracia? Tenía miedo de que no se pudiera inventar, que se naciera gracioso y no hubiera forma de cambiar esa condición. Que algún destino genético me llevara a ser sólo receptor de chistes, no emisor.

Decidí que debía practicar. No sabía cómo hacían los demás, posiblemente nunca se lo hubieran planteado, simplemente eran graciosos. Podía ser. A mí no me quedaba otra que el ensayo y error, por lo menos hasta que se me ocurriera algún otro método. No iba a dar resultado inmediato, pero podía funcionar.

Así que, de un día para el otro, decidí ponerme a hacer chistes. Algunos los pensaba, decía pocos. Sólo pronunciaba los que pasaban mi filtro. “Esto es gracioso, esto no es gracioso”. Rápidamente me di cuenta de que no había fórmulas. Lo gracioso cambiaba con las circunstancias, y algo que antes lo era después podía dejar de serlo.

Después me interesé por un montón de cosas, pero nunca perdí el objetivo de ser gracioso. Por más serio que sea lo que haga, busco agregarle algo de risa. Busco los vericuetos donde pueda esconderse algo divertido, aunque sea que me haga reír a mí solo.

Durante mucho tiempo mis escritos tuvieron un objetivo humorístico. Hace poco empecé a abrirme a otras cosas, más serias. Me tuve que dar cuenta de que el humor no es lo único posible. Este año escribí cosas (que no están en Léame) más internas, más íntimas o algo. No tienen por qué ser graciosas. Pero encuentro que muy seguido brota en ellas alguna gracia. Y a menos que arruine todo, la conservo. La vida siempre tiene que tener humor.

Desde el principio quise hacer humor. Lo demás es/era secundario. Sin embargo, hay gente que opina que el humor puede ser un medio, pero no un fin. Me permito disentir.

Sospecho que hay mucha gente que analizó las cosas. No los he leído. Esto es lo que me parece, que puede tener o no el aval de grandes teóricos del arte o algo. Tampoco me puse a hacer un análisis de mis textos. Puede haber gente dispuesta. Yo me limito a escribirlos. Puedo, sin embargo, hablar de lo que me parece, como autor.

Lo que ocurre con el humor es que no tiene un soporte propio. Es una especie de componente que se pliega a distintas artes. Es como el baño de chocolate. Se puede aplicar sobre distintas comidas de distinta temperatura y forma, pero comerlo solo no es lo más aconsejable.

No existe el humor puro. Tiene que estar sostenido por algún tipo de estructura que le dé consistencia. La que elegí es la literatura. Está muy claro que la elección de la literatura es posterior a la del humor. Cualquier cosa que hiciera iba a intentar ser graciosa.

Entonces, con los años de práctica, me fui dando cuenta de que el humor no sirve para mucho si no se está diciendo algo, o cuestionando algo. No es que necesariamente tenga que ser contrario a la temática a la que se le aplica. Pero algún aspecto hay que modificar, poner en evidencia o en duda.

Otra cosa que aprendí con el tiempo es a no forzar. No insertar chiste tras chiste. Demasiado peso humorístico puede hacer caer la estructura, y queda una cosa vacía, amorfa, que no vale la pena mirar dos veces. Conviene dejar que el humor surja solo de las situaciones, de la lógica. Que la misma lógica de cada texto se preste al humor. Hay chistes que funcionan mejor aislados de otros chistes, y existen aquellos que sólo sirven si forman parte de un enjambre. Sospecho que es la práctica la que permite ir encontrando estructuras que se presten sin forzarse, y/o convertir sin dolor las que no.

Me cuesta escribir la palabra “chiste”. Me parece que un momento humorístico que surge naturalmente es algo así como lo contrario del chiste. Tengo cierta impresión de que es algo externo, un chiste se trasplanta a un texto, y tiene existencia propia, autónoma. Claro que se puede hacer, pero hay que saber hacerlo bien, porque se corre el riesgo de que brille demasiado, y quede fuera de lugar. Y eso es una especie de intento desesperado por ganar el favor del público. Y el público, al menos el que intento que disfrute mis textos, se da cuenta.

Desde que me largué a escribir cuentos regularmente, tomé la decisión de ser positivo. Es un aspecto no sé si importante, pero constante de mi producción, que tal vez si no se menciona puede ser pasado por alto.

Es muy fácil entrar en la negatividad cuando se hace humor. “Todo sale mal en comedyland“. Se supone que si a los personajes les va mal, o tienen contratiempos, el espectador se divierte. Puedo entender la idea, pero no estoy de acuerdo en que sea una regla infranqueable.

El problema no es ése. Muchos autores se dejan llevar por la onda negativa, y de repente su obra tiene un mensaje muy poco alentador. Es fácil irse al cinismo. Deja un sabor amargo, por más divertido que sea. El otro día en la lectura mencioné esto diciendo “es contraproducente leer un libro muy gracioso que te deja pensando que la vida es una mierda”.

Esto no significa que piense que todo tiene que tener un mensaje optimista, ilusorio, u ofrecer un panorama nuevo para la vida del lector. Para nada. No existe la necesidad de que el lector aprenda algo. Lo que quiero decir es que tampoco existe la necesidad de que el lector se amargue al reírse.

Consciente de ese peligro, decidí darle a los cuentos un tono positivo, mientras no se fuerce la historia. Lo más importante es contar algo coherente. No voy a forzar un final feliz, tampoco lo voy a evitar.

Trato de evitar, por ejemplo, matar a los personajes. Muchos tienen ese vicio. La regla no es “no hay que matar personajes” sino “tiene que haber una buena razón para matar personajes”, en particular protagonistas. La buena razón puede ser de toda índole: que es muy divertido, que es un buen recurso narrativo en ese caso, o lo que sea. Cambia en cada cuento. De esta manera, de paso, evito muchos finales fáciles.

Hay un par de cuentos en Léame en los que el protagonista muere al final. No tengo problema, en todos los casos pienso que se justifica. Y al no abusar de ese recurso, me parece que les da un impacto distinto que si pasara muy seguido.

En El método de la sortija, me pasó que la historia me llevaba naturalmente a que el protagonista quebrara. Pero me dio ternura, no me parecía bien. Me daba la impresión de que si el final era así, por más natural que fuera la historia, el cuento no me iba a gustar. Entonces empecé a pensar maneras de corregirlo. Tuve que remar contra la corriente, y así como lo hice yo, también lo hace el personaje. Finalmente, después de varios intentos logré dar con lo que me parece que era la clave del asunto. Y el cuento quedó mucho más lindo, aunque es posible que se note el esfuerzo.

Muchos comediantes hablan de la importancia de vivir con alegría, de sonreír, etc. No pienso convertirme en un militante de esas cosas. A veces es necesario sentirse mal. Pero sí pienso que lo que uno crea vale más la pena si su existencia hace que el mundo sea algo mejor.