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Cuando la gente se entera de que uno escribe, se siente obligada a dar consejos. Aparentemente, todos saben lo que tiene que hacer un escritor. Tal vez todos sean escritores vicarios, y quieren canalizarlo a través de uno. No sé. Pero no dejan de iluminarnos con los consejos acerca de no sólo lo que piensan que uno debe hacer, sino lo que no creen que uno lo haya pensado nunca.

Uno de los consejos más frecuentes es que un escritor debe leer mucho. Es un concepto razonable, después de todo el cerebro tiene que alimentarse de algo. Sin embargo, está lejos de ser un concepto universal. Se puede ser un gran escritor sin haber leído nada, aunque diría que es poco probable que a alguien que no lee nada se le ocurra ponerse a escribir.

Hay gente que no sólo sabe que uno debe leer, sino que también sabe qué debe leer uno. Tiran entonces listas de libros, a modo de verificación. Porque si uno no los leyó, pueden saberse superiores, no necesariamente porque ellos los leyeron, sino porque no se dedican a la escritura habiendo no leído esas obras que todo escritor debería leer. No como uno, que es claramente ignaro.

El consejo, aunque irrita, es perfectamente válido. Leer suele hacer bien para escribir. No es mi intención negarlo. Sin embargo, no tiene nada de absoluto. Y hay muchos estímulos que pueden alimentar una escritura. La música, el cine, la televisión, caminar por la ciudad, caminar por el campo, caminar en el espacio, observar los pajarillos, bañarse, la pintura, la arquitectura, los viajes, las tormentas, la autocontemplación, la exocontemplación. Cualquier cosa puede estimular el pensamiento, que se puede transformar en algo escrito, que no tiene por qué ser menos válido que lo que escribe alguien que leyó y comprendió todo el canon varias veces.

El asunto, señores, es pensar.

Es probable que esto pase en todas las actividades. Muchas veces, cuando alguien me pregunta cuál es mi actividad y les cuento que escribo, ciertas personas no resisten la tentación de ofrecer sugerencias.

Esas personas posiblemente no escriban ni un mail, pero saben cómo hay que hacer para escribir. De dónde hay que sacar las ideas, cómo plantearlas, por dónde empezar, qué hacer para terminar, y qué se hace una vez que un escrito está finalizado.

Saben también qué tengo que leer, qué cosas tengo que saber, qué me sirve, qué no me sirve. Están convencidos de que me dan un aporte fundamental para aprender a hacer la actividad que ya hago. Seguramente piensan que estoy contento de que se hayan cruzado en mi camino. Si no, continuaría en la ignorancia en la que venía hasta el momento.

Además de los métodos, saben mejor que yo los temas que debo tratar. Tiran ideas. Mejor dicho, tiran semi ideas. “Esto es un cuento tuyo”, dicen donde no hay nada. Comparan la producción de uno con los escritores que leyeron, y a partir de ese momento pasan a hablar de ese escritor. Eso les permite decir lo que tenían preparado. Lo adaptan a mí, me quieren hacer creer que están hablando de mí. Yo hago como si no me diera cuenta de que estoy escuchando pensamientos prefabricados.

En general hago eso. Rara vez me pongo a discutir. No suelo decirles “no tenés idea, callate”. Queda feo. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez quede excéntrico. “Mirá cómo son esos escritores”, podrían pensar, “siempre dando la nota”. Pero no pensarán eso. En su lugar, elegirán pensar que no sé cómo hacer lo que hago, y que si los contradigo es prueba de eso.

Hay un solo remedio para esto: hacerme famoso. Conseguir cierto prestigio, de forma tal que estas personas sientan pudor de darme lecciones. En su lugar, seguramente se verán obligados a hacer comentarios. Y algunos, por eso, se molestarán en leer lo que escribo.