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Los años que pasé haciendo análisis sintáctico en la escuela sospecho que no me sirvieron para nada. Es algo que sospecho ahora y sospechaba entonces. Me preguntaba por qué se perdía el tiempo en eso y no enseñaban a escribir sin faltas de ortografía o algo así.

Y, sin embargo, no sé si está tan mal. Está bien saber qué se dice, cómo son las estructuras gramáticas, cómo se construye el lenguaje. Ahora, eso no es lo que hacíamos. Sólo aprendíamos que había oraciones con modificador directo, o indirecto, y otros términos que ni me acuerdo. Jamás lo apliqué a la escritura.

Nunca me puse a pensar “me parece que acá necesito un sujeto tácito”. Directamente puse un sujeto tácito. Supongo que nadie hace semejante cosa. Si uno va a estar viendo las reglas gramáticas antes de escribir cada palabra, se vuelve loco.

Claro que las reglas gramáticas están por algo, y a menos que uno quiera romperlas por una buena razón, conviene cumplirlas. El texto se va a entender mejor.

¿Cómo hago? Simplemente tengo intuición gramática. Me doy cuenta qué cosas suenan bien y cuáles suenan mal. Rara vez cometo errores que serían identificables con un buen análisis sintáctico.

Pero capaz que es porque soy escritor, y tal vez siempre lo haya sido. En una de ésas, nací para esto. No creo. Supongo que todos operan de forma similar, y algunos dedicados profesionales tienen en cuenta no sólo qué es lo que escriben y cómo, sino cuáles son los nombres de los elementos que usan.

Hay días de abundancia de ideas, y días de escasez. Las ideas existentes no tienen garantía de ser buenas, pero son más fáciles de escribir que las que no están presentes. Lo siguiente se trata de qué hago cuando no tengo nada a mano.

Lo primero es calmarme. Algo voy a poder conseguir. Siempre ha ocurrido, es bueno tener experiencia al respecto. No sólo sé que siempre logré salir del paso y escribir algo, sino que sé que muchas cosas que escribí en esa situación resultaron buenas, incluso mejores que otras que tenía muchas ganas de escribir en días de ideas abundantes.

Eso no calma necesariamente la ansiedad. Tengo que escribir algo, y aparte tiene que estar más o menos bueno. No vale cualquier estupidez. Empieza un período de dudas. ¿Tendré alguna vez otra idea? Porque que en el pasado haya podido no significa que en el futuro vaya a poder. Pienso que tal vez debería abandonar la regla de escribir todos los días, que está muy bien pero hasta acá llegó. Inmediatamente me contesto que la regla está justamente para esos días en los que no tengo nada. Cuando tengo una idea es mucho más fácil ponerme a escribir.

Entonces busco. Exprimo mis notas, a ver si encuentro alguna idea que me entusiasme y todavía no haya hecho. A veces saco alguna y zafo. Pero muchas veces no. Las únicas ideas sin hacer son las que no sé para qué lado llevar o directamente resultan muy pelotudas. Tengo que generar algo de la nada. Sacar del aire una idea nueva.

No hay un Modatón de ideas. Me sirve cambiar de ambiente. Ir al baño, salir. Ponerme a leer algo. O prender la televisión. O ponerme a pensar, pensar, pensar. Tarde o temprano algo va a llegar, algo voy a escribir en la hoja que ahora está en blanco, y aunque no sea nada, aunque no sea ni el germen de una idea, a través de eso puede ser que llegue a algo interesante.

Cuando no logro enganchar ninguna idea concreta recurro a ese método. Agarro y escribo algo, lo que tengo en la cabeza (siempre y cuando no sea “no sé qué escribir”, porque eso es cualquiera). Veo dónde me lleva eso que escribí, y me dejo llevar. Exploro los conceptos que me pueda sugerir lo poco que llevo escrito, a qué se puede aplicar, a qué me hace acordar.

Y en poco tiempo, cuando me doy cuenta, siguiendo eso tengo un texto escrito. A veces es medio forzado, pero a veces florece y sale algo muy rico, que tiene muchas puntas para explorar. Y ésas son las veces que termino con más satisfacción: cuando logré generar algo a partir de nada.

No todos están destinados a ser escritores. Pero hay quienes están interesados en convertirse en uno, y no saben qué hacer. Recién llegado a este lado, les cuento lo que aprendí.

Hace falta una sola cosa: escribir. Después es cuestión de seguir escribiendo. Claro que no cualquier escrito hace que uno sea escritor. ¿Dónde está el límite? Es un límite interno.

No existe carrera de escritor. O tal vez existe, qué sé yo, pero no le daría ningún crédito. Nadie tiene el diploma. Lo que se puede es lograr sentirse escritor, o ser percibido por los demás como tal.

Ayuda tener algo publicado. No es necesario, se puede ser escritor inédito. No hay características fijas, salvo que los escritores escriben. Un escritor que no escribe capaz que puede existir, aunque yo lo llamaría un potencial escritor. Hay que escribir, y tener cierta familiaridad con esa práctica, aunque no se la ejerza seguido.

Se puede tener cualquier tipo de método, o ninguno. Lo importante para ser escritor, a mi modo de ver, es un cambio interno. Convencerse de que uno es escritor. ¿Cómo se hace? Convenciéndose de que sabe escribir.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué es saber escribir? No tiene nada que ver con la gramática. Es tener confianza de que, al menos a veces, cuando uno se siente (o se pare, o acueste) a escribir, va a poder salir algo. Nadie tiene nunca la certeza de que va a salir algo bueno, pero sí se puede aspirar a que salga algo con cierta forma.

Así, alguien que es escritor es alguien que aprendió el oficio de escritor, y tiene la suficiente confianza como para animarse a escribir, y pensar que lo está haciendo en serio.

Como me pongo la obligación de escribir, a veces no tengo ninguna idea saltando en el tintero, como para lanzarme sobre ella y desarrollarla. La obligación está para que en esos días igual salga algo. Entonces me pongo a escribir igual, confiando en que el ejercicio va a terminar bien.

Mucho más seguido de lo que podría pensarse, sale algo. De repente una serie de palabras que se me ocurrió poner va adquiriendo sentidos que se concatenan hasta formar un texto. La frase original puede ser al azar, sin demasiado sentido.

Así ocurrió con El camión de los centauros, presente en Léame. Me senté a escribir sin nada, y ante la página vacía puse “Era un verdadero centauro”. Y fue apareciendo una idea de que el centauro estaba junto con muchos otros en un camión de los que transportan ganado, que va por la ruta con un destino incierto.

Hay mucho misterio en ese texto, entre otras cosas porque nunca supe de qué se trataba. Así como el narrador no sabe para dónde va el camión, el escritor tampoco, y se va dejando las opciones abiertas. Pronto el escritor, o sea el mismo que escribe ahora y justo se le dio por la tercera persona, comprendió que lo que estaba bueno era ese misterio. Empezó entonces a tirar para ese lado, hasta que salió más o menos la historia que está ahora publicada.

Estos cuentos muchas veces necesitan bastante trabajo posterior. Algunas de las ideas tiradas al principio para ver qué prende pierden sentido una vez que se armó una narración. Hay que podarlas, o darles un lugar adecuado. Para eso está todo el proceso de reescritura, que de todos modos los cuentos escritos con preproducción también necesitan.

Lo bueno es que esta clase de cuentos sólo aparecen cuando uno practica y deja que sus instintos se desarrollen. Son cuentos de oficio, y son igual de respetables que los otros.

En la canción titulada Juntapuchos, que se puede escuchar haciendo clic en el link, Leo Maslíah explica una forma de crear a partir de las ideas que no paran de dar vueltas alrededor de todos.

Junto lo que sobra, después que alguien pensó sobre algo que luego tal vez olvidó.
Soy un juntapuchos, me fumo las neuronas que murieron y no pueden pensar.
Junto las ideas que se quedaron calladas por falta de voz, de palabras o por la censura de quien las pensó.

El truco está en saber reconocer las ideas, y recoger las que pueden dar algún fruto. Pueden provenir de cualquier lado. De alguna obra de otro, pero también de lo que alguien dice o sugiere. Incluso de lo que uno mismo hace.

Los gérmenes de ideas están, y el autor tiene que ser un terreno fértil para ellas. Tiene que atraerlas y permitirles desarrollarse. Ahí el autor tiene que poner de sí mismo. No es un mero recopilador. No se trata de parodiar, aunque se puede hacer. Es más que a partir de algo que existe, incluso de un detalle, surge otra cosa.

Esa segunda cosa puede no tener relación, para el lector, con la que lo originó. Puede ser porque se modificó o porque la idea no estaba, y surgió en la cabeza del autor.

También se puede crear con lo que otros no dicen, “se quedaron calladas por falta de voz, de palabras o por la censura de quien las pensó”. Ideas que alguien llevó para un lado pero pueden ir hacia otro. Respuestas a obras existentes que igual forman una obra independiente. Acá encontramos otro texto de Maslíah, titulado “Recetas para componer canciones”. Una de ellas dice (la cita es de memoria, pero creo que es así):

1) Concurra a un recital.
2) Tome nota de todo lo que allí no se dijo.
3) Dígalo.

Es muy válido, porque no tiene mucho sentido estar diciendo lo mismo que dicen los otros. Hay que dar vuelta las ideas, como si fueran manteles que uno agita para sacarles las migas. Hay que cuestionar lo que los otros dicen (y lo que uno dice). Puede haber una verdad escondida en algún lado que no se haya dicho. O una mentira, igual puede valer la pena.

Estas ideas que se desarrollan con el método del juntapuchos no son necesariamente menores, ni inferiores a las que las originaron. Pueden ser mucho mejores, más complejas, más pensadas. Pueden también ser una porquería. Nunca hay certeza. Por eso hay que explorar. Nunca se sabe de dónde puede salir una idea buena. Hay que prestar atención para que las que andan dando vueltas no pasen de largo, y después cuidarlas para que surja algo nuevo. Quién sabe, tal vez valdrá la pena hacerlo surgir.

Este método me funciona a mí, y no tiene por qué funcionarle a los demás. Es una adaptación a mis características. Se adecúa bien a mi personalidad. Me da una estructura de la que agarrarme, que puedo usar para darme una libertad que de otro modo tal vez no tendría.

El asunto consiste en que todos los días tengo que escribir algo y terminar una primera versión. O sea, no puedo empezar algo y dejarlo de lado. Si lo hago, no cuenta, tengo que hacer otra cosa. Lo que escriba en sí puede ser cualquier cosa: cuento, poema, texto, experimento, canción, lo que sea. Colectivamente los llamo cuentos, porque hay mayoría de ellos, pero no todos lo son. Pero como no me importan las etiquetas, está todo bien.

Hacerlo así me saca una responsabilidad que sentía antes de empezar: tener una idea para escribir algo. Siempre supe que podía escribir, y muchas veces me encontré esperando a tener una idea para poder escribirla. O al revés, tenía una idea pero ocurría en un momento inadecuado, y después iba postergando la realización. Ahora, hoy tengo que hacer algo. Entonces es necesario adecuarme a esa obligación.

Así, si tengo una idea la anoto rápidamente, antes de que se me vaya. Pero aparte, como cada día voy a usar una, necesito que se me ocurran. Entonces estoy todo el tiempo en modo buscar ideas. Mantengo así la concentración requerida para que aparezcan las ocurrencias. Como nunca me libero de la obligación, la búsqueda es permanente.

Muchas veces, de todos modos, pasa que no tengo ninguna idea fresca, o las que tengo no me convencen en el momento de escribir. Estoy obligado a improvisar, a pensar algo rápido o hacer algún ejercicio. Mi experiencia bajo esa clase de presión es satisfactoria. Hay un montón de cosas que me gustan mucho y no hubiera escrito si no me hubiera puesto la obligación.

Ayuda que suelo escribir rápido. Pero eso sí: la primera versión nunca es la definitiva. Hay que trabajar los textos, dejarlos crecer, darles unos días y unas pasadas para que se muestren como son. Este trabajo es extra, no cuenta como la escritura del día aunque me pase todo el día.

Tampoco cuentan las cosas escritas para otros proyectos. Este blog, por ejemplo, se actualiza todos los días, y va aparte. Aunque alguna vez puede pasar que algo que escribí para el blog me guste y lo tome como parte de mi escritura “seria” o “canónica”. Pero no ocurre seguido.

Tengo suerte de haber encontrado este método, que me permite escribir muchísimo. Como arranqué a mediados de 2007, a la fecha llevo más de 1600 escritos. Es una simple cuestión matemática si uno logra mantener la disciplina. A alguna gente le parece impresionante la cantidad, a mí me gusta pero no lo considero una hazaña, sino el resultado de la constancia.

Eso sí: no todo lo que escribo después resulta bueno. Antes de escribirlo no lo sé. Siempre es un experimento. Si me parece que lo que está saliendo es una mierda, en general intento otra cosa. Pero también, con la constancia, desarrollé experiencia, y tengo formas de salvar textos que no están saliendo bien.

No sólo fui creando un instinto de escritor, sino que aprendí a confiar en ese instinto. Logro dejarme llevar por donde me parece que tiene que ir lo que estoy escribiendo, y muchas veces me encuentro que aparecí en algún lado que no sospechaba. Eso es una de las sensaciones más placenteras del viaje de la escritura.

Antes de que Léame estuviera impreso tenía cierta idea de lo que iba a pasar. Algunas cosas comenté en este blog. Estaba seguro de que iba a encontrar fragmentos que podían mejorarse. Eso ya ocurrió, y apliqué los anticuerpos que tenía preparados. También estoy preparado para cuando me arrepienta de haber incluido algún cuento, o dejado afuera a otro.

Los primeros días después de la presentación estaba medio en otra, y tuve que forzarme a escribir. Me conformé con lo que saliera, pero algo tenía que escribir. No iba a permitir dejarme estar por más autor publicado que fuera. Pero noté que no se me ocurría ideas, y tenía que recurrir a escarbar la libreta donde las anoto.

Esta situación duró algunos días. Después pasó. Me quedé tranquilo cuando empecé a pensar ideas nuevas. Apareció el “todavía puedo”. Nada de esto es algo que no me esperara. Tampoco tengo que sacar un libro para tener un período de unos días sin que se me ocurra nada. Esta vez era parte de la sopa.

Lo que me sorprendió es que las ideas que se me están ocurriendo son respuestas, o variaciones de cosas que están en Léame.

El primero fue algo que, si se me hubiera ocurrido unos meses antes, podía haber modificado drásticamente el cuento La vaca atada. Este cuento consiste en un narrador que adopta como mascota una vaca que encuentra caminando por su barrio. El otro día vi una artista callejera que estaba haciendo malabares en un semáforo, y usaba dos banderas rojas. “Menos mal que no hay ningún toro cerca”, pensé. Inmediatamente supe que eso podía haber sido bueno para incorporar a ese cuento. Pero, como ya está publicado, lo escribí como uno independiente, que igual constituye una especie de respuesta.

Después caminé por una escalera mecánica que no andaba, y noté que la gente anda despacio. Empecé a pensar por qué podía pasar eso, y de repente desemboqué en una especie de secuela de Un paso hacia adelante.

Por últmo, fui al supermercado y debí lidiar de nuevo con un carrito con cierta independencia en sus ruedas. Me encontré compensando con mi cuerpo las limitaciones de su movimiento. Y entonces apareció el contorsionismo, en algo que todavía no escribí pero puede resultar una fusión de El carro que me quería con cosas como Un paso hacia adelante y también la serie de las aventuras del cuerpo humano.

Ya me había pasado de dialogar con textos anteriores. Pero nunca con tantos juntos. Y menos justo después de que todos hubieran sido publicados.

¿Cómo se diferencian las ideas buenas de las malas? No hay muchas referencias. Muchas ideas parecen buenas y al ejecutarlas resultan problemáticas. El problema puede ser la ejecución, pero eso no ayuda. Del mismo modo, hay en mi experiencia muchas ideas que parecían muy pavotas hasta que me senté a escribirlas, y de ellas salió algo.

Es raro que se me ocurra una historia. En general pienso puntos de partida, que anoto prontamente de una manera que me recuerde el razonamiento que me llevó hasta ahí (si fue un razonamiento lo que me llevó). Puede ser un juego de palabras, un momento, una relación de dos conceptos hasta ese momento separados, una frase que me resulte llamativa sin que sepa por qué, o cualquier otra cosa. A veces anoto frases que me vienen a la cabeza y no entiendo bien, o entiendo pero se me ocurre que encierran algo digno de ser explorado.

Después, cuando llega la hora de escribir, reviso lo que tengo anotado. A veces estoy con ganas de hacer una idea en particular, y en esos casos no necesito revisar nada. La hago directamente. Otras veces no sé y me tengo que forzar a escribir, y tardo un rato en decidirme entre alguna de las ideas disponibles. En general tiendo a hacer primero las que parecen tener más puertas abiertas. Cuando pasan los días, si no aparecen ideas nuevas, van quedando las más crípticas, y me veo obligado a hacer una de ésas.

Pero eso no implica que resulten en un escrito críptico, o inferior. Pasa seguido que las ideas que parecen redondas terminan siendo simplotas. O más obvias. No hay garantías. Cualquier idea puede llevar a algo bueno, y cualquier idea puede llevar a algo pésimo. Hay un componente de suerte, inspiración o lo que sea que permite llegar a algo.

Hay cuentos que se escriben solos. Fluyen naturalmente, y no tengo más que dejarlos. Puede ocurrir que fluyan hacia lugares comunes, y tenga que guiarlos un poco. En ese caso el autor opera como “la mano invisible” y tiene que saber apartarse. Otras veces se requiere una intervención más dura. Explorar, buscar, dar vuelta conceptos, insertar situaciones, forzar. Hay cuentos que piden eso. Es necesario saber reconocerlos.

Aprendí con el tiempo a confiar en mi instinto. Me acuerdo cuando estaba escribiendo un cuento en el que los personaejs se comunicaban con las caras. El chiste estaba en que se decían cosas complejas sin hablar, con sólo poner una cara. Me parecía que lo natural era que terminaran en una situación sexual, pero no tenía ganas de meterme en eso. En su lugar, los hice jugar a las cartas, mientras pensaba que no era muy ingenioso. Pero al rato caí en la cuenta de que en el truco la gente expresa qué cartas tiene con la cara, y eso me trajo una resolución para el cuento. Se llama Comunicación facial, pero no está en Léame. Es bastante viejo, y los cuentos de Léame son mejores. De todos modos, ésa fue la primera vez que uno de mis cuentos se escribió solo, y recuerdo lo contento que quedé.

No me levanto hasta terminar una primera versión. Pero nunca un cuento va a quedar en esa primera versión. O es rarísimo. Siempre hay cosas para corregir. Desde grandes aspectos de la trama, que permitan con un poco más de perspectiva mejorar la historia, hasta detalles que uno puede haber descuidado en el primer intento. Eso también aprendí. Nunca se termina de corregir. Estoy seguro de que cuando Léame esté publicado, voy a ver cosas que escribiría distinto, puntas que no vi, palabras que me arrepiento de haber puesto.

Pero tampoco es cuestión de volverse loco. El libro que está por salir es lo mejor que sé hacer en este momento. Pasó por un montón de revisiones. Después, cuando empiece a tener desacuerdos, no voy a ser la misma persona que hoy. Y voy a estar tranquilo al saber que dí lo mejor de mí.