Como me pongo la obligación de escribir, a veces no tengo ninguna idea saltando en el tintero, como para lanzarme sobre ella y desarrollarla. La obligación está para que en esos días igual salga algo. Entonces me pongo a escribir igual, confiando en que el ejercicio va a terminar bien.

Mucho más seguido de lo que podría pensarse, sale algo. De repente una serie de palabras que se me ocurrió poner va adquiriendo sentidos que se concatenan hasta formar un texto. La frase original puede ser al azar, sin demasiado sentido.

Así ocurrió con El camión de los centauros, presente en Léame. Me senté a escribir sin nada, y ante la página vacía puse “Era un verdadero centauro”. Y fue apareciendo una idea de que el centauro estaba junto con muchos otros en un camión de los que transportan ganado, que va por la ruta con un destino incierto.

Hay mucho misterio en ese texto, entre otras cosas porque nunca supe de qué se trataba. Así como el narrador no sabe para dónde va el camión, el escritor tampoco, y se va dejando las opciones abiertas. Pronto el escritor, o sea el mismo que escribe ahora y justo se le dio por la tercera persona, comprendió que lo que estaba bueno era ese misterio. Empezó entonces a tirar para ese lado, hasta que salió más o menos la historia que está ahora publicada.

Estos cuentos muchas veces necesitan bastante trabajo posterior. Algunas de las ideas tiradas al principio para ver qué prende pierden sentido una vez que se armó una narración. Hay que podarlas, o darles un lugar adecuado. Para eso está todo el proceso de reescritura, que de todos modos los cuentos escritos con preproducción también necesitan.

Lo bueno es que esta clase de cuentos sólo aparecen cuando uno practica y deja que sus instintos se desarrollen. Son cuentos de oficio, y son igual de respetables que los otros.