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Hay gente que tiene dedos mágicos.

Gente que toca instrumentos con increíble habilidad. Que sabe colocar cada nota en el tiempo exacto, con la intensidad justa y a cualquier velocidad. Que maneja ambas manos en forma independiente y armónica. Que resulta admirable por su destreza y el tiempo que le tiene que haber tomado lograrla.

Ir a sus conciertos es una experiencia notable. Uno queda estupefacto, sorprendido, maravillado por lo que puede hacer una persona. Que, después de todo, es una persona igual que uno, con un cerebro y diez dedos. Claramente lo que está haciendo está al alcance de un humano, a pesar de que muchas veces no parece.

Ver a estos artistas es un espectáculo de destreza, más que musical. Es casi como ir al circo. El espectador concurre a admirar los movimientos, la habilidad del artista, más que el arte que produce. Porque hay muchos casos en los que el artista virtuoso no sabe dónde aplicar su virtuosismo.

Entonces adorna con dificilísimos accesorios obras que no los necesitan. Muchas veces queda bien, pero hay otras veces en las que el virtuosismo se interpone entre la obra y el espectador. Uno no puede admirar una obra, porque está ocupado admirando al intérprete.

En la literatura pasa algo parecido. Hay escritores con gran habilidad lingüística, que hacen juegos de palabras, que pueden convertir cualquier concepto en cualquier otro. Magos que pueden decir cualquier cosa. Pero no basta con poder decir cualquier cosa. Hay que tratar de que lo que uno escribe sea algo que valga la pena escribir. Y el virtuosismo no lo salva a uno de eso. Cualquiera, el virtuoso o el principiante, puede caer en la trampa de hacer una obra que no vale la pena hacer.

Lo bueno es que hay distintos públicos, y sólo es necesario encontrar al público que piensa que esa obra sí vale la pena. Ahí el esfuerzo dará frutos.

Una de las trampas que aparecen cuando uno quiere escribir humor son los sentimientos. Más exactamente, el miedo a ellos. Uno quiere reírse y hacer reír, y cuando se enreda en una historia que puede llevar a otras cosas, se puede ver el coeficiente de risas cada vez más bajo. Entonces puede surgir una tendencia a ignorar todo lo que no lleve directamente a la risa.

Y eso no tiene nada de malo, necesariamente. Si uno quiere hacer eso, y sale bien, puede ser muy satisfactorio. Hay un montón de obras donde los sentimientos molestaría, si estuvieran. Otras donde están y molestan. Y otras donde están y no molestan.

El asunto es no atarse. Esa tendencia a rechazar los sentimientos, o a incluirlos para reírme de ellos, después de un tiempo de escribir regularmente me empezó a molestar. Me pareció que a veces estaba cayendo en la trampa de endurecerme inútilmente.

Empecé entonces a dar un poco de lugar. Salieron textos de una serie que llamé “el rincón sensible”, que al principio iban más para el lado de la parodia del sentimentalismo. Eso es algo en lo que nunca quise caer: la manipulación burda de sentimientos. Era necesario, aunque no lo sabía explícitamente, evitar esa manipulación sin cerrar la puerta a los sentimientos.

Lentamente, empecé a aflojarme. No dejé de buscar el humor, pero fui haciendo más consciente la idea de que estaba bueno agregar ese otro nivel a los cuentos. Y si salía algo no humorístico, pero me gustaba, entonces estaba bien. Empecé a no tener vergüenza de mostrarme cuentos con exploración de sentimientos.

Encontré, también, que al hacer esa exploración el humor no dejaba de surgir. Pasó que empecé a explorar situaciones de formas un poco más naturales, sin forzar premisas y personajes hacia donde me parecía que iba a haber algo gracioso. Y el humor surgía igual de esas situaciones.

Ocurre algo más: cuando el humor sale de situaciones más “naturales”, es otro tipo de risa. No es el inesperadismo, el “mirá lo que se le ocurrió”, aunque puede haber ocurrencias. Está más en los personajes, o en las formas de encarar conflictos. De repente tenía que resolver situaciones de forma orgánica, y sin forzar el humor.

Me pasó en un cuento donde tenía una sola idea inicial: a alguien que está acostumbrado a operar la sortija de la calesita, que tiene que dificultar la obtención de esa sortija, le debe ser difícil repartir volantes. Era un germen, y quería construir un cuento con eso. Entonces me inventé un personaje que tenía una calesita. Recordé mis tiempos de frecuentar calesitas, las observaciones que había hecho en esa época sobre distintas técnicas, y un sujeto en particular que hacía imposible obtener la sortija por más esfuerzo que se hiciera.

Apliqué todo eso al personaje, y para llevarlo a que repartiera volantes, lo puse en dificultades. Ahí la historia me llevaba naturalmente a que se fundiera, perdiera la calesita y pasaran muchas cosas feas. Pero para cuando escribí eso ya estaba ablandado, y me dio ternura que al personaje le pasara eso. Entonces tuve que pensar alguna forma de resolver el asunto, sin recurrir a un “It’s a wonderful life” donde todo el pueblo viniera a apiadarse de él o algo.

Y costó. El cuento tuvo muchos intentos, y hubo varios cambios drásticos en los que unos cuantos párrafos perecieron y fueron reemplazados por otros. Al final quedó El método de la sortija, que aparece al principio de Léame.

La ubicación de ese cuento es intencional. Entre los primeros tres del libro, hay uno de la serie que da título y dos del rincón sensible. El mensaje de esa secuencia es que me ocupé de no caer en la trampa de la insensibilidad, y si bien el libro se presenta como uno donde se juega con ideas y formas, también está permitido involucrarse emocionalmente.