Hay mucha gente que usa la frase “no me gusta escribir, me gusta haber escrito”. Se refieren, por si no está claro, a que el proceso de la escritura en sí les resulta arduo, frustrante, pero una vez que consiguen algo satisfactorio, el trabajo vale la pena.
Puedo decir que en mi caso eso no es cierto. Me gusta haber escrito, y también me gusta escribir. Disfruto el proceso de descubrimiento de un texto. Ir hilvanando una historia, dejarme llevar por ella, ver las distintas posibilidades y elegir la que más me satisface.
El proceso a veces tiene partes frustantes, porque no siempre las cosas salen como uno había pensado. Ocurre que ideas de éxito seguro fracasan, y viceversa. Pero ahí está la sorpresa, el vértigo. Nunca sé si algo que empiezo va a llegar a ser bueno, y eso otorga un vértigo que me gusta atravesar.
Muchas veces, cuando un cuento viene bien, el camino se disfruta. Los elementos van cerrando, aparecen vertientes nuevas antes no pensadas. Se ve venir una conclusión satisfactoria. Mientras más formado esté el texto, más seguridad hay de que no se va a caer al final. En general tomo una decisión consciente de dejarme llevar por la intuición, aunque no siempre lo que la intuición dicta es lo mejor. Hay que estar atento.
Otra cosa que pasa son los accidentes. Si ocurre algo inesperado, si un error de tipeo otorga una idea nueva, es un momento mágico que se disfruta mucho. Incluso puede pasar que la idea con la que uno empezó se convierta en otra totalmente distinta espontáneamente. Eso es doblemente bueno, porque sale algo nuevo que generalmente me deja conforme, y porque la idea origina queda libre para ser escrita otro día.
El proceso de escritura permite meterse entre las ideas y sacar algo concreto de ellas. Después, cuando se reescribe, hay que revisar si está bien. Eso sí puede ser algo tedioso, aunque puede aparecer la inspiración en la segunda (o tercera, o cuarta) pasada, y de repente la escritura vuelve a tener el placer de la escritura.
Y eso está buenísimo.