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Hay mucha gente que usa la frase “no me gusta escribir, me gusta haber escrito”. Se refieren, por si no está claro, a que el proceso de la escritura en sí les resulta arduo, frustrante, pero una vez que consiguen algo satisfactorio, el trabajo vale la pena.

Puedo decir que en mi caso eso no es cierto. Me gusta haber escrito, y también me gusta escribir. Disfruto el proceso de descubrimiento de un texto. Ir hilvanando una historia, dejarme llevar por ella, ver las distintas posibilidades y elegir la que más me satisface.

El proceso a veces tiene partes frustantes, porque no siempre las cosas salen como uno había pensado. Ocurre que ideas de éxito seguro fracasan, y viceversa. Pero ahí está la sorpresa, el vértigo. Nunca sé si algo que empiezo va a llegar a ser bueno, y eso otorga un vértigo que me gusta atravesar.

Muchas veces, cuando un cuento viene bien, el camino se disfruta. Los elementos van cerrando, aparecen vertientes nuevas antes no pensadas. Se ve venir una conclusión satisfactoria. Mientras más formado esté el texto, más seguridad hay de que no se va a caer al final. En general tomo una decisión consciente de dejarme llevar por la intuición, aunque no siempre lo que la intuición dicta es lo mejor. Hay que estar atento.

Otra cosa que pasa son los accidentes. Si ocurre algo inesperado, si un error de tipeo otorga una idea nueva, es un momento mágico que se disfruta mucho. Incluso puede pasar que la idea con la que uno empezó se convierta en otra totalmente distinta espontáneamente. Eso es doblemente bueno, porque sale algo nuevo que generalmente me deja conforme, y porque la idea origina queda libre para ser escrita otro día.

El proceso de escritura permite meterse entre las ideas y sacar algo concreto de ellas. Después, cuando se reescribe, hay que revisar si está bien. Eso sí puede ser algo tedioso, aunque puede aparecer la inspiración en la segunda (o tercera, o cuarta) pasada, y de repente la escritura vuelve a tener el placer de la escritura.

Y eso está buenísimo.

Lanzamiento, presente en Léame, tiene una larga historia. Arrancó como un tímido intento de sorprender al final. Titulado En las alturas, era una idea sencilla. El protagonista está parado en un balcón, mirando hacia abajo. La idea es que el lector piense que está contemplando suicidarse, que puede o no saltar, que está reflexionando sobre las consecuencias que puede tener su suicidio. Y entonces, en el último momento del texto, lo que debe sorprender es esto:

En un momento dado, se hizo presente la tentación. Luis al principio trató de resistirla, pensando en lo que los demás podían pensar de él. Y durante unos instantes resistió. Pero al pasar los minutos la inhibición se le fue reduciendo. Entonces Luis tomó impulso, eligió un objetivo y, con todas sus fuerzas, escupió.

Durante un tiempo se mantuvo así, sin ser brillante, sin ser una bosta, como un ejemplo de ejercicio temprano. Pero un día volvió a aparecer. Me había quedado dando vueltas por algún sector de la cabeza, o del resto del cuerpo, y volvió a mi consciencia. Y, como ya estaba más experimentado, supe que se podía hacer más. No era suficiente sorpresa. Entonces decidí probar a ver qué pasaba con otro intento, que titulé En el balcón, como referencia directa al cuento anterior.

Dejé los primeros párrafos exactamente iguales, como una especie de testimonio del origen (después hubo que cambiarlos, porque quedaba feo el contraste de estilos). Pero pensé que el lector, como se iba a dar cuenta de que la cosa venía por el lado de la escupida, necesitaba sorprenderse de otra forma. Entonces se me ocurrió que, al intentar escupir, el personaje se cayera. Ahí me gustó, porque podía seguir haciendo lo de la escupida pero al mismo tiempo no me perdía todo lo que podía venir con la caída.

Y de repente, ocurrió uno de esos momentos mágicos. De pronto, las cosas que había escrito un par de años antes empezaron a tener sentido en la historia nueva. Los árboles que parecían nubes vistas desde un avión servían para amortiguar la caída. La gente que se veía desde arriba servía para iniciar conflictos. El cuento, y sus componentes, tenían más niveles que los que había visto, y estaban saltando a la luz.

El cuento quedó redondito. Faltaba sólo pulir el título, porque de pronto gran parte de la historia no ocurría en el balcón. ¿Qué puede unir el concepto de tirarse con el de escupir? Con una palabra bastaba: Lanzamiento.

Como me pongo la obligación de escribir, a veces no tengo ninguna idea saltando en el tintero, como para lanzarme sobre ella y desarrollarla. La obligación está para que en esos días igual salga algo. Entonces me pongo a escribir igual, confiando en que el ejercicio va a terminar bien.

Mucho más seguido de lo que podría pensarse, sale algo. De repente una serie de palabras que se me ocurrió poner va adquiriendo sentidos que se concatenan hasta formar un texto. La frase original puede ser al azar, sin demasiado sentido.

Así ocurrió con El camión de los centauros, presente en Léame. Me senté a escribir sin nada, y ante la página vacía puse “Era un verdadero centauro”. Y fue apareciendo una idea de que el centauro estaba junto con muchos otros en un camión de los que transportan ganado, que va por la ruta con un destino incierto.

Hay mucho misterio en ese texto, entre otras cosas porque nunca supe de qué se trataba. Así como el narrador no sabe para dónde va el camión, el escritor tampoco, y se va dejando las opciones abiertas. Pronto el escritor, o sea el mismo que escribe ahora y justo se le dio por la tercera persona, comprendió que lo que estaba bueno era ese misterio. Empezó entonces a tirar para ese lado, hasta que salió más o menos la historia que está ahora publicada.

Estos cuentos muchas veces necesitan bastante trabajo posterior. Algunas de las ideas tiradas al principio para ver qué prende pierden sentido una vez que se armó una narración. Hay que podarlas, o darles un lugar adecuado. Para eso está todo el proceso de reescritura, que de todos modos los cuentos escritos con preproducción también necesitan.

Lo bueno es que esta clase de cuentos sólo aparecen cuando uno practica y deja que sus instintos se desarrollen. Son cuentos de oficio, y son igual de respetables que los otros.

En las clases de guión se usa a la película Volver al Futuro como un ejemplo de guión bien estructurado. La película está construida con un uso eficiente de los recursos. Los elementos que aparecen en las partes decisivas están plantados antes, y todos tienen sentido dentro de la narrativa.

A partir de la idea básica (un adolescente va al pasado, conoce a sus padres y pone en riesgo su existencia) se construye un mundo rico. Uno de los elementos es la comparación entre las distintas cosas como eran treinta años antes y en el “presente”. La ciudad en la que la película se sitúa es una provisión casi inagotable de esta clase de cosas. A tal punto que siguió trayendo cosas nuevas durante dos películas más.

Pero la riqueza de Hill Valley, y de la película, podía haberse visto reducida considerablemente de haberse seguido el plan original. Los guionistas de la película, Gale y Zemeckis, se encontraron durante la escritura con el mismo problema que los personajes: ¿de dónde sacar la enorme cantidad de energía que requiere la máquina del tiempo? E inicialmente lo resolvieron de una manera muy distinta.

Al principio de la película se ve que la máquina funciona con plutonio, porque requiere una reacción nuclear. Los guionistas, entonces, se acordaron de que en la época en la que querían situar el film había pruebas nucleares. Entonces decidieron trasladar a los personajes a New Mexico para la última parte de la cinta, en la que se produce el regreso.

Esta solución implicaba abandonar la ciudad que tanta riqueza proveía, y a resolver la historia principal con anticipación. O a hacer drásticos cambios respecto de lo que es la película final. El guión que se iba a filmar tenía este elemento. Sólo cambió cuando se dieron cuenta de que el presupuesto no alcanzaba para ir a New Mexico.

Ahí tuvieron que ver con qué elementos contaban y se les ocurrió lo del rayo en el reloj de la torre. De repente, tenían una solución mucho mejor. No sólo mantenía a la película en el mismo lugar donde había ocurrido todo el resto de la acción, sino que aparecían elementos que la enriquecían: que la acción principal del viaje en el tiempo sucediera gracias a la destrucción de un reloj, que los personajes pudieran anticipar un rayo específico por tener información del futuro, que hubiera un límite sobre cuánto tiempo tenía el protagonista en deshacer su error y enamorar a sus padres.

Las conclusiones son dos: a veces las trabas permiten mejorar la obra, porque obligan a aumentar la creatividad. Y, por otro lado, cuando los guionistas exploraron la obra y usaron los elementos que tenían en el mundo que habían creado, la película fue mucho mejor.

Estamos cerrando Léame. Es un momento de suspenso. Queda poco para revisar, pero siempre está la sensación de que falta ver algo. Esa sensación nunca se va a ir. Por más que mire mil veces, siempre algo va a quedar. Y si hoy el libro está perfecto, mañana seré otra persona y encontraré objeciones que hoy no tengo. O ideas nuevas para mejorar los cuentos.

Ha sido un proceso de varios meses, más de un año, en realidad más de cuatro años. Léame es resultado de mil quinientos días de escritura, que fueron dando forma a una colección de mis mejores cuentos. No me guardé nada para el segundo libro. Sí quedan muchos textos afuera, incluso varios que estuvieron a punto de entrar en el libro y a último momento fueron excluidos. Del mismo modo, algunos que no iban a estar de repente aparecieron en la última versión.

Varios de los cuentos tienen ya un tiempo, y los he leído en público en diversas oportunidades. Pero esto no significa que estuvieran terminados. Nunca un cuento se termina. Lo que no pensé es que en la revisión final iban a aparecer objeciones mayores de personas que no están del todo familiarizadas con los textos.

Entonces, de repente me encontré con que algunos de los que yo consideraba los mejores cuentos, en opinión de gente que respeto mucho, merecían replantearse. Fue el caso de “Mi nube”, que aparece aquí linkeado en una versión similar a la que iba a publicarse. Fue uno de los primeros cuentos de lo que llamo “el rincón sensible”, que fue una especie de apertura a poner un poco de sentimiento en los textos. En realidad, empezó como una especie de parodia del sentimentalismo, pero con el tiempo fui tomando la decisión consciente de dejar ser a los sentimientos, sin que para eso fuera necesario abandonar el humor.

Resultó que, visto desde ahora, el texto no sabe bien para qué lado quiere agarrar, y se queda en el medio. Esto me fue transmitido. No hubo que persuadirme demasiado de que era cierto, siempre lo había sabido. Pero de repente me agarró la duda: si éste es uno de los mejores cuentos, ¿cómo voy a lograr mejorarlo sustancialmente?

Decidí que valía la pena intentarlo. Escribir desde lo que sé que es el cuento, hacerlo fluir sin que influyera la idea que tenía hace dos años de lo que iba a ser. El resultado es un cuento totalmente nuevo. De lo linkeado arriba, quedan dos párrafos. Sin embargo, la descripción de la trama es prácticamente la misma. Pero es mucho mejor que antes. La reescritura completa resultó un gran beneficio para “Mi nube”, y para varios más también.

La publicación de Léame me forzó a volver a leer los cuentos y ser más fiel a ellos que a quien era yo cuando los escribí. Es una de las más grandes y gratas sorpresas de este proceso.