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Una de las trampas que aparecen cuando uno quiere escribir humor son los sentimientos. Más exactamente, el miedo a ellos. Uno quiere reírse y hacer reír, y cuando se enreda en una historia que puede llevar a otras cosas, se puede ver el coeficiente de risas cada vez más bajo. Entonces puede surgir una tendencia a ignorar todo lo que no lleve directamente a la risa.

Y eso no tiene nada de malo, necesariamente. Si uno quiere hacer eso, y sale bien, puede ser muy satisfactorio. Hay un montón de obras donde los sentimientos molestaría, si estuvieran. Otras donde están y molestan. Y otras donde están y no molestan.

El asunto es no atarse. Esa tendencia a rechazar los sentimientos, o a incluirlos para reírme de ellos, después de un tiempo de escribir regularmente me empezó a molestar. Me pareció que a veces estaba cayendo en la trampa de endurecerme inútilmente.

Empecé entonces a dar un poco de lugar. Salieron textos de una serie que llamé “el rincón sensible”, que al principio iban más para el lado de la parodia del sentimentalismo. Eso es algo en lo que nunca quise caer: la manipulación burda de sentimientos. Era necesario, aunque no lo sabía explícitamente, evitar esa manipulación sin cerrar la puerta a los sentimientos.

Lentamente, empecé a aflojarme. No dejé de buscar el humor, pero fui haciendo más consciente la idea de que estaba bueno agregar ese otro nivel a los cuentos. Y si salía algo no humorístico, pero me gustaba, entonces estaba bien. Empecé a no tener vergüenza de mostrarme cuentos con exploración de sentimientos.

Encontré, también, que al hacer esa exploración el humor no dejaba de surgir. Pasó que empecé a explorar situaciones de formas un poco más naturales, sin forzar premisas y personajes hacia donde me parecía que iba a haber algo gracioso. Y el humor surgía igual de esas situaciones.

Ocurre algo más: cuando el humor sale de situaciones más “naturales”, es otro tipo de risa. No es el inesperadismo, el “mirá lo que se le ocurrió”, aunque puede haber ocurrencias. Está más en los personajes, o en las formas de encarar conflictos. De repente tenía que resolver situaciones de forma orgánica, y sin forzar el humor.

Me pasó en un cuento donde tenía una sola idea inicial: a alguien que está acostumbrado a operar la sortija de la calesita, que tiene que dificultar la obtención de esa sortija, le debe ser difícil repartir volantes. Era un germen, y quería construir un cuento con eso. Entonces me inventé un personaje que tenía una calesita. Recordé mis tiempos de frecuentar calesitas, las observaciones que había hecho en esa época sobre distintas técnicas, y un sujeto en particular que hacía imposible obtener la sortija por más esfuerzo que se hiciera.

Apliqué todo eso al personaje, y para llevarlo a que repartiera volantes, lo puse en dificultades. Ahí la historia me llevaba naturalmente a que se fundiera, perdiera la calesita y pasaran muchas cosas feas. Pero para cuando escribí eso ya estaba ablandado, y me dio ternura que al personaje le pasara eso. Entonces tuve que pensar alguna forma de resolver el asunto, sin recurrir a un “It’s a wonderful life” donde todo el pueblo viniera a apiadarse de él o algo.

Y costó. El cuento tuvo muchos intentos, y hubo varios cambios drásticos en los que unos cuantos párrafos perecieron y fueron reemplazados por otros. Al final quedó El método de la sortija, que aparece al principio de Léame.

La ubicación de ese cuento es intencional. Entre los primeros tres del libro, hay uno de la serie que da título y dos del rincón sensible. El mensaje de esa secuencia es que me ocupé de no caer en la trampa de la insensibilidad, y si bien el libro se presenta como uno donde se juega con ideas y formas, también está permitido involucrarse emocionalmente.

Hay mucha gente que usa la frase “no me gusta escribir, me gusta haber escrito”. Se refieren, por si no está claro, a que el proceso de la escritura en sí les resulta arduo, frustrante, pero una vez que consiguen algo satisfactorio, el trabajo vale la pena.

Puedo decir que en mi caso eso no es cierto. Me gusta haber escrito, y también me gusta escribir. Disfruto el proceso de descubrimiento de un texto. Ir hilvanando una historia, dejarme llevar por ella, ver las distintas posibilidades y elegir la que más me satisface.

El proceso a veces tiene partes frustantes, porque no siempre las cosas salen como uno había pensado. Ocurre que ideas de éxito seguro fracasan, y viceversa. Pero ahí está la sorpresa, el vértigo. Nunca sé si algo que empiezo va a llegar a ser bueno, y eso otorga un vértigo que me gusta atravesar.

Muchas veces, cuando un cuento viene bien, el camino se disfruta. Los elementos van cerrando, aparecen vertientes nuevas antes no pensadas. Se ve venir una conclusión satisfactoria. Mientras más formado esté el texto, más seguridad hay de que no se va a caer al final. En general tomo una decisión consciente de dejarme llevar por la intuición, aunque no siempre lo que la intuición dicta es lo mejor. Hay que estar atento.

Otra cosa que pasa son los accidentes. Si ocurre algo inesperado, si un error de tipeo otorga una idea nueva, es un momento mágico que se disfruta mucho. Incluso puede pasar que la idea con la que uno empezó se convierta en otra totalmente distinta espontáneamente. Eso es doblemente bueno, porque sale algo nuevo que generalmente me deja conforme, y porque la idea origina queda libre para ser escrita otro día.

El proceso de escritura permite meterse entre las ideas y sacar algo concreto de ellas. Después, cuando se reescribe, hay que revisar si está bien. Eso sí puede ser algo tedioso, aunque puede aparecer la inspiración en la segunda (o tercera, o cuarta) pasada, y de repente la escritura vuelve a tener el placer de la escritura.

Y eso está buenísimo.

Cuando la gente se entera de que uno escribe, se siente obligada a dar consejos. Aparentemente, todos saben lo que tiene que hacer un escritor. Tal vez todos sean escritores vicarios, y quieren canalizarlo a través de uno. No sé. Pero no dejan de iluminarnos con los consejos acerca de no sólo lo que piensan que uno debe hacer, sino lo que no creen que uno lo haya pensado nunca.

Uno de los consejos más frecuentes es que un escritor debe leer mucho. Es un concepto razonable, después de todo el cerebro tiene que alimentarse de algo. Sin embargo, está lejos de ser un concepto universal. Se puede ser un gran escritor sin haber leído nada, aunque diría que es poco probable que a alguien que no lee nada se le ocurra ponerse a escribir.

Hay gente que no sólo sabe que uno debe leer, sino que también sabe qué debe leer uno. Tiran entonces listas de libros, a modo de verificación. Porque si uno no los leyó, pueden saberse superiores, no necesariamente porque ellos los leyeron, sino porque no se dedican a la escritura habiendo no leído esas obras que todo escritor debería leer. No como uno, que es claramente ignaro.

El consejo, aunque irrita, es perfectamente válido. Leer suele hacer bien para escribir. No es mi intención negarlo. Sin embargo, no tiene nada de absoluto. Y hay muchos estímulos que pueden alimentar una escritura. La música, el cine, la televisión, caminar por la ciudad, caminar por el campo, caminar en el espacio, observar los pajarillos, bañarse, la pintura, la arquitectura, los viajes, las tormentas, la autocontemplación, la exocontemplación. Cualquier cosa puede estimular el pensamiento, que se puede transformar en algo escrito, que no tiene por qué ser menos válido que lo que escribe alguien que leyó y comprendió todo el canon varias veces.

El asunto, señores, es pensar.

No todos están destinados a ser escritores. Pero hay quienes están interesados en convertirse en uno, y no saben qué hacer. Recién llegado a este lado, les cuento lo que aprendí.

Hace falta una sola cosa: escribir. Después es cuestión de seguir escribiendo. Claro que no cualquier escrito hace que uno sea escritor. ¿Dónde está el límite? Es un límite interno.

No existe carrera de escritor. O tal vez existe, qué sé yo, pero no le daría ningún crédito. Nadie tiene el diploma. Lo que se puede es lograr sentirse escritor, o ser percibido por los demás como tal.

Ayuda tener algo publicado. No es necesario, se puede ser escritor inédito. No hay características fijas, salvo que los escritores escriben. Un escritor que no escribe capaz que puede existir, aunque yo lo llamaría un potencial escritor. Hay que escribir, y tener cierta familiaridad con esa práctica, aunque no se la ejerza seguido.

Se puede tener cualquier tipo de método, o ninguno. Lo importante para ser escritor, a mi modo de ver, es un cambio interno. Convencerse de que uno es escritor. ¿Cómo se hace? Convenciéndose de que sabe escribir.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué es saber escribir? No tiene nada que ver con la gramática. Es tener confianza de que, al menos a veces, cuando uno se siente (o se pare, o acueste) a escribir, va a poder salir algo. Nadie tiene nunca la certeza de que va a salir algo bueno, pero sí se puede aspirar a que salga algo con cierta forma.

Así, alguien que es escritor es alguien que aprendió el oficio de escritor, y tiene la suficiente confianza como para animarse a escribir, y pensar que lo está haciendo en serio.

Muchos escritores tienen rituales. Algunos toman una taza de vino espumante mientras escriben siempre en el mismo escritorio, que heredaron de sus bisabuelos bizantinos. Otros escriben a mano, con una pluma fuente y tinta azul. Otros dictan a su asistente, que no puede equivocarse porque sufrirá la ira del escritor.

Yo, como escribo, tengo algunos rituales. El único que cumplo a rajatabla es escribir todos los días. Pero de eso ya he hablado. ¿Qué otra cosa puedo mencionar?

Por ejemplo, que escribo en una notebook. Esto me permite movilidad. Algunos de mis cuentos han sido escritos en el baño (y no son los que usted, querido lector, tiene en la cabeza en este momento). En general no me muevo de mi base, no porque no quiera sino porque no se me ocurre. También prefiero estar donde nadie me moleste. No para concentrarme mejor, sino porque me gusta que nadie me moleste.

Terminado el texto, es momento de guardarlo. Para esto es buena la notebook. Si se llega a cortar la luz, puedo seguir escribiendo sin problemas. Antes de incorporarla, alguna vez me ha pasado que perdí lo que estaba haciendo por un corte de energía. Entonces ahí sí tuve que sacar la notebook y rehacer todo ahí, porque no sabía cuándo iba a volver la electricidad. Así que de ese cuento hay dos versiones, una anterior al corte y una durante.

Lo guardo en la notebook y también en un pen drive que es el depósito oficial de los cuentos. Pero no se termina ahí. Después agarro y lo mando por mail a mi amiga Erica, que gentilmente me recibe en su casilla los cuentos. De esta manera, si llego a perder las dos copias que tengo en mi poder, tengo dos más, una en mi mail y otra en el de ella. Felizmente, no ha sido necesario recurrir a ellas por emergencias grandes. Aunque me pasó que fui a una lectura y descubrí ahí que leía yo. Entonces corrí a un ciber y bajé algo del mail para salir del paso. Ahora ya no es necesario, porque no sólo está el blog personal, sino que siempre llevo una hoja bien doblada con varios cuentos en letra muy chica, por si me vuelvo a encontrar en una situación así.

Y aparte tengo un libro.

Como me pongo la obligación de escribir, a veces no tengo ninguna idea saltando en el tintero, como para lanzarme sobre ella y desarrollarla. La obligación está para que en esos días igual salga algo. Entonces me pongo a escribir igual, confiando en que el ejercicio va a terminar bien.

Mucho más seguido de lo que podría pensarse, sale algo. De repente una serie de palabras que se me ocurrió poner va adquiriendo sentidos que se concatenan hasta formar un texto. La frase original puede ser al azar, sin demasiado sentido.

Así ocurrió con El camión de los centauros, presente en Léame. Me senté a escribir sin nada, y ante la página vacía puse “Era un verdadero centauro”. Y fue apareciendo una idea de que el centauro estaba junto con muchos otros en un camión de los que transportan ganado, que va por la ruta con un destino incierto.

Hay mucho misterio en ese texto, entre otras cosas porque nunca supe de qué se trataba. Así como el narrador no sabe para dónde va el camión, el escritor tampoco, y se va dejando las opciones abiertas. Pronto el escritor, o sea el mismo que escribe ahora y justo se le dio por la tercera persona, comprendió que lo que estaba bueno era ese misterio. Empezó entonces a tirar para ese lado, hasta que salió más o menos la historia que está ahora publicada.

Estos cuentos muchas veces necesitan bastante trabajo posterior. Algunas de las ideas tiradas al principio para ver qué prende pierden sentido una vez que se armó una narración. Hay que podarlas, o darles un lugar adecuado. Para eso está todo el proceso de reescritura, que de todos modos los cuentos escritos con preproducción también necesitan.

Lo bueno es que esta clase de cuentos sólo aparecen cuando uno practica y deja que sus instintos se desarrollen. Son cuentos de oficio, y son igual de respetables que los otros.

Este método me funciona a mí, y no tiene por qué funcionarle a los demás. Es una adaptación a mis características. Se adecúa bien a mi personalidad. Me da una estructura de la que agarrarme, que puedo usar para darme una libertad que de otro modo tal vez no tendría.

El asunto consiste en que todos los días tengo que escribir algo y terminar una primera versión. O sea, no puedo empezar algo y dejarlo de lado. Si lo hago, no cuenta, tengo que hacer otra cosa. Lo que escriba en sí puede ser cualquier cosa: cuento, poema, texto, experimento, canción, lo que sea. Colectivamente los llamo cuentos, porque hay mayoría de ellos, pero no todos lo son. Pero como no me importan las etiquetas, está todo bien.

Hacerlo así me saca una responsabilidad que sentía antes de empezar: tener una idea para escribir algo. Siempre supe que podía escribir, y muchas veces me encontré esperando a tener una idea para poder escribirla. O al revés, tenía una idea pero ocurría en un momento inadecuado, y después iba postergando la realización. Ahora, hoy tengo que hacer algo. Entonces es necesario adecuarme a esa obligación.

Así, si tengo una idea la anoto rápidamente, antes de que se me vaya. Pero aparte, como cada día voy a usar una, necesito que se me ocurran. Entonces estoy todo el tiempo en modo buscar ideas. Mantengo así la concentración requerida para que aparezcan las ocurrencias. Como nunca me libero de la obligación, la búsqueda es permanente.

Muchas veces, de todos modos, pasa que no tengo ninguna idea fresca, o las que tengo no me convencen en el momento de escribir. Estoy obligado a improvisar, a pensar algo rápido o hacer algún ejercicio. Mi experiencia bajo esa clase de presión es satisfactoria. Hay un montón de cosas que me gustan mucho y no hubiera escrito si no me hubiera puesto la obligación.

Ayuda que suelo escribir rápido. Pero eso sí: la primera versión nunca es la definitiva. Hay que trabajar los textos, dejarlos crecer, darles unos días y unas pasadas para que se muestren como son. Este trabajo es extra, no cuenta como la escritura del día aunque me pase todo el día.

Tampoco cuentan las cosas escritas para otros proyectos. Este blog, por ejemplo, se actualiza todos los días, y va aparte. Aunque alguna vez puede pasar que algo que escribí para el blog me guste y lo tome como parte de mi escritura “seria” o “canónica”. Pero no ocurre seguido.

Tengo suerte de haber encontrado este método, que me permite escribir muchísimo. Como arranqué a mediados de 2007, a la fecha llevo más de 1600 escritos. Es una simple cuestión matemática si uno logra mantener la disciplina. A alguna gente le parece impresionante la cantidad, a mí me gusta pero no lo considero una hazaña, sino el resultado de la constancia.

Eso sí: no todo lo que escribo después resulta bueno. Antes de escribirlo no lo sé. Siempre es un experimento. Si me parece que lo que está saliendo es una mierda, en general intento otra cosa. Pero también, con la constancia, desarrollé experiencia, y tengo formas de salvar textos que no están saliendo bien.

No sólo fui creando un instinto de escritor, sino que aprendí a confiar en ese instinto. Logro dejarme llevar por donde me parece que tiene que ir lo que estoy escribiendo, y muchas veces me encuentro que aparecí en algún lado que no sospechaba. Eso es una de las sensaciones más placenteras del viaje de la escritura.

Antes de que Léame estuviera impreso tenía cierta idea de lo que iba a pasar. Algunas cosas comenté en este blog. Estaba seguro de que iba a encontrar fragmentos que podían mejorarse. Eso ya ocurrió, y apliqué los anticuerpos que tenía preparados. También estoy preparado para cuando me arrepienta de haber incluido algún cuento, o dejado afuera a otro.

Los primeros días después de la presentación estaba medio en otra, y tuve que forzarme a escribir. Me conformé con lo que saliera, pero algo tenía que escribir. No iba a permitir dejarme estar por más autor publicado que fuera. Pero noté que no se me ocurría ideas, y tenía que recurrir a escarbar la libreta donde las anoto.

Esta situación duró algunos días. Después pasó. Me quedé tranquilo cuando empecé a pensar ideas nuevas. Apareció el “todavía puedo”. Nada de esto es algo que no me esperara. Tampoco tengo que sacar un libro para tener un período de unos días sin que se me ocurra nada. Esta vez era parte de la sopa.

Lo que me sorprendió es que las ideas que se me están ocurriendo son respuestas, o variaciones de cosas que están en Léame.

El primero fue algo que, si se me hubiera ocurrido unos meses antes, podía haber modificado drásticamente el cuento La vaca atada. Este cuento consiste en un narrador que adopta como mascota una vaca que encuentra caminando por su barrio. El otro día vi una artista callejera que estaba haciendo malabares en un semáforo, y usaba dos banderas rojas. “Menos mal que no hay ningún toro cerca”, pensé. Inmediatamente supe que eso podía haber sido bueno para incorporar a ese cuento. Pero, como ya está publicado, lo escribí como uno independiente, que igual constituye una especie de respuesta.

Después caminé por una escalera mecánica que no andaba, y noté que la gente anda despacio. Empecé a pensar por qué podía pasar eso, y de repente desemboqué en una especie de secuela de Un paso hacia adelante.

Por últmo, fui al supermercado y debí lidiar de nuevo con un carrito con cierta independencia en sus ruedas. Me encontré compensando con mi cuerpo las limitaciones de su movimiento. Y entonces apareció el contorsionismo, en algo que todavía no escribí pero puede resultar una fusión de El carro que me quería con cosas como Un paso hacia adelante y también la serie de las aventuras del cuerpo humano.

Ya me había pasado de dialogar con textos anteriores. Pero nunca con tantos juntos. Y menos justo después de que todos hubieran sido publicados.